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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (13 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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—¡Oh, sí! Y además de forma clara —Sandro sonrió y asintió—. Buen trabajo, Forli.

El policía recogió de nuevo el jirón y lo guardó en su uniforme.

—Entonces deberíamos postergar la visita a vuestro padre y concentrarnos completamente en el cardenal, ¿no lo crees, Carissimi?

—No —repuso Sandro—, no lo creo.

9

El Teatro era el prostíbulo más famoso de Roma. Se encontraba junto al Tíber, a la altura de la isla Tíberina, junto a las ruinas del antiguo teatro de Marcelo, al que debía originariamente su nombre. Con el paso del tiempo, había adquirido un doble significado.

En el Teatro, el mundo de la nobleza se cruzaba con el mundo de la ambición. Muchas carreras habían iniciado allí su andadura, incontables prostitutas se habían convertido allí en los últimos veinte años en queridas de los obispos, cardenales, aristócratas, militares de alto rango, ricos comerciantes y conocidos artistas que acudían al Teatro y se encaprichaban de alguna de sus mujeres. Los Orsini, los Colonna, los Sforza... Casi todos los miembros masculinos de las principales familias conocían el Teatro en mayor o menor medida. Lo mismo podía decirse, por supuesto, de las prostitutas, y así, acudían allí diariamente jóvenes en busca de cobijo, mujeres procedentes de otros lupanares o muchachas que acababan de llegar a la ciudad. Solo las más hermosas, las más sensuales y también las más inteligentes de entre ellas eran aceptadas. Cualquier prostituta que quisiera trabajar en el Teatro debía tener algo extraordinario: por ejemplo, que fuera particularmente voluminosa, o de formas redondeadas y hermosas; que tuviera los ojos verdes como esmeraldas o una piel tan blanca como la tiza; una mirada inocente o desafiante; una voz tan aguda que taladrara los oídos o profunda como la de un hombre; una aureola alegre, triste o severa. Visto así, cada prostituta del Teatro tenía un papel que interpretar, pero no uno artificial o forzado, sino uno que la naturaleza o el destino le hubiera otorgado. Eran personajes, y el Teatro era su gran escenario, su plataforma al triunfo o la tragedia.

Sin la Signora A, la regente, el Teatro nunca habría ganado aquella fama. Durante treinta años había mantenido en lo más alto un lupanar que nunca había caído en la mediocridad, y los más variopintos y salvajes rumores circulaban en torno al pasado de la Signora. Se decía que había nacido en el Teatro, hija de una prostituta que llegó a ser la amante del hombre más temido de Italia, el hijo del Papa, César Borgia, y que se crió en la misma casa que después dirigiría. Desde entonces, su nebuloso pasado se había convertido en una especie de Ilíada no escrita de las prostitutas, una épica oral en el que las cortesanas ejercían de heroínas, ya fueran trágicas o cómicas, y los prelados y aristócratas cumplían el papel de dioses. Lo cierto era que la Signora se había hecho con la dirección del Teatro a los veintiún años, y que solo ella sabía quién o quiénes eran los propietarios.

Antonia, a quien Carlotta le había ido informando de todo aquello en su camino hacia el lupanar, siempre se había imaginado a la regente de un prostíbulo como a una especie de gigantesco florero: embutida en un vestido lleno de lazos y rosetones, y con la cara pintorrejeada con todos los colores del arco iris. La Signora A no se acercaba a aquella imagen lo más mínimo. Era una mujer enjuta y ya entrada en años, con rasgos secos que no delataban emoción, y el sencillo vestido que llevaba parecía casi tan viejo como ella misma. No había nada de exuberante ni tentador en ella. En medio de la suntuosidad recargada y algo desgastada del recinto, la Signora parecía una isla hecha de roca volcánica.

—¿Carlotta? ¡Carlotta da Rímini! Ha pasado una eternidad desde la última vez que te dejaste ver por aquí —entonces, tras unos instantes de observación, la Signora sentenció—. Como un fresco de Miguel Ángel Buonarroti: con la piel llena de grietas.

A lo cual, Carlotta respondió:

—Y tú, querida, pareces una matrona que acabara de escaparse del Antiguo Testamento.

Antonia no podía creer lo que oía. Nunca habría saludado así ni a su peor enemiga. Afortunadamente, aquel intercambio de insultos constituía una especie de ritual para ellas, y las dos mujeres se abrazaron con afecto. Entre ambas se estableció de inmediato una aureola de discreto cariño, como solo puede producirse entre dos personas que han compartido muchos recuerdos y experiencias.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la Signora.

—Aquí y allí.

—Lo último que oí de ti fue que te habías conseguido un obispo. ¿Es que te ha abandonado? —la Signora no parecía particularmente preocupada.

Su voz serena recordaba a una abuela que hablara con una de sus treinta y cuatro nietas y que, a pesar de ser capaz de soltar el comentario más lacerante sin previo aviso, podía entender mejor que nadie los sentimientos de su joven pariente.

—Ahora mismo estoy sola —respondió Carlotta, concisa.

—¿Te lo puedes permitir?

—En realidad, no.

—Entiendo, quieres volver a empezar en el Teatro. Ya no eres ni la más joven ni la más bella, Carlotta, y lo sabes. Sin embargo, volveré a aceptarte. Durante los años en los que trabajaste aquí te hiciste admiradores que todavía me preguntan por ti.

—En realidad estoy aquí por una razón bien distinta, Signora A.

Carlotta miró a Antonia, que se había mantenido en un segundo plano.

—Permíteme que te presente a mi amiga Antonia Bender.

Los oscuros ojos grises de la Signora adoptaron, de improviso, una expresión profundamente inquisitiva.

—El vestido es indiscutiblemente espantoso. ¿Se lo has dado tú, Carlotta? En lo que a ropa se refiere, siempre has tenido demasiada predilección por los colores vivos. El pelo está bastante decente, lástima que solo sea de un rubio pajizo. Sin embargo, puede corregirse con un brillo rojizo. Lo que más me gusta son las pecas: le hacen parecer joven y fresca, como una inocente muchacha del campo, como una campesina. Bueno, en realidad hoy en día las campesinas ya no son en absoluto inocentes, pero da igual, lo importante es que lo parezca. No tenemos a nadie aquí que tenga pecas. Podría necesitarlas.

Antonia, mientras tanto, observaba a la Signora mientras ésta la examinaba. Le gustó la franqueza y la falta de rodeos con la que se expresaba aquella mujer, que no se guardaba ninguna crítica, y aunque la Signora apenas tenía expresión, sintió que no había ningún hombre frío e insensible que pudiera hacerle mella.

Carlotta sonrió.

—Signora A, no he traído a Antonia para tratar de colocártela. Antonia es artista.

—Eso también puede decirse de la mitad de mis chicas. Son todas artistas del colchón.

Antonia decidió que aquel era el momento para introducirse en la conversación.

—Soy pintora de vidrieras.

—Oh, pero si puedes hablar... —dijo la Signora, observando a Antonia con su críptica mirada—. Y no solo sabes pronunciar con corrección. ¿De dónde es tu acento?

—Alemán.

—Qué pena. Las alemanas no son lo suficientemente exóticas. Te haremos escocesa, ¿de acuerdo? Una escocesa católica que ha huido de la persecución protestante. Resultaría maravillosamente trágico.

Antonia quiso aclarar el malentendido, pero la Signora A se le adelantó.

—Lo sé, tesoro, no eres una de nosotras, hace tiempo que me he dado cuenta. Solo os estaba gastando una broma —le pellizcó una mejilla a la muchacha, si bien siguió sin adoptar ninguna expresión. Después, se volvió de nuevo a Carlotta—. Pues bien, ¿qué os trae por aquí?

—¿Podemos hablar a solas, Signora A? —preguntó Carlotta mirando de reojo a dos viejas, quizá antiguas muchachas de la casa, que ahora fregaban el suelo—. Se trata de Maddalena. ¿Has oído que anoche...?

El adusto rostro de la Signora A mostró reflejó conmoción durante un breve instante, pero se recobró rápidamente.

—Sí —repuso—. Vamos aquí al lado.

Se encontraban en una habitación sin ventanas. La Signora A no se molestaba en encender velas o lámparas de aceite, por lo que la única luz penetraba a través de la puerta que llevaba a un patio cercado por muros antiguos y vigilado por dostilos. Probablemente habían abierto la puerta para airear el cuarto, que aún olía con claridad a los sudorosos y animados negocios que había acogido la noche anterior. Un par de tumbonas bajas guarnecidas con pellejos de cabra o de oveja bastaron para que Antonia entendiera rápidamente el propósito de la habitación: allí era donde se entonaba a los clientes con vino y coqueteo. A ello también contribuía la barra junto a la que se encontraban, así como los cuatro pequeños barriles colocados en robusto cajón de madera en la pared. La Signora A se apoyó desde el otro lado de la barra sobre la placa que la cubría. Su aspecto delataba, repentinamente, un profundo cansancio, aunque bien pudiera deberse a la deficiente iluminación. La luz lateral procedente de la puerta arrojaba numerosas sombras sobre su accidentado rostro.

—Maddalena odiaba esta sala, casi la temía. Le costaba respirar, incluso le daban ataques de pánico, porque le recordaba a la bodega en la que la encerraban de niña. Odiaba la oscuridad. Muchas veces tuve que calmarla, cogerle de la mano y hablarle con dulzura, mientras atravesábamos la sala de una puerta a otra. Tardé un año en lograr que pudiera entrar aquí sola —la Signora A se sumió en un breve silencio antes de continuar—. Así era con todo. Siempre le llevaba de la mano el primer día. Cuando llegó al Teatro, era solo una criada apestosa y harapienta a la que habían echado a la calle por ladrona. Sin embargo, de un solo vistazo, entendí que era lo suficientemente inteligente como para llegar a lo más alto.

Carlotta se apoyó en la barra de una manera que a Antonia le pareció muy habilidosa y habituada, como si de un momento a otro fuera a servir a un cliente dos vasos de vino.

—¿La elegiste de inmediato como amante del Papa?

—No, por supuesto que no. Por aquel entonces aún era papa Pablo III, y tenía tantas queridas que presentarle aMaddalena me habría parecido un auténtico derroche. La habría tratado como a una golosina: la habría saboreado un par de veces, y al día siguiente ya se habría olvidado de ella. También era imposible predecir quién sería Papa después de él... Pensad en León X, hace treinta años, que prefería a los muchachitos. Lo único que yo sabía era que ella tenía el potencial para hacer que un hombre importante ardiera como el fuego. Quizá un Medici, o un conde d'Esté, o un príncipe extranjero. Así que la instruí. Enseño a cada una de mis chicas a leer y escribir, para que no parezcan cabezas de chorlito ante los grandes señores. Las lavo, las acicalo, me preocupo de que conserven los dientes y le digo cómo deben cuidarse para mantenerse sanas, les inculco el sentido del estilo, les explico cuáles son sus puntos fuertes... Sin embargo, con Maddalena me esmeré particularmente. Por ejemplo, de mí aprendió cómo comportarse en la mesa, aprendió a utilizar un vocabulario más amplio para poder expresarse a la perfección. Le convertí en una dama y le hice sentir que podía conseguir casi cualquier cosa si seguía mis instrucciones.

La imagen mental que Antonia se estaba creando de la Signora A iba tomando forma. Era como una gallina clueca, como una dueña en una pensión de prostitutas. Gramática, higiene personal, buenas maneras, aquellas eran las materias inculcadas, y probablemente ninguna de sus protegidas saldría a despertar la admiración y el deseo de los hombres en la sala común hasta no haber aprendido todas las lecciones. Había iniciado a incontables mujeres, les había rescatado de las calles, les había ofrecido apoyo económico y durante muchos años, les había instruido. Las había reformado, con el propósito de conseguirles las relaciones más ventajosas. Finalmente, cuando ese objetivo se había cumplido, las había visto marchar a un futuro incierto.

—¿Y lo hizo? —preguntó Antonia—. ¿Maddalena siguió vuestros consejos, Signora?

—Se aferró a mis consejos como un náufrago a un madero. Aunque, para ser sincera, al principio no creyó ni una sola palabra de lo que le dije: no tenía la más mínima confianza en sí misma. Es algo que solo podía entenderse si se la comparaba con las otras muchachas del Teatro; jóvenes exóticas, jóvenes con los ojos oscuros, jóvenes cuya belleza saltaba a la vista. La belleza de Maddalena era del tipo que uno solo percibía la segunda o la tercera vez que se la contemplaba. Sé que suena extraño. Tenía una nariz un poco grande, que comenzaba casi al inicio del cabello, y los pechos muy pequeños. El secreto de Maddalena, no obstante, era su mirada fría, su atractivo rubio y frío, que la recubría como un escudo protector. Los hombres interesados en un amorío rápido sueñan con sensualidad oriental, y eso es lo que buscan, sin complicaciones y sin encontrar ningún placer en mujeres como ella. Sin embargo, yo sabía que había hombres a los que la gélida mirada de Maddalena haría caer a sus pies. Esos hombres llegan como conquistadores que pretenden atravesar el fuego, pero se queman bajo una mirada de hielo, y antes de que se den cuenta, acaban mendigando cariño. Por supuesto también hay hombres de carácter particularmente fuerte para los que Maddalena resultaba igualmente atractiva, pero ese tipo de hombres no suele acudir a prostíbulos. Los que vienen aquí son, en su mayoría, criaturas débiles, y un hombre así se desmoronó ante ella.

La Signora retiró algunos vasos y jarras de encima de la barra y los sumergió en una tina de bronce para fregarlos. Sin necesidad de que Antonia o Carlotta inquirieran más, continuó:

—Hablo de Laurenzio Massa, el chambelán del recién elegido Papa. Nunca olvidaré el momento en que se conocieron. Massa no había estado nunca en el Teatro, apuesto a que incluso era su primera visita a un lupanar. Maddalena se encontraba justo ahí, donde estáis sentadas las dos, junto a la barra. Un hombrecillo bajito y gordo entró dando trompicones como un ganso bien cebado. La miró... y estuvo perdido. Soy capaz de reconocer cuando un hombre está fascinado o enamorado. Massa se enamoró.

—¿Y Maddalena? —preguntó Carlotta.

—Ella, por supuesto, se relacionó con él, igual que antes se había relacionado con otros. Siempre le cobró. Se encontraron aquí siete u ocho veces. Sin embargo, ella no solo no correspondía sus sentimientos sino que, por el contrario, no le podía soportar.

—¿Se portó mal con él?

—¿Ella? Comía de su mano, siempre que la cuenta que él le pagara lo permitiera. Me estuve preguntando desde el principio cómo un monje como Massa, aun cuando fuera ayuda de cámara del Pontífice, podía permitirse frecuentar el Teatro. No se iba sin gastar al menos trescientos denarios. Massa no es un obispo, por lo que no recibe prebendas, y no he oído hablar de ninguna familia opulenta que lleve el apellido Massa. Hacía lo que podía, pero no era suficiente. Ella nunca se dio a él por entero, siempre esperaba algo a cambio. Cada beso que él recibía, debía mendigarlo.

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