El individuo que estaba a mi izquierda era un corpulento importador de curiosidades orientales, según me dijo. Elogiaba a Melbury por su ecuanimidad, su dedicación a la Iglesia y su deseo de denunciar la corrupción de los whigs. Desde luego, yo mismo pude oírlo, porque, poco después del refrigerio, vi que un atractivo caballero se dirigía a la parte frontal de la sala, saludando a unos y otros a su paso. No había duda, era Melbury; entonces sentí pánico. Ahí tenía al hombre que me había derrotado en la competición que yo consideraba más importante. Nunca lo había visto y, aunque me pareció que tenía un aspecto normal, que no tenía un brillo especial, ni un halo de divinidad, también me pareció inexplicablemente… «valioso», sí, esa es la palabra que me vino a la cabeza; yo me sentí pequeño e insignificante en comparación.
Cuando se puso a hablar, apenas escuché sus palabras, tan concentrado estaba en examinar su rostro, su aspecto y su forma de conducirse. Cuando me di cuenta de que su discurso estaba a punto de terminar, me obligué a salir de mis pensamientos para escuchar al menos algunos de sus comentarios.
—No diré que todos los electores de Westminster deban votarme —proclamó el candidato a modo de conclusión—, solo aquellos que detesten la corrupción. Si a alguno de los caballeros que están hoy aquí le gusta que la Cámara de los Comunes acepte dinero para llenar los bolsillos de miembros ladrones y sus secuaces, si le complace ver una Iglesia diezmada y débil, y si considera adecuado que unos hombrecitos ambiciosos decidan el curso que debe seguir la nación basándose en su codicia y poder adquisitivo, entonces sin duda debe votar por el señor Hertcomb. Nadie se enfadará por ello. Doy gracias al Creador por vivir en una tierra libre donde cada hombre puede decidir por sí mismo. Pero, si por el contrario, prefieren a alguien que combata activamente la corrupción y el deísmo impío, alguien que hará lo posible por restituir la antigua gloria de este reino antes de la llegada de los agiotistas, las deudas y las desgracias, entonces les animo a que voten por mí. Y si se sienten inclinados a votarme, les invito a tomar otro vaso de cerveza y a brindar por este gran reino.
Tras el discurso, mi amigo el importador elogió sus palabras como si fuera un segundo Cicerón. Reconozco que era muy elocuente y tenía carisma, pero por el momento lo único que había despertado en mí era la envidia.
—Debéis saber —dijo mi compañero— que es incluso más imponente cuando se habla con él. Es una pena que todos los votantes de Westminster no puedan charlar cinco minutos con el señor Melbury. Estoy seguro de que el asunto se resolvería fácilmente, puesto que si alguna vez oís hablar al señor Hertcomb, os daréis cuenta de que no es más que un zoquete. En cambio Melbury siempre demuestra ingenio e inteligencia.
—Tendré que aceptar vuestra palabra —dije—, pues no lo conozco.
El hombre captó enseguida la indirecta y prometió presentármelo antes de que el almuerzo terminara. Y en ese mismo momento me arrancó de la silla y me arrastró al extremo más alejado de la taberna, donde el señor Melbury conversaba con un joven de aspecto lúgubre.
—Disculpadme, señor Melbury, pero hay una persona que desearía que conocierais.
Melbury alzó la vista y me dedicó su sonrisa de político. Reconozco que lo hacía muy bien pues, aunque solo fuera por un instante, cuando bajé la guardia, me pareció atractivo, con pómulos poderosos, una nariz masculina sin ser grande y unos llameantes ojos azules. Algunos hombres que se saben atractivos llevan su belleza con arrogancia, pero Melbury parecía satisfecho consigo mismo y con el mundo, y eso le daba un enorme encanto. Llevaba una elegante peluca corta con rizos, y un traje azul de buena calidad, pero lo más imponente era cuando mostraba sus dientes blancos en una sonrisa que irradiaba afabilidad y que detesté con toda mi alma. Reconozco que hasta yo empecé a sentir que mi desprecio por aquel hombre remitía, aunque me opuse con todas mis fuerzas a este sentimiento.
—Bien, hola, señor —le dijo al importador, a quien obviamente había olvidado. Sin duda se habían conocido en unas circunstancias muy parecidas a las que me iba a conocer a mí.
—Un discurso maravilloso, señor Melbury. Maravilloso. Ah, sí. Este es el señor Matthew Evans, que acaba de regresar de las Indias Occidentales y ha mostrado gran interés por la causa tory.
Melbury cogió mi mano derecha con las dos manos y me la estrechó.
—Me alegra mucho oír eso, señor Evans. Me parece que vuestro nombre no deja de circular por la ciudad. Es un placer conocer a un personaje tan importante, sobre todo cuando apoya nuestra causa. Quienes vuelven de las Indias Occidentales suelen ser whigs, pero me alegra saber que no es vuestro caso.
Desde el primer momento noté cierta frialdad en sus maneras. Su sonrisa encantadora y su cara bonita conseguían disimular cierta reserva que me alegró descubrir, pues al menos tendría algo donde basar mi desagrado y resentimiento. Pero mi misión no era encontrarle defectos a Melbury ni deleitarme poniendo al descubierto la rigidez de sus maneras… una rigidez que por otro lado era habitual entre los miembros de las familias de rancio abolengo. Tenía que caerle bien, convertirlo en mi aliado, y utilizar su apoyo cuando ganara las elecciones.
—Mi padre era tory, y mi abuelo luchó en la guerra a favor del rey. —No hay nada malo, pensé, en insinuar sangre realista. Justo el tipo de comentario que necesitaba para caerle en gracia—. He pasado casi toda mi vida en Jamaica y no he tenido ocasión de participar en la política.
Él sonrió, aunque yo sabía reconocer muy bien una falsa sonrisa.
—¿Cuándo llegasteis a Inglaterra?
—El mes pasado.
—Entonces os doy la bienvenida. ¿Y qué negocios teníais en Jamaica, señor Evans?
—Mi padre poseía una plantación, y yo he participado en su gestión desde que era un crío, pero conforme ha ido prosperando, he ido dejando mis asuntos en manos de un sobrino mío muy de fiar. Ahora estoy decidido a recoger el fruto de tantos años de trabajo regresando al país de mis antepasados. Aunque apenas recuerdo otra tierra que no sea Jamaica, el clima de las Indias Occidentales es muy poco saludable, y he descubierto que, por naturaleza, me inclino más a la moderación británica.
—Muy comprensible. Hay algo muy británico en vos, si permitís que lo diga. El hombre de las Indias Occidentales, sin duda lo sabéis, tiene fama de no saber moverse en sociedad, pues no ha gozado de nuestras escuelas públicas y nuestras costumbres. Me alegra ver que vos rompéis el tópico.
Correspondí a sus palabras con una reverencia. Ahí estaba yo, en amistoso coloquio con el hombre que me había arrebatado a la mujer a quien amaba: él con su conversación banal, yo con mis mentiras.
—Me temo que debo dejaros: tengo otro compromiso —me dijo—, pero me alegra haberos conocido, señor; y espero que nuestros caminos vuelvan a encontrarse. —Y con esto, salió de la taberna.
Yo salí detrás.
—Si me permitís un momento, señor. En privado, a ser posible.
—Os ruego que me disculpéis —dijo, y él y su agente apretaron el paso. Supuse que debían de acosarle continuamente individuos como yo, y obviamente había aprendido a evitarlos.
Sin embargo, su marcha se vio frenada por un trío de sujetos de aspecto rudo, con ropas sin teñir y las gorras caladas sobre la cara. Uno de ellos llevaba un estandarte azul y naranja.
—¡Vote a Hertcomb o púdrase en el infierno! —gritó el más alto a la cara de Melbury.
El tory se irguió y sacó pecho.
—Me temo que no puedo hacer eso —dijo—, porque yo soy Griffin Melbury.
Entendía perfectamente su orgullo, pero aquella no era la mejor forma de enfocar el asunto. Hubiera sido mejor que cediera, pero Melbury no iba a tragarse una medicina tan amarga, ni por un momento. Lo admiré por ello —una admiración a desgana, llena de resentimiento—, aunque fuera una locura.
—Y un cuerno —dijo otro de aquellos rufianes—. Melbury es un demonio jacobita, y reconozco a un demonio jacobita en cuanto lo veo.
—Soy Melbury, y ni soy jacobita ni soy un demonio, lo que me hace dudar de vuestra capacidad para reconocer lo uno y lo otro. Sin embargo, lo que tendríais que reconocer es que habéis estado escuchando las mentiras de los whigs, amigo mío, y que habéis sido utilizado cruelmente por una gente que no desea vuestro bien.
—Eres un mentiroso —dijo el grandullón—, y lo que vas a escuchar va a ser el sonido de mi puño contra tu oreja.
Supongo que no puedo culpar a Melbury o considerarlo un cobarde porque se echara atrás y levantara los brazos para protegerse. Después de todo, ante él tenía a tres groseros rufianes que parecían haber perdido la chaveta con el fervor de unas elecciones en las que sin duda eran demasiado pobres para participar. ¿Cómo hubiera podido defenderse? Por otro lado, podía haber echado mano de su daga y habérsela puesto al cuello del grandullón.
Ciertamente, a mí aquello me fue la mar de bien. Mi cuchillo destelló al sol cuando lo saqué y lo apreté contra su cuello, presionando lo justo para que la piel no se rajara. No habría derramamiento de sangre, estaba decidido.
El cabecilla de aquellos rufianes se quedó inmóvil, con el rostro hacia arriba y la piel del cuello tensa. Los otros dieron un paso atrás.
—No me parecéis electores —dije—, aunque es encomiable vuestro deseo de participar en las elecciones aun sin tener derecho a voto. Sin embargo, debo decir que apalear a uno de los candidatos no haría ningún bien a vuestra causa. —Retiré la hoja unos centímetros—. Largaos.
Fueron de lo más complacientes. Se largaron.
Melbury seguía inmóvil, con la mirada perdida, las manos flácidas y temblorosas. Le aconsejé que volviera a la taberna y bebiera algo antes de acudir a su cita. Melbury accedió. Mandó a su agente por delante y yo abrí la puerta para que el candidato entrara. Ocupamos una oscura mesa en la taberna y yo me acerqué al tabernero e insistí en que sirviera una botella de un fuerte oporto enseguida.
Cuando volví con Melbury, supe que estaba a punto de conocer el resultado de mis esfuerzos. Quizá estaría resentido porque yo había demostrado valor y él no, o me ofrecería la amistad que merecía por haberle salvado. Para mi alivio, optó por esto último.
—Señor Evans, me alegro de que vuestros asuntos fueran lo bastante importantes para que me siguierais. —Pasó su mano sobre la áspera superficie de la mesa—. Hubiera sido muy vulnerable sin vuestra ayuda.
En medio del calor del momento, sentí que mi resentimiento, aunque no desaparecía, remitía un tanto frente a la exaltación de la conquista. Había actuado con arrojo, y mi arrojo había sido recompensado. Que yo hubiera demostrado valor mientras él se achantaba solo hacía que aumentar mi satisfacción.
—Sospecho que esos hombres eran de los que hablan mucho y pegan poco, pero me complace haber podido ayudaros aunque fuera en algo tan trivial.
Nuestra botella llegó, y llené su vaso hasta el borde.
—Ciertamente, lo menos que puedo hacer es escuchar lo que queríais decirme, señor Evans. —Melbury levantó su vaso con mano temblorosa.
—Seré sincero, pues sé que tenéis muchos compromisos —empecé—. Tenemos un enemigo en común: Dennis Dogmill. Como patrocinador de Hertcomb y cerebro de sus esfuerzos por conservar su escaño, Dogmill se interpondrá entre vos y el escaño en la Cámara de los Comunes. Y puesto que casi tiene monopolizado el comercio del tabaco en Londres, se interpondrá entre mi negocio y yo.
—Imagino que debe de ser muy difícil llevar vuestro negocio en una ciudad donde un villano como Dogmill es el soberano absoluto —dijo Melbury—. ¿Tenéis alguna propuesta para modificar esa situación? No soporto a ese hombre, y me encantaría ayudaros a bajarle los humos.
Intuí que había algo más detrás de aquella animadversión de Melbury hacia Dogmill.
—Yo solo digo que es un criminal. Tengo entendido que soborna a los funcionarios de aduanas… es más, que el servicio de aduanas le sirve más a él que a la Corona. Los inspectores le informan a él, y los oficiales de la guardia aduanera son prácticamente su escolta personal.
—Sí, todo el mundo lo sabe. Todo el mundo está al corriente de los tratos de esa bestia con la aduana, y también saben que Hertcomb ha hecho todo lo posible desde el Parlamento para que la aduana siga en poder de Dogmill.
—¿Y no se puede hacer nada? —pregunté—. Seguro que los periódicos de los tories podrían dar a conocer este comportamiento criminal. Si los electores de Westminster supieran…
—Los electores de Westminster lo saben y no les importa —replicó con una nota de exasperación—. Ya habéis visto a esos hombres que me amenazaban. ¿Por qué hacen algo así? ¿Porque son whigs de corazón? No lo creo. Seguramente no sabrían deciros la diferencia entre un whig y un tory aunque les fuera la vida en ello, o una cerveza, que seguramente les importaría mucho más. Para ellos, incluso para la mayoría de los electores, todo esto no es más que una elaborada representación, un espectáculo. ¿Quién tiene a más villanos a su servicio? ¿Quién cuenta con los más fuertes? ¿Quién tiene las mozas más bellas para besar a los votantes? Estas elecciones no son más que un espectáculo de corrupción; no debe sorprenderos que hombres como Hertcomb quieran convertir el Parlamento en otro escenario. Y entre tanto, la política se convierte en un juego sórdido, la Iglesia y la Corona se convierten en objeto de chistes, y el reino degenera cada vez más.
—Sí, el reino degenera —concedí, pues sabía que aquella era la principal preocupación de los tories—. Y ¿no deberíamos detener todo esto? Hay mucha diferencia entre pagar a unas mozas para que besen a los votantes y que Hertcomb confraternice con los responsables del escándalo de la South Sea. No hay nada que preocupe más al votante que saber que su bolsa está vacía porque las maquinaciones de la South Sea provocaron la caída del mercado, y fueron los whigs quienes protegieron a los responsables. ¿No correspondería a los tories que ocupan puestos prominentes descubrir que Hertcomb sigue favoreciendo a esos hombres corruptos, hombres como Dogmill, que están convirtiendo la aduana, el cuerpo creado para regular este tipo de excesos, en su ejército particular?
Melbury respiró hondo.
—Ahí está el problema, Evans. En el Parlamento hay más de un tory que parece haber vuelto a las andadas y, por decirlo de alguna forma, tiene amistad con importadores de Londres, Liverpool o Bristol. Porque no son solo los whigs los que tienen negocios con el servicio aduanero, y si un hombre se crea enemigos en un lugar, seguramente no tardará en descubrir que los tiene también en el otro.