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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (18 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Salimos y nos quedamos mirándole. El Amo flotaba sobre el agua humeante, tres cuartas partes sumergido, con un ojo apuntando, ciego, hacia arriba. Casi ocupaba toda la anchura del estanque.

Estaba demasiado agotado para pensar. Hubiera podido dejarme caer al suelo y quedarme allí. Pero Fritz dijo:

—Las burbujas de gas.

Abrimos media docena, las apretamos para liberar la neblina parda y las esparcimos en torno al borde del estanque, como habría hecho el Amo después de usarlas. Fritz pensó incluso en volver a meterse en el estanque y dejarle una burbuja adherida. Después fuimos juntos al refugio, nos quitamos las mascarillas, nos lavamos y nos secamos. Necesitaba descansar e insté a Fritz para que hiciera lo mismo, pero dijo que él tenía que volver. Era más importante que nunca no correr riesgos innecesarios. Se nos echaba la noche encima; afuera estarían encendiendo los faroles de luz verde. Regresaría ahora. Cuando yo estuviera preparado debía seguirle y aguardarle en la zona comunal de su pirámide. Él bajaría cuando se acostara su Amo y juntos iríamos a buscar el río.

Cuando se fue, me tumbé un rato, pero me daba miedo quedarme dormido (y quizá encontrarme al despertar con que había otro Amo y con que se había descubierto la muerte). De modo que me levanté e hice los preparativos. Arranqué las páginas del libro donde había tomado mis notas, las guardé en un recipiente vacío y me deshice del resto del libro introduciéndolo en el compartimiento donde se destruían los desperdicios. Cerré el envase y lo metí en la mascarilla antes de ponérmela.

Entonces me asaltó una idea, cogí otros dos envases pequeños y salí del refugio. Uno lo llené con agua del estanque y dejé que el otro se llenara con el aire de los Amos, cerrando los dos. Después volví al refugio y los introduje también en la mascarilla, donde quedaron descansando sobre mi clavícula. Tal vez fueran de utilidad para Julius y los demás.

Todo ello, por supuesto, en el caso de que saliéramos de la Ciudad. Procuré no pensar en las escasas posibilidades que teníamos.

Tuve que esperar a Fritz mucho tiempo, y cuando llegó vi que tenía señales recientes en la espalda y en los brazos. Dijo que sí, que le habían pegado por llegar tarde del recado. Parecía cansado y enfermo. Sugerí que se quedara a descansar mientras yo me iba solo a localizar el río, pero no quiso ni oír hablar de aquello. Yo me orientaba muy mal dentro de la Ciudad y lo único que iba a hacer era dar vueltas en círculo. Esto era completamente cierto: había tardado mucho en aprender a moverme por aquel laberinto, y sólo para ir a ciertos lugares que me eran familiares.

Dijo él:

—¿Has comido últimamente, Will?

Negué con la cabeza:

—No tenía hambre.

—Pero tienes que comer de todos modos. He bajado comida. Además, bebe todo lo que puedas y tómate una barra de sal. Cámbiate las esponjas de la mascarilla antes de que salgamos. No sabemos cuánto tiempo pasará antes de que podamos volver a respirar un aire en condiciones.

Todo esto era cierto y yo no había caído en ello. Estábamos solos en la zona comunal. Engullí la comida que me dio, deshice una barra de sal y me la comí. Bebí agua hasta que me pareció que iba a reventar. Después cambié las esponjas de la mascarilla y me la puse. Dije:

—Supongo que no podemos desperdiciar tiempo.

—No, —su voz me llegaba amortiguada a través de la máscara—. Es mejor que nos vayamos inmediatamente.

Fuera estaba oscuro, exceptuando los lugares donde los faroles formaban pequeños círculos de luminiscencia verde; pensé que parecían luciérnagas gigantescas. El calor no había disminuido, por supuesto. Jamás disminuía. Casi inmediatamente empezó a acumularse sudor en el interior de mi mascaril a. Seguimos avanzando, con aquel paso bamboleante que empleaban los esclavos como mejor manera de contrarrestar la gravedad que soportaban sus miembros. El sector por el que Fritz pensaba que tal vez saliera el río quedaba lejos. En vehículo habríamos llegado rápidamente, pero era inconcebible que unos esclavos viajaran en vehículo a menos que les acompañara un Amo. Teníamos que ir caminando penosamente.

Había pocos Amos y no vimos a ningún esclavo. Fritz sugirió que nos separásemos; él iba delante de mí, justamente en el límite que alcanzaba mi vista. Era posible justificar que un esclavo saliera de noche, pues podía estar haciendo algún recado para un Amo que aún tuviera algo que hacer; dos juntos resultaría raro. Me hice cargo de ello, aunque no me hacía gracia el aislamiento y me costaba no perderle al tiempo que mantenía la distancia. Íbamos de una zona iluminada a otra y había un tramo intermedio en el que se avanzaba por entre una oscuridad casi total, pues del siguiente farol no se veía más que un tenue resplandor verde a lo lejos. Suponía un esfuerzo para los ojos y para la mente al mismo tiempo, sobre todo en el papel de retaguardia que me había tocado.

La presencia de un Amo se detectaba con cierta antelación. Con los tres pies simétricamente desplegados producían un ruido característico, seco y monótono, sobre el suelo liso y duro. Al pasar bajo un farol lo oí detrás de mí. Y cada vez más fuerte, pues se movía con más rapidez que nosotros. Pensé que podría llegar a mi altura en el tramo oscuro y quise escabullirme. Pero no había ninguna bocacalle por allí y podía levantar sospechas. Y además podía perder el contacto con Fritz. Seguí adelante y me vinieron a la memoria unos versos que encontré en un libro viejo, en casa:

Como al que por un sendero desolado

De su mano el miedo lleva.

Una sola vez se ha vuelto, una ha mirado, Ya no vuelve la cabeza:

Ahora sabe que un terrorífico demonio

Va siguiéndole de cerca.

Yo no me volví, pero tampoco era necesario, pues sabía muy bien qué tenía detrás. Nos encontrábamos en una parte de la ciudad que me era enteramente desconocida y súbitamente caí en la cuenta de que si me preguntaban no sabría qué responder. Traté de pensar una respuesta, pero tenía la mente en blanco.

Llegué al tramo oscuro; detrás de mí seguía aquel ruido. Pensé que ya debiera haberme dado alcance y llegué al terrible convencimiento de que había aminorado el paso deliberadamente, de que estaba examinándome y se disponía a abordarme. Seguí, esperando que en cualquier momento resonara por detrás la voz del Amo; tal vez me asiera con un tentáculo y me levantara en vilo. Apenas veía la figura de Fritz, que ya se perdía en la oscuridad, después de haber rebasado la siguiente luz. Luz que yo tenía cada vez más cerca. Quise forzar los músculos para iniciar una lenta carrera; sin embargo, no sé cómo, me mantuve fiel a mi resolución inicial. Ya tenía encima aquellas pisadas huecas; me parecía que se oían con más fuerza que nunca. Me rebasaron y sentí que me desplomaba, abandonándome a la debilidad del alivio.

Pero la cosa no quedaba ahí. Fritz ya se había desvanecido en el siguiente tramo oscuro, y a continuación lo hizo el Amo. Yo fui en pos de ellos. La luz se disipó, quedando solamente un fulgor lejano. Después se hizo más nítida. Veía el globo luminoso, suspendido de un largo brazo curvo. E inmediatamente después del mismo…

El Amo estaba allí, y Fritz también. Estaban parados; la alta silueta del Amo se inclinaba sobre Fritz. Oí el lejano sonido de una conversación.

Quise pararme, volver a perderme en las sombras, pero así podía llamar su atención. Tenía que seguir adelante, pasara lo que pasara. Y retirarme significaría abandonar a Fritz. Seguí. Si él se encontraba en un apuro… No iba a presentárseme la oportunidad de engañarle y darle otro puñetazo como el que acabó con la vida de mi Amo. Me vi temblando, al mismo tiempo temeroso y decidido. Después tuve una segunda sensación de alivio: vi que el Amo seguía su camino y a continuación, más lentamente, Fritz.

Me aguardó oculto entre las sobras. Yo dije:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué quería saber?

Fritz hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Nada. Me tomó por el esclavo de un conocido suyo. Creo que tenía que decirle algo. Pero como yo no era el que buscaba, siguió adelante.

Respiré hondo el aire de la mascarilla.

—Creí que todo había terminado.

—Y yo también.

En medio de la oscuridad no me era posible verle, pero advertí que le temblaba la voz. Dije:

—¿Quieres descansar?

—No. Seguiremos adelante.

Una hora más tarde descansamos. En un espacio abierto encontramos un jardín triangular de grandes dimensiones; en uno de los lados había una especie de sauces llorones, sólo que a gran escala, cuyas ramas caían hasta el suelo junto al estanque. Ocultos tras ellas no podía vernos nadie que pasara por allí. Aunque en realidad ya hacía algún tiempo que no veíamos a nadie por las calles y rampas, y tampoco había rastro de ningún Amo ni dentro del estanque ni en los alrededores. Nos tumbamos bajo las frondas viscosas, que, pese a que en la Ciudad no existían los vientos ni las brisas, de vez en cuando nos rozaban levemente. El suelo seguía tirando de nosotros, pero era una delicia no tener que esforzarnos para contrarrestarlo, quedarnos allí, echados, sin movernos. Me hubiera gustado retirar el sudor acumulado en la máscara, pero incluso aquella incomodidad no era más que una molestia menor.

Dije:

—¿Has estado antes en esta parte de la Ciudad, Fritz?

—Sólo una vez. No estamos lejos de los límites.

—¿Frente a la entrada del río?

—Más o menos frente a ella.

—Entonces cuando encontremos la Muralla podremos empezar a buscar el desagüe.

—Sí. Desde luego, en adelante tendremos que andarnos con más cuidado. No es hora de estar haciendo recados, y estamos llegando a la zona donde viven los Amos que no tienen esclavos. Hemos de ser más precavidos.

—Tampoco parece que ellos salgan de noche.

—No. Es una suerte. Pero no podemos estar completamente seguros. ¿Tienes sed?

—Un poco. No mucha.

—Yo sí. Aunque de nada sirve pensarlo. Puesto que no hay esclavos en esta parte de la Ciudad, no habrá zonas comunales, —se puso lentamente en pie—. Creo que es mejor que sigamos.

Durante la búsqueda vimos cosas raras. Una era un gran hueco, un triángulo de cien yardas de lado, muy profundo; en el fondo brillaba una luz verde sobre un líquido viscoso e hirviente en cuyo seno se formaban lentamente burbujas que estallaban. En otro lugar había una complicada estructura a base de varas metálicas y pasarelas que ascendían, perdiéndose en la oscuridad de la noche, y que al parecer apuntaban hacia unas luces situadas muy por encima de nuestras cabezas. Una vez, al volver una esquina, Fritz, que iba delante de mí, se detuvo, pero me hizo señas para que me acercara. Así lo hice, con sigilo, y juntos contemplamos la escena. Era un pequeño jardín de agua en el que sólo había unas pocas plantas de escasa altura. Dentro había dos Amos; uno era el que habíamos visto venir hacia este sector. Estaban enzarzados en lo que parecía un combate normal, con los tentáculos entrelazados, forcejeando; su lucha y sus movimientos agitaban las aguas. Nos quedamos mirando unos momentos, y después, sin entender nada, nos volvimos en silencio y fuimos por otro camino.

A su debido tiempo llegamos a la Muralla. Bajamos por una rampa situada entre dos pirámides pequeñas y nos encontramos frente a ella. Se extendía a derecha e izquierda, dorada incluso bajo el verde mortecino de los faroles; en la lejanía se perdía su leve curvatura cóncava. Tenía la superficie lisa y dura, sin fisuras; no ofrecía ni un solo punto de apoyo, y hasta donde alcanzaba la vista, tanto por arriba como por los lados, no se apreciaba ninguna modificación. Contemplarla resultaba desalentador.

Dije:

—¿Crees que estamos cerca de donde debiera encontrarse el río?

A la luz del farol vi cómo subían y bajaban las costillas de Fritz. Yo estaba agotado, pero él lo estaba mucho más. Dijo:

—Tendríamos que estarlo. Pero es un río subterráneo.

—¿Habrá algún modo de bajar?

—Esperemos que sí.

Miré aquella pared sin accidentes.

—¿En qué dirección vamos?

—Da igual. Por la izquierda. ¿Tú oyes algo?

—¿Como qué?

—Ruido de agua.

Escuché atentamente.

—No.

—Ni yo tampoco, —sacudió la cabeza, como si quisiera despabilarse—. Por la izquierda mismo.

Poco después comenzó a acuciarme la sed. Intenté deshacerme de aquel pensamiento, pero se volvía a adueñar de mí a cada momento. Después de todo, estábamos buscando agua. Me la imaginé: fría, cristalina, como los arroyos que bajaban de las Montañas Blancas. Era una imagen que me atormentaba, pero no me la podía quitar de la cabeza.

Siempre que encontrábamos una rampa descendente investigábamos. Íbamos a parar a misteriosos laberintos; en algunos se amontonaban cajas, bidones, esferas de metal; en otros había máquinas que despedían ruidos, zumbidos y, a veces, chispas. En la mayoría no había nadie, pero en unos pocos lugares se veían dos o tres Amos que manipulaban unos paneles llenos de agujeros y botones. Caminábamos en silencio, cautelosamente, y no nos vieron. En una gran caverna se fabricaban burbujas de humo. Salían de las fauces de una máquina, bajaban por un canal en forma de uve y caían al interior de unas cajas que cuando estaban llenas se cerraban solas y se alejaban automáticamente. En un lugar todavía mayor estaban fabricando comida y reconocí por el color y la forma de las bolsas que era de una clase que a mi Amo le gusta mucho. Le gustaba, me corregí. Aquella idea me hizo sentir un acceso de pánico. ¿Habrían encontrado el cuerpo? ¿Estarían ya buscando el esclavo desaparecido?

Cuando subíamos por una rampa, camino de la superficie, Fritz dijo:

—Creo que hemos debido equivocarnos al escoger la izquierda. Ya hemos andado mucho. Tenemos que volver y probar en la otra dirección.

—Antes un descanso.

Sólo unos minutos, —en su voz había desaliento—. No tenemos mucho tiempo.

Así que regresamos penosamente por donde habíamos venido, deteniéndonos de vez en cuando por si oíamos el ruido de máquinas. Llegamos al punto en que nos habíamos encontrado la Muralla y, trabajosamente, seguimos. Me di cuenta de que algo había cambiado, y al levantar la mirada, vi que a nuestra espalda la oscuridad se teñía tenuemente de verde. La noche finalizaba. Despuntaba la aurora y no estábamos más cerca de encontrar una salida, ni más cerca de aquel río esquivo.

El día aclaraba. La sed era más intensa que el hambre, pero la debilidad física parecía a veces superar a ambas. Apagaron los globos verdes. Vimos de lejos a un Amo por la calle y nos escondimos tras el borde de un jardín de agua hasta que se fue. Un cuarto de hora después tuvimos que eludir a otros dos. Yo dije:

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