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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

La Ciudad Vampiro (4 page)

BOOK: La Ciudad Vampiro
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Rasgó un sobre al azar. Su mirada era tan ansiosa que al principio lo único que logró ver fue unas manchas negras que bailaban ante sus ojos. Cuando finalmente logró leer, suspiró de alivio. Se trataba de una carta del 13 de febrero, escrita y firmada por su amiga Cornelia, y en la que manifestaba maravillosos proyectos para las próximas vacaciones. Hasta ese momento tendrían tiempo suficiente para ordenar la sucesión de la condesa, Cornelia iba a ir a la casa de los Ward, no para quedarse, como siempre, sino para llevarse a toda la familia a su precioso castillo de Montefalcone en los Alpes Dináricos, al otro lado del Ragusa. Tenía ahora allí una vasta propiedad con minas de mármol y alabastro. No cabía en sí de gozo. Ned se había enamorado de ella cuando era una muchacha pobre, y ahora, inesperadamente, ella podía convertirlo en un rico propietario…

«¿Qué es lo que habría podido ofrecerle yo?», se preguntó Ann, cerrando la carta. «Es mejor así. A fin de cuentas, William tiene un corazón noble y generoso.»

Al haber dormido tres horas, ahora no tenía sueño.

Se situó en un confortable sofá, dispuesta a leer de cabo a rabo toda su correspondencia.

Le encantaba la alegría de su amiga Cornelia, y sepan ustedes que si en alguna ocasión un suspiro levantaba la muselina de su blusa, en ningún caso ello obedecía a la envidia. ¡Ann envidiosa! ¡Qué herejía! Desde luego que no, pero está claro que Corny se extendía, quizá excesivamente, hablando de sus nuevas posesiones, de sus joyas y especialmente de las locuras que ese confuso Ned hacía por ella. Cada una de sus páginas cantaba a gloria como si fuese un salmo. Y además de aquellos salmos, venían a continuación los versos arrebatados de Edward Barton. ¡Amor! ¡Felicidad! ¡Amor! ¡Felicidad! Aquello comenzaba a resultar monótono. Ustedes tienen en Francia un proverbio muy sabio: «¡Si tan rico es usted, coma por segunda vez!» Probablemente Ann pensaría de esta forma: «¡Ya que se quieren de esa forma, que se casen dos veces!»

Ella
no pudo dejar de sentirse orgullosa al comparar la modestia de su propio afecto con el delirio sentimental de Cornelia. Después, como era una filósofa instruida tanto en las ideas de los sabios cristianos como en las ideas de los sabios paganos, acabó por decidir que aquel exceso de felicidad tendría su reverso. Así es la vida: subidas y bajadas. El que gana pierde también en algún momento. Detrás del horizonte siempre aparecen nubes que vienen a ocultar el cielo más radiante.

Así como los flecos de estos pensamientos fueron anunciándose en su cabeza, nuestra querida Ann fue asumiéndolos hasta convertirlos en plena seguridad. Esto llevó a que se manifestara automáticamente la excelente naturaleza de su carácter. Comenzó anticipadamente a lamentar las penas que podrían suceder a este torrente de felicidad, en un futuro relativamente próximo. ¡Querido Ned! ¡Pobre Corny! ¡El dolor es un castigo tan cruel, después de la maravillosa dicha! Me parece que Ann derramó incluso algunas lágrimas antes de descubrir la serpiente que se escondía entre las rosas de su abultada correspondencia.

¡Porque tenía mucha correspondencia! ¡Ah, sin duda había muchísimas cartas! Dije cinco, y no me engaño; pero cada una se desdoblaba en varias, como esas cajas chinas que se encajan una dentro de otra, provocando interminables sorpresas en los niños. Las cartas de Cornelia incluían esquelas de Ned Hartón, y de las cartas de Barton caían mensajes de Cornelia, haciendo que Ann continuase leyendo sin parar. Estaba más despierta y activa que una ardilla. Le dio la impresión de que podría haber continuado leyendo indefinidamente. Entonces le sobrevino una idea filosófica, que las personas normalmente enuncian del siguiente modo: «La roca Tarpeya está ya cerca del Capitolio», y en ese momento las cartas comenzaron a girar, del mismo modo que la cabeza de nuestra querida joven. Una nube, todavía distante, apareció en el cielo azul.

La vio crecer, avanzar, oscurecerse, escondiendo sus flancos… Pero no nos anticipemos. La tormenta siempre estalla demasiado pronto.

* * * * *

(No sé si a ustedes les pasa lo mismo que a mí, pero siempre que en sus innumerables relatos
Ella
utiliza esta expresión, con seguridad inventada por
Ella
: «Pero no nos anticipemos», se me ponen los pelos de punta.)

Las cartas de los encantadores enamorados de Rotterdam iba progresivamente cambiando de tono.

Casualmente, Ann había abierto al principio las cartas más antiguas. La nube del horizonte apareció al abrir la más atrasada entre las que había dentro de los dos últimos sobres.

La primera era una esquela de Ned, en la que sus cánticos bajaban de intensidad. Hasta ese momento, el conde Tiberio, ejemplo de tutor, nunca había sido retratado por la pluma de Ned excepto como un modelo de indulgencia, generosidad y bondad. Ahora el augusto nombre aparecía completamente desnudo, y desprovisto de cualquier epíteto. Y un síntoma todavía más grave era el hecho de que Ned no hablaba ahora con mucha frecuencia de amor.

De forma extraordinariamente sutil, daba a entender que la herencia de la condesa llevaría parejos posiblemente algunos trastornos. El conde Tiberio había cambiado bastante. El señor Goëtzi, que se encontraba de paso por Rotterdam, sugería cosas muy extrañas…

La siguiente carta pertenecía a una Corny que se encontraba «evidentemente nerviosa». Hacía referencia a Letizia Pallanti como «esta persona». ¡Letizia! ¡Que había sido el ángel de otros tiempos! ¡El ser perfecto! Pero, ¿por qué? Aún no comprendía. Sin embargo, entre las irritadas líneas de Cornelia, la agudeza de Ann logró adivinar algo muy sorprendente: Letizia, olvidando no sólo la moral cristiana, sino las más elementales normas de conveniencia, parecía mantener con el conde Tiberio unas relaciones que no era necesario detallar.

Pero, ¿qué papel desempeñaba en toda esta historia el señor Goëtzi? Hablaba francamente mal del conde Tiberio, acusándole de una conducta escandalosa que perjudicaba sobremanera sus negocios, y sin embargo él se pasaba tardes enteras ¡encerrado con llave en el escritorio de aquél! Seguramente tomaba parte en todas las orgías (esta palabra aparecía escrita con todas sus letras), y cuando «esa persona», Letizia, salía llena de diamantes, ¡el señor Goëtzi la acompañaba!

Como se pueden imaginar, se había hecho ya muy tarde. Hacía bastante tiempo que
Ella
había oído las campanadas de la medianoche; pero el sueño no aparecía. Nuestra querida Ann se sentía poseída por el ansia de saber, que nacía de su noble corazón. ¡Leía, leía y leía! ¡Extraña noche para ser la víspera de una boda!

Mientras avanzaba en sus lecturas, iba apareciendo veladamente una especie de amenaza… La alegría y la felicidad son monótonas, pero basta que la tormenta se anuncie en el horizonte para que el interés reaparezca.

Repentinamente
Ella
saltó del sofá; acababa de escuchar el primer trueno. Una de las cartas de Ned hablaba de «retrasar»… ¡y era la boda lo que se retrasaba! Intentaba explicarlo diciendo que la herencia era un asunto fantástico, aunque realmente complicado, y que la iba a obligar a viajar personalmente hasta allí…

Pero, ¿por qué no casar primero a los jóvenes novios?

Ésa era precisamente la pregunta que se hacía el pobre Ned.

Ella
se limitaba a desdoblar una hoja después de otra, encontrando papeles menores dentro de los mayores, y papeles más pequeños aún, dentro de ellos. No podía parar de leer. El último sobre estaba abierto, puesto que era el que el señor Ward había abierto para extraer la carta, completamente tranquilizadora, que había provocado sus gritos de alegría.

* * * * *

Sin embargo, ¿quieren saber qué es lo que había leído este buen señor? Yo también lo leí, y me equivoqué igual que él. Ambos habíamos leído apenas algunos fragmentos de párrafos aislados en los que constantemente se repetía la palabra felicidad. Era, sin embargo, una referencia que se hacía para… ¡añorar la felicidad perdida!

«En unos instantes en los que todo nos sonríe», decía efectivamente el desdichado Ned, «en los que el porvenir se nos presenta bajo los más prometedores auspicios: felicidad, fortuna, amor…»

Y ni el señor Ward ni yo habíamos querido seguir leyendo. Sin embargo, la frase terminaba así:

«… nos sobreviene esta tormenta; sí, precisamente ahora. El rayo ha caído sobre nosotros y nos ha aniquilado. ¡Estamos perdidos!»

* * * * *

¡Perdidos! ¿Pueden imaginar cómo se encontraba Ann en ese momento? Por desgracia, aquellas lúgubres palabras no eran exageradas. Una misiva de la desdichada Cornelia decía:

«Me han sacado de la cama en mitad de la noche. El señor Goëtzi sujeta mi mano al pie de la escalera y me dice:
¡Valor! Tenéis un amigo
… ¿Puedo confiar en él? Me llevan… La noche es terrible, y la tormenta no permite que se oigan mis gritos…»

Ella
dejó que el papel se deslizara de sus manos, y cayó al suelo de rodillas.

—¡Oh, Señor Todopoderoso! —exclamó entre llantos—. ¿Cómo podéis permitir semejante desgracia? ¿Dónde estás ahora, querida Cornelia? ¿Dónde estás, querida amiga?

Muchas mujeres se habrían desmayado en una situación como aquélla, sin embargo
Ella
era en cierto sentido superior a todas las personas de su sexo.

Sin abandonar la postura de oración en que se encontraba, cogió nuevamente las cartas y continuó su lectura a través de las lágrimas.

Ned parecía contestar a la última pregunta que había hecho el corazón de Ann.

«El señor Goëtzi me había avisado», reseñaba en unas breves líneas, casi ilegibles, «pero yo no quise creerle. ¿Cuál es el papel de este hombre? Esta mañana encontré vacía la casa del conde Tiberio. En la calle había algunos vecinos reunidos, gritando:
¡Han escapado como ladrones!¡Están en quiebra!»

»—¡Qué sabéis vosotros! —exclamó entonces el señor Goëtzi, como surgido del centro de la tierra—.
¡No habrá ninguna quiebra! El conde Tiberio os pagará a todos, puesto que piensa casarse con la única heredera de la gigantesca fortuna de los Montefalcone!
»

Todavía quedaba una carta: un pedazo de papel laboriosamente garabateado.

«Esta misma noche», decía la misiva, que pertenecía a Ned, «el señor Goëtzi apareció en casa. Parecía compartir mi desgracia. Me informó de que mi querida Cornelia, raptada por su infame tutor, viajaba camino a Dalmacia, en dirección al castillo de Montefalcone. Me aconsejó que corriese tras ellos. Él había preparado ya un caballo ensillado en la puerta de mi casa. Aunque me encontraba sin fuerzas, partí inmediatamente. Apenas abandoné la ciudad, me rodearon y atacaron cuatro hombres con el rostro cubierto por máscaras. A pesar de ello, y a la luz de la luna, me pareció reconocer a través de los orificios de uno de los antifaces la brillante mirada del señor Goëtzi. ¿Será posible? ¡Un hombre que fue mi tutor!… Me dieron por muerto, y me abandonaron en medio del camino. Allí permanecí caído hasta la madrugada, con mi sangre manando de veinte heridas. Al amanecer, unos campesinos que llevaban sus productos a la ciudad, me encontraron sin sentido y me llevaron hasta una posada cercana, llamada
La Cerveza, y la Amistad
[3]
¡Que Dios les bendiga por ello! No es que desee vivir a toda costa, pero soy la única esperanza con que cuenta Cornelia. Mi cama es buena, y la habitación es grande. Se encuentra adornada con láminas que reflejan las batallas del almirante Ruyter. Las cortinas también están decoradas con flores. El mesonero no parece una mala persona, aunque en cierto sentido me recuerda al señor Goëtzi.
No tiene cara
, lo que produce una extraña impresión. Siempre lleva al lado un perro gigantesco que, por el contrario, tiene rostro de hombre. Justo delante de mi cama, en la pared, a unos ocho pies del suelo, hay un agujero redondo, como los que se hacen para permitir la salida del humo de las estufas de hierro. Pero no hay ninguna estufa en la estancia. En la oscuridad, tras el agujero, me parece ver algo verde: unas pupilas que me observan fijamente… Gracias al Cielo, todavía conservo la serenidad y la sangre fría. Han traído de Rotterdam a un médico que me está atendiendo. Entre él y su pipa deben de pesar como tres ingleses. Veo algo verde en su mirada. ¿Sabes si el señor Goëtzi tiene algún hermano?… Un crío de cinco o seis años acaba de entrar en mi habitación haciendo rodar su aro. Me preguntó con absoluta desfachatez: “¿Eres tú el hombre muerto?” Y arrojó un sobre encima de mi cama. Era una carta de Cornelia… Casi no tuve tiempo de esconderla. Entró después una mujer calva seguida del perro que me miraba con los ojos del señor Goëtzi. El perro no ladra nunca. El mesonero tiene además un loro que lleva siempre sobre el hombro, y que repite constantemente: “¿Comiste, Ducado?” Las pupilas verdes me siguen examinando desde el agujero negro. El niño se ríe a carcajadas en el patio, mientras grita: “¡He visto al hombre muerto!” Todo lo que me rodea parece verde ahora. ¡Ann, mi querida amiga, socorro!…»

* * * * *

Ella
se levantó de un salto, porque no sólo había
leído
aquella última palabra, sino que también la había oído.

Tanto fuera como dentro de
Ella
, sintió unas voces que sonaban como las voces unidas de Cornelia de Witt y Edward Barton, gritando claramente: «¡Socorro! ¡Socorro!»

Comenzó a recorrer su cuarto a grandes zancadas, presa de una frenética desesperación.

Una vez más sus pensamientos se elevaron al Todopoderoso. Aquello la tranquilizó.

La estaban llamado; le pedían socorro. ¿Qué debía hacer? Tenía que ir. Debía acudir a ayudarlos. Pero ¿cómo? No sabía todavía. La conciencia de su propia fragilidad la deprimía, pero también existía en su interior la salvaje e indómita naturaleza de su propia determinación.

Ella
deseaba salvar a sus amigos.

Consiguió dominarse con un gran esfuerzo y reflexionó. ¿A quién podía pedir ayuda? El señor Ward era un anciano conocido por su prudencia; William Radcliffe, su prometido, era joven, realmente, pero también abogado. Ustedes podrán decirme que hay abogados tan fieros y valientes como leones. Puede que sea verdad, pero lo cierto es que a nuestra querida Ann no le pareció conveniente recurrir al señor Radcliffe.

Lo mismo le pasó respecto a sus otros amigos de la casa. Se trataba de personas apacibles, pacíficas, aficionadas al chaquete.
Ella
tuvo el detalle de pensar en mí por un momento, pero lo cierto es que yo era entonces demasiado joven.

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