La conjura (39 page)

Read La conjura Online

Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La conjura
8.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Yo asentí.

—Pero no le habéis dicho nada a vuestro hermano.

—Los guardias no os han prendido, así que podéis concluir que no, no le he dicho nada.

—¿Y no creéis que podría adivinarlo?

—¿Cómo? No creo que jamás os haya puesto los ojos encima… cuando sois realmente vos, quiero decir… y no hay razón para que sospeche que habéis acudido a él disfrazado. Por Hertcomb supo que se corearon los nombres de Melbury y Weaver en el teatro y, aunque maldijo durante mucho rato y con gran energía a tories, jacobitas y judíos, y el excesivo número de votantes, en ningún momento mencionó el nombre de Evans. Y, permitidme que os tranquilice, no estaba de humor para censurarse a sí mismo.

—Bueno, al menos eso es un alivio. Pero vos sabéis quién soy. ¿Qué pensáis hacer?

Ella negó con la cabeza.

—Todavía no lo sé. —Estiró el brazo y colocó su mano enguantada justo por encima de mi muñeca—. ¿Podríais decirme por qué habéis querido acercaros a mi hermano?

Dejé escapar un suspiro.

—No sé si debo.

—¿Puedo aventurar una idea?

Algo en su tono me llamó la atención.

—Desde luego.

Por un momento, apartó la mirada, luego volvió a concentrarse en mis ojos; sus ojos eran de color ambarino, como su vestido. Sin duda, lo que iba a decir no era fácil.

—Vos pensáis que él hizo matar a ese hombre, Walter Yate, y que ha hecho que os acusen.

Me la quedé mirando durante no sé cuánto tiempo antes de atreverme a hablar.

—Sí —dije con voz ronca, poco más que en un susurro—. ¿Cómo podéis saberlo?

—No he encontrado otra explicación posible. Veréis, si de verdad hubierais matado a ese hombre, no tendríais nada que arreglar con mi hermano. No hubierais tenido necesidad de montar esta payasada. La única razón que podríais tener para correr semejante riesgo es demostrar que no sois culpable, y solo puedo pensar que ahora buscáis al hombre que mató realmente a Yate.

—En verdad sois una mujer inteligente —dije—. Os iría muy bien cazando ladrones.

Ella rió.

—Sois el primer hombre que me lo dice.

—Así que ahora conocéis todos mis secretos.

—No todos, sin duda.

—No, no todos.

—Pero sé que creéis que mi hermano está implicado en la muerte de Yate.

Yo asentí.

—¿Será eso causa de distanciamiento entre nosotros?

—No puedo decir que me guste ver a mi hermano acusado de un crimen tan horrible, pero eso no quiere decir que no sepa que podría ser culpable. A su manera, es muy bueno conmigo, y lo quiero, pero si ha hecho lo que decís, debe ser castigado y no dejar que ahorquen a un hombre inocente en su lugar. No podría culparos por buscar venganza. Es lo menos que podíais hacer. Ciertamente… —y aquí levantó su plato y volvió a dejarlo en la mesa—, ciertamente, creo que podría ser culpable, como decís.

Noté un hormigueo en la piel, la misma sensación que tiene uno cuando está a punto de pasar algo importante en una obra teatral. Me incliné hacia la señorita Dogmill.

—¿Por qué decís eso?

—Porque… —dijo. Hizo una pausa, apartó la mirada, y entonces volvió a mirarme otra vez—. Porque Walter Yate visitó nuestra casa menos de una semana antes de que os acusaran de su muerte.

Ya llevaba cierto tiempo actuando con la certeza casi absoluta de que Dogmill era responsable de la muerte de Yate, así que no sabría decir por qué aquella revelación me sorprendió y me complació tanto. Tal vez fuese porque por primera vez veía a mi alcance la posibilidad de demostrar mi teoría y, aunque como Elias dijo, las pruebas solas no me salvarían, seguía resultándome muy satisfactorio.

—Contádmelo todo —le dije a la señorita Dogmill.

Y lo hizo. Me explicó que, como ya había observado, tenía la costumbre de curiosear cuando su hermano recibía visitas; así fue como un día se sorprendió al encontrar a aquel trabajador basto y mal vestido en la salita de recibir de su hermano. El hombre no quiso contarle apenas nada, salvo su nombre y que tenía un asunto que discutir con el señor Dogmill. Se mostró educado pero incómodo, como si se sintiera fuera de lugar, lo cual era normal, siendo como era un trabajador de los muelles en la salita del comerciante de tabaco más rico del reino.

—En aquel momento, se me antojó extraño que se reunieran, pero yo sabía que había disputas por el asunto de los salarios entre las bandas de trabajadores, y que Yate era uno de los cabecillas. Me pareció muy probable que mi hermano lo hubiera invitado a casa para jugar con él sacándolo de su entorno.

—Y ¿supusisteis alguna otra cosa cuando supisteis que Yate había sido asesinado?

—Al principio no —dijo ella—. Leí que os habían arrestado por el crimen y solo pensé que vuestra vida era muy dura y que era fácil que se produjeran accidentes. Hasta que no descubrí que estabais acechando a mi hermano no empecé a plantearme qué papel podía haber tenido él en todo esto. Y entonces se me ocurrió que lo que yo interpreté como incomodidad frente al dinero quizá era otra clase de inquietud. Desconozco qué quería discutir Yate con mi hermano, pero sospecho que si lo supierais ayudaría enormemente a vuestra causa.

—¿Por qué me contáis todo esto? ¿Por qué os ponéis de mi parte frente a vuestra propia sangre?

La señorita Dogmill se sonrojó.

—Es mi hermano, es cierto, pero no lo protegeré de un asesinato, no cuando es otro hombre el que podría pagar por él.

—Entonces, ¿me ayudaréis a descubrir lo que necesito para exculparme?

—Sí —susurró.

Por primera vez desde mi arresto, sentí algo parecido a un arrebato de felicidad.

20

No tenía pensado volver tan pronto a Vine Street, pero aquella noche fui allí, pues no quería perder tiempo. Tenía la sensación de que la viuda de Yate debía de tener la respuesta. La encontré con su bebé dormido en brazos, cerca del fuego de la estufa. Littleton también estaba allí, y pareció bastante molesto al verme otra vez. Abrió la puerta con un plato de peltre con guisantes y grasa de cordero en una mano y un pedazo de pan cogido con la boca.

—Para ser un hombre por el que se ofrecen ciento cincuenta libras —comentó con el pan sujeto entre los dientes—, venís por esta parte de la ciudad con una frecuencia alarmante.

—Me temo que debo hablar con la señora Yate —dije. Y entré sin esperar a que me invitara.

La señora Yate miraba a su bebé, lo arrullaba, lo mecía y lo besaba. Apenas levantó la vista.

—Ese crío ni siquiera sabe que estás ahí. —Littleton escupió el pan en el plato—. Suéltalo y habla con Weaver, y así podrá irse pronto. —Se volvió hacia mí—. No quiero que esos metomentodos del despacho del magistrado vengan aquí diciendo que os he dado cobijo. No es nada personal, entendedlo, pero últimamente no es muy seguro estar cerca suyo. Sé que tenéis vuestros asuntos, así que hablar y largaros.

Acerqué una silla a la viuda y me senté.

—Solo necesito saber una cosa. El señor Yate visitó a Dennis Dogmill una semana antes de su muerte. ¿Sabéis por qué se reunieron o de qué hablaron?

Ella seguía arrullando, besando y meciendo al bebé. Littleton le dio una patada a su silla, pero ella no hizo caso.

—Por favor —dije—. Es importante.

—No me importa si es importante —dijo—. No me importa, porque no puedo deciros lo que no sé. Y ellos no pueden hacerme nada si no lo sé.

—¿Quién no puede? —pregunté.

—Nadie. Nadie puede decir que yo he dicho nada. No dije nada porque no sabía nada.

—¿Qué es lo que no dijisteis? —pregunté, en tono apremiante pero amable.

—Nada. ¿Es que no lo habéis oído?

—Sí, te ha oído —dijo Littleton—. Ha oído la mentira más grande desde que Eva le mintió a Adán. Dile lo que sabes, mujer, o tendremos más problemas.

Ella meneó la cabeza.

Littleton se acercó a ella y se arrodilló a su lado. Puso las manos sobre el bebé.

—Escúchame, cariño. No pueden hacerte nada por saber lo que Yate sabía. Pero si no le dices a Weaver lo que quiere, a lo mejor vendrán y se llevarán al niño a un asilo de pobres, y allí no vivirá más de uno o dos días, llorando por su mamá.

—¡No! —chilló ella. Oprimió al bebé contra su pecho, se levantó de la silla y corrió al rincón, como si escondiéndolo pudiera defender a la criatura de cualquier mal.

—Eh, que es verdad. Si no le ayudas, él no te podrá ayudar, y Dios sabe lo que le pasará al crío en ese sitio. —Aquí Littleton se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

Yo abrí la boca para quejarme, pues, aunque deseaba conocer los secretos de aquella mujer, no podía tolerar tamaña crueldad. Pero, antes de que pudiera decir nada, la señora Yate se había rendido.

—Entonces os lo diré —dijo—, pero tenéis que prometerme que me protegeréis.

—Señora, os juro que si corréis algún peligro por causa de lo que vais a contarme esta noche, mi vida y mi fuerza estarán a vuestra disposición, y no descansaré hasta que vos y el bebé estéis a salvo.

Esta declaración tan novelesca pareció tranquilizarla considerablemente. Volvió a su silla. El silencio cayó una vez más sobre nosotros y vi que Littleton se disponía a decir algo, alguna palabra ruda, sin duda, así que levanté una mano. La mujer hablaría, no había necesidad de asustarla más.

Mis suposiciones resultaron acertadas, pues unos instantes después, se puso a hablar.

—Se lo dije —empezó—, le dije que no saldría nada bueno de aquello, pero no me hizo caso. Pensaba que lo que había descubierto era como oro, y que si sabía moverse seríamos ricos. Yo sabía que se equivocaba. Os lo juro, le dije que antes de ser rico se moriría, y tenía razón.

—¿Qué es lo que sabía?

Ella meneó la cabeza.

—Quería ver a ese hombre del Parlamento. El de azul y naranja.

—Hertcomb —dije yo.

Ella asintió.

—Sí. Walter pensaba que era a ese a quien tenía que decírselo, pero el tipo no quiso hablar con él. Pero Dogmill sí. Walter no se fiaba de Dogmill, ni por un momento. Él sabía quién era Dogmill, pero o hablaba con él o nada, y no podía dejar que su sueño de hacerse rico se le escapara tan fácil. Así que fue a hablar con Dogmill.

—¿De qué hablaron? ¿Qué es lo que creía que le haría rico?

—Walter decía que conocía a alguien que no era lo que decía. Que había uno de esos de azul y naranja que en realidad estaba con los de verde y blanco. Él sabía su nombre, y se figuraba que Dogmill lo querría saber también.

Me puse en pie. Si había entendido bien lo que acababa de oír, no podría permanecer quieto mucho tiempo.

—¿Estáis diciéndome que el señor Yate sabía que había un espía tory entre los whigs?

Ella asintió.

—Sí, eso es.

—¿Y conocía el señor Yate el nombre de este espía?

—Me dijo que sí. Dijo que era un hombre importante, y que al de naranja y azul le daría un patatús si se enteraba que había un jacobita entre ellos.

Littleton dejó su pipa y se la quedó mirando.

—¿Un jacobita? —preguntó.

Ella asintió.

—Eso es lo que dijo. Que había un jacobita entre ellos y que él sabía su nombre. Yo no entiendo mucho de estas cosas del gobierno, pero sé que si eres jacobita te ahorcan, y que si uno es jacobita pero hace como que es otra cosa, puede hacer cosas mucho peores que matar a un estibador de los muelles para guardar su secreto.

Littleton y yo nos miramos.

—No solo un tory, sino un espía jacobita —dije en voz alta—, entre los whigs.

—Un whig importante —dijo Littleton. Se volvió hacia la señora Yate—. Ojalá te hubiera hecho caso, mi amor, porque hay cosas que es mejor no saberlas.

—Sí —dijo ella—. Y cuando el señor Dogmill vino aquí, me juré que nunca le diría nada de esto a nadie.

—¿Cómo? —escupió Littleton—. ¿Dogmill aquí? ¿Cuándo?

—Justo cuando enterramos a Walter, vino y se puso a aporrear la puerta y me dijo que no sabía si sé lo que Walter, pero que si se lo digo a alguien me iré a hacerle compañía a mi esposo. —Se quedó mirando a Littleton—. Y entonces me cogió por un sitio que no tenía que cogerme y me dijo que una viuda es de cualquier hombre que la quiera tomar, y que no me olvidara si quería seguir con vida.

Yo esperaba ver a Littleton furioso, pero el hombre se limitó a apartar la mirada.

—La ley es de los que tienen dinero —dijo Littleton con suavidad—. Pueden hacer lo que quieren y coger lo que quieren… o al menos eso creen. —Se levantó, se acercó a la señora Yate y la besó en la mejilla—. Te han tratado muy mal, amor. No dejaré que vuelva a pasar.

Si bien la serenidad de Littleton me impresionó, no puedo decir que la compartiera. Cada día que pasaba, la idea de huir del país me parecía más atractiva.

A pesar de que le hice más preguntas no conseguí sacarle más información. La señora Yate no conocía el nombre ni la posición del espía, solo que era un importante whig. Cuando terminé mi interrogatorio, ella se retiró para acostarse y Littleton descorchó una botella de clarete sorprendentemente bebible. La necesidad de beber exorcizó su necesidad de librarse cuanto antes de mi compañía.

—¿Cómo pudo averiguar todo eso? —pregunté.

Littleton negó con la cabeza.

—No sé. Hay muchos chicos en los muelles que levantan su vaso por el rey del otro lado del mar, pero no es más que palabrería, la que habla es la botella. No creo que Yate tuviera relación con los jacobitas para enterarse de algo así.

—Pues parece que sí.

—Sí —concedió él—. ¿Y ahora qué? ¿Qué vais a hacer con lo que le habéis sacado a mi parienta?

Meneé la cabeza.

—No lo sé, pero algo haré. Sabía que tenía que encontrar algo con lo que intimidar a Dogmill, y creo que por fin lo he hallado… al menos he descubierto de qué se trata. Estoy cerca, Littleton, muy cerca.

—Lo que estáis es cerca de la muerte. Espero que no nos llevéis a nosotros también.

21

Al volver a casa, me bebí buena parte de una botella de oporto para tranquilizarme y revisé las cartas que había recibido ese día. Había empezado a recibir invitaciones para ir a excursiones, fiestas y reuniones. Las personas que leían el nombre de Matthew Evans en el periódico querían conocerme y, aunque en cierto modo no podía evitar sentirme halagado, las rechacé todas. Había conseguido lo que quería gracias a la reputación del señor Evans, y no debía llamar la atención más de lo necesario.

Mucho mayor interés tenía una nota de Griffin Melbury en la que me decía que me visitaría a las diez. ¡Menudo sentido de la oportunidad! Tenía la cabeza embotada por la bebida, y no sabía si estaría en condiciones de formular las preguntas que debía hacerle.

Other books

Trinidad by Leon Uris
IntheArmsofaLover by Madeleine Oh
The Yellow Eyes of Crocodiles by Katherine Pancol
Green Fire by Stephanie James
The Lost and Found of Years by Claude Lalumiere
The Domino Killer by Neil White