Respiré hondo.
—Sabemos que Dogmill es un hombre violento. Mi plan no es solo acercarme a Melbury, también quiero convertir a Dogmill en mi enemigo. Si me odia, si me desprecia, es posible que actúe movido por sus sentimientos, y entonces tal vez podré descubrir algo sobre sus manejos. Entre lo uno y lo otro, espero que algo saldrá.
—Estás loco. —Los ojos de Elias se abrieron desmesuradamente—. Hace solo un momento me hablabas del riesgo de disgustarle. ¿Y ahora me dices que quieres hacer lo posible para conseguir justamente eso?
—Porque —dije— si viene a por mí, estará desprevenido, y ahí es cuando yo tendré la oportunidad de descubrir sus secretos. Si planea alguna intriga contra mí, veré cómo actúa.
Elias me observó un momento.
—Puede que tengas razón, pero también podrías estar buscándote la ruina.
—Veremos quién pone más carne en el asador, si yo o Dogmill. Bueno, el primer paso es acercarme a Melbury.
—No me convence tu plan, pero debo reconocer que tiene lógica. Muy bien, lo intentaremos a tu manera. Voy a tener que trabajar duro, porque ya he hecho circular el rumor de que el señor Evans es whig, y también me he asegurado de que aparezcan unas líneas en los periódicos. Pero se puede arreglar, no sería la primera vez que los periódicos publican una noticia equivocada.
—¿Has dado a conocer algún otro detalle sobre el señor Evans?
—Oh, un par de cosillas. Para que puedas sacarle provecho a tu disfraz, la gente tiene que saber quién eres, así que me he ocupado de ello. Muy mal cirujano sería si no fuera capaz de difundir un rumor por la ciudad. El héroe de mi pequeña novela, Alexander Claren, también está muy dotado para el chismorreo. Un rumor aquí, otro allá, ya sabes. Esta misma tarde he escrito una escena en la que atiende a la esposa de un abogado que resulta que es la hermana de la misma mujer a la que…
—Elias —dije—, cuando no haya peligro de que me ahorquen, escucharé encantado las disparatadas aventuras del señor Claren. Pero mientras tanto, no me cuentes más.
—Si algún día me juzgan por asesinato y me condenan a la horca, espero no ser tan desagradable. Muy bien, Weaver. He hecho saber que has llegado recientemente y has estado instalándote, pero que ya estás listo para darte a conocer en sociedad. Eres un hombre soltero con un enorme éxito en las Indias Occidentales y con una renta de mil libras anuales, puede que más.
—Has hecho un buen trabajo. Mi casera ya ha sabido decirme cuál es mi renta.
—Los rumores solo son uno de mis talentos, señor, además de escribir agudos relatos. Pero no debo hablaros de ellos.
—Soltero y con mil libras anuales de renta. Tendré que utilizar mis dotes de púgil para mantener apartadas a las damas.
—Podría ser divertido, pero recuerda que tu propósito es volver a ser Benjamin Weaver. ¿No querrás arruinar tu reputación antes de haberlo conseguido? Bien, si quieres hacer bien tu papel, debes conocer un poco tu pasado. Ahí tienes algunos datos que deberías estudiar.
Me entregó un sobre, en el que encontré tres hojas de papel escritas con la caligrafía pulcra e increíblemente compacta de Elias. En el encabezamiento había escrito «La historia del señor Matthew Evans».
—Te recomiendo que lo leas. Puedes hacer los cambios que quieras, por supuesto, pero te conviene aprenderte bien los detalles de tu supuesta vida. Si estás decidido a convertirte en enemigo de Dogmill, puedes cambiar las partes donde pone «whig» por «tory», pero lo demás servirá. Es mucho menos entretenido que las aventuras de Alexander Claren, pero servirá. Apréndetelo bien.
—Lo haré. —Examiné la primera página, que empezaba «Tras cinco años de matrimonio infecundo, la señora Evans pidió al Señor que le concediera un hijo; sus plegarias fueron contestadas una fría noche de diciembre, cuando dio a luz dos gemelos, Matthew y James, aunque James murió de unas fiebres antes de su primer cumpleaños». Quizá había allí más información de la que necesitaba, pero vi que había muchos detalles sobre la relación del señor Evans con el negocio del tabaco. A pesar de su carácter excesivamente literario, aquel documento no tenía precio.
—Te lo agradezco.
—No es necesario. —Se aclaró la garganta—. También debes saber que he procurado que la noticia de tu presencia en las islas llegue a ciertos periodistas, así que no te extrañes si ves que se habla de ti en los periódicos. Esto bastará para que tengas un sonado debut en Hampstead.
—¿Hampstead?
—La asamblea de Hampstead se celebrará dentro de cuatro días. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una entrada, que dejó con un golpe sobre la mesa—. Si quieres mostrarte ante la alta sociedad, ese es el lugar. Esta semana no hay acontecimiento más agradable o animado en todo Londres.
—El acontecimiento de la semana. ¿Cómo podría negarme?
—Ríete si quieres, pero debes ir si quieres que el señor Evans conozca a la gente que necesita para actuar.
—Seguro que alguno de los asistentes ha visto a Benjamin Weaver en un momento u otro.
—Es posible. Yo solo digo que, si no hubiera sabido que eras tú, no te hubiera reconocido… al menos al principio. Supongo que hubiera pensado que me resultabas familiar, pero nada más. Recuerda, nadie te busca, así que no te verán. Solo verán lo que esperan ver.
—¿Tú estarás?
—En circunstancias normales no me lo hubiera perdido, pero mi presencia podría hacer que alguien te reconociera, y no nos conviene. En realidad, esta es mi entrada.
—Eres muy generoso.
—Pues sí. Aunque me gustaría que me pagaras los dos chelines que me ha costado.
No le había mencionado a Elias mis planes para la mañana siguiente, pues me hubiera dicho que me arriesgaba demasiado. Quizá no quería discutir con él, o tal vez no quería que con sus argumentos desbaratara los míos. Así que volví a mi alojamiento, estudié la biografía que había escrito para el personaje de Matthew Evans, hice algunos retoques y medité mi estrategia.
Llegué a la hermosa casa del señor Dogmill, en Cleveland Street, justo después de las diez de la mañana. Aunque estaba muy nervioso, hice lo posible por ocultarlo. Llamé a la puerta y entregué mi tarjeta de visita al sirviente, un individuo inusualmente alto que la estudió unos momentos como si fuera un prestamista ante una pieza de joyería.
—Os aseguro que querrá hablar conmigo —le dije.
—Cualquiera puede hacer una promesa —replicó él—. El señor Dogmill está muy ocupado.
—Estoy seguro de que tendrá tiempo para charlar con un hermano del negocio del tabaco —afirmé.
La mención del mágico negocio pareció cambiar el rumbo de las aguas. Con la desgana de un hombre que se rinde a lo inevitable, el sirviente me hizo pasar a una pequeña y agradable salita, donde me invitó a sentarme en una silla con respaldo acolchado, claramente de fabricación francesa. No sabía cuánto iba a tardar el señor Dogmill ni cuánto tiempo podría dedicarme. Asentí, crucé las manos con ademán complaciente y clavé la vista en la intrincada alfombra turca del suelo para perderme por unos instantes en el remolino de azules y rojos de su diseño. Frente a mí, sobre la chimenea de mármol, vi el retrato de un hombre mayor y regordete con su esposa también mayor y regordeta. ¿El padre de Dogmill tal vez?
Más de media hora después, me levanté de mi asiento y empecé a andar por la salita. Nunca me había gustado que me hicieran esperar, y, si acaso, la experiencia de esperar disfrazado y en la casa del hombre a quien consideraba responsable de todos mis males me resultaba especialmente penosa. ¿Quién me aseguraba que Dogmill no me reconocería al instante? No parecía muy probable. Quizá era el responsable de mi ruina, pero él y yo no éramos conocidos. No podía conocerme tan bien como para reconocerme bajo un disfraz… al menos eso esperaba.
Finalmente, la puerta se abrió, arrancándome de una ensoñación en la que me desenmascaraban y me enfrentaba a mi ruina. Me volví, demasiado rápido tal vez, pero en lugar del sirviente autoritario que venía a llevarme junto a su amo, vi a una joven dama. Era inusualmente alta, casi de mi estatura, pero ni delgada ni gordita, como suelen ser las mujeres altas. No, su aspecto era muy llamativo; tenía el pelo oscuro, casi del color del vino, y unos ojos muy claros de color miel. Sus facciones eran regulares y elegantes, aunque la belleza austera de la imponente nariz parecía más adecuada quizá para un hombre. Sin embargo, su aspecto me pareció encantador, e hice una reverencia ante ella.
—Buenos días, madame.
—George me ha dicho que lleváis un buen rato esperando. He pensado que quizá querríais algo que os hiciera la espera más agradable. —Dicho esto estiró un grácil brazo y me ofreció un libro en octavo. Tras una rápida ojeada vi que eran las obras de William Congreve. ¿Cómo debía interpretar que me ofreciera la obra de un autor tan atrevido? Ya puestos, podía haberme traído un libro de Otway.
—Mi nombre es Matthew Evans —dije, sintiéndome aún reacio a utilizar aquel nombre de guerra.
—Encantada de conocerlo, señor. Yo soy Grace Dogmill, hermana del señor Dogmill.
—Por favor, sentaos conmigo y hacedme la espera más agradable. Aprecio mucho al señor Congreve, pero creo que preferiría hablar con vos.
Mi intención había sido mostrarme atrevido, hasta puede que un poco rudo. No esperaba que ella aceptara. Como una verdadera dama, dejó la puerta abierta y vino a sentarse frente a mí.
—Os agradezco vuestra compañía —dije suavemente. Mi primer impulso había sido provocar el desagrado de Dogmill insultando a su hermana. Ahora tenía otra idea en mente.
—Debo confesar que tengo la mala costumbre de estudiar a las visitas de mi hermano siempre que puedo, señor. Me tortura cruelmente con las noticias sobre sus negocios; en ocasiones busca mi consejo, y en otras en cambio se niega a decirme nada de nada. Entonces debo descubrir sus asuntos como puedo.
—No veo nada malo en que ofrezcáis conversación a un hombre que no tiene otra distracción. Sobre todo si es un hombre recién llegado a la ciudad y que apenas conoce a nadie.
—¿De veras? —dijo ella. Sus labios se curvaron en una deliciosa sonrisa—. ¿De dónde venís, señor Evans?
—Este mismo mes he llegado de Jamaica. Mi padre adquirió una plantación en esa isla cuando yo era niño, y ahora que ya es autosuficiente, he vuelto a la isla donde nací y de la que tan pocos recuerdos tengo.
—Espero que alguien os mostrará los lugares más interesantes —dijo.
—Yo también lo espero.
—Gozo de un extenso círculo de conocidos. Tal vez podremos convencerlo para que nos acompañe en alguna excursión.
—Sería un placer —dije. Y era sincero. La señorita Dogmill se estaba desvelando como una curiosa criatura, extrañamente atrevida pero sin ser descarada. Tendría que ir con cuidado, o acabaría gustándome más de lo que me convenía.
—¿En Jamaica estabais en el negocio del tabaco?
Levanté una ceja.
—¿Cómo lo sabéis?
Ella rió.
—Acabáis de llegar a Londres, no conocéis a nadie y, sin embargo, venís a visitar a mi hermano. He pensado que era lo más probable.
—Y no os equivocabais, señorita Dogmill. Estoy en el negocio del tabaco. Es el principal producto que cultivo en mi plantación.
Se mordió el labio.
—El señor Dogmill se asegurará de informaros, y tal vez no de una forma educada, de que considera el tabaco de Jamaica inferior al de Virginia, que es el que él importa.
—Probablemente la opinión de vuestro hermano sea acertada, señorita, pero incluso los pobres tienen derecho a disfrutar del tabaco, y no siempre pueden permitirse el de Virginia o Maryland.
Ella rió.
—Veo que sois un filósofo.
—No, un filósofo no. Solo soy un hombre que está cansado de las limitaciones de su isla y ha venido en busca del elegante ambiente de Londres.
—¿Y os gusta lo que veis, señor Evans?
Sus palabras eran muy claras, así que la miré a los ojos.
—Ciertamente, señorita Dogmill.
—Gracias por entretener a mi visita, Grace —dijo una voz detrás de mí—, pero ya puedes volver a tus ocupaciones.
Dogmill estaba en la puerta, con un aire más imponente aún que cuando lo vi sentado en el café del señor Moore. En aquella ocasión me pareció enorme, pero ahora veía sus manos: eran tan grandes que casi parecía grotesco. Su cuello era más grueso que mi cráneo. Le había hablado valientemente a Elias de quién vencería en un ring, pero en aquel momento supe que no querría tener que vérmelas con aquel coloso.
Sin embargo, me produjo cierto placer ver la expresión perpleja e impaciente de Dogmill. El desprecio que me había mostrado en el café jugaba ahora en mi favor, pues no parecía recordar mi cara. De todos modos, la lesión que había acabado con mi carrera de púgil empezó a dolerme como si quisiera recordarme lo frágil que era yo en comparación con aquel Hércules.
—Soy Dennis Dogmill, señor —me dijo—. Os trae cierto asunto que imagino no incluirá a mi hermana.
Me levanté para saludarlo con una reverencia, sin apartar los ojos de su frío rostro. Ahí estaba el responsable de todos mis problemas, según todo parecía indicar. Ahí estaba el hombre que había matado a Walter Yate y se había asegurado de que me culparan a mí. El hombre que había convencido a un juez para que fallara en mi contra y así conseguir que me ahorcaran por algo que él había hecho. Supongo —a pesar de su tamaño y su fuerza— que lo normal hubiera sido sentir el impulso de golpearlo, derribarlo y golpearlo hasta que quedara sin sentido, pero en vez de eso sentí un extraño desapasionamiento, como un hombre de ciencia que estudia una nueva enfermedad.
—Señor, lamento decir que el asunto que me trae aquí os atañe a vos, como decís, pero espero que en el futuro nuestros intereses comunes se extiendan a otras cosas.
Se me quedó mirando un momento, como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír. Su rostro era ancho e infantil, salvo por la pesadez y oscuridad que rodeaban sus ojos. Su apariencia sin duda podía calificarse de atractiva, pero dudo que las mujeres se pararan a mirarlo una segunda vez. Hay hombres que, por muy agradable que sea su semblante o su figura, revelan su crueldad y dureza sin necesidad de palabras. Dogmill era de esos hombres, y confieso que sentí la inquietante necesidad de no seguir con mi plan.
—Acompañadme, por favor —me dijo secamente.
Me incliné una vez más ante la señorita Dogmill le sonreí y seguí a su hermano a la habitación contigua, donde había otro caballero hojeando periódicos y bebiendo de una copa de plata, Dogmill estudió a ese individuo un momento con expresión de desagrado.