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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (22 page)

BOOK: La conquista del aire
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Santiago había cubierto medio folio de caras con sombrero de vaquero y pañuelo en el cuello. Lo rompió, aburruñó los trozos, los tiró a la papelera y encendió un cigarrillo. Podía explicárselo: prefiero ir solo, ya conocerás a mi madre en Navidad. Le dejaría creer que él se avergonzaba de su familia, permitiría que Leticia siguiera alimentando la leyenda de su breve pero tormentoso ascenso social, leyenda que él había cultivado durante años. Como siempre, le horrorizó la idea de haber querido utilizar a su familia. Porque no le preocupaba llevar a Leticia a casa de su madre, que conociera a su hermana, a su cuñado, a su sobrino, que viese la foto de su abuela Joaquina y a su tío Clemente. No se avergonzaba de ellos, sino de sí mismo, de que me vean contigo, Leticia, eso es lo que estoy postergando, qué canalla soy. Pensó en Irene; a su madre le gustaría la niña. Y a él le hacía especial ilusión ver a Irene corriendo por los alrededores de la casa, llevarla a la estación, enseñarle los sitios donde jugaba de crío, aunque Irene fuese todavía muy pequeña. Su madre aceptaría que Leticia estuviera divorciada pues él la había elegido y su madre estaba dispuesta a aceptar muchas más cosas siempre que él las quisiera. Las quiero. Quiero un futuro contigo, Leticia, pero si vienes a Alguazas demasiado pronto quizá no sepa defenderte. No a ti, sino a mí mismo en ti. Tenía la impresión de que fueran las ocho de la noche. Miró hacia la ventana; de un momento a otro, se dijo, empezaría a llover.

«Crédito y ahorro en Extremadura en el siglo
XIX
.» Volvió a abrir el primer tomo. He cometido traición, aunque a quién puede importarle si ya no hay bandos, si no hay clases y es lo mismo medrar con un negocio de pueblo que con una plaza de profesor titular. Se han llevado los bandos a otros países; ahora somos nosotros, todos nosotros, mi cuñado y yo mismo y Marta y Leticia, y el ex marido de Leticia y Carlos y mi hermana, nosotros contra ellos, contra las masas de asiáticos, africanos y latinoamericanos y contra las dispersas masas de occidentales desahuciados, nosotros contra la humanidad sometida. Santiago bajó la cabeza para mirar su jersey gris oscuro, su pantalón vaquero e imaginarse luego sentado en el despacho, esperando la lluvia en la mesa negra. Se dijo que estaban todos en el mismo bando, todos los civilizados, sí, pero por qué con Sol no le había dado vergüenza ir a su pueblo y con Leticia la sentía.

Claro que aún seguía habiendo bandos. En cada ciudad unos cuantos tipos como él creían haberse infiltrado en las instituciones, creían estar ocupando puestos interesantes mientras mantenían la cabeza clara y hacían barridos con la luz de su entendimiento para, a continuación, dar cuenta a los suyos de los puntos débiles. Pero no era así, los infiltrados no mantenían la cabeza clara. Medrar por algo, se repetía. Triunfar para devolver riqueza al bando del sufrimiento. Él nunca puso en duda ese principio. Sus trabajos académicos tenían un norte, sus seminarios, sus planes; su ambición tenía siempre un último norte aun cuando, por pudor, no se lo recordara mucho a sí mismo. Pero si hoy se lo recordaba, si tomaba el mapa y la brújula y su itinerario, veía que el norte se había difuminado. Había desaparecido, bajo tantas otras caras, la cara de su abuela. Cómo iba a ser capaz de no cambiar, se dijo, cuando se rodeaba de y era pagado por y llevaba el sueldo a los del otro bando. Los infiltrados no existían, Robin Hood no existía, traicionar para después volver al punto de partida no existía. Nadie, se dijo, que de verdad hubiera traicionado había vuelto nunca, sólo había fingido volver cargado de regalos, igual que él volvería a su pueblo cada Navidad con Leticia, cargado de regalos. Robin Hood no era un rico que robase a los ricos para dárselo a los pobres: era un sajón que robaba a los normandos. Robin Hood nunca traicionó a los suyos, a los sajones ricos nunca les traicionó y si lo hubiera hecho entonces no habría querido volver. A la verdadera traición seguía siempre el olvido, el olvido real y la nostalgia ficticia: todos los traidores cantaban a menudo alabanzas de lo que habían dejado. También él se sorprendía recordando más a su abuela Joaquina, y hablando más cada vez de su familia de Alguazas porque pronto Leticia sería su familia, Madrid sería su ciudad; pronto su labor intelectual consistiría en hacer que la rueda siguiera girando en la misma dirección.

«Pero quién nos paga», dijo, y levantó uno de los tomos de la investigación y lo dejó caer. Las entidades financieras pagaban estudios sobre la función social de la banca y, en ese caso, de qué valían las buenas intenciones del investigador. Tenía ahí, bajo sus manos, un documento que si bien revelaba errores, poniendo al descubierto los mecanismos que habían condicionado la actuación bancaria, lo hacía en el marco del estímulo, de la mejora. Normal, se dijo. Nadie pagaba para ser desmantelado sino para imponer a quien cobraba la realidad de que sus intereses coincidían. Lo había visto en demasiados investigadores, periodistas, intelectuales. Mientras tanto la izquierda, la comunidad de espíritus críticos, fuera cual fuese su nombre, reinaba sin reino, ejercía una vana autoridad sin extensión. De vez en cuando y por un encadenamiento de circunstancias fortuitas, algunos textos alcanzaban no ya sólo una tribuna sino el modo y el medio de persistir ocupando espacios invadidos. Y era como un penoso vislumbre de lo que podría darse si la conciencia crítica no tuviese que empezar siempre desde el principio, si la razón no hubiera carecido de una infraestructura productiva sino dispuesto en todo momento de recursos, si hubiera podido apoyarse en instituciones propias y en sus propios medios de difusión. La izquierda, en cambio, estaba siempre en el lugar restante, vivía de excepciones y sus conocimientos rara vez se sumaban unos a otros porque, entre unos y otros, había años y kilómetros de un vacío ni siquiera respetado, años y kilómetros de un silencio mancillado por el croar incesante del orden. Santiago se vio a sí mismo con ojos de rana, sus piernas largas y fuertes convertidas en ancas de rana, coreando como todos, aplaudiendo y croando al compás de todos, más congresos, más artículos, nuevas tesis y tribunales, más intervenciones para transmitir que la actualidad era un bello dibujo: bien, acaso conviniera retocar un poco el sombreado de arriba, hoy por ejemplo el crespón negro de la muerte en la antigua Yugoslavia, tal vez mañana el rojo lágrima de la prostitución infantil.

Pero lee, se dijo. Buscó en el índice los capítulos dedicados al ahorro popular y al préstamo de subsistencia: montes de piedad, ahorro escolar, sociedades para la instrucción y el mejoramiento de las clases trabajadoras, círculos católicos de obreros, usura, casas de empeño. Al minucioso trabajo de hemeroteca se unía la investigación en los archivos de las sociedades. Algo incompleto y sesgado como lo fueron, sin duda, las informaciones aparecidas en la prensa, y como fue sesgada e incompleta la gestión de los archivos. Lee, se repitió. El recuento de los hechos estaba ahí y también quedaría un resto de la voluntad de ser veraz por parte de quien lo hizo; el que pagaba, pensó, nunca podía pagar por todo. Lee y el recuento de los hechos se adherirá a tu inteligencia, tal un organismo vivo, fecundándola. Como una urbe edificada con teorías, interpretaciones, aseveraciones, era el conocimiento. Él se consideraba uno de sus habitantes, veía en perspectiva el trazado de sus calles y aspiraba a contribuir al crecimiento armónico de esa creación humana. Por qué motivo, se preguntó. Por un prurito de vanidad, por ansia de dominio, por el deseo de formar parte de una casta. Y si el porqué no bastaba, entonces para quién, a quién beneficiaría su conocimiento. A ninguna institución que él pudiese admirar. Una vez convertido en sueldo, beneficiaba a personas concretas. A Carlos, a Leticia y a Irene, a su sobrino si le regalaba un verano en Brighton, a su madre, todos reconciliados al fin. Iría con las dos a Alguazas, las presentaría. ¿Acaso no formaban parte del presente torrencial que azotaba la ventana y su pecho? El presente desapacible, lluvioso que, noche a noche, y mañana a mañana, él se estaba ganando.

En el parque del Oeste atardecía. Ainhoa apoyó el hombro izquierdo en el tronco de un árbol. Pablo, a su lado, la rodeó con el brazo y empezó a besarla junto al oído, en el oído. Ainhoa cerró los ojos, se mareaba con dulzura. Luego se apretó contra Pablo. Aunque iba abrigada, sentía frío. Era el miércoles 15 de noviembre. A su alrededor se multiplicaban las sombras de los árboles, el silencio, los últimos tonos rojos del cielo. Pablo se puso detrás de ella, la cogía cruzando los brazos en torno a su cuello y ella tenía la sensación de que estaban en otro mundo. Hasta cuándo. Había aparcado el coche a unos doscientos metros de ahí. Se veía sola con Diego en el coche. Imaginaba los meses y los años siguientes de maneras muy distintas. Separó con sus manos el círculo de los brazos de Pablo y echaron a andar hacia su portal. Los dos médicos con quienes vivía Pablo estaban fuera, uno tenía guardia y el otro había quedado a las siete. Ella había preferido esperar hasta y media por si acaso.

En la casa, fueron directamente al cuarto de Pablo, aunque Ainhoa no dejó de mirar, desde las puertas abiertas, el salón, la cocina. Reinaba siempre en ellos un desorden limpio, o tal vez la escasez de muebles y objetos le producía esa impresión, y le gustaba. El cuarto de Pablo no era una excepción. Tenía una mesa de madera sin cajones, lisa, una silla, una cama no muy ancha, dos flexos rojos, un armario empotrado y una estantería por todo mobiliario. Pablo abrió el armario y colgó el anorak de Ainhoa.

—¿Un café? —dijo.

Ainhoa asintió.

—Me he quedado helada.

—Yo lo traigo —dijo Pablo.

Mientras él lo preparaba, Ainhoa encendió el flexo y se sentó en la mesa de estudio de Pablo. Libros, papeles, revistas se distribuían sobre la superficie con una rara mesura. Desde que estaban juntos, Ainhoa había empezado a fijarse en la forma de estudiar de Pablo, quien ya se había ganado en el hospital un prestigio de médico serio y fiable pese a tener sólo un año más que ella. Pablo salía poco, estudiaba muchas horas y, no obstante, lo hacía sin avaricia. Al principio, cuando él la buscaba, tenaz, Ainhoa no entendía por qué a ella, qué quería de ella. Ahora se daba cuenta de que, si por él fuera, podrían seguir igual durante meses, durante años.

Se levantó al oírle venir, cogió la taza que le ofrecía y fue a sentarse con él a la cama. Hombro con hombro, cadera con cadera. Luego dejaron las tazas en el suelo. Pablo apartó el pelo de la cara de Ainhoa y la besó. Fueron quitándose la ropa. Casi desnudo, Pablo salió del cuarto y volvió con un convector de aire caliente. El aparato sonaba como si trajera un rumor agitado de vida, voces y pasos fundidos, menguados. Pablo besaba el cuerpo de Ainhoa levantando a cada poco la cabeza para mirarla; parecía decir es tu cuerpo, estoy besando tu cuerpo y tu cuerpo eres tú. Ella cerró los ojos y le oyó romper el envoltorio del condón. Ya no había distancia, el placer se embalsaba, ella también iba a correrse y no había avaricia ni desesperación. Al temblor de Ainhoa se unía la exclamación de Pablo. Poco después se soltaron, aunque mantuvieron las piernas enlazadas. Y el convector sonaba como una caracola pero no había océanos, estallidos, fugas ni acantilados, no había avaricia ni desesperación. Pablo, se dijo, follaba sin avaricia, estudiaba sin avaricia y la había buscado sin avaricia. «Quiero quererte», le había dicho y no hasta cuándo. Después del primer día febril, Pablo había sabido calmarla. «Sé que podemos tratarnos bien», respondía con seguridad cuando ella vacilaba. Ahora le pasaba una mano por la espalda, sin cesar, estoy aquí, estoy aquí. Pablo habló de sus entrevistas con dos becarios de psicología que estaban haciendo una investigación sobre el sesgo en los diagnósticos. Todas sus preguntas, dijo, iban dirigidas a lograr algo así como que él observara su pensamiento. La mano no abandonaba el recorrido por la espalda. Estuvieron un rato comentando las distintas formas de hacer diagnósticos, se contaron historias de pacientes que preparaban coartadas frente a la enfermedad. Luego la mano se detuvo, Pablo dormía.

Ainhoa cerró los ojos y se le apareció el mismo cuarto con la misma cama, la mesa y los dos flexos rojos. Volvió a pensar que Pablo la quería igual que estudiaba, sin avaricia, sin creer que había una materia que dominar y una necesidad de hacerlo en el menor tiempo posible. Abordaba los problemas médicos como diciendo «Ahora tengo facultades para resolverlos y por qué no utilizarlas si nos conviene a los enfermos y a mí». Del mismo modo se habría dado cuenta de que tenía la facultad de quererla disponible, y por qué no ejercerla si los dos iban a tratarse bien. Ainhoa se incorporó para coger su reloj del suelo. Podían seguir así meses, mientras ella no diera el alto de algún modo, mientras no dijera me siento demasiado culpable o lo contrario, sufro por no poder vivir contigo. Saltó por encima de él y fue a la ducha. Le agradó verse desnuda en el espejo. Al volver encontró a Pablo despierto y vestido. Él le iba acercando su ropa y la miraba mientras se vestía.

Camino del coche, aunque Ainhoa trataba de no pensar, se preguntó por qué no se sentía culpable. Tampoco tenía la sensación de estar equilibrando la balanza, tomándose la revancha después de cuatro años. Arrancó. El cristal estaba algo empañado, veía las luces del freno del coche de delante como una nube roja. Nadie, se dijo, debe sentirse culpable por querer un poco de sitio. Era lo que ella estaba haciendo, moverse, atravesar la montaña de recuerdos silenciados y objetivos secretos que Carlos ponía delante de ella. Como si vaciara un cuarto atiborrado de trastos y de muebles para dejarlo accesible. No iba a tirar los muebles, no iba a tirar a Carlos, pero necesitaba espacio, imaginar por delante unos años libres de ansiedad, despejados de justificaciones. Aún no sabía si quería vivir esos años sola o junto a Carlos, o junto a Pablo. Pero quizá, pensó al abrir la ventanilla, no se le habría ocurrido creer en ellos si no hubiera visto la mesa de Pablo, la posibilidad de un orden no amontonado en donde ir a tomar un objeto no supusiera siempre correr el riesgo de romper o volcar otro, o bien la tentación de darlo, antes de tiempo, por perdido. Llevaba cinco meses con Pablo y no se sentía culpable. El volante estaba frío; puso la calefacción.

El jueves 7 de diciembre, cuando Carlos llegó a Jard encontró ocupado el lugar donde solía dejar la moto. La furgoneta de Electra estaba allí, con las puertas traseras abiertas. Dos hombres cargaban las fuentes de alimentación. No era extraño, formaba parte del trato con Electra y así lo habían estado haciendo desde septiembre. Sin embargo, Carlos sólo había coincidido con ellos otra mañana, justo cuando se iban. Saludó al hombre mayor y al chico que iba con él. Ambos parecían profesionales, manejaban el material con cuidado suficiente. Entró en el despacho, lo cerró y al momento tuvo la tentación de salir para supervisar el trabajo de los dos hombres. No había nada que supervisar pero le exasperaba estar dentro del despacho y oír los pasos a través de la puerta. Se dirigió a la nave. Lucas no había llegado aún. Esteban y Rodrigo soldaban sentados en la mesa de montaje; le saludaron sin levantar la vista y Carlos creyó percibir en ellos el mismo malestar que él sentía. Fue al tablero, se sentó, se levantó. ¿Por qué no llegaba Lucas? Encendió el ordenador y buscó el pedido de fuentes para centralitas telefónicas. Cincuenta y cuatro fuentes iguales pero diferentes. Imprimió el circuito estándar, trabajó con él dos minutos y lo dejó. Al ver que los hombres estaban terminando, se acercó a la mesa de Rodrigo y Esteban.

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