La conjura (36 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
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—¿Estáis segura de que no hay motivo de alarma? —le pregunté a la señorita Dogmill. He estado entre públicos tumultuosos muchas veces, y sabía cuándo una multitud empieza a volverse peligrosa. Melbury había dejado de saludar y trataba de aplacar a la chusma, pero ya no le interesaba. Por los aires volaban frutas, periódicos, zapatos y sombreros, como chispas en un espectáculo de fuegos artificiales. El alboroto estaba en su momento álgido.

—No —dijo la señorita Dogmill, aunque ahora la voz le temblaba—. No estoy segura. Ciertamente, empiezo a temer por la seguridad del señor Hertcomb, y puede que incluso por la mía propia.

—Entonces vamos —dije.

El resto de nuestros compañeros estuvieron de acuerdo, y abandonamos el lugar de forma precipitada, aunque ordenada, junto con la mayoría de los ocupantes de los otros palcos. Si los bellacos del patio de butacas querían destrozar el teatro, allá ellos. Hubo muchos comentarios sobre la insumisión de las clases bajas, sentimiento con el que Hertcomb se mostró totalmente de acuerdo asintiendo con la cabeza, aunque con la cara oculta en un pañuelo.

Puesto que nuestros planes para la velada habían quedado interrumpidos de forma prematura, se discutió adónde ir a continuación. La noche era inusualmente cálida para la época, así que todos estuvimos de acuerdo en cenar al aire libre en un jardín en Saint James. Fuimos hasta allí y disfrutamos de un buen plato de ternera y ponche caliente rodeados de antorchas.

Hertcomb llevó su infortunio con una habilidad que hubiera impresionado a los actores de Drury Lane. Aunque miraba en dirección a la señorita Dogmill al menos dos o tres veces cada minuto, se consoló con una de sus acompañantes, una criatura vivaracha con el pelo de color marrón y nariz larga y delgada. No era la joven más bella de la ciudad, pero desde luego era amable, y vi que Hertcomb encontraba en ella más cosas que le gustaban con cada vaso de ponche que tomaba. Cuando le puso el brazo alrededor de la cintura y gritó que la querida Henrietta (aunque se llamaba Harriet) era su verdadero amor y la mejor joven del reino, dejé de preocuparme por sus sentimientos.

Conforme Hertcomb caía en un delicioso y seguro estupor, me permití relajarme y disfrutar yo también. Mientras charlábamos, descubrí que la conversación de la señorita Dogmill era agradable, si bien poco destacable. Ninguno de ellos tenía el menor interés por conocer mi vida, salvo algunos pequeños detalles; me complació mucho tener que decir tan pocas mentiras en el transcurso de la velada. En lugar de eso, arropado por la calidez de la comida y la bebida, las antorchas del jardín y la proximidad del cuerpo de la señorita Dogmill, casi me convencí de que aquella era mi vida, de que era Matthew Evans y nadie me desenmascararía en el futuro. Ahora sé que fui excesivamente optimista, pues iban a desenmascararme muy pronto.

Tal vez de haber disfrutado menos de la bebida no hubiera permitido que pasara nada semejante, pero tras los acontecimientos de aquella tarde me encontré viajando a solas con la señorita Dogmill en su carruaje. Ella había aceptado llevarme a mi casa y yo supuse que otras personas vendrían con nosotros, pero me quedé a solas con ella en la oscuridad del coche.

—Vuestro alojamiento está muy cerca de mi casa —dijo—. Quizá os gustaría venir primero a mi casa y tomar un refrigerio.

—Me encantaría, pero me temo que a vuestro hermano no le agrade mi visita.

—También es mi casa —dijo ella dulcemente.

Las cosas empezaban a ponerse delicadas. Hacía ya un tiempo que sospechaba que la señorita Dogmill no guardaba su virtud con demasiado celo y, si bien no era un hombre que se resistiera a los atractivos de Venus, me gustaba demasiado para permitir que se comprometiera por mi culpa estando yo disfrazado. Ciertamente, no podía revelarle mi verdadero nombre, pero temí que si la rechazaba le parecería excesivamente mojigato o, puede que peor, falto de interés por sus encantos. ¿Qué podía hacer sino aceptar su ofrecimiento?

Enseguida nos retiramos a su salita y, cuando su doncella nos trajo un decantador de vino, quedamos totalmente solos. Un buen fuego ardía en la chimenea, y había dos candelabros encendidos, pero aun así estábamos en penumbra. Yo había tenido la cautela de ocupar un asiento frente a la señorita Dogmill, que estaba sentada en el sofá, y lamenté no poder verle bien los ojos cuando hablábamos.

—He sabido recientemente que hicisteis una visita a mi hermano en el juego de los gansos —me dijo.

—Tal vez no esté entre mis acciones menos provocativas —confesé.

—Sois un misterio, señor. Sois tory y, no obstante, buscáis la ayuda de un gran whig cuando llegáis a la ciudad. Él os rechaza y sin embargo os presentáis cuando es evidente que eso lo enfurecerá.

—¿Y eso os molesta? —pregunté.

Ella rió.

—No, me divierte. Quiero a mi hermano, y siempre ha sido bueno conmigo, pero sé que no siempre es bueno con los demás. Con el pobre señor Hertcomb, por ejemplo, a quien trata como a un lacayo borracho. No puedo sino sonreír cuando veo a un hombre que no vacila a la hora de plantarle cara. Pero también me desconcierta.

—No puedo justificar del todo mis caprichos —dije a modo de explicación—. Erigirme en defensor de aquel ganso me pareció lo correcto en aquel momento. Lo cual no significa que no pueda sentarme a una mesa y comerme con gran placer una buena porción de ganso.

—¿Sabéis, señor Evans? Habláis de vuestra vida mucho menos que ningún hombre que haya conocido.

—¿Cómo podéis decir eso? ¿No acabo de exponeros mi opinión sobre hombres y gansos?

—Sin duda, pero me interesa mucho más el hombre que el ganso.

—No deseo hablar de mí. No cuando hay alguien tan interesante como vos en la habitación. Me complacería mucho más saber de vos que oírme hablar a mí mismo de cosas que conozco muy bien.

—Ya os he hablado de mi vida. Pero vos os mostráis reservado. No sé nada de vuestra familia, vuestros amigos, vuestra vida en Jamaica. A la mayoría de los hombres que viven de la tierra les encanta hablar de sus propiedades y sus negocios, pero vos no decís nada. Porque, si yo os preguntara las dimensiones de vuestra plantación, dudo que fuerais capaz de decírmelas.

Reí con una risa forzada.

—Sin duda sois la única de todas las damas que conozco que desea ser castigada con una información tan tediosa.

Por un momento la señorita Dogmill no dijo nada. Dio un trago a su vino y dejó el vaso. Oí perfectamente el suave golpe de la plata contra la madera de la mesa.

—Decidme la verdad. ¿Por qué visitasteis a mi hermano? —preguntó al fin, con voz pesarosa y sombría. Supe que algo había cambiado.

Traté con todas mis fuerzas de fingir que no había notado nada preocupante en su voz.

—Había pensado en convertirme en agente de compra del tabaco de Jamaica —dije repitiendo la misma mentira de siempre— y esperaba que vuestro hermano me ayudara.

—Dudo mucho que quiera hacer tal cosa.

—Pues vuestras dudas me habrían sido de gran ayuda de haberlas conocido antes de mi visita.

—Pero el resultado de la visita que hicisteis al señor Dogmill no debió de sorprenderos. La reputación de mi hermano de despiadado hombre de negocios seguramente ha llegado a las Indias Occidentales. No hay en Virginia ni un solo granjero que no le tema. ¿Me estáis diciendo que jamás habíais oído decir que es un hombre poco generoso en tales cuestiones? Seguro que hay algún agente de compra menos importante que os hubiera ayudado gustoso.

—Quería consultar al mejor —repliqué al punto—, pues el éxito de vuestro hermano da fe de su habilidad.

Pensé que ella me acosaría con alguna otra difícil pregunta, pero estaba equivocado.

—Apenas os veo donde estáis —dijo—. Ni siquiera cuando me inclino hacia delante.

«Ya es muy tarde, creo que debería marcharme.» Esto es lo que hubiera debido decir, pero no lo dije.

—Entonces, creo que me sentaré en el sofá, a vuestro lado.

Y así lo hice. Me senté junto a la señorita Dogmill y noté la deliciosa calidez de su cuerpo, a solo unos centímetros del mío. Apenas me había sentado cuando tuve la osadía de tomarla de la mano. Fue como si mi yo más elevado se hubiera congelado en mi interior y mis instintos más bajos guiaran mis actos. La necesidad de notar su piel contra la mía acalló todas las voces en mi interior.

—Durante toda la velada he deseado tomar vuestra mano —le dije—. Desde el momento en que os vi.

Ella no dijo nada, pero tampoco apartó la mano. A pesar de la oscuridad, vi una sonrisa divertida en su rostro.

Esperaba que me animara a seguir, pero estaba dispuesto a seguir adelante de todos modos.

—Señorita Dogmill, debo deciros que sois la joven más bella que he conocido en mucho tiempo. Sois encantadora, animada y adorable en todos los sentidos.

Aquí se permitió una risa.

—Desde luego es todo un cumplido viniendo de vos, pues tenéis reputación de estar bien relacionado entre las damas.

El corazón me latía con fuerza en el pecho.

—¿Yo? ¿Reputación? Apenas acabo de llegar a estas islas.

Ella abrió la boca para decir algo, pero no habló. En lugar de eso, se inclinó hacia delante… sí, ella se inclinó hacia delante y me besó. Al poco ya había rodeado yo con mis brazos su deliciosa figura, y los dos nos entregamos a los encantos de la pasión. Todos mis buenos propósitos de mantenerme apartado se evaporaron y no puedo decir hasta qué punto nos habríamos dado a la perdición de no ser porque sucedieron dos cosas que interrumpieron nuestro delirio.

La segunda y menos perturbadora de las dos fue que la puerta se abrió de improviso y el señor Dogmill entró en la habitación con media docena de amigos, todos ellos con sus espadas en la mano.

La primera fue que, un segundo antes de que nuestra intimidad quedara trastocada por el señor Dogmill y sus valientes, la señorita Dogmill dejó de besarme y me susurró unas palabras al oído.

—Sé quién sois, señor Weaver.

Fue una desafortunada coincidencia, en más de un sentido, la que hizo que Dogmill y los suyos irrumpieran en aquel momento en la habitación, pues solo cabía pensar que todo aquello no era más que una elaborada trampa. Después de haberme perdido en las nieblas de la pasión, lamenté tener que verme en situación de matar al hermano de la dama, pues no deseaba volver a Newgate.

Me levanté de un brinco y traté de encontrar en la habitación un arma que me permitiera defenderme de aquellos hombres, pero no encontré ninguna.

—Apartaos de mi hermana, Evans —me escupió Dogmill.

Evans. Me había llamado Evans. Dogmill no estaba allí para devolver a Benjamin Weaver a la cárcel. Solo quería proteger el honor de su hermana. Di un suspiro de alivio, porque, después de todo, quizá no sería necesario dañar seriamente a nadie.

—¡Por Dios, Denny! —exclamó la señorita Dogmill—. ¿Qué haces aquí?

—Cállate. Ya hablaremos después tú y yo. Y no blasfemes, no es propio de una dama. —Se volvió hacia mí—. Decidme, ¿cómo os atrevéis a deshonrar a mi hermana en mi propia casa, señor?

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —preguntó Grace.

—No me gustó la forma en que te miraba en la asamblea, así que di orden a Molly de que me informara enseguida si venía por aquí. Y ahora —me dijo a mí—, no pienso consentir más descortesías por su parte. Somos todos caballeros y sabemos muy bien cómo tratar a un hombre que intenta violentar a una dama.

—¡Violentar! —exclamó Grace—. No seas absurdo. El señor Evans se ha comportado en todo momento como un caballero. Está aquí por invitación mía y no es culpable de ningún gesto impropio.

—No te he pedido tu opinión sobre lo que es y no es propio —le dijo Dogmill a mi víctima—. Una joven de tu edad no siempre se da cuenta cuando un hombre está utilizándola. No tienes de qué preocuparte, Grace. Nosotros nos ocuparemos de él.

—Sois muy valiente; enfrentaros a mí con seis hombres a vuestro lado —dije—. Alguien menos decidido se hubiera traído a doce.

—Podéis reíros cuanto os apetezca, pero soy yo quien tiene, y vos no tenéis nada. Tendríais que estarme agradecido, pues tengo intención de daros solo una cuarta parte de los golpes que merecéis.

—¿Estáis loco? —le pregunté, pues se estaba excediendo. Y sabía que la persona por quien me hacía pasar solo podía responder a aquella situación de una forma—. Podéis estar en desacuerdo conmigo si queréis, pero hacedlo como un caballero. No toleraré que se me trate como a un sirviente porque hayáis tenido la precaución de traeros un pequeño ejército. Si tenéis algo que decirme, decidlo como un hombre de honor, y si deseáis batiros en duelo conmigo, lo haremos en Hyde Park, donde con mucho gusto me enfrentaré a vos el día que escojáis, si es que estáis lo bastante loco para batiros conmigo.

—¿Qué es esto, Dogmill? —le preguntó uno de sus amigos—. Me dijiste que un matón estaba molestando a tu hermana. Me parece que este caballero está aquí por invitación suya y debería ser tratado con más respeto.

—Cállate —le siseó Dogmill a su compañero, pero con aquellos argumentos no convenció a nadie. Los otros empezaron a murmurar.

—No me gusta esto, Dogmill —continuó diciendo el amigo—. Estaba jugando al tresillo y tenía una buena mano cuando viniste y me arrancaste de la mesa de juego. Es una ruindad mentirle a un hombre y decir cosas sobre hermanas que están en peligro cuando no es tal cosa.

Dogmill le escupió al sujeto en la cara. Y no un hilillo de baba, no, le escupió una masa espesa y aglutinada de esputo que le acertó con un sonido casi cómico. El amigo se lo limpió con la manga y su cara se puso de un encendido carmesí, pero no dijo más.

La señorita Dogmill se puso muy derecha y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Deja de escupir a tus amigos como si fueras un crío y discúlpate ante el señor Evans —dijo con gesto severo—; puede que entonces él te perdone esta ofensa.

Miré al señor Dogmill y le dediqué mi sonrisa más encantadora. Por supuesto, lo hice para mofarme. El tipo estaba en un aprieto. Llegados a este punto, cualquier hombre de carácter me hubiera retado en duelo, pero yo ya sabía que no se arriesgaría a provocar un escándalo hasta después de las elecciones.

Dogmill parecía un gato acorralado por un perro que ya estaba salivando.

Se volvió hacia un lado y hacia el otro. Trató de pensar una forma de salir de aquel entuerto, pero no se le ocurrió nada.

—Marchaos. Resolveremos este asunto cuando hayan terminado las elecciones.

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