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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

La Ciudad Vampiro (13 page)

BOOK: La Ciudad Vampiro
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—¡Daos prisa entonces, querido amo!

Según se dice, los vampiros tienen en la lengua una punta muy afilada con la que realizan el corte necesario para satisfacer sus ansias repulsivas. Después del corte, beben del mismo modo que las sanguijuelas. Justo cuando vibraba en el aire el sonido de la sexta campanada, la puerta del cuarto se abrió de nuevo, y apareció por ella Merry Bones, escondiendo su mano derecha tras la espalda. Grey-Jack le seguía con la cabeza gacha. Recordaba a un perro apaleado. Un inglés se rinde siempre ante lo evidente, y las tortas que Grey-Jack había recibido en la decimotercera hora parecían haber sido fantásticas.

En cuanto vio al criado irlandés, el señor Goëtzi silbó, y toda la familia de espectros le brotó simultáneamente del cuerpo. Con un segundo silbido, todos, incluido él mismo, se desdoblaron. Entonces resonó la séptima campanada.

El auténtico Goëtzi se parapetó tras sus doce criaturas, enviándolos contra el irlandés. Ann, que había mantenido los ojos cerrados hasta ese momento, tal y como le había mandado Merry Bones, los abrió en ese instante, y pudo ser testigo de la escena más increíble jamás relatada, desde el principio del mundo.

Dos perros, dos loros, dos mujeres calvas, dos niños, dos mesoneras y una copia del señor Goëtzi intentaban devorar literalmente al desdichado irlandés, que únicamente utilizaba la mano izquierda para defenderse, protegiendo principalmente sus ojos, y en especial del ataque de los loros. Agarraba con el puño la cabeza de las crueles bestias, retorciéndoles el pescuezo, aunque sin lograr hacerles nada y, mientras se entretenía en ello, el perro y el niño le mordían las piernas, y el mesonero y la mujer calva, con la ayuda del doble del señor Goëtzi, le atacaban al estómago, al vientre y al pecho.

A pesar de ser un inglés de pura cepa, Grey-Jack permanecía en el umbral de la puerta sin decir ni pío. No le critiquen anticipadamente. Ésas eran sus instrucciones. Él formaba la retaguardia, y enseguida van ustedes a comprender la absoluta importancia de su papel.

La octava, novena y décima campanada sonaron mientras Merry Bones avanzaba hacia la cama, recorriendo cada palmo a despecho de la furia de esa turba de arpías, machos y hembras, que se abalanzaban sobre él como lo haría una jauría sobre la presa abatida. Les aseguro que, de haber tenido algo más que huesos y piel, no habría sobrado nada de ese pobre desdichado. Pero todos aquellos vampiros no encontraron ni siquiera un pedazo de carne que morder en todo su cuerpo. Todo lo que tenía eran huesos, y un pellejo más duro que el cuero. Quizá me repetiría en exceso si destacase nuevamente aquí la supremacía indiscutible de la obesidad inglesa.

A pesar de todo, sangraba por todas las venas de su maltratado cuerpo, enrojeciendo los hocicos de aquella manada de chacales. Y sin embargo continuaba avanzando, poco a poco, con paciencia, y cuando sonó la decimoprimera campanada, tan sólo le separaban del auténtico señor Goëtzi las dos mujeres calvas.

Entonces se sacudió el cabello, lanzó un poderoso
¡Begorra!
, y le propinó a la vieja repugnante un puntapié, que no dudo en llamar heroico, ya que lanzó por los aires a la arpía, que terminó incrustada en el agujero de la chimenea. Su mano derecha, que todavía no había aparecido, realizó un brusco movimiento, y al instante brilló el filo de un hacha de hoja ancha. Casi en el mismo instante en que vibraba en el aire el sonido de la duodécima campanada, la cabeza del vampiro, del verdadero Goëtzi, rodó por el suelo seccionada de un limpio tajo.

Inmediatamente rodaron por el suelo el resto de las cabezas de sus réplicas menores, como si un mismo filo las hubiese decapitado. Cada figura corría en pos de su cabeza, mientras en medio de la confusión podía oírse, atronadora, la voz del criado irlandés:

—¡Ahora es tu turno, viejo Jack, so idiota! —gritó.

Entonces Grey-Jack comenzó a caminar con cautela, sin prisa pero sin pausa, como suelen hacerlo nuestros maravillosos soldados. Tenía claras instrucciones, así que sacó de debajo de la cama el ataúd de hierro, lo abrió justo en el momento en que el doble del señor Goëtzi recuperaba la cabeza; entonces cogió al vampiro, lo introdujo en el féretro, y lo cerró con llave.

El resto de las repulsivas criaturas no parecieron darse cuenta de ello, de lo ocupados que estaban corriendo detrás de sus cabezas. De esa forma sonó la decimotercera, y también la decimocuarta campanada, mientras se retorcían como miserables gusanos en el barro de una cloaca de verano. Merry Bones los miraba riendo con todas sus fuerzas, aunque sin quitarle un ojo al trabajo de Grey-Jack y a los esfuerzos del auténtico señor Goëtzi.

Los dos terminaron al mismo tiempo su trabajo: el viejo Grey-Jack se sentó sobre el ataúd que acababa de cerrar en el instante en que el señor Goëtzi recuperaba la cabeza y la volvía a colocar en su sitio.

Entonces silbó. Los demás vampirículos, obedientes a su gesto, se unieron por pares en un primer momento. Al segundo silbido, la desagradable familia se introdujo atropelladamente dentro de su cuerpo.

La maniobra había sido impecable.

—¿No falta ninguno? —preguntó el vampiro.

Y sin esperar una respuesta, cuando el reloj lanzaba al aire la decimoquinta campanada, se lanzó literalmente a través de la ventana y se zambulló en medio de la oscuridad de la noche.

Una quejumbrosa voz lastimera brotó, sin embargo, del ataúd de hierro y contestó:

—¡Amo! ¡Señor! ¡Os falta vuestra réplica!

Pero ya era tarde. Sólo cuando el reloj acabó de dar las horas, y después de que el cuco se dejase oír también quince veces, pudo nuestra pobre Ann darse cuenta de si estaba viva o muerta.

* * * * *

Tras la última campanada, Merry Bones pidió silencio para explicar la continuación de su plan, ya que como habrán imaginado ustedes la guerra no había hecho sino empezar.

—Señorita —dijo—. Lo más importante sería que inmediatamente partiésemos hacia el castillo de Montefalcone, aunque como Su Excelencia duerme como un tronco…

—Abrid el armario —atajó
Ella
—, para que pueda respirar mejor.

El criado irlandés prosiguió:

—Será un viaje descansado, y espero recuperarme por el camino. Grey-Jack cargará con el ataúd…

—¡Que el Diablo te lleve!… —comenzó a protestar el buen hombre.

Pero Merry Bones le cortó bruscamente diciendo:

—Necesitamos el ataúd por más de un motivo. En primer lugar, para mantener al pájaro dentro de su jaula…

—Estáis equivocado, valiente irlandés —dijo el señor Goëtzi con voz dulce desde el interior del féretro de hierro—. Tenéis mi palabra de honor de que no huiré, si me ponéis en libertad.

—… y en segundo lugar —prosiguió el irlandés, sin tomarse siquiera la molestia de contestar a aquellas palabras—, para introducir a Su Excelencia en el castillo de Montefalcone, cuando llegue la hora. Por lo visto sus muros son tan altos como la cúpula de San Pablo, en Londres, pero se me ha ocurrido una idea.

—¡Oh, buen irlandés! —se oyó de nuevo la ahogada voz del vampiro—. ¡Qué inteligente sois! Pero os equivocáis al despreciar mi oferta. Os seré completamente fiel, y podría proporcionaros excelentes servicios.

* * * * *

Puede que ustedes piensen que se trataba de una argucia. ¡Pero están completamente equivocados! Casi todos los autores respetables que han escrito gruesos tratados sobre los vampiros coinciden habitualmente en un hecho, y es el de que un vampiro cautivo sólo pertenece a quien lo enjauló, de la misma forma en que ese vencedor pertenecería al vampiro, en caso de que hubiese perdido él la lucha.

Lo que ocurre es que los hombres normales rara vez logran convertirse en los amos de un vampiro, puesto que la ley humana señala que el Bien se muestra siempre mucho menos enérgico que el Mal, y en las raras ocasiones en que se logra capturar a un vampiro, la moral y el buen gusto impiden a su dueño beberse su sangre.

La falta de este detalle impide la completa asimilación del vampiro, su íntima fusión con el hombre vencedor; aunque no por ello el vampiro capturado es menos esclavo de su dueño.

* * * * *

En el mismo momento en que la réplica del señor Goëtzi aseguraba su fidelidad a través de los orificios del féretro, les llegó el ruido de un aleteo procedente de fuera, y el marco de la ventana se sacudió por el exterior, como si un gigantesco pájaro o un insecto colosal se estrellara contra el cristal.

—¿Qué es eso? —preguntó Ann.

El cautivo se apresuró a responder.

—Que no os engañe el ruido ni un segundo. Se trata del señor Goëtzi que vuelve a buscarme, porque no puede prescindir de mí.

—Voy a meterle una bala en el cerebro —dijo decidido Grey-Jack.

No sé cómo, había logrado hacerse con una carabina, que blandía en alto mientras se abalanzaba sobre la ventana.

—Quieto, noble anciano —dijo el vampiro preso—. Ese monstruo que ha multiplicado sus criminales intentos contra vuestra joven ama y sus amigos, es completamente impotente ahora. Le falto yo. Sería demasiado largo explicároslo ahora, con términos científicos y concretos, pero aceptad esta comparación, que espero os resulte esclarecedora. Es cierto que yo soy únicamente una doceava parte del señor Goëtzi, pero también soy el nexo de unión con el resto de sus criaturas, y mi ausencia le deja en la misma situación de un rosario al que le hubiesen quitado el hilo. Así comprenderéis el apuro en que se encuentra.

Aquellas palabras sorprendieron enormemente a los presentes, pero nuestra querida Ann, mucho más sensata de lo que podría esperarse a sus años, preguntó a pesar de todo:

—Prisionero, ¿por qué traicionáis a vuestro señor?

—Querida niña —replicó el murmullo del ataúd—, y que no os sorprenda el oírme llamaros así, pues tengo derecho a hacerlo. Tengo varios motivos para actuar así. Os diré dos de ellos. El primero es la norma que acompaña a cualquier conquista: el vencido continúa siendo enemigo del vencedor. Para que entendáis mejor el segundo motivo, es preciso que os cuente una historia. En los días en que el doctor Otto Goëtzi fue hasta el condado de Stafford para convertirse en el profesor del joven Edward S. Barton, era aún un aprendiz de vampiro. No tenía entonces réplica, ni secuaces, ni nada. ¿Os acordáis de la desventurada Polly Bird, la doncella de la Granja Alta cuyo inesperado final conmovió a los feligreses hace ahora varios años?… Pues bien, queridos amigos, quien os está hablando es la propia desgraciada en persona. Cuando el señor Goëtzi recibió de Peterwardein su diploma de maestro vampiro, me escogió inmediatamente para ser una de sus réplicas y comenzar así la construcción de su organismo múltiple.

—¡Cuando recuerdo —exclamó entonces nuestra querida Ann— que nos sentábamos una al lado de otra en la iglesia, con las siete hermanas Bobington!

Merry Bones miró a Grey-Jack, convencido de que ahora sí que el viejo no aceptaría fácilmente el cargar con el ataúd.

—Ahora que lo pienso —dijo—, Polly Bird era una chica muy buena en otro tiempo, y mi ama no tiene doncella. Si Polly promete comportarse bien y cargar con el ataúd, no veo por qué habríamos de llevarla nosotros sobre nuestros hombros hasta el castillo de Montefalcone.

Finalmente logró convencer a los otros. Merry Bones introdujo la llave en la cerradura del ataúd y lo abrió. Entonces vieron en su interior al señor Goëtzi, y por primera vez tanto Ann como los dos criados habrían jurado que, al mirarlo detenidamente, podían verse bajo los rasgos del despreciable vampiro algunos resquicios de la fisonomía de Polly Bird.

La desdichada agradeció con una expresión cortés aquel favor,
e
hizo una reverencia en cuanto logró ponerse de pie.

En lo sucesivo, nos referiremos a ella en femenino, para no confundirla con el auténtico señor Goëtzi. Deben ustedes recordar, a pesar de ello, que era un hombre, y que por consiguiente tuvieron que abandonar la idea de convertirla en la doncella de nuestra querida Ann.

Es más, se le ató el pesado cajón de hierro al cuello con una larga cadena, como medida de precaución. De esa forma, tanto Grey-Jack como Merry Bones estaban seguros de que cargaría con él, y además era de esperar que semejante peso dificultaría sus movimientos, impidiendo cualquier intento de fuga.

Comenzaba a amanecer cuando
Ella
obligó a salir a todos para asearse. Entre tanto, la antigua Polly intentaba despertar a Ned Barton con procedimientos que no conozco. Cuando Ann, después de recitar una breve oración, o más bien una acción de gracias por los peligros salvados, llamó a sus compañeros, Edward Barton abría los ojos por primera vez, mirando a su alrededor completamente estupefacto.

—¿Dónde estoy? —fue su primera pregunta.

Ella
intentó darle completas explicaciones, pero su criado irlandés creyó mejor que se pusieran en marcha inmediatamente.

—He estado hablando con nuestra vecina Polly —dijo—, que me ha dado unos buenos consejos. Debemos terminar un trabajo muy delicado antes de dirigirnos al castillo de Montefalcone. No podremos hacer nada, además, mientras el auténtico señor Goëtzi esté vivo.

Descendieron por la escalera. Al llegar al salón de la planta baja, todos pudieron comprobar que el reloj se había detenido precisamente en la decimoquinta hora. Había incluso desaparecido el cuco. Cuando salieron al exterior, les llamó la atención un cartel que colgaba debajo del letrero en que aparecía escrito el nombre del establecimiento. «Posada. Se alquila», rezaba el letrero.

Sin pararse para meditar sobre detalles tan curiosos, aunque insignificantes, la pequeña comitiva inició rápidamente su andadura. La antigua Polly abría la marcha, vigilada en ambos flancos por Grey-Jack y Merry Bones. Evidentemente, era ella quien cargaba con el ataúd de hierro, y los holandeses, gente recia, veían pasar a nuestros viajeros con absoluta indiferencia.

Detrás de ambos criados viajaban nuestra querida Ann y Ned Barton que, aunque un poco débil, lograba caminar apoyado en el brazo de su compañera.

No ocurrió nada digno de mención hasta que alcanzaron la orilla del Rin, excepto el ruido de algunos silbidos distantes entremezclados con el viento, y algunos confusos movimientos entre los matorrales. Merry Bones, convencido de que la antigua Polly actuaba con absoluta lealtad, le explicó a Ann que el señor Goëtzi estaba esparcido por el aire, el agua y las frondas, esperando el momento propicio para adueñarse nuevamente de su réplica, que le era indispensable para recuperar por completo su libertad de movimientos.

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