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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (36 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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E
L TENIENTE
Gamboa salió de su cuarto y recorrió la pista de desfile de grandes trancos. Llegó a las aulas cuando Pitaluga, el oficial de servicio, tocaba el silbato: acababa de terminar la primera clase de la mañana. Los cadetes estaban en las aulas: un rugido sísmico denunciaba su presencia a través de los muros grises, un monstruo sonoro y circular que flotaba sobre el patio. Gamboa permaneció un momento junto a la escalera y luego fue hacia la Dirección de Estudios. El suboficial Pezoa estaba allí, husmeando un cuaderno con su gran hocico y sus ojillos desconfiados.

—Venga, Pezoa.

El suboficial lo siguió, alisándose el ralo bigote con un dedo. Caminaba con las piernas muy abiertas, como si fuera de caballería. Gamboa lo apreciaba: era despierto, servicial y muy eficaz en las campañas.

—Después de las clases, reúna a la primera sección. Que los cadetes saquen sus fusiles. Llévelos al estadio.

—¿Revista de armas, mi teniente?

—No. Los quiero formados en grupos de combate. Dígame, Pezoa, en la última campaña no se alteró la formación, ¿no es así? Quiero decir, la progresión se llevó a cabo en el orden normal; grupo uno adelante, luego el dos y al final el tres.

—No, mi teniente —dijo el suboficial—. Al revés. En las instrucciones, el capitán ordenó poner en la vanguardia a los más pequeños.

—Es verdad —dijo Gamboa—. Bien. Lo espero en el estadio.

El suboficial saludó y se fue. Gamboa regresó a las cuadras. La mañana seguía muy clara y había poca humedad. La brisa agitaba apenas la hierba del descampado; la vicuña ejecutaba veloces carreras en círculo. Pronto llegaría el verano; el colegio quedaría desierto, la vida se volvería muelle y agobiante; los servicios serían más cortos, menos rígidos, podría ir a la playa tres veces por semana. Su mujer ya estaría bien; llevarían al niño de paseo en un coche. Además, dispondría de tiempo para estudiar. Ocho meses, no era un plazo muy grande para preparar el examen. Decían que sólo habría veinte plazas para capitán. Y eran doscientos postulantes.

Llegó a la secretaría. El capitán estaba sentado en su escritorio y no levantó la cabeza cuando él entró. Un momento después, mientras revisaba los partes de campaña, Gamboa escuchó:

—Dígame, teniente.

—Sí, mi capitán.

—¿Qué cree usted? —El capitán Garrido lo miraba con el ceño fruncido. Gamboa dudó antes de responder.

—No sé, mi capitán —dijo—. Es muy difícil saber. He comenzado la investigación. Quizá saque alga en claro.

—No hablo de eso —dijo el capitán—. Quiero decir, las consecuencias. ¿Ha pensado usted?

—Sí —dijo Gamboa—. Puede ser grave.

—¿Grave? —El capitán sonrió—. ¿Se ha olvidado que este batallón se halla a mi cargo, que la primera compañía está a sus órdenes? Pase lo que pase, los fregados seremos usted y yo.

—He pensado también en eso, mi capitán —dijo Gamboa—. Tiene usted razón. Y no crea que me hace gracia la idea.

—¿Cuándo le toca ascender?

—El próximo año.

—A mí también —dijo el capitán—. Los exámenes serán fuertes, cada vez hay menos vacantes. Hablemos claro, Gamboa. Usted y yo tenemos excelentes fojas de servicio. Ni una sola sombra. Y nos harán responsables de todo. Ese cadete se siente apoyado por usted. Háblele. Convénzalo. Lo mejor es olvidarnos de este asunto.

Gamboa miró a los ojos al capitán Garrido.

—¿Puedo hablarle con franqueza, mi capitán?

—Es lo que estoy haciendo yo, Gamboa. Le hablo como a un amigo, no como a un subordinado.

Gamboa dejó los partes de campaña en una repisa y dio unos pasos hacia el escritorio.

—A mí me interesa el ascenso tanto como a usted, mi capitán. Haré todo lo posible por conseguir ese galón. Yo no quería ser destacado aquí, ¿sabe usted? Entre esos muchachos no me siento del todo en el Ejército. Pero si hay algo que he aprendido en la Escuela Militar, es la importancia de la disciplina. Sin ella, todo se corrompe, se malogra. Nuestro país está como está porque no hay disciplina, ni orden. Lo único que se mantiene fuerte y sano es el Ejército, gracias a su estructura, a su organización. Si es verdad que a ese muchacho lo mataron, si es verdad lo de los licores, la venta de exámenes y todo lo demás, yo me siento responsable, mi capitán. Creo que es mi obligación descubrir lo que hay de cierto en toda esa historia.

—Usted exagera, Gamboa —dijo el capitán, algo sorprendido. Había comenzado a pasear por la habitación, como durante la entrevista con Alberto—. Yo no digo echar tierra a todo. Lo de los exámenes y lo del licor hay que castigarlo, naturalmente. Pero no olvide tampoco que lo primero que se aprende en el Ejército es a ser hombres. Los hombres fuman, se emborrachan, tiran
contra
, culean. Los cadetes saben que si son descubiertos se les expulsa. Ya han salido varios. Los que no se dejan pescar son los vivos. Para hacerse hombres, hay que correr riesgos, hay que ser audaz. Eso es el Ejército, Gamboa, no sólo la disciplina. También es osadía, ingenio. Pero, en fin, podemos discutir sobre eso después. Lo que me preocupa ahora es lo otro. Es un asunto completamente imbécil. Pero aun así, si llega hasta el coronel, puede traernos serios perjuicios.

—Perdón, mi capitán —dijo Gamboa—. Mientras yo no me dé cuenta, los cadetes de mi compañía pueden hacer todo lo que quieran, estoy de acuerdo con usted. Pero ya no puedo hacerme el desentendido, me sentiría cómplice. Ahora sé que hay algo que no marcha. El cadete Fernández ha venido a decirme nada menos que las tres secciones se han estado riendo en mi cara todo el tiempo, que me han tomado el pelo a su gusto.

—Se han hecho hombres, Gamboa —dijo el Capitán—. Entraron aquí adolescentes, afeminados. Y ahora, mírelos.

—Yo voy a hacerlos más hombres —dijo Gamboa—. Cuando termine la investigación, llevaré ante el Consejo de Oficiales a todos los cadetes de mi compañía si es necesario.

El capitán se detuvo.

—Parece usted uno de esos curas fanáticos —le dijo, levantando la voz—. ¿Quiere arruinar su carrera?

—Un militar no arruina su carrera cumpliendo con su deber, mi capitán.

—Bueno —dijo el capitán, reanudando su paseo—. Haga lo que quiera. Pero le aseguro que saldrá mal parado. Y, naturalmente, no cuente con mi apoyo para nada.

—Naturalmente, mi capitán. Permiso.

Gamboa saludó y salió. Fue a su cuarto. Sobre el velador había una foto de mujer. Era de antes que se casaran. Él la había conocido en una fiesta, cuando todavía estaba en la Escuela. La foto había sido tomada en el campo, Gamboa no sabía en qué lugar. Ella era más delgada en ese tiempo y llevaba los cabellos sueltos. Sonreía bajo un árbol y al fondo se divisaba un río. Gamboa la estuvo contemplando unos segundos y luego continuó el examen de los partes y papeletas de castigo. Después, revisó cuidadosamente las libretas de notas. Poco antes del mediodía, regresó al patio. Dos soldados barrían la cuadra de la primera sección. Al verlo entrar, se cuadraron.

—Descanso —dijo Gamboa—. ¿Ustedes barren esta cuadra todos los días?

—Yo, mi teniente —dijo uno de los soldados. Señaló al otro—: Él barre la segunda.

—Venga conmigo.

En el patio, el teniente se volvió hacia el soldado y mirándolo a los ojos le dijo:

—Te has jodido, animal.

El soldado se cuadró automáticamente. Había abierto un poco los ojos. Tenía una cara tosca y lampiña. No preguntó nada, parecía aceptar la posibilidad de una falta.

—¿Por qué no has pasado parte?

—Sí he pasado, mi teniente —dijo—. Treinta y dos camas. Treinta y dos roperos. Sólo que entregué el parte al sargento.

—No hablo de eso. Y no te hagas el imbécil. ¿Por qué no has pasado parte de las botellas de licor, los cigarrillos, los dados, los naipes?

El soldado abrió más los ojos, pero guardó silencio.

—¿En qué roperos? —dijo Gamboa.

—¿Qué cosa, mi teniente?

—¿En qué roperos hay licor y naipes?

—No sé, mi teniente. Seguro que es en otra sección.

—Si mientes, tienes quince días de rigor —dijo Gamboa ¿En qué roperos hay cigarrillos?

—No sé, mi teniente. —Pero añadió, bajando los ojos—: Creo que en todos.

—¿Y licor?

—Creo que sólo en algunos.

—¿Y dados?

—También en algunos, creo.

—¿Por qué no has pasado parte?

—No he visto nada, mi teniente. Yo no puedo abrir los roperos. Están cerrados y los cadetes se llevan las llaves. Sólo creo que hay, pero no he visto.

—¿Y en las otras secciones es lo mismo?

—Creo que sí, mi teniente. Sólo que no tanto como en la primera.

—Bueno —dijo Gamboa—. Esta tarde yo entro de servicio. Tú y los otros soldados de la limpieza se presentarán a la Prevención, a las tres.

—Sí, mi teniente —dijo el soldado.

V

E
STABA VISTO
que nadie se salvaba, ha sido cosa de brujería. Nos tuvieron parados y después nos llevaron a la cuadra y entonces dije, una lengua amarilla se ha puesto a cantar, no lo quiero creer pero está claro como el agua, nos ha denunciado el Jaguar. Nos hicieron abrir los roperos, los huevos se me subieron a la boca, «agárrate compadre, dijo Vallano, esto va a ser el fin del mundo» y tenía razón. «¿Revista de prendas, mi suboficial?», dijo Arróspide, el pobre tenía cara de moribundo. «No se haga el Pelópidas, dijo Pezoa, estése quieto y, por favor, métase la lengua al culo.» Qué calambres me vinieron, qué nervios que sentía y los muchachos estaban como sonámbulos. Y era todo tan raro, Gamboa parado en un ropero y lo mismo la Rata, y el teniente gritaba: «cuidado, abrir los roperos, nada más, nadie ha dicho meter la mano». Y quién se iba a atrever, ya nos jodieron, al menos da gusto saber que a él lo jodieron antes. ¿Quién si no él para decir lo de las botellas y los naipes? Pero todo está muy misterioso, no capto todavía lo del estadio y los fusiles. ¿Gamboa estaba de mal humor y quiso desfogarse sacándonos las tripas en el barro? Y algunos incluso se reían, lastima el corazón ver gente así, tipos sin alma que no saben lo que son las desgracias. La verdad, era para romperse de risa, la Rata comenzó a zambullirse en los roperos, se metía todito y como es tan enano, la ropa se lo tragaba. Se ponía en cuatro patas, el grandísimo adulón, para que Gamboa viera que buscaba bien y hurgaba los bolsillos y todo lo abría y lo olía y con qué ganas iba cantando: «aquí hay Incas, caracho, éste es de los finos, fuma Chesterfield, miéchica, ¿se iban a una fiesta?, ¡qué tal botellón!» y nosotros lívidos, menos mal que en todos los roperos encontraron algo, menos mal. Está visto, los más fregados seremos los que teníamos botellas, la mía estaba casi vacía, y yo le dije que lo anotara y el desconsiderado dijo calle bruto. El que gozaba como un cochino era Gamboa, se veía en la manera de preguntar: «¿cuántas ha dicho?». «Dos cajetillas de Inca, dos cajas de fósforos, mi teniente» y Gamboa escribía en su libreta, despacio para que le durara más el gusto. «¿Una botella a medio llenar de qué?» «De pisco, mi teniente. Marca Sol de Inca.» Cada vez que me miraba, el Rulos se apretaba las amígdalas, sí compañero, estamos hasta el cogote de fregados. Y daba compasión verles las caras a los otros, de dónde maldita sea se les ocurrió revisar los roperos. Y después que se fueron Gamboa y la Rata, el Rulos dijo: «tiene que haber sido el Jaguar. Juró que si lo fregaban reventaría a todo el mundo. Es un maricón y un traidor». No debía decirlo, así, sin pruebas, y con esas palabras, aunque debe ser verdad.

Sólo que no sé por qué nos llevaron al estadio, se me ocurre que el Jaguar tiene también la culpa, seguro le contó a Gamboa «nos tiramos a las gallinas de vez en cuando» y el teniente dijo, les sacaré los bofes por ser tan vivos. La Rata entró a la clase, «formen rápido que les tengo una sorpresa». Y nosotros gritamos: «Rata». Y él nos dijo: «es orden del teniente. Formen y a las cuadras a paso ligero. ¿O quieren que lo llame?». Formamos y nos llevó a la cuadra y en la puerta dijo: «saquen los fusiles, tienen un minuto, brigadier, parte de los tres últimos», nos cansamos de mentarle la madre y a ninguno se le ocurría qué pasaba. En el patio, los cadetes de las otras secciones nos sacaban cachita. Dónde se ha visto, a mediodía con fusiles y a hacer campaña en el estadio, ¿no será que a Gamboa se le ha zafado una tuerca? Estaba esperándonos en la cancha de fútbol y nos miraba con unas ganas. «¡Alto!», dijo la Rata, «formen los grupos de campaña». Todos protestaban, parecía pesadilla eso de una campaña con uniforme de diario y antes de almuerzo. Su madre se va a tirar al pasto con lo mojado que está y el cansancio que tiene el cuerpo después de tres horas de clases. Y en eso intervino Gamboa con su vozarrón y nos gritó: «formen en línea de tres en fondo. El grupo tres adelante y el uno al final». La Rata, tan sobón, nos apuraba: «rápido desganados, vivo, vivo». Y entonces Gamboa dijo: «sepárense de diez en diez metros como para un asalto». A lo mejor hay peligro de guerra y el ministro ha decidido que nos den instrucción militar acelerada. Nosotros iremos de clases o de oficiales, me gustaría entrar a Arica a sangre y fuego, clavar banderas peruanas en todas partes, en los techos, en las ventanas, en las calles, en los coches, dicen que las chilenas son las mujeres más guapas que hay, ¿será verdad? No creo que haya peligro de guerra, los hubieran entrenado a todos, no sólo a la primera sección. «¿Qué les pasa?, nos gritó Gamboa. Los fusileros de los grupos uno y dos, ¿son sordos o brutos? Dije diez y no veinte metros. ¿Cómo se llama el negro?» «Vallano, mi teniente», era para doblarse al ver la cara de Vallano cuando Gamboa le dijo negro. «Bueno, dijo el teniente. ¿Por qué se pone a veinte metros si ordené diez?» «Yo no soy fusilero, mi teniente, lo que pasa es que falta uno.» Pezoa es un bruto porfiado, a quién se le ocurre decir eso. «Ajá, dijo Gamboa, métale seis puntos al ausente.» «No se va a poder, mi teniente, el ausente ya está muerto. Es el cadete Arana», hay que ser bruto a rabiar. Nada salía bien, Gamboa estaba furioso. «Bueno, dijo. Pase a ocupar ese puesto el fusilero de la segunda línea.» Y después de un momento gritó: «¿por qué mierda no se cumple la orden?». Y nos volvimos a mirar y entonces Arróspide se cuadró y dijo: «es que tampoco está ese cadete. Es el Jaguar». «Póngase usted y no proteste, dijo Gamboa. Las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones.» Y luego nos hizo hacer progresiones de un arco a otro, arréense cuando oigan el silbato, rampen, corran, tiéndanse, uno pierde la noción del tiempo y de su cuerpo con ese ejercicio y cuando estábamos entrando en calor, Gamboa nos hizo formar en columna de a tres y nos trajo a la cuadra y se trepó a un ropero y la Rata a otro, como es tan chiquito sudó tinta para llegar arriba, y nos ordenaron: «cuádrense en sus puestos» y en ese momento adiviné, el Jaguar nos ha vendido para salvar el pellejo, no hay tipos derechos en el mundo, quién hubiera dicho que él podía hacer una cosa así. «Abran los roperos y den un paso al frente. El primero que meta la mano está frito», como si uno fuera mago para esconder una botella en las narices del teniente. Después que se llevaron en un crudo todo lo que encontraron, nos quedamos callados y yo me eché en mi cama. La Malpapeada no estaba, era la hora de la comida y seguro se había ido a la cocina a buscar sobras. Es triste que la perra no esté aquí para rascarle la cabeza, eso descansa y da una gran tranquilidad, uno piensa que es una muchachita. Algo así debe ser cuando uno se casa. Estoy abatido y entonces viene la hembrita y se echa a mi lado y se queda callada y quietecita, yo no le digo nada, la toco, la rasco, le hago cosquillas y se ríe, la pellizco y chilla, la engrío, juego con su carita, hago rulitos con sus pelos, le tapo la nariz, cuando está ahogándose la suelto, le agarro el cuello y las tetitas, la espalda, los hombros, el culito, las piernas, el ombligo, la beso de repente y le digo piropos: «cholita, arañita, mujercita, putita». Y entonces alguien gritó: «ustedes tienen la culpa». Y yo le grité: «¿qué quiere decir ustedes?». «El Jaguar y ustedes», dijo Arróspide. Y yo me fui donde estaba pero me pararon en el camino. «Ustedes he dicho y lo repito», me gritó el muchacho, cómo estaba de furioso, le chorreaba la saliva de tanta rabia y ni cuenta se daba. Y les decía «suéltenlo, no le tengo miedo, me lo cargo de dos patadas, lo pulverizo en un dos por tres», y a mí me amarraron para tenerme quieto. «Mejor es no pelear ahora que las cosas se han puesto así», dijo Vallano. «Hay que estar unidos para hacer frente a lo que venga.» «Arróspide, le dije, eres lo más maricón que he visto nunca; cuando las cosas se ponen feas calumnias a los compañeros.» «Mentira, dijo Arróspide. Yo estoy con ustedes contra los tenientes y si hay que ayudarse los ayudo. Pero la culpa de lo que pasa la tiene el Jaguar, el Rulos y tú, porque no son limpios. Aquí hay algo que está oscuro. Qué casualidad que apenas lo metieron al Jaguar al calabozo, Gamboa supo lo que había en los roperos.» Y yo no sabía qué decir, y el Rulos estaba con ellos. Todos decían «sí, el Jaguar ha sido el soplón» y «la venganza es lo más dulce que hay». Después tocaron el pito para almorzar y creo que es la primera vez desde que estoy en el colegio que no comí casi nada, la comida se me atragantaba en el cogote.

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