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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (12 page)

BOOK: La conquista del aire
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Marta no contestó. Tras unos segundos, Carlos dijo:

—No sé qué le puedes decir a Guillermo. Aunque tarde, yo os voy a devolver los cuatro millones. Lucas lo está haciendo muy bien. Hay por lo menos un cincuenta por ciento de posibilidades de que consigamos esos contratos. Y si no, os lo voy a devolver igual. Bueno, igual no, claro, pasará más tiempo.

Carlos miró a Marta. Luego miró la tetera de porcelana. Arrancó el cartón que había al final del hilo de la infusión. Le quitó la grapa. Lo fue rompiendo.

—Me vas a matar —dijo—. Pero si tenéis que comprar esa casa justo ahora, sólo se me ocurre que pidáis dinero prestado.

—Ya —dijo Marta mientras una cólera muda le latía en el cuerpo. Miró la hora y se levantó—. Ahora vuelvo —dijo.

En el servicio encendió un cigarrillo frente al espejo, sin mirarse. Miraba el depósito de jabón líquido y el desagüe del lavabo pensando que con los cuatro millones a ella no le habría parecido mal pagar la entrada de la parcela con ruina y hasta pedir una pequeña ayuda a sus padres, pero así no. No quería quedarse sin nada de dinero, empantanarse con una hipoteca. No quería cambiar su ritmo de vida, que sus padres se dieran cuenta y preocuparles ahora que estaban jubilados. No quería un traslado y después otro, pasar las tardes de domingo ayudando a Guillermo a desescombrar y que todo eso coincidiera con el final de su contrato. Ni Guillermo ni Carlos podían pedirle eso. ¿Y por qué no?, se dijo. ¿Cuánto dinero estaba entonces dispuesta a dejar a Carlos? ¿Sólo aquella cantidad que no le supusiera ningún cambio significativo? Eso era como no estar dispuesta a dejarle nada, pensó, y veía la sonrisa de Manuel Soto.

Apagó el cigarrillo con agua. Una colilla mojada tenía algo de vergonzoso y sucio. La tiró a una papelera de plástico. Quizá era sólo Guillermo quien no podía pedirle tanto. ¿Tanto? Desde hacía meses, pensó, desde que le contó lo del préstamo, aunque quizá desde antes, Guillermo parecía querer algo concreto de ella. Luego, por fin, a través de la casa él le había dicho que se acercase, que eligiera sus brazos, que renunciara a todos los caballos de una vez. Pero no entendía que renunciar a algo era seguir teniéndolo. ¿Por qué no lo entendía si era él quien se lo había contado, si cuando hablaban sobre sociología y sobre economía era él quien la hacía ver que no hay renuncias, que sólo pierde aquel grupo social a quien le quitan? Aunque renunciara a otros fines de semana por estar con él desescombrando, seguiría teniéndolos, porque podía tenerlos y no conseguiría librarse de la imagen de otros sábados y domingos distintos. También, habiendo renunciado a un coche mejor, ella notaba que lo tenía. Se peinó el pelo corto con los dedos y salió en dirección a la barra.

Pidió la cuenta mirando a Carlos. Estaba rígido y absorto. Marta tuvo un movimiento de compasión. Sabía que debía decirle algo y además sabía el qué. Tenía que ocultarle su precaria situación en el ministerio y decirle que Guillermo no contaba con el dinero de Carlos, que a ellos les quedaba millón y medio en el banco y que eso, y tres más que le dejaran sus padres, bastarían quizá para la entrada. Aunque la hipoteca subiera, al principio no necesitarían pedir demasiado. Debía decírselo y quedarse sola frente a Guillermo, frente a Carlos. Pero el riesgo de cargar con nuevas dificultades su relación con Guillermo y que un día se quebrara estaba demasiado cerca. Eran los dos tan distintos. El ascensor, pensaba, la prisa, la opresión. Si pudiera conseguir una tregua.

—Ya te contaré —dijo—. Yo aún no he visto la casa, y Guillermo tenía que mirar la estructura y los papeles. A lo mejor hay algo mal y se acaban los problemas.

Él la miró distraído.

—¿Sabes —le dijo— que Santiago ha dejado a Sol?

—No. Llevo tiempo sin verles. ¿Qué ha pasado?

—No he querido preguntar.

Carlos había aparcado la moto junto al coche de Marta. Cuando estaban llegando, Marta le cogió del brazo y dijo que iba a llamar a Santiago, hacía mucho que no comían los tres.

—¿Qué tal está Ainhoa? ¿Y Diego?

Él la miró con la esperanza de que la noche se esclareciera. Como en unos prismáticos mal enfocados, tal vez girando un poco la rueda empezarían a perfilarse los contornos del suelo, los coches, la silueta de los pantalones ceñidos de Marta, el casco entre sus manos. Si no saca las llaves del coche, se dijo, si levanta la vista y me mira, le pido que sigamos un rato.

La mano de Marta se adentró en el bolsillo y sus ojos midieron el espacio que los coches contiguos le habían dejado para maniobrar.

—Están bien —respondió Carlos.

El Lada granate de Marta se alejaba, pero Carlos no había arrancado la moto aún. Conocía la sensación de haber metido la pata, la sensación de haber humillado a alguien y el «tierra, trágame» mientras el humillado sólo tragaba saliva. Pero esta vez notaba cómo la tierra lo iba tragando de verdad y no sabía de qué arrepentirse. Quizá no hubiera debido pedirles dinero. Quizá no hubiera debido dejar la multinacional, o no hubiera debido entrar en ella. ¿Acaso había un límite hacia atrás en el arrepentimiento? Pero sí lo había, pensó. No tenía que haberles pedido el dinero, no tenía que haberles obligado a odiarle. Por algo deseaba cada vez con más fuerza que pasaran los días y llegase Alberto. A él no le había pedido nada; con él sí podría hablar. Sin embargo, sólo el juicio de Santiago y de Marta le comprometía. Y se preguntó cuántos días, en esos cinco meses, Santiago y Marta habrían querido no ser amigos suyos, y hasta se habrían despreciado a sí mismos por quererlo. Santiago y Marta, y ahora también Guillermo, y de algún modo Sol. La tierra lo tragaba sin dejar que se hundiera del todo.

La tierra lo escupía fuera otra vez y ahí estaba, apoyado en el asiento de su vespa, mirando la riada de coches y pensando que entre su casa y la de Santiago y la de Marta y Guillermo apenas habría un radio de dos kilómetros. La gente tiene el dinero en el banco y no lo necesita, puede prestarlo, moverlo. Llega, sin embargo, el momento de comprarse una casa y entonces la gente quiere todo su dinero, lo necesita todo. ¿Lo quiere o lo necesita? Era una pesadilla tener que juzgar. No soportar la deuda, la deuda a secas, no soportar haber resultado una carga para sus amigos y querer convertirse en el inquisidor de sus temores, de sus deseos. Ojalá fuera deseo lo que tenía Marta. Ojalá no necesitase tanto el dinero y fuera sólo el deseo de estar más cubierta. Y Carlos imaginó que no era así. Imaginó que perdían la casa por su culpa. Imaginó a Santiago peleándose con Sol por un problema de dinero y de orgullo. Ahí tenía que vivir, a menos de cuatro kilómetros de los cuartos donde transcurrían esas conversaciones, sabiendo que él había movido los hilos, los destinos de otros, no pudiendo librarse de saberlo.

En vez de arrancar la vespa, fue de nuevo hacia las casetas de libros. Estaban cerradas. Pensó que le habría gustado hojear un rato y a lo mejor comprarse alguna reliquia sobre marxismo libertario. Sí, Marta tenía una memoria generosa. Marta sabía lo de Laura y lo de la reestructuración, pero no había olvidado que Jard fue también un símbolo compartido. Cuando el ateneo empezó a perder gente, cuando se acabaron los últimos restos de militancia radical y hasta Alberto decidió marcharse, ellos decían: «Es imposible olvidar lo que se sabe». Y confiaban en que su conocimiento terminaría por aflorar en otra organización, tarde o temprano. Carlos nunca había sido tan ingenuo como para pretender traspasar la autogestión del ateneo a una pequeña empresa aislada. Existía una cosa llamada la lógica del capital, pero existían distintos grados, ángulos de apertura. La memoria de Marta guardaba esa confianza que todos habían puesto en Jard, S.L.

Creyó distinguir una silueta entre los bultos de sombra del Jardín Botánico. Carlos guiñó los ojos pero sólo consiguió ver masas oscuras, la verja, los arbustos. Se quedó mirando la luz de la caseta del guarda. Había apostado demasiado alto. Nadie tiene por qué seguir reconociendo, ni por qué recordar, a quien ha sido causa de sus discusiones, de sus mentiras, a quien ha desencadenado acontecimientos turbios. Demasiado alto, se dijo, pero ya no tenía vuelta atrás. Había apostado los paseos a la salida del grupo cristiano, las visitas a la imprenta de
A trancas
, los veranos viajando en InterRail, las reuniones del ateneo, irse los tres a Roma con el primer sueldo, las noches de aguardiente de hierbas con Marta, presentarle a Ainhoa, verlas hablar, una tarde contarle lo de Laura, aceptar sus preguntas, ir con ella a comprar las botellas para la fiesta de inauguración de Jard. Había apostado el pasado en el presente.

Echó a andar hacia la vespa. La mancha de luz de la caseta permanecía en sus ojos, era una incandescencia blanca allí donde mirase. Había apostado demasiado alto. Ya sólo podía seguir adelante y no perder.

Mediaba el mes de marzo, los árboles crecían en Budapest. Santiago los observaba, semidesnudos, procaces; a veces, junto al alcorque, un perro; en lo alto, los brotes diseminados, chispas rientes y verdes. Santiago avanzaba solo por las calles en dirección al Danubio, y aquellas chispas sacudían la cabeza burlándose de su paso incierto, de la voz tan sorprendida al principio y después tan al borde del desprecio con que Leticia Tineo había rechazado su invitación.

Marta y Guillermo buscaban sitio para aparcar junto a la casa medio derruida en Ciudad Jardín.

«A los trabajadores del mundo entero incumbe actualmente y durante el período que comienza, en el momento en que Europa es devastada y la Humanidad empobrecida por la Segunda Guerra Mundial, organizar la industria para liberarse de las miserias y la explotación. Su tarea consiste en tomar en sus manos la organización de la producción de bienes. Para realizar esta obra inmensa y difícil, necesitan conocer plenamente el carácter del trabajo», leyó Carlos en soledad. Ainhoa tenía guardia. Diego estaba con su prima en casa de los abuelos. Era domingo.

El Danubio le estalló en la cara. Cruzó la última calle y subió por el puente hasta llegar al punto central. Se acodó allí entregado a la presencia del agua, agradeciendo su abundancia indudable y continua.

La casa llevaba tres años abandonada. La lluvia había minado algunos tabiques. Uno de los muros laterales estaba medio derruido, pues la marcha de los dueños se produjo en mitad de unas obras. Ahora los dueños volvían de Venezuela para vender sus propiedades, querían dinero en mano. Un tío de Guillermo les conocía. «Ten cuidado con los peldaños al subir», le dijo Guillermo a Marta. En el piso de arriba, Marta encontró una paloma muerta.

Pardo, azulado, color metal, gris y verde, el Danubio avanzaba. Santiago descartó la orilla y también aquel barco y la isla en el centro del río y ese minúsculo fragmento de luz que flotaba y podía ser un cristal. Miraba sólo el agua en un punto, miraba el movimiento del agua y sentía un mareo agradable, ligero, mientras fantaseaba con el final del congreso. A la salida los participantes le felicitarían por su ponencia: «Retomo a Mandeville». Más tarde, en las universidades de los respectivos países, hablarían de él. Su nombre empezaría a oírse: una buena cabeza, una de las mejores cabezas en el ámbito de la historia moderna y contemporánea. Santiago cerró los ojos y se prohibió continuar.

«El objetivo del capital es lograr beneficios. Al capitalista no le mueve el deseo de proporcionar a sus conciudadanos los productos necesarios para vivir. Lo que le empuja es la necesidad de ganar dinero. Si tiene una fábrica de zapatos no le impulsa la piedad por aquellos que podrían hacerse daño en los pies al ir descalzos, sino que únicamente sabe que su mercancía le producirá beneficios y que, si éstos son insuficientes, quebrará.» Carlos se rió en voz alta. Tengo una risa de loco.

Procurando no arrimarse al marco podrido, Marta miró por la ventana del piso de arriba. Aunque Guillermo había hablado de un jardín, sólo veía una especie de estrecho patio de cemento y, en una esquina, apenas un metro cuadrado de tierra. Tal vez no le importara tanto vivir toda la vida en una casa alquilada. Alquilando serían más libres, podrían cambiar cuando quisieran, se dijo. Comprar significaba atarse, decidirse, renunciar a demasiadas posibilidades. Abajo, Guillermo salió al patio. Marta se apartó del hueco de la ventana y encendió un cigarrillo. Quería irse. Quería no haber estado nunca allí.

Con un folio blanco, Carlos empezó a forrar su viejo libro. Las caras de rusos pobres y solemnes pintadas en la portada ya no le miraban. El libro podía ser cualquier libro y no precisamente un fósil, no
Los consejos obreros
de Anton Pannekoek, una anacronía.

Abandonó el puente. Estaba convencido de que el exceso de fantasías debilitaba. Era conveniente ponerse un límite. De lo contrario, se dijo, acabaría viejo y fantaseando aún con ser catedrático pero sin haberse presentado nunca a una cátedra, porque las fantasías apaciguaban los deseos. Él no debía apaciguar los suyos. Por el contrario, debía mantenerlos vigentes, insatisfechos. Debía necesitar conseguir el reconocimiento y la cátedra, pues la necesidad era un combustible potente y no le convenía malgastarlo. También el dinero era un combustible, pero Carlos lo había malgastado por él. Carlos lo había malgastado todo, pensó con amargura al recordar su última conversación telefónica, cuando Carlos rompió de nuevo la prórroga: «Olvídate de mayo, después del verano, en octubre, pero no quiero dar más fechas». Desdobló el mapa que le habían dado en el hotel y se buscó.

En el trayecto de vuelta no dijeron una palabra. Marta sabía que Guillermo esperaba su veredicto, pero en lugar de dárselo puso una cinta de música reggae. Subieron en el ascensor sin rozarse. Guillermo entró en la cocina. Marta le miraba llenar de agua la cafetera. Más café, se dijo. Más nitroglicerina. Puso las tazas en una bandeja y esperó a Guillermo en el salón.

—Entiendo —dijo Guillermo— que no te guste la casa. Lo que me preocupa es que, antes de verla, ya quieras que no te guste.

—Yo podría decir lo mismo al revés: entiendo que te guste. Lo que me preocupa es que antes de que yo la vea ya quieras que me guste.

—¿De verdad te parece lo mismo?

—Sí, si vas a tomarte el que no me haya gustado como una ofensa personal.

—¿Crees que es eso lo que nos pasa?

No, claro que no, pensaba Marta. Algo más les pasaba. ¿La tensión entre los pensamientos de cada uno y el tiempo real que les envejecía era demasiado fuerte? ¿Tenían, tal vez, proyectos incompatibles? Si no le estuviera vedado empezar por lo más superficial, si Guillermo pudiera aceptar que algo le pasaba a ella. El préstamo, su trabajo, la compra de la casa. No sabía en qué orden ponerlos. Sin embargo, el orden había venido del exterior. La devolución del dinero iba a tardar, su contrato se acababa en julio y, con el nuevo director, era cada vez más probable que no se lo renovaran. ¿Por qué no aplazar al menos la compra de la casa? ¿Por qué había que tener prisa? Terminó su café y se levantó para coger el tabaco. A veces odiaba a Guillermo con un odio pueril. Y deseaba romper delante de su rostro tranquilo todas las cafeteras de su vida, arrojar seis o siete cafeteras italianas contra el suelo, salpicarse con el agua hirviente, dejar el suelo sembrado de melladuras y posos de café, de gomas y mangos de plástico negro, de agua color madera. Sabía que Guillermo no se inmutaría. El dolor. «¿Qué clase de dolor?», le habría preguntado él. Tal vez por eso le odiaba, porque Guillermo del Castillo aún no sabía que había una sola clase de dolor, que el dolor carecía de proporción y motivo; que, más allá del dolor ocasionado por los comportamientos injustos, había un dolor amoral. Y ese dolor se abatía sobre cualquiera, y era la muerte de los que tenían cinco, diez, treinta o cuarenta años, y era lo incomprensible, el oído interno de su madre, la voz del médico diciendo que, en la operación, ella podría morir o quedar con el cerebro dañado. Aunque Guillermo había visto morir a su padre, esa muerte le había parecido comprensible, quizá porque su padre ya había vivido. Sin embargo ella no había llegado a comprender nunca por qué su madre había podido morir o salvarse dependiendo de nada, del azar o de nada. Tenía dieciséis años y desde entonces había seguido viendo cómo el dolor elegía grandes y buenas personas. El dolor era amoral y no dependía de la voluntad. Pero Guillermo no conocía ese dolor. Conocía sólo la preocupación y seguía ahí, esperando su respuesta con gesto preocupado.

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