Read La conquista del aire Online
Authors: Belén Gopegui
—Ahora trabajo más o menos cerca de aquí, en un edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores que está en María de Molina. Pero sobre todo trabajo fuera, tengo que viajar bastante, la verdad es que empiezo a estar un poco cansada. No sé si sabes que Guillermo se fue a vivir a otra casa. Seguimos viéndonos, no nos hemos separado. Bueno, estamos intentando averiguar qué quiere cada uno.
—Algo me había comentado Carlos —dijo él.
—Me alegra mucho verte, Santiago.
—Sí, a mí también. Nos conocemos hace demasiado tiempo. Ya sabes, cuando conoces a alguien hace tanto tiempo, es un punto de referencia y, si lo pierdes, cuesta bastante orientarse.
—Hemos estado a punto de perderlo —dijo Marta.
Santiago asintió aunque, en realidad, él temía haberlo perdido ya y suponía que Marta también. Pero aún era pronto para hablar de eso. Se quedó mirando el techo de los autobuses que pasaban.
—Seguro que has llegado puntual —le dijo a Marta—. Deberíamos ir a tomar algo.
Marta le miró sin negar ni asentir.
—Hay un café aquí cerca —dijo Santiago.
—Vamos —dijo Marta, y se puso de pie.
Por el camino sacó un pitillo. Santiago le dio fuego.
—Cuéntame algo de tu ensayo. Mandeville era el que decía que los vicios privados hacen la prosperidad pública, ¿no?
Llegaron a la puerta del café restaurante adonde Santiago y Leticia habían vuelto alguna que otra vez. Mientras bajaban las escaleras, Santiago contestó:
—Sí, eso decía, lo que pasa es que no ocultaba a nadie cuál era su idea de prosperidad pública. No fingía, como se hace ahora, defender la prosperidad universal. El mantenimiento de la sociedad comercial, valga decir capitalista, «exige confinar a la mayoría de la población fuera del intercambio de las satisfacciones reales». Son sus palabras. Mi ensayo estudia cómo los postulados de Mandeville, previo enmascaramiento de algunos, renacen en la teoría económica cada cierto tiempo.
Pidieron dos cervezas. A esa hora no había manteles blancos sobre las mesas y todo el bar tenía un aire más oscuro. Santiago continuó:
—Para Mandeville, la pasión motriz de los individuos en una sociedad comercial es lo que él llama la afición por uno mismo. La nobleza, el recato, la generosidad son estratagemas de esa pasión. Movidos por ella, los individuos nunca renuncian a sus satisfacciones egoístas, sólo las retardan. Lo lees y te va convenciendo. Es bastante triste.
Marta le había dejado a Santiago el sofá pegado a la pared y se había sentado en la silla de enfrente, en la actitud de ser ella quien acudía a solicitar algo.
—Buscar la causa motriz —le dijo—, el último motivo de las cosas siempre es triste porque al final aparece la muerte. Además, qué importa si el móvil es ser felices o ser admirados o cualquier otro. Importan las consecuencias de lo que hacemos para conseguirlo.
—Estoy de acuerdo, Marta. Pero qué pasa cuando comprendes que la mayoría de lo que haces te viene impuesto. Por ejemplo, yo he manipulado tu mala conciencia y ni siquiera creo haberlo hecho por egoísmo. Tal como estaban repartidas las cartas, no tenía elección.
Marta había empezado a comer unas almendras tostadas. Cuando oyó la frase de Santiago notó que la invadía un agotamiento benigno. La palabra manipular no lastimaba su orgullo. Más bien la hacía sentirse fatigada, como si Santiago y ella llevaran años moviéndose de un sitio para otro. Y quizá porque percibía en Santiago una fatiga pareja a la suya, no sentía el impulso de atacarle.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cómo la manipulabas?
—Nunca contestaba a tus argumentos. O me quedaba callado, o contestaba
ad hominem
, ya sabes, tú decías lo que fuera porque tus padres tenían dinero, tú estabas dispuesta a hacer tal cosa porque tenías tranquilidad económica, un capital acumulado. Etcétera.
—A veces tenías razón.
—Seguramente, pero yo te negaba el derecho a refutar mis razones. Y si alguna vez te lo daba, me encargaba de recordarte que tú apenas eras tú. Marta era menos Marta de lo que Santiago era Santiago, porque Marta era casi todo herencia y yo me había construido solo.
—Supongo que si alguien se deja manipular así, significa que prefiere sentirse superior aunque con mala conciencia, antes que sentirse igual.
Santiago miraba un aplique con dos lamparillas rojas. Llevó la mirada al mueble de madera con cajones forrados de fieltro. Ahí enfrente tenía la cara de Marta, su atrevido pelo corto, su chaqueta ligera y elegante.
—¿Qué vas a hacer con Carlos? —preguntó—. ¿Le vas a llamar?
Marta ofreció un cigarrillo a Santiago, pero él negó con la cabeza. Ella cogió uno.
—Voy a esperar hasta el lunes —dijo después de la primera calada—. He cometido una estupidez. Todavía no he ingresado el cheque. Estuve de viaje y hoy, bueno, pensaba que primero quería hablar contigo.
—Yo lo ingresé ayer, y no he estado de viaje.
—Mala conciencia otra vez —dijo Marta—. ¿Por qué la tenemos?
—Mandeville lo llama el horror a la naturaleza humana desnuda. Yo no lo llamo naturaleza humana, lo llamo posición social. Deberíamos haber permitido que Carlos nos pidiera el dinero. Pedir, tranquilamente. Hemos convertido los cuatro millones en una exigencia suya que a nosotros nos dejaba cargados de derechos. Pero, Marta, ¿podíamos habernos comportado de otra manera?
Marta palpó su cartera en el interior del bolsillo y aguardó apenada a que pasara el camarero. Cuando Carlos les pidió el préstamo ella debía de tener más dinero que Santiago en el banco. Sin embargo, se dijo, su pena no venía de ahí. Más difícil le parecía constatar que las reservas no habían sido suficientes, y descubrirse condicionada, víctima de una especie de indigencia a la vez moral y material que le impedía considerar las consecuencias no deseadas de sus acciones, de su actitud con Carlos y con Guillermo.
—Tienes —dijo Santiago en ese momento— que preguntarle esto a Guillermo. Hay teorías que hablan del sujeto como ser enfrentado a la sociedad, y otras del sujeto como alguien que construye sociedad. Pregúntale qué pasa en una sociedad donde nadie necesita llegar a ser sujeto, amo de sus pasiones, juez de la realidad.
—A mí, a veces —contestó Marta con una media sonrisa—, me gustaría ser artículo indeterminado.
Santiago se estaba levantando para ir al servicio. Despeinó el pelo corto de Marta con la mano.
—Ahora vengo —dijo.
Marta vio por fin al camarero e hizo ese gesto de escribir en el aire que significaba la cuenta, aunque a ella le hizo pensar en el mensaje escrito de Santiago y en que nadie iba a redimirles. Ya había pagado cuando volvió Santiago. Marta le esperaba de pie.
—He hablado demasiado y a lo mejor tenías prisa —dijo Santiago por las escaleras.
—No, qué va. Santiago, entonces, ¿le llamamos el lunes?
Santiago dijo que sí. Ya estaban en la calle, se besaron. Marta cogió la mano de Santiago; él la apretó con fuerza y pensaba es inútil.
Marta dijo:
—Da recuerdos a Leticia.
El lunes 8 de abril a las cuatro y media de la tarde Carlos miraba dos de las notas que le había entregado la telefonista. A las once, una llamada de Santiago Álvarez. A las once y media, una de Marta Timoner. Había estado fuera toda la mañana, luego había comido con uno de los antiguos clientes de Jard. Volvía a Electra sin ganas de hablar con nadie y le enojó la coincidencia de ambas llamadas. Además, él no les había dado el teléfono de Electra. Le llamaban ahí como si quisieran recordarle dónde estaba, se dijo, y le hería imaginarlos buscando en la guía o llamando a información para conseguir el número. Si le hubieran llamado a casa el fin de semana sabrían que Ainhoa se había ido. No devolvería la llamada esa tarde, pensó. Ellos habían dejado pasar una semana; él también se tomaría su tiempo. Se dispuso a contestar las llamadas de trabajo. Iba por la tercera cuando apareció Rodrigo y se quedó esperando en el quicio de la puerta entreabierta, alto, normando, impasible, hasta que él colgó.
—Pasa —dijo Carlos.
—¿Puede ser hoy? —preguntó Rodrigo mientras entraba.
—Por mí sí. ¿Se lo has dicho a Lucas?
—Dice que hoy no le viene bien, pero no me importa. Sobre todo quiero hablar contigo.
—Bueno —dijo Carlos.
—Le diré a Esteban que tengo que quedarme. Podemos vernos a las siete menos cuarto en la puerta.
En cuanto Rodrigo se marchó, Carlos fue a buscar a Lucas al otro extremo de la planta. Le encontró en su mesa.
—No quieres venir —dijo por todo saludo—. Me dejas solo.
Lucas le miró.
—Hoy no has traído la moto, ¿verdad? Voy a llevaros a Madrid en el coche. Le diré a Rodrigo lo que pienso, no quiero escurrir el bulto. Pero tampoco quiero meterme donde no me llaman.
—Que no te llaman. ¿Y yo qué hago aquí?
—Carlos, decidimos juntos usar el dinero de Electra para pagar el préstamo. Estoy dispuesto a explicárselo a Rodrigo las veces que haga falta. Sin embargo, tu relación de empresario con Rodrigo y Esteban la decidiste tú. Esto tiene algo de pelea matrimonial y no pienso meterme.
Carlos cogió un clip de la mesa de Lucas. Lo desdobló, quería convertir ese alambre en una línea recta.
—De acuerdo —dijo. En la yema del dedo quedaba el surco dejado por el alambre bajo su presión—. Nos vemos en la puerta a las siete menos cuarto.
Por la tarde, no volvió a pensar en Rodrigo, sino en su casa, en si debía seguir viviendo allí o en otra distinta. Pensó también en la moto nueva. Una Suzuki 500 blanca, con una raya roja. El miércoles se la tendrían; mejor así, mejor que no hubiera llegado precisamente hoy con la moto y que Rodrigo la hubiera visto. Aunque, ya, qué más daba. Sentía su indiferencia como un cepo de hierro, se preguntó qué pasaría si dejaba que ese cepo le asfixiara por fin. Terminó su trabajo de forma mecánica.
En el aparcamiento, Carlos hizo que Rodrigo se pusiera delante en el coche debido, dijo, a su mayor envergadura, y se escurrió en el asiento de atrás de tal modo que a través de la ventanilla veía sobre todo cielo y a veces vallas publicitarias, troncos de farolas. Pasados algunos minutos, oyó que Lucas abría el fuego.
—Como no puedo quedarme luego, voy a decir mi postura, Rodrigo. Nadie ha jugado sucio. Mis participaciones y las de Carlos se han pagado a cero pesetas. Por las vuestras es probable que no paguen mucho más, pero todavía las tenéis.
La melena vikinga de Rodrigo asomaba tras el reposacabezas, sólo un poco más oscura que la melena castaña de Ainhoa.
—Lo sé —dijo Rodrigo.
Lucas continuó:
—Yo le dije a Carlos que no repartiera el dinero de Electra. Le dije que tenía que usarlo para pagar el préstamo.
—Es lógico. No digo que no sea lógico ni que sea ilegal.
—A mí me parece justo —dijo Lucas.
—Bueno, de acuerdo, también es justo. Pero Jard muchas veces no ha sido un sitio lógico, ni legal, ni justo.
—Nunca lo dijiste —intervino Carlos.
—Es que algunas injusticias eran comprensibles. Para llegar al equilibrio hay que pasar por el desequilibrio, vale, lo entiendo. Yo creía que ése era el trato que habíamos hecho después de la asamblea.
—El trato era exactamente ése —dijo Carlos—. Pero no salió bien.
Rodrigo callaba y Lucas dijo que podían bajarse en la plaza de Castilla porque él luego iba a coger la M-30. Le obedecieron, aunque Carlos detestaba esa plaza ingente y desmedrada, con sus cuatrocientas paradas de autobuses. Propuso a Rodrigo entrar en un bar y Rodrigo no quiso. Prefería, dijo, ir andando por Bravo Murillo, estaba un poco apurado de tiempo.
Cruzaron. Rodrigo reanudó la conversación.
—Has mezclado lo formal con lo informal. Nos pediste que fuéramos algo más que trabajadores contratados. Ahora te comportas legalmente, vale, pero según tú no bastaba sólo con la legalidad.
Dos hombres andando, pensaba Carlos. Un hombre enorme y uno un poco bajo andando. Los hombres pocas veces hablaban andando. Sólo en las películas de espionaje, ahí hablaban en parques, sin mirarse apenas.
—Salió mal —contestó—. Electra podía haber pagado más, entonces vuestras participaciones habrían valido dinero.
—Sí, Carlos, me acuerdo de tu explicación: lo que tenemos Esteban y yo ahora no vale nada, ellos pueden ampliar capital obligándonos a vender por nada cuando quieran. Lo dices sin más y Esteban se queda contento porque has sido sincero. ¿Pero tú qué has perdido, di?
A mi mujer, a mis amigos, el sueño de tener algo mío, pensaba Carlos y casi gritó ¡a mi mujer! No dejes que se den cuenta.
—En dinero, quieres decir.
Rodrigo asintió.
—Hice una inversión al principio. Era mi indemnización por no aceptar un traslado en la otra empresa, así que no vale mucho. Se podría decir que opté por la indemnización porque existía la posibilidad de montar Jard.
Andaban entre una multitud de gente con bolsas y mochilas y bastones y perros. Una chica muy alta se abrió paso entre los dos. Carlos no pudo ver qué cara ponía Rodrigo.
—De acuerdo —dijo—, no he perdido nada. Pero vosotros tampoco habéis perdido dinero.
—Entonces nos engañaste —respondió Rodrigo con tranquilidad—. La plusvalía financiera, ¿te acuerdas?, todas las horas que hemos trabajado de más para ti ahora no valen dinero.
—Para mí lo valen, pero en el mercado no.
—Eres como todos, Carlos. No eres nadie. Como en el mercado no lo valen, tú estás tranquilo. Pero aquel día en Jard no hablabas del mercado.
—Díselo a los de Electra. No sé si soy como todos, pero no soy un héroe.
—¿Y quieres que yo lo sea?
Carlos se echó hacia Rodrigo para sortear un puesto de ropa. En la maniobra empujó sin querer a un niño de unos ocho años que le miró con odio.
—¿Qué podía haber hecho? —preguntó.
—Te molesta más deberles dinero a tus amigos, aunque tú mismo dijiste que no lo necesitan, que debérnoslo a nosotros.
—Es diferente. Ese día hablé de plusvalía financiera, pero también hablé de una apuesta. En ningún momento os garanticé que fuera a salir bien.
—Carlos, no estoy diciendo que nos hayas estafado. No voy a demandarte. Pero has mezclado lo legal con lo justo y, en el momento decisivo, lo justo lo has mandado a la mierda.
Carlos no podía más. La altura de Rodrigo, el continuo sortear de peatones y puestos de ropa y cajones de fruta, el ruido de los coches, los frenos chirriantes de los autobuses, todo le parecía un martirio sin objeto. Se paró delante de un bar.