La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (3 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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El largo cobertizo empezó a arrojar por sus numerosas puertas soldados, que conforme salían se iban colocando en doble fila a poca distancia de la pared. Quizigué fue cogido en hombros por dos de sus acompañantes, y les dirigió una arenga, de la que yo entendí bien poca cosa. Sus primeras palabras fueron saludadas con un sordo rugido, señal de salutación entusiasta, y sus últimas con un
Quinya
Quizigué, signo de aprobación. Me pareció que el fondo de su discurso se encaminaba a explicar que quería castigarme, porque yo era un espía enemigo, infractor de la ley sagrada; pero intrigábame muy particularmente la enumeración que hizo de todas las partes de mi cuerpo, pues no comprendiendo la ilación de su discurso, no sabía si aquel ensayo descriptivo se enderezaba a llenar una simple formalidad de procedimiento, o si a encomiar cada una de las partes de mi querido organismo, con fines siniestramente culinarios.

Aquellas palabras retumbantes, que, realzadas por un órgano prosódico de potencia extraordinaria, sonaban a hueco en mi aturdida cabeza, terminaron, y Quizigué descendió de su sitial y dirigiose hacia mí. Le seguían los hombres de su escolta y los caudillos de segundo orden, que se distinguen de los soldados rasos en que llevan en el casquete varias plumas engarzadas, cada una de las cuales representa una cabeza humana a cargo del portador. Entre los mayas, el sistema de ascenso en el ejército se reduce al principio de que si el soldado sirve para destruir al enemigo, el mejor es el que más enemigos mata. De una a cuatro plumas, jefe de escuadra; de cinco a ocho, centurión; y pasando de ocho se puede optar al generalato mediante elección real, que se inspira en los motivos ya explicados. Mientras me inspeccionaban los jefes, los soldados penetraron en los cuarteles o se internaron en el bosque para ocupar sus puestos de guardia.

Uno de los que habían servido de trono a Quizigué fue encargado de mi custodia, y me condujo a una tienda próxima a otra en que los jefes se reunieron para deliberar. Ardía yo en deseos de saber lo que todo aquello significaba, teniendo por averiguado que estos hombres no eran una tribu independiente, puesto que la organización militar pura exige que detrás de un grupo de valientes desocupados haya una nación trabajadora que los sostenga. En toda el África oriental no había yo observado, en punto a milicia permanente, otro ejemplar que el de los
rugas-rugas
, bandidos, incendiarios y secuestradores, que como soldados mercenarios suelen servir a los innumerables
muanangos
o reyezuelos, empeñados continua y recíprocamente en destrozarse. Pero estos mayas no tenían nada que ver con los rugas-rugas; su severa organización dejaba entrever un pueblo muy distinto de todos los visitados por mí en el continente negro. Motivo más de tristeza, pues en caso de muerte no era sólo mi vida lo que perdía, sino mis esperanzas de penetrar en una región no visitada aún por los exploradores, y conocer un pueblo que por estos primeros indicios parecía reservar a un hombre blanco legítimas sorpresas.

No se mostró mi guardián excesivamente reservado, y se dignaba contestar a alguna de mis preguntas, aunque extrañando por sus gestos mi deseo de saber en medio de mi angustiosa situación. ¿Cómo explicar a un hombre de tan pocos alcances que existe en el mundo un espíritu universal que piensa en nosotros, y que acaso las ideas que se forjaban en mi mente en aquellas tristes horas se reproducirían en alguna cabeza de sabio europeo y no quedarían perdidas para la ciencia?

De las contestaciones de mi custodio pude colegir que en el interior del país, defendido por estos destacamentos militares, habitaba un enjambre de tribus, cuyo centro político era la gran ciudad de Maya, cerca de la gruta de Bau-Mau (el padre y la madre, o la pareja primitiva), donde tuvo lugar el parto de la tierra. Hay muchos reyes; pero el rey de todos es Quiganza, cuyas mujeres pasan del
quene-icomi
(cuarentena). Aunque es el más esforzado de los hombres, no puede vencer a Rubango (calentura), espíritu poderoso, fuente de todos los males.

Éstas y otras mil interesantes noticias iba yo recogiendo ávidamente de labios de mi interlocutor, y hubiérase prolongado mucho más la conferencia, a no interrumpirla una palabra inoportuna. Aunque temeroso de mi suerte, una secreta esperanza me hacía aguardar resignado la resolución final, porque Quizigué, bajo su rudo aspecto, me había parecido una naturaleza sentimental poco propensa a las escenas de carnicería. Bien que el hombre desee en el fondo la muerte de casi todos sus semejantes, rara vez su cobardía le permite poner por obra sus propósitos; ya le asalta el temor de que la víctima se rebele y se convierta en verdugo, ya le horroriza la idea de que el fantasma de la muerte se le fije demasiado en el cerebro y le moleste con representaciones desagradables. Por esto, cuando la sociedad ha tenido necesidad de matar, ha instituido tribunales compuestos con numerosos elementos auxiliares. Reunidos varios hombres la situación es distinta, porque los instintos naturales se refuerzan, la cobardía disminuye con el contacto recíproco, y el fenómeno de la representación fantasmagórica no se presenta o se presenta en fracciones pequeñas e incompletas, por lo mismo que se disgrega entre gran número de partícipes.

Júzguese, pues, mi pavor cuando mi vigilante manifestó de una manera incidental que ya estaría próxima la hora de la votación en que me iba la cabeza. Contra lo que yo había creído, no era a Quizigué a quien correspondía resolver de plano en mi causa. En Maya han penetrado muchas ideas de progreso, y no basta ya el juicio de un hombre para entender de las cuestiones que afectan a la salud pública. Sin sospecharlo, estaba, en el centro de África, sometido a un Consejo de guerra que, después de amplia discusión y maduras deliberaciones, decidiría de mi suerte por mayoría de votos. Ante este nuevo aspecto de las cosas, mis esperanzas volaron y me vi perdido sin remedio. Sin saber lo que me hacía, en un ciego arranque cogí una flecha del carcaj del infeliz centinela y le atravesé la garganta, sin darle tiempo siquiera para gritar. Después me lancé por una estrecha claraboya abierta en la pared trasera de mi prisión, y viendo, al caer, delante de mí un espesísimo bosque, penetré en él velozmente y seguí corriendo horas y horas sin dirección fija, hasta que empezaron a entorpecer mi vista las primeras sombras de la noche.

Forzado me era buscar un árbol donde acogerme hasta que llegase el nuevo día; en los árboles sólo corría el riesgo de que me molestaran los innumerables monos que en ellos habitan; pero en tierra era casi seguro que las bestias salvajes diesen cuenta de mi persona. Después de varios tanteos me decidí por un hermoso baobab, aislado en uno de los claros del bosque. El tronco tenía varias hendeduras que facilitaban el ascenso, y las ramas bajas se cruzaban formando un descansadero seguro, ya que no fuese muy cómodo, en el que pasé aquella larga noche, desvelado por la inquietud y trastornado por un olorcillo desagradable que no sabía a qué atribuir, hasta que la rosada aurora me permitió ver que el tronco hueco del baobab estaba lleno de cadáveres. Esto me tranquilizó un tanto, porque el olor de la carne en putrefacción era indicio seguro de la existencia de una ciudad, y yo estaba resuelto a seguir adelante, ya que tampoco me era permitido retroceder.

En los pueblos africanos se emplean varias clases de sepultura, y una de ellas consiste en arrojar en lo hueco de los árboles los despojos humanos que no son dignos de inhumación. Ésta se reserva para los reyezuelos, a los que, no sólo se les sepulta en la tierra, sino que sobre sus sepulturas se suele hacer un sacrificio de mujeres, que se consideran afortunadas acompañando a su rey al reino de las sombras. Fuera de estos dos sistemas, hay otro que consiste en arrojar los cadáveres a las hienas, para aplacar a estos insaciables carnívoros e impedir que destrocen los rebaños; por último, el más elemental es practicado por las tribus extremadamente pobres, obligadas por la miseria a comerse sus propios muertos. La antropofagia ha sido mal explicada por algunos exploradores, que sólo han visto la exterioridad de las cosas y de los acontecimientos; se ha llegado a afirmar y a creer que los antropófagos forman las tribus más salvajes y crueles, cuando la observación, libre de miedo y de otras bajas pasiones, descubre todo lo contrario. Las tribus antropófagas son las más débiles y cobardes, ordinariamente agrícolas y poco aficionadas a los alimentos azoados; son las que menos molestan a las fieras, a las que temen y aun veneran, y son las que más sufren las depredaciones de otras tribus batalladoras, que a veces les arrebatan las mujeres, obligándoles a ofrecer el vergonzoso espectáculo de la distribución por turnos de una hembra que los vencedores les dejaron como limosna, y a veces les arrasan los campos, forzándoles a devorarse unos a otros.

Ciertamente que, una vez adquirida la costumbre, a la que el hombre es muy dado, este pobre salvaje sigue comiendo carne humana, aunque le sobre el alimento vegetal, como el soldado, una vez que fue al campo de batalla y se enardeció con sus triunfos, se acostumbra en cierto modo a matar a sus semejantes, y desea continuar matándolos, después que la guerra terminó; pero de esto no se desprende que sea más retrasado que los otros, ni tampoco más cruel. El rasgo terrorífico que señalan muchos viajeros de limarse los dientes para devorar con más facilidad y prontitud, revela a las claras que su naturaleza es buena, puesto que si fuese mala los tendría afilados ya y no tendría necesidad de afilárselos.

Dispuesto a afrontar con audacia los peligros en que me hallaba envuelto, descendí del baobab hospitalario y tomé una senda que me condujo a los bordes de un riachuelo, cuyo curso se dirige al Occidente. Siguiendo la ribera, a los pocos pasos vi un magnífico hipopótamo reposando con la serenidad del justo sobre las cuatro columnas que le sirven de patas, y me causó agradable extrañeza notar que sobre los anchos lomos llevaba unas a manera de alforjas de fibra vegetal, y alrededor del cuello una especie de collera muy holgada, que, sujeta por la parte superior al centro de las alforjas, hacía las veces de brida y pretal.

Varias veces se me había ocurrido la idea de que el hipopótamo podría ser domesticado como en otros tiempos lo fue el elefante africano y hoy lo está el indio. Al parecer, mi idea estaba ya realizada por tribus que sólo en este rasgo demostraban, si no bastara la organización de su ejército, una superioridad considerable sobre todas las que viven desde la costa a la región de los lagos.

Conocedor de la nobleza de carácter de los hipopótamos, me acerqué sin desconfianza al enjaezado paquidermo, que volvió pesadamente la cabeza, sin intentar desenclavarse de su sitio. Yo monté sobre él, y sin necesidad de espoleo previo, me vi convertido en el más original caballero andante que se haya visto en el mundo. Al poco tiempo la senda se metía en el río, y mi conductor se metió también sin vacilar, y, siguiendo el curso de las aguas, nadaba con tal serenidad que parecía estar en tierra y no moverse del suelo.

CAPÍTULO III

Ancu-Myera.—Boceto de una ciudad centroafricana.—De cómo una falsa apariencia me elevó desde la humilde situación de condenado a muerte a los altos honores del pontificado.

Después de una hora de feliz navegación, que aproveché para meter honda mano en las bien provistas alforjas, el hipopótamo, dueño absoluto de sus movimientos y de los míos, se desvió del centra de la corriente, arribando a una pequeña ensenada, donde tocamos fondo. Ni entonces, ni durante el viaje, aparecieron rastros de ser humano, y yo me preguntaba si no había sido imprudencia abandonarme al capricho de un animal cuyas intenciones desconocía. Pero hay momentos difíciles en la vida del hombre, en los cuales éste se ve forzado a abdicar su soberanía y a obedecer sumisamente al primer animal que se atraviesa en su camino. Hube, pues, de resignarme, y los hechos posteriores demostraron que el mejor partido fue el de la resignación.

Abandonando el fondeadero, ascendimos el hipopótamo y yo por una larga y suave pendiente hasta entrar en un camino llano que la cortaba y que, sin apariencias de obra de mano, me pareció casi tan ancho y cómodo como las carreteras de España. Sin vacilar tomó el hipopótamo la derecha, siguiendo el curso del río, y esta seguridad en la dirección me hizo creer que su instinto, como el de nuestros animales domésticos, le llevaría a la casa de su dueño, ante el que intentaba yo por adelantado justificarme con todos aquellos gestos y razonamientos que fuesen propios para demostrar mi honradez y para granjearme su protección.

Apenas entramos en el nuevo camino, y al volver de un recodo que éste forma para dirigirse hacía el Sur, apareció al descubierto un hermoso bosque, cuyo verde intenso, como fondo de un gran cuadro, hacía resaltar una multitud de pajicientas cabañas, colocadas en primer término y semejantes desde lejos a un rebaño paciendo desparramado.

Los habitantes de estas chozas salieron a mi encuentro en actitud que yo creí hostil, pues lanzaban fuertes gritos y eran hombres solos. En África, como en Europa, la mujer no toma parte en los combates, y por esto la ausencia de las mujeres me dio mala espina y me pareció indicio de disposiciones belicosas. Bien que mis enemigos no llevasen ningún género de armas, tampoco para habérselas conmigo las necesitaban.

Antes que yo intentase, aunque lo pensaba, detenerme y esperar, varios hombres se destacaron de la turba y vinieron hacia mí; a los pocos pasos uno de ellos, separándose de los demás, que se detuvieron, se acercó hasta tocar la cabeza del hipopótamo e hizo una reverencia, a la que yo me apresuré a contestar. Después se fueron adelantando gradualmente los rezagados y me abrumaron con sus reverencias, cada vez más rastreras y acompañadas siempre de los gritos que me habían asustado. Entre ellos sólo percibí clara la palabra
¡quizizi!
, fórmula de saludo matinal.

Aunque en diversas ocasiones y distintos países había podido observar que los pueblos otorgan sus favores y hacen objeto de sus entusiasmos al último que llega por ser el que menos conocen, no dejó de producirme extrañeza aquel desbordamiento de simpatías súbitas. Alegrándome por el momento, no dejé de ponerme en guardia, temeroso de que las cañas se volviesen lanzas. Es aventurado cimentar algo sobre la voluntad de un hombre; pero cimentar sobre la voluntad de una multitud es una locura: la voluntad de un hombre es como el sol, que tiene sus días y sus noches; la de un pueblo es como el relámpago, que dura apenas un segundo.

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