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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (25 page)

BOOK: La conquista del aire
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—Espero verte pronto por aquí —dijo Claudio cordial y admonitorio al mismo tiempo.

Salió diciéndose que ya no necesitaba pensar en la secretaria. La miró, le dio las buenas tardes. Tampoco necesitaba pensar que había venido sin medio de transporte propio, excepto para acordarse de que debía coger el tren. Desde la estación llamó a Jard y habló con Lucas.

—Lo esperable —dijo—. Nada urgente. El lunes te cuento.

Empezaba a anochecer. En el tren, la ventanilla le devolvía su imagen. Trató de pensar en un fin de semana tranquilo, en una vida tranquila trabajando en Electra y buscando fuera eso que habría de ser suyo, su destino, tal vez, el propósito de su existencia. A Electra llegaría en mejores condiciones que a su primer trabajo. Carlos Maceda era alguien que había fundado una empresa aunque después la hubiera vendido. El panorama no se le antojaba tan oscuro como unos días atrás. Una vida en Electra, con Ainhoa y con Diego, y con sus padres. Recordó que a su madre llevaba quince días doliéndole la espalda. Y al pensar en su madre pensó en Marta. Años atrás había encontrado en
El espía perfecto
una frase: «El dolor es democrático». La había comentado con Marta, quien siempre decía que el dolor era arbitrario y por eso mismo ajeno a cualquier sistema ético o moral. «Es arbitrario», insistió ella tras oír la frase, «carece de principios mientras que la democracia sí los tiene». Casi llegaron a enfadarse con aquella discusión. Porque él había contraatacado. Le había dicho: «Marta, lo que te molesta del dolor es que tu posición social no te sirve para librarte de él. El dolor es democrático porque se salta la educación, la cultura, no tiene en cuenta el barrio donde se vive».

De vez en cuando las luces rojas de los coches en la carretera atravesaban el reflejo del vagón iluminado y su cara. Democrático pero según y cómo. Recordaba que ante Marta se había sentido identificado con el espía checoslovaco del libro. Hoy, ante su madre, se veía como un idiota. A su madre le dolía la espalda porque su trabajo la había obligado a estar de pie ocho horas diarias durante cuarenta años. Y él lo pensaba ahora. Porque Claudio Robles le había movido, afloraba en él una conciencia dramática de sus raíces. Claudio Robles le estaba convirtiendo en Santiago mientras que a Santiago, se dijo, Leticia debía de estar convirtiéndole en Marta.

El tren se sumergió. No sigas pensando. Cálmate. Fíjate en algo concreto. En la fila contigua iba sentada una pareja de la edad de sus padres: él, ni gordo ni flaco, con bigote; ella, gruesa y con el pelo teñido; parecían estar los dos defendiéndose de la vida, pero imaginar cómo habrían llegado a ese estado le suscitaba sólo misericordia. Era viernes; mañana, sábado. Se preguntó qué iba a hacer de ahora en adelante. Le daba miedo pensar en Lucas. No quería volver a casa. El mito, se dijo. El mito y suponer que llevaría a cabo una acción necesaria. Solo contra todos la llevaría a cabo y, en la balanza, esa acción tendría un peso idéntico al peso de su porvenir. Una acción o una tarea. Fundar un Jard oculto y clandestino. Sumarse a la revuelta en un país latinoamericano. O retirarse, herido, y conocer el daño que hace la conducta, cada gesto y cada acto que ya no podría rectificar. El mito y suponer un bálsamo en el pecho, una mujer que dice nuestro nombre y no sufre, y nos hace libres. El mito, Ainhoa, y la mentira.

Sintió ganas de estar con Diego, de jugar a pelearse con él, y de cogerle. Notaba cómo se le iba formando la ternura en los dedos, pero la rechazó, recelaba del consuelo de quien busca ser consolado. Si pudiera hablar a solas con Santiago, le contaría la entrevista. Quería contársela a alguien. Podía probar con Ainhoa. Debería hacerlo: contársela y no discutir. Contársela y evitar que ella, después, guardara silencio. Era demasiado arriesgado. Si hablaban, él no iba a ser capaz de contenerse. Le diría: sé que tienes una historia, ¿no ves que es imposible que no me haya dado cuenta?

Bajo el sol del invierno un bloque de diez pisos se anclaba en el vértice de dos calles de la zona norte de Madrid. En el octavo, sentado en el salón, Guillermo tomaba café con los padres de Marta, con Marta y con su hermano Bruno. Era el domingo 21 de enero, Guillermo había pasado la Navidad en Sevilla, con parte de la familia. En Nochevieja, se había acercado a Cádiz para estar con Jorge y Concha. Cuando volvió a Madrid, Marta le llamó. Sus padres querían invitarle a comer, aprovechando que Bruno estaba en Madrid hasta finales de enero. Guillermo no había encontrado un motivo para negarse.

—Sin valores —le dijo al hermano de Marta—, no hay exactitud.

Marta hablaba con su madre en alemán y tomaba notas en un cuaderno de tela escocesa. Su padre había sacado unas copas del mueble bar. Guillermo aceptó el coñac, acusando a la vez el afecto de aquellos ojos grises. El sol entraba por la terraza y aclaraba la habitación.

—Quiero enseñaros un libro —explicó Bruno, quien se había levantado.

Marta y su madre siguieron hablando en alemán. El padre encendió un cigarrillo y miró a Guillermo como si dijera: no temas, no debes darme conversación, yo tampoco voy a dártela; esperaremos tranquilamente a que vuelva Bruno. Él pensó que había estado muchas veces en esa casa y siempre se había sentido a gusto. En cierto modo, era coherente que los padres de Marta le hubieran invitado pese a conocer la separación provisional. Bruno estaba en Madrid, él veía a Marta de vez en cuando, ¿por qué no habría de ver a su familia una vez en el intervalo de varios meses? La comida había sido relajada. La sobremesa también estaba siéndolo. Oyó los pasos de Bruno y miró a Jaime Timoner.

—Veamos el libro —dijo Jaime mientras sacaba de la funda unas gafas de cerca y se las ponía.

—La matemática. Su contenido, métodos y significado —leyó en voz alta.

Bruno empezó a contarles por qué el libro les interesaría. Guillermo pidió un papel y anotó las referencias. Cuando Jaime hizo una pregunta, Guillermo se dijo que no estaba ahí porque los padres de Marta fuesen gente liberal y quisieran transmitirle que le apreciaban viviera o no con su hija. Tampoco se había sentido a gusto desde el principio en esa casa debido al lado liberal de Berta Hahn y Jaime Timoner, sino más bien por lo que ese lado no mostraba, por el empeño que ese lado atemperaba y escondía. Un empeño sin destinatario. El abuelo de Marta y padre de Jaime Timoner había muerto en la Guerra Civil. Jaime, de joven, recogió su antorcha entrando en contacto con gente del PSUC. Malos pasos para la carrera de un químico brillante, novio de la hija de una familia austríaca muy bien relacionada con el régimen. La joven pareja recibió pronto la sugerencia de irse a Madrid y empezar una vida de recién casados con un buen puesto de trabajo para Jaime en una empresa pública. Además, les pagaron la entrada de un piso en la zona noble de la capital. Y ellos habían aceptado porque eran jóvenes, porque les parecía bien librarse del ambiente opresivo de la Barcelona familiar, porque pensaban que llevarían sus ideales allí donde fueran. Pero el ambiente en Madrid era aún más opresivo. Jaime había perdido sus contactos, el trabajo le ocupaba mucho tiempo, las letras que seguían a la entrada del piso eran altas y se hicieron más altas todavía cuando el padre de Berta empezó a tener problemas con sus empresas y sus acciones. Berta se puso a dar clases de alemán, nació Marta, la juventud antifranquista de Jaime quedó relegada a una estantería, a una cierta apertura de mente, al íntimo aislamiento en que había vivido ese matrimonio austríaco-catalán en Madrid y a cierta deliberada persistencia en la honradez.

Bruno ya había contestado al padre de Marta. Ahora, éste intervenía a favor de Guillermo.

—Las matemáticas —dijo— no pueden ser el fundamento de la economía porque la economía no es formal. En la economía no hay hipótesis.

—La economía —corroboró Guillermo— es una ciencia de lo existente, y la exactitud de la existencia sólo puede medirse según unos valores previos.

Todos miraron a Marta, pero ella seguía apuntando vocablos alemanes en el cuaderno de tela escocesa. Fue su madre quien intervino. Berta Hahn llevaba puesto un traje de chaqueta del azul vidriado de la porcelana, que anunciaba a la vista un tacto agradable.

—¿Por qué dices —preguntó dirigiéndose a su marido— que en la economía no hay hipótesis?

Algunos mechones se le habían desprendido del moño. A Guillermo le gustaba aquel descuido juvenil, excepción pura en el conjunto sereno del rostro, la indumentaria y la voz.

—Es ley de vida, Berta —contestó Jaime Timoner—. No hay una biografía condicional del tipo «si tu familia hubiera sido republicana». Sólo podemos vivir hacia delante, hacia la ideología que recibirán de nosotros nuestros hijos.

—Queréis decir que el tiempo de la vida es irreversible y el matemático no, pero eso está cambiando —dijo Bruno, y miró la hora—. ¡Ostras! Había quedado a y media —añadió poniéndose de pie entre las risas de los demás.

—El tiempo y las circunstancias históricas —dijo su padre cuando Bruno había salido. Al poco, Bruno volvió a entrar ya con la chaqueta, dio la mano a Guillermo y se marchó deprisa.

La madre de Marta dijo que iba a traer más café y el padre preguntó si les apetecía oír algo de música. Marta, advirtió Guillermo, empezaba a ponerse nerviosa. No debía de haber previsto el segundo café ni la ausencia de Bruno. Y como tantas veces cuando alguien le lanzaba un envite, Marta reaccionó envidando a su vez.

—¿Por qué no cambiaste de opinión al venirte a Madrid? —le preguntó a su padre de repente—. ¿Por qué nunca llegaste a colaborar con el franquismo?

—¿Quién dice que no colaboré?

—He conocido a la hija de Jorge Tineo; tú me habías hablado de él. Estudiasteis juntos y luego, bueno, él sí que colaboró. O, por lo menos, dejó que el franquismo colaborara con su empresa de exportación.

—Hay grados, es cierto. Tu madre y yo procuramos hacer las cosas a nuestra manera. En la vieja disputa de fines y medios estaba claro que ellos, la familia de tu madre, los que vencieron a mi padre, los que decidieron que cuarenta años de nuestra historia se llamaran franquismo, ellos tenían los fines. No había discusión política posible para la gente corriente, para la clase media que no estaba dispuesta a jugarse la vida. Así que intentamos que no nos quitaran las convicciones.

—¿Pero cómo conseguisteis que vuestra forma de pensar no cambiara? —insistió ella.

—No lo conseguimos. Se piensa con un juego de café, Marta, con un garaje. Mamá y yo sabíamos que lo que os dijéramos a Bruno y a ti tendría siempre menos fuerza que esta casa, y lo aceptamos.

—Tuvimos nuestras dudas —dijo Berta Hahn depositando la bandeja en la mesa—. Cuando murieron mis padres estuvimos a punto de vender esta casa y mudarnos a otro barrio. Tú tenías quince años. Acababa de aprobarse la Constitución.

—¿Y qué pasó? —dijo Marta.

—No nos atrevimos. Nos parecía una chiquillada. Y tampoco teníamos con quién compartir una decisión de esa índole. Además, siempre surgían cosas. Problemas en el trabajo de tu padre. La hepatitis de Bruno. Mi examen para ser profesora oficial.

—Recuerdo —se sumó Jaime Timoner— que a mí me preocupaba incurrir en un exceso de dramatismo, y en éstas vino la operación de oído de Berta. Entonces pensé que la vida era ya bastante dramática. Y me di cuenta de que ya me habían ganado. La resignación consiste en no tirar nunca la primera piedra. Yo no podía arriesgarme a que os pasara algo y a mí me cogiera sin medios suficientes para reaccionar. Es cierto que seguí trabajando a mi manera. Ya no tenía edad ni habilidad para moverme como Jorge Tineo. Me faltaba costumbre.

Guillermo había olvidado echar azúcar en el café. Lo notó al momento pero siguió bebiendo. La madre de Marta le recordaba a su padre. Era como si su padre hubiese venido al mundo con un juego de porcelana de Sèvres debajo del brazo. Tener o ser. Él quería tener una casa y Marta quería ser de izquierdas. Pero ¿no era al revés? Marta tenía una casa, Marta tenía ya la casa de sus padres y él no podía quitársela. No podía quitarle las tazas azules con líneas doradas a Berta Hahn para que Berta fuese del todo como su padre, como Yáñez el Portugués. Tener o ser, pero ser padre era tener un hijo, ser licenciado tener un título, ser hombre tener manos, pies, cerebro, lengua, corazón. Aunque pudiera quitarle a la madre de Marta el juego de porcelana nunca podría quitarle la experiencia de haberlo tenido. Vivir hacia delante, se dijo, tomando la existencia no como un axioma, sino como aquello que nos constituye.

Marta se despedía de su madre. Guillermo dejó la taza dorada y azul sobre la mesa.

—Me ha alegrado mucho verte —dijo el padre de Marta.

Guillermo le apretó el codo. Vio que Marta les miraba.

—Lo mismo digo —contestó.

Después fueron los cuatro al recibimiento. Había allí una talla de piedra y un banco recto color caliza. La madre sacó la chaqueta de Guillermo del armario, mientras Marta se ponía el abrigo.

En el ascensor, ella cogió un pitillo y lo sostuvo entre los dedos sin encenderlo.

—¿Cómo has venido? —le preguntó a Guillermo.

—En autobús y luego andando.

—Si quieres te llevo.

Guillermo la siguió hasta el coche. Sentado en el asiento del copiloto intentaba averiguar qué habían querido decirle los padres de Marta, pero más que las palabras podía la imagen de ambos en soledad, sus dos cuerpos ni grandes ni pequeños, su indumentaria grata a la vista aunque no llamativa, y les veía allí, Jaime Timoner y Berta Hahn, dignos como si les hubieran desterrado a la altura de aquel octavo piso.

Marta se metió por la calle Lope de Vega. Hacía tiempo que sabía dónde estaba el apartamento de Guillermo, aunque no había subido aún. Si veía un sitio, pensó, aparcaría y le pediría a Guillermo que se lo enseñara. Habían hecho casi todo el viaje en silencio, pero no tenía la impresión de que fuera un silencio tenso. Más bien al contrario, se dijo. Por eso quería subir; se recostaría en Guillermo y tampoco tendría que preguntar nada ni explicar nada. Ya estaban muy cerca.

—No hace falta que tuerzas —dijo él—. Déjame aquí.

Marta apagó el motor. En su lenguaje ese gesto significaba espera un poco. Miró a Guillermo, el pelo rizado, el jersey verde oscuro de cuello alto asomando bajo su vieja chaqueta de ante, las manos en los bolsillos. Quería sacárselas y que él la abrazara. En ese momento el sonido de su voz le sorprendió tanto como que Guillermo le hiciera precisamente esa pregunta.

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