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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (22 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—Sí, mi teniente.

—Bueno —dijo Gamboa—. Así tiene que cuidar su fusil. Vuelva a su sección. Pezoa, hágale una papeleta de seis puntos.

El suboficial sacó una libreta y escribió, mojando la punta del lápiz en la lengua.

Gamboa ordenó desfilar.

Cuando la última sección del quinto año hubo entrado al comedor, Gamboa se dirigió a la cantina de oficiales. No había nadie. Poco después comenzaron a llegar los tenientes y capitanes. Los jefes de compañía de quinto —Huarina, Pitaluga y Calzada— se sentaron junto a Gamboa.

—Rápido, indio —dijo Pitaluga—. El desayuno debe estar servido apenas entra el oficial al comedor.

El soldado que servía murmuró una disculpa, que Gamboa no oyó: el motor de un avión vulneraba el amanecer y los ojos del teniente exploraban el cielo uniforme, la atmósfera mojada. Sus ojos bajaron hacia el descampado. Perfectamente alineados en grupos de a cuatro, sosteniéndose mutuamente por el cañón, los mil quinientos fusiles de los cadetes aguardaban en la neblina; la vicuña circulaba entre las pirámides paralelas y las olía.

—¿Ya falló el Consejo de Oficiales? —preguntó Calzada. Era el más gordo de los cuatro. Mordisqueaba un pedazo de pan y hablaba con la boca llena.

—Ayer —dijo Huarina—. Terminamos tarde, después de las diez. El coronel estaba furioso.

—Siempre está furioso —dijo Pitaluga—. Por lo que se descubre, por lo que no se descubre. —Le dio un codazo a Huarina—. Pero no puedes quejarte. Esta vez has tenido suerte. Es algo que vale la pena tener señalado en la hoja de servicios.

—Sí —dijo Huarina—. No fue fácil.

—¿Cuándo le arrancan las insignias? —dijo Calzada—. Es una cosa divertida.

—El lunes a las once.

—Son unos delincuentes natos —dijo Pitaluga—. No escarmientan con nada. ¿Se dan cuenta? Un robo con fractura, ni más ni menos. Desde que estoy aquí, ya han expulsado a una media docena.

—No vienen al colegio por su voluntad —dijo Gamboa—. Eso es lo malo.

—Sí —dijo Calzada—. Se sienten civiles.

—Nos confunden con los curas, a veces —afirmó Huarina—. Un cadete quería confesarse conmigo, quería que le diera consejos. ¡Parece mentira!

—A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros —dijo Gamboa—. Y a la otra mitad, para que no sean maricas.

—Se creen que el colegio es una correccional —dijo Pitaluga, dando un golpe en la mesa—. En el Perú todo se hace a medias y por eso todo se malea. Los soldados que llegan al cuartel son sucios, piojosos, ladrones. Pero a punta de palos se civilizan. Un año de cuartel y del indio sólo les quedan las cerdas. Pero aquí ocurre lo contrario, se malogran a medida que crecen. Los de quinto son peores que los perros.

—La letra con sangre entra —dijo Calzada—. Es una lástima que a estos niños no se los pueda tocar. Si les levantas la mano se quejan y se arma un escándalo.

—Ahí está el Piraña —murmuró Huarina.

Los cuatro tenientes se pusieron de pie. El capitán Garrido los saludó con una inclinación de cabeza. Era un hombre alto, de piel pálida, algo verdosa en los pómulos. Le decían Piraña porque, como esas bestias carnívoras de los ríos amazónicos, su doble hilera de dientes enormes y blanquísimos desbordaba los labios, y sus mandíbulas siempre estaban latiendo. Les alcanzó un papel a cada uno.

—Las instrucciones para la campaña —les dijo—. El quinto irá detrás de los sombríos, a ese terreno descubierto, en torno al cerro. Hay que apurarse. Tenemos más de tres cuartos de hora de marcha.

—¿Los hacemos formar o lo esperamos a usted, mi capitán? —preguntó Gamboa.

—Vayan, no más —repuso el capitán—. Les daré alcance.

Los cuatro tenientes salieron del comedor, juntos, y al llegar al descampado se distanciaron, en una misma línea. Tocaron sus silbatos. El bullicio que procedía del comedor ascendió y, un momento después, los cadetes comenzaron a salir a toda carrera. Llegaban a su emplazamiento, recogían sus fusiles, marchaban hacia la pista y se ordenaban por secciones.

Poco, después, el batallón cruzaba la puerta principal del colegio, ante los centinelas en posición de firmes, e invadía la Costanera. El asfalto estaba limpio y resplandecía. Los cadetes, de tres en fondo, anchaban la formación de tal manera que las filas laterales iban por los dos extremos de la avenida y la del centro por el medio.

El batallón avanzó hasta la avenida de las Palmeras y Gamboa dio orden de doblar, hacia Bellavista. A medida que descendían por esa pendiente, bajo los árboles de grandes hojas encorvadas, los cadetes podían ver, al otro extremo, una imprecisa aglomeración: los edificios del Arsenal Naval y del puerto del Callao. A sus costados, las viejas casas de la Perla, altas, con las paredes cubiertas de enredaderas, y verjas herrumbrosas que protegían jardines de todas dimensiones. Cuando el batallón estuvo cerca de la avenida Progreso, la mañana comenzó a animarse: surgían mujeres descalzas con canastas y bolsas de verduras, que se detenían a contemplar a los cadetes harapientos; una nube de perros asediaba el batallón, saltando y ladrando; chiquillos enclenques y sucios lo escoltaban como los peces a los barcos en alta mar.

En la avenida Progreso el batallón se detuvo: los automóviles y autobuses constituían un flujo sin pausas. A una señal de Gamboa, los suboficiales Morte y Pezoa se pusieron en medio de la pista y contuvieron la hemorragia de vehículos, mientras el batallón cruzaba. Algunos conductores, indignados, tocaban bocina; los cadetes los insultaban. A la cabeza del batallón, Gamboa indicó, levantando la mano, que en vez de tomar la dirección del puerto se cortara por el campo raso, flanqueando un sembrío de algodón todavía tierno. Cuando todo el batallón estuvo sobre la tierra eriácia, Gamboa llamó a los suboficiales.

—¿Ven el cerro? —Les señalaba con el dedo una elevación oscura, al final del sembrío.

—Sí, mi teniente —corearon Morte y Pezoa.

—Es el objetivo. Pezoa, adelántese con media docena de cadetes. Recórralo por todos lados y si hay gente por ahí hágala desaparecer. No debe quedar nadie en el cerro ni en las proximidades. ¿Entendido?

Pezoa asintió y dio media vuelta. Encaró a la primera sección:

—Seis voluntarios.

Nadie se movió y los cadetes miraron a todos lados, salvo al frente. Gamboa se acercó.

—Fuera los seis primeros de la formación —dijo—. Vayan con el suboficial.

Subiendo y bajando el brazo derecho con el puño cerrado, para indicar a los cadetes que tomaran el paso ligero, Pezoa echó a correr por el sembrío. Gamboa retrocedió algunos pasos para reunirse con los otros tenientes.

—He mandado a Pezoa a despejar el terreno.

—Bueno —repuso Calzada—. Creo que no hay problema. Yo me quedo con mi gente de este lado.

—Yo ataco por el Norte —dijo Huarina—. Siempre soy el más fregado, tengo que caminar todavía cuatro kilómetros.

—Una hora para llegar a la cumbre no es mucho —dijo Gamboa—. Hay que hacerlos trepar rápido.

—Espero que los blancos estén bien marcados —dijo Calzada—. El mes pasado el viento los arrancó y estuvimos haciendo puntería contra las nubes.

—No te preocupes —dijo Gamboa—. Ya no son blancos de cartón, sino telas de un metro de diámetro. Los soldados los colocaron ayer. Que no comiencen a disparar antes de doscientos metros.

—Muy bien, general —dijo Calzada—. ¿También vas a enseñarnos eso?

—Para qué gastar pólvora en gallinazos —dijo Gamboa—. De todas maneras, tu compañía no colocará un solo tiro.

—¿Hacernos una apuesta, general? —dijo Calzada.

—Cinco libras.

—Soy caja —propuso Huarina.

—De acuerdo —dijo Calzada—. Cállense, que ahí está el Piraña.

El capitán se aproximó.

—¿Qué esperan?

—Estamos listos —dijo Calzada—. Lo esperábamos a usted, mi capitán.

—¿Localizaron sus posiciones?

—Sí, mi capitán.

—¿Han enviado a ver si está libre el terreno?

—Sí, mi capitán. Al suboficial Pezoa.

—Bien. Igualemos los relojes —dijo el capitán—. Comenzaremos a las nueve. Abran fuego a las nueve y media. Los tiros deben cesar apenas empiece el asalto. ¿Entendido?

—Sí, mi capitán.

—A las diez, todo el mundo en la cumbre; hay sitio para todos. Lleven a sus compañías a los emplazamientos al paso ligero, para que los muchachos entren en calor.

Los oficiales se alejaron. El capitán permaneció en el sitio. Escuchó las voces de mando de los tenientes; la de Gamboa era la más alta, la más enérgica. Poco después, estaba solo. El batallón se había escindido en tres cuerpos, que se alejaban en direcciones opuestas para rodear el cerro. Los cadetes corrían sin dejar de hablar: el capitán podía distinguir algunas frases sueltas entre el barullo. Los tenientes iban a la cabeza de las secciones y los suboficiales a los flancos. El capitán Garrido se llevó los prismáticos a los ojos. A la mitad del cerro, separados por cuatro o cinco metros, se divisaban los blancos: unas redondelas perfectas. Él también hubiera querido dispararles. Por eso correspondía ahora a los cadetes; para él, la campaña era aburrida, consistía solamente en observar. Abrió un paquete de cigarrillos negros y extrajo uno. Quemó varios fósforos antes de encenderlo, pues había mucho viento. Luego fue a paso vivo tras la primera compañía. Era entretenido ver actuar a Gamboa, que se tomaba la campaña en serio.

Al llegar a las faldas del cerro, Gamboa comprobó que los cadetes estaban realmente fatigados; algunos corrían con la boca abierta y el rostro lívido, y todos tenían los ojos clavados en él; en sus miradas Gamboa veía la angustia con que esperaban la voz de alto. Pero no dio esa orden; miró las circunferencias blancas, las laderas desnudas, ocres, que descendían hasta hundirse en el campo de algodones, y, al otro lado de los blancos, varios metros más arriba, la cresta del cerro, una gran comba maciza, esperándolos. Y siguió corriendo, primero junto al cerro, luego a campo abierto, a toda la velocidad que podía, luchando por no abrir la boca, aunque sentía él también que su corazón y sus pulmones reclamaban una gran bocanada de viento puro; las venas de su garganta se anchaban y su piel, desde los cabellos hasta los pies, se humedecía con un sudor frío. Se volvió todavía una vez, para calcular si se habían alejado ya unos mil metros del objetivo y luego, cerrando los ojos, consiguió apresurar la carrera dando saltos más largos y azotando el aire con los brazos; así llegó hasta los matorrales que alborotaban la tierra salvaje, fuera del sembrío, junto a la acequia indicada en las instrucciones de la campaña como límite del emplazamiento de la primera compañía. Allí se detuvo y sólo entonces abrió la boca y respiró, los brazos extendidos. Antes de dar media vuelta, se limpió el sudor de la cara, a fin de que los cadetes no supieran que él también estaba agotado. Los primeros en llegar a los matorrales fueron los suboficiales y el brigadier Arróspide. Luego llegaron los demás, en completo desorden: las columnas habían desaparecido, quedaban sólo racimos, grupos dispersos. Poco después, las tres secciones se reagrupaban formando una herradura en torno a Gamboa. Éste escuchaba la respiración animal de los ciento veinte cadetes, que habían apoyado los fusiles en la tierra.

—Vengan los brigadieres —dijo Gamboa. Arróspide y otros dos cadetes abandonaron la fila—. Compañía, ¡descanso!

El teniente se alejó unos pasos, seguido de los suboficiales y de los tres brigadieres. Luego, trazando cruces y rayas en la tierra, les explicó detalladamente los diferentes movimientos del asalto.

—¿Comprendida la disposición de los cuerpos? —dijo Gamboa y sus cinco oyentes asintieron—. Bien. Los grupos de combate comenzarán a desplegarse en abanico desde que se dé la orden de marcha; desplegarse quiere decir no ir como carneros, sino separados, aunque en una misma línea. ¿Comprendido? Bien. A nuestra compañía le corresponde atacar el frente Sur, ése que tenemos delante. ¿Visto?

Los suboficiales y brigadieres miraron el cerro y dijeron: «visto».

—¿Y qué instrucciones hay para la progresión, mí teniente? —murmuró Morte. Los brigadieres se volvieron a mirarlo y el suboficial se ruborizó.

—A eso voy —dijo Gamboa—. Saltos de diez en diez metros. Una progresión intermitente. Los cadetes recorren esa distancia a toda carrera y se arrojan, al que entierre el fusil le parto el culo a patadas. Cuando todos los hombres de la vanguardia están tendidos, toco silbato y la segunda línea dispara. Un solo tiro. ¿Entendido? Los tiradores saltan y progresan diez metros, se arrojan. La tercera línea dispara y progresa. Luego comenzamos desde el principio. Todos los movimientos se hacen a mis órdenes. Así llegaremos a cien metros del objetivo. Allí los grupos pueden cerrarse un poco para no invadir el terreno donde operan las otras compañías. El asalto final lo dan las tres secciones a la vez, porque el cerro ya está casi limpio y quedan apenas unos cuantos focos enemigos.

—¿Qué tiempo hay para ocupar el objetivo? —preguntó Morte.

—Una hora —dijo Gamboa—. Pero eso es asunto mío. Los suboficiales y brigadieres deben preocuparse de que los hombres no se abran ni se peguen demasiado, de que nadie se quede atrás y deben estar siempre en contacto conmigo, por si los necesito.

—¿Vamos adelante o en la retaguardia, mi teniente? —preguntó Arróspide.

—Ustedes con la primera línea, los suboficiales atrás. ¿Alguna pregunta? Bueno, vayan a explicar la operación a los jefes de grupo. Comenzamos dentro de quince minutos.

Los suboficiales y brigadieres se alejaron al paso ligero. Gamboa vio venir al capitán Garrido y se iba a incorporar, pero el Piraña le indicó con la mano que permaneciera como estaba, en cuclillas. Ambos quedaron mirando a las secciones que se desmenuzaban en grupos de doce hombres. Los cadetes se apretujaban los cinturones, anudaban los cordones de sus botines, se encasquetaban las cristinas, limpiaban el polvo de los fusiles, comprobaban la soltura de la corredera.

—Esto sí les gusta —dijo el capitán—. Ah, pendejos. Mírelos, parece que fueran a un baile.

—Sí —dijo Gamboa—. Se creen en la guerra.

—Si algún día tuvieran que pelear de veras —dijo el capitán, éstos serían desertores o cobardes. Pero, por suerte para ellos, acá los militares sólo disparamos en las maniobras. No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra.

—Pero, mi capitán —repuso Gamboa—. Estamos rodeados de enemigos. Usted sabe que el Ecuador y Colombia esperan el momento oportuno para quitarnos un pedazo de selva. A Chile todavía no le hemos cobrado lo de Arica y Tarapacá.

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