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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (16 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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Acababan de dejar el Malecón, avanzaban por Juan Fanning hacia la casa de Helena. Alberto ya no sentía los pasos de Emilio y de Ana. «¿Nos veremos en el cine?», le dijo. «¿Tú también vas a ir al Leuro?», preguntó Helena con infinita inocencia. «Sí, dijo él, también». «Bueno, entonces tal vez nos veamos». En la esquina de su casa, Helena le tendió la mano. La calle Colón, el cruce de Diego Ferré, el corazón mismo del barrio, estaba solitario; los muchachos seguían en la playa o en la piscina del Terrazas. «¿Vas a ir de todos modos al Leuro, no?», dijo Alberto. «Sí. dijo ella. Salvo que pase algo» «¿Qué puede pasar?» «No sé, dijo ella muy seria; un temblor o algo así». «Tengo algo que decirte en el cine», dijo Alberto. La miró a los ojos; ella parpadeó y pareció muy sorprendida. «¿Tienes algo que decirme?, ¿Qué cosa?». «Te lo diré en el cine». «¿Por qué no ahora?, dijo ella; es mejor hacer las cosas lo antes posible». Él hizo esfuerzos para no ruborizarse. «Ya sabes lo que te voy a decir», dijo. «No, repuso ella, más sorprendida todavía. Ni se me ocurre qué puede ser». «Si quieres te lo digo de una vez», dijo Alberto. «Eso es, dijo ella. Atrévete».

«Y
AHORA
saldremos y después tocarán silbato y formaremos y marcharemos al comedor, un dos, un, dos, y comeremos rodeados de mesas vacías, y saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras vacías, y alguien gritará un concurso y yo diré ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, siempre gana el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y volverán los que salieron y les compraremos cigarrillos y les pagaré con cartas o novelitas». Alberto y el Esclavo estaban echados en dos camas vecinas de la cuadra desierta. El Boa y los otros consignados acababan de salir hacia «La Perlita». Alberto fumaba una colilla.

—Puede seguir hasta fin de año —dijo el Esclavo.

—¿Qué cosa?

—La consigna.

—¿Para qué maldita sea hablas de la consigna? Quédate callado o duerme. No eres el único consignado.

—Ya sé, pero tal vez nos quedemos encerrados hasta fin de año.

—Sí —dijo Alberto—. Salvo que descubran a Cava. Pero cómo van a descubrirlo.

—No es justo —dijo el Esclavo—. El serrano sale todos los sábados, muy tranquilo. Y nosotros, aquí adentro por su culpa.

—Qué fregada es la vida —dijo Alberto—. No hay justicia.

—Hoy se cumple un mes que no salgo —dijo el Esclavo—. Nunca he estado consignado tanto tiempo.

—Ya podías acostumbrarte.

—Teresa no me contesta —dijo el Esclavo—. Van dos cartas que le escribo.

—¿Y qué mierda te importa? —dijo Alberto—. El mundo está lleno de mujeres.

—Pero a mí me gusta ésa. Las otras no me interesan. ¿No te das cuenta?

—Sí me doy. Quiere decir que estás fregado.

—¿Sabes cómo la conocí?

—No. ¿Cómo lo puedo saber eso?

—La veía pasar todos los días por mi casa. Y me la quedaba mirando desde la ventana y a veces la saludaba.

—¿Te hacías la paja pensando en ella?

—No. Me gustaba verla.

—Qué romántico.

—Y un día bajé poco antes de que saliera. Y la esperé en la esquina.

—¿La pellizcaste?

—Me acerqué y le di la mano.

—¿Y qué le dijiste?

—Mi nombre. Y le pregunté cómo se llamaba. Y le dije:«mucho gusto de conocerte».

—Eres un imbécil. ¿Y ella qué te dijo?

—Me dijo su nombre, también.

—¿La has besado?

—No. Ni siquiera he salido con ella.

—Eres un mentiroso de porquería. A ver, jura que no la has besado.

—¿Qué te pasa?

—Nada. No me gusta que me mientan.

—¿Por qué te voy a mentir? ¿Crees que no tenía ganas de besarla? Pero apenas he estado con ella, unas tres o cuatro veces, en la calle. Por este maldito colegio no he podido verla. Y a lo mejor ya se le declaró alguien.

—¿Quién?

—Qué sé yo; alguien. Es muy bonita.

—No tanto. Yo diría que es fea.

—Para mí es bonita.

—Eres una criatura. A mí me gustan las mujeres para acostarme con ellas.

—Es que a esta chica creo que la quiero.

—Me voy a poner a llorar de la emoción.

—Si me esperara hasta que termine la carrera, me casaría con ella.

—Se me ocurre que te metería cuernos. Pero no importa, si quieres, seré tu testigo.

—¿Por qué dices eso?

—Tienes cara de cornudo.

—A lo mejor no ha recibido mis dos cartas.

—A lo mejor.

—¿Por qué no quisiste escribirme una carta? Esta semana has hecho varias.

—Porque no me dio la gana.

—¿Qué tienes conmigo? ¿De qué estás furioso?

—La consigna me pone de mal humor. ¿O tú crees que eres el único que está harto de no salir?

—¿Por qué entraste al Leoncio Prado?

Alberto se rió. Dijo:

—Para salvar el honor de mi familia.

—¿Nunca puedes hablar en serio?

—Estoy hablando en serio, Esclavo. Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí.

—¿Por qué no te hiciste jalar en el examen de ingreso?

—Por culpa de una chica. Por una decepción, ¿me entiendes? Entré a esta pocilga por un desengaño y por mi familia.

—¿Estabas enamorado de esa chica?

—Me gustaba.

—¿Era bonita?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba? ¿Qué pasó?

—Helena. Y no pasó nada. Además, no me gusta contar mis cosas.

—Pero yo te cuento todas las mías.

—Porque te da la gana. Si no quieres, no me cuentes nada.

—¿Tienes cigarrillos?

—No. Ahora conseguiremos.

—Estoy sin un centavo.

—Yo tengo dos soles. Levántate y vamos donde Paulino.

—Estoy harto de «La Perlita». El Boa y el injerto me dan náuseas.

—Entonces quédate durmiendo. Yo prefiero ir allá.

Alberto se puso de pie. El Esclavo lo vio colocarse la cristina y enderezar su corbata.

—¿Quieres que te diga una cosa? —dijo el Esclavo—. Ya sé que te vas a burlar de mí. Pero no importa.

—¿Qué cosa?

—Eres el único amigo que tengo. Antes no tenía amigos, sino conocidos. Quiero decir en la calle, aquí ni siquiera eso. Eres la única persona con la que me gusta estar.

—Eso parece una declaración de amor de maricón —dijo Alberto.

El Esclavo sonrió.

—Eres un bruto —dijo—. Pero buena gente.

Alberto salió. Desde la puerta, le dijo:

—Si consigo cigarrillos, te traeré uno.

El patio estaba húmedo. Alberto no se había dado cuenta que llovía mientras conversaban en la cuadra. Distinguió, a lo lejos, a un cadete sentado en la hierba. ¿Sería el mismo que hacía de vigía el sábado pasado? «Y ahora entraré donde el injerto, y haremos un concurso y el Boa ganará y habrá ese olor y luego saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras y alguien dirá un concurso y yo diré estuvimos donde Paulino y ganó el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y cuántas semanas».

VI

P
ODÍA SOPORTAR
la soledad y las humillaciones Que conocía desde niño y sólo herían su espíritu: lo horrible era el encierro, esa gran soledad exterior que no elegía, que alguien le arrojaba encima como una camisa de fuerza. Estaba frente al cuarto del teniente, todavía no levantaba la mano para tocar. Sin embargo, sabía que iba a hacerlo, había demorado tres semanas en decidirse, ya no tenía miedo ni angustia. Era su mano la que lo traicionaba: permanecía quieta, blanda, pegada al pantalón, muerta. No era la primera vez. En el Colegio Salesiano le decían «muñeca»; era tímido y todo lo asustaba. «Llora, llora, muñeca», gritaban sus compañeros en el recreo, rodeándolo. Él retrocedía hasta que su espalda encontraba la pared. Las caras se acercaban, las voces eran más altas, las bocas de los niños parecían hocicos dispuestos a morderlo. Se ponía a llorar. Una vez se dijo: «tengo que hacer algo». En plena clase desafió al más valiente del año: ha olvidado su nombre y su cara, sus puños certeros y su resuello. Cuando estuvo frente a él, en el canchón de los desperdicios, encerrado dentro de un círculo de espectadores ansiosos, tampoco sintió miedo, ni siquiera excitación: sólo un abatimiento total. Su cuerpo no respondía ni esquivaba los golpes; debió esperar que el otro se cansara de pegarle. Era para castigar a ese cuerpo cobarde y transformarlo que se había esforzado en aprobar el ingreso al Leoncio Prado; por ello había soportado esos veinticuatro meses largos. Ahora ya no tenía esperanza; nunca sería como el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera como Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo. Sólo la libertad le interesaba ahora para manejar su soledad a su capricho, llevarla a un cine, encerrarse con ella en cualquier parte. Levantó la mano y dio tres golpes en la puerta.

¿Había estado durmiendo el teniente Huarina? Sus ojos hinchados parecían dos enormes llagas en su cara redonda; tenía el pelo alborotado y lo miraba a través de una niebla.

—Quiero hablar con usted, mi teniente.

El teniente Remigio Huarina era en el mundo de los oficiales lo que él en el de los cadetes: un intruso. Pequeño, enclenque, sus voces de mando inspiraban risa, sus cóleras no asustaban a nadie, los suboficiales le entregaban los partes sin cuadrarse y lo miraban con desprecio; su compañía era la peor organizada, el capitán Garrido lo reprendía en público, los cadetes lo dibujaban en los muros con pantalón corto, masturbándose. Se decía que tenía un almacén en los Barrios Altos donde su mujer vendía galletas y dulces. ¿Por qué había entrado en la Escuela Militar?

—¿Qué hay?

—¿Puedo entrar? Es un asunto grave, mi teniente.

—¿Quiere una audiencia? Debe usted seguir la vía jerárquica.

No sólo los cadetes imitaban al teniente Gamboa: como él, Huarina había adoptado la posición de firmes para citar el reglamento. Pero con esas manos delicadas y ese bigote ridículo, una manchita negra colgada de la nariz, ¿podía engañar a alguien?

—No quiero que nadie se entere, mi teniente. Es algo grave.

El teniente se hizo a un lado y él entró. La cama estaba revuelta y el Esclavo pensó de inmediato en la celda de un convento: debía ser algo así, desnuda, lóbrega, un poco siniestra. En el suelo había un cenicero lleno de colillas; una humeaba todavía.

—¿Qué hay? —insistió Huarina.

—Es sobre lo del vidrio.

—Nombre y sección —dijo el teniente, precipitadamente.

—Cadete Ricardo Arana, quinto año, primera sección.

—¿Qué pasa con el vidrio?

Era la lengua ahora la cobarde: se negaba a moverse, estaba seca, la sentía como una piedra áspera. ¿Era miedo? El Círculo se había ensañado con él; después del Jaguar, Cava era el peor; le quitaba los cigarrillos, el dinero, una vez había orinado sobre él mientras dormía. En cierto modo, tenía derecho; todos en el colegio respetaban la venganza. Y sin embargo, en el fondo de su corazón, algo lo acusaba. «No voy a traicionar al Círculo, pensó, sino a todo el año, a todos los cadetes».

—¿Qué hay? —dijo el teniente Huarina, irritado—. ¿Ha venido a mirarme la cara? ¿No me conoce?

—Fue Cava —dijo el Esclavo. Bajó los ojos—: ¿Podré salir este sábado?

—¿Cómo? —dijo el teniente. No había comprendido, todavía podía inventar algo y salir.

—Fue Cava el que rompió el vidrio —dijo—. El robó el examen de Química. Yo lo vi pasar a las aulas. ¿Se suspenderá la consigna?

—No —dijo el teniente—. Ya veremos. Primero repita lo que ha dicho.

La cara de Huarina se había redondeado y habían surgido unos pliegues en sus mejillas, cerca de la comisura de los labios, que estaban separados y temblaban ligeramente. Sus ojos mostraban satisfacción. El Esclavo se sintió tranquilo. Había dejado de importarle el colegio, la salida, el futuro. Se dijo que el teniente Huarina no parecía agradecido. Después de todo era natural, no era de su mundo, tal vez lo despreciaba.

—Escriba —dijo Huarina—. Ahora mismo. Ahí tiene papel y lápiz.

—¿Qué cosa, mi teniente?

—Yo le dicto. «Vi al cadete, ¿cómo se llama?, Cava, de tal sección, tal día, a tal hora, pasar hacia las aulas, para apropiarse indebidamente del examen de Química». Escriba claro. «Hago esta declaración a pedido del teniente Remigio Huarina, que descubrió al autor del robo y también mi participación…

—Mi teniente, yo no…

—… mi involuntaria participación en el asunto, como testigo». Fírmelo. Y escriba su nombre en letras de imprenta. Grandes.

—Yo no vi el robo —dijo el Esclavo—. Sólo que pasaba hacia las aulas. Hace cuatro semanas que no salgo, mi teniente.

—No se preocupe. Yo me encargo de todo. No tenga miedo.

—No tengo miedo —gritó el Esclavo y el teniente levantó la vista, sorprendido—. Hace cuatro semanas que no salgo, mi teniente. Este sábado harán cinco.

Huarina asintió.

—Firme ese papel —dijo—. Le doy permiso para que salga hoy después de clase. Vuelva a las once.

El Esclavo firmó. El teniente leyó el papel; sus ojos bailaban en las órbitas; movía los labios al leer.

—¿Qué le harán? —dijo el Esclavo. La pregunta era estúpida Y él lo sabía; pero había que decir algo. El teniente tenía cogida la hoja de papel con la punta de los dedos, cuidadosamente, no quería arrugarla.

—¿Ha hablado con el teniente Gamboa de esto? —Un instante la imagen de ese rostro sin ángulos y lampiño quedó suspendida; aguardaba la respuesta del Esclavo con alarma. Hubiera sido fácil apagar la alegría de Huarina, quitarle, sus aires de vencedor; bastaba decir sí.

—No, mi teniente. Con nadie.

—Bien. Ni una palabra —dijo el teniente—. Espere mis instrucciones. Venga a verme después de clase, con uniforme de salida. Lo llevaré hasta la Prevención.

—Sí, mi teniente. —El Esclavo vaciló antes de añadir—: No quisiera que los cadetes supieran…

—Un hombre —dijo Huarina, de nuevo en posición de firmes—, debe asumir sus responsabilidades. Es lo primero que se aprende en el Ejército.

—Sí, mi teniente. Pero si saben que yo lo denuncié…

—Ya sé —dijo Huarina, llevándose a los ojos el papel por cuarta vez—. Lo harían papilla. Pero no tema. Los Consejos de Oficiales son siempre secretos.

«Quizá me expulsen a mi también», pensó el Esclavo. Salió del cuarto de Huarina. Nadie podía haberlo visto, después del almuerzo los cadetes se tendían en sus literas o en la hierba del estadio. En el descampado, observó a la vicuña: esbelta, inmóvil, olfateaba el aire. «Es un animal triste», pensó. Estaba sorprendido: debería sentirse excitado o aterrado, algún trastorno físico debía recordarle la delación. Creía que los criminales, después de cometer un asesinato, se hundían en un vértigo y quedaban como hipnotizados. Él sólo sentía indiferencia. Pensó: «estaré seis horas en la calle. Iré a verla pero no podré decirle nada de lo que ha pasado». ¡Si hubiera alguien con quien hablar, que pudiera comprender o al menos escucharlo! ¿Cómo fiarse de Alberto? No sólo se había negado a escribir en su nombre a Teresa, sino que los últimos días lo provocaba constantemente —a solas, es verdad, pues ante los otros lo defendía—, como si tuviera algo que reprocharle. «No puedo fiarme de nadie, pensó. ¿Por qué todos son mis enemigos?»

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