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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (19 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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Antonia no se había formado una imagen adecuada de lo que iba a encontrarse allí. Por supuesto, sabía que las prostitutas no podían elegir a sus clientes y que aquello que hacían no era plato de gusto; algo radicalmente opuesto a lo que hacía ella, Antonia, que solo se relacionaba con hombres que le gustaran. Aquellos sujetos daban algo y reclamaban algo a cambio. Comerciaban con amor. Por algún motivo incomprensible, Antonia siempre había creído que, para las prostitutas, también eran experiencias hermosas, al menos algunas veces, en las que quizá hubiera un poco de ternura, y que, de vez en cuando, aparecería algún cliente que buscara en ellas algo más que seres sexuales: que necesitara consuelo, o que ejercieran de confesoras. Sí, había dado por sentado que el amor, de cuando en vez, hacía acto de presencia en los lupanares y escogía a una entre las prostitutas para salvarla y lograr que viviera muchos días felices junto a un buen hombre.

Sin embargo, tras solo una tarde detrás de la barra de la sala, Antonia ya había dejado de creer que del Teatro, o de cualquier otro prostíbulo, pudiera surgir ninguna historia de amor digna de Paris y Helena, o de Abelardo y Eloísa. Ningún hombre que, siquiera en un momento de inspiración, pudiera vislumbrar algo en una mujer más allá de su sexo, acudiría a un lugar como ese.

—¿Qué? ¿Conmocionada? —la Signora A se le había acercado sigilosamente y se había colocado junto a Antonia detrás del mostrador.

—¿Tanto se me nota?

—No. Todas las mujeres que ven por primera vez lo que tú estás viendo se conmocionan o, más aún, se indignan. Les ofenden los hombres, la humillación de las mujeres, les ofendo incluso yo, que me atrevo a dirigir esta afrenta escenificada. Te indigno a ti, ahora mismo, ¿no es verdad?

Antonia dirigió la mirada al suelo y fregó un par de manchas de vino que había sobre la barra.

—Antes, cuando nos conocimos... —comenzó a hablar, pero reprimió el final de la frase.

—Dime —le pidió la Signora A.

—Antes, cuando nos conocimos, pensé que eras algo así como una aya para esas chicas, como una protectora, un poco estricta pero con buen corazón. Pero ahora, cuando veo lo que se les exige a esas mujeres... —volvió a guardar silencio.

—Crees que soy una gélida tirana —concluyó la Signora A. Sonrió con ironía al ver que Antonia no respondía—. No te reprocho que pienses así. Yo haría lo mismo si estuviera en tu lugar.

—Pero entonces... No entiendo por qué haces lo que haces, Signora A. Quiero decir, les enseñas todo tipo de cosas útiles, eres como una madre para ellas, y después, cada noche, las arrojas a los lobos. Sin embargo, lo que entiendo aún menos es por qué ellas lo permiten.

La Signora A se apoyó sobre la barra y miró a sus protegidas, las jóvenes prostitutas.

—Vienen aquí de todas partes —exclamó con voz suave—. Huyen de sus padres, que las maltratan; de sus maridos, que les pegan; de sus hermanos, que las tratan como a siervas; de sus madrastras; de la guerra; de la falta de compasión, de la frialdad humana. Vienen aquí porque no tienen a nadie más, porque son huérfanas o porque las han repudiado. Están embarazadas de soldados que saquearon sus aldeas, de sacerdotes o de sus propios tíos. Huyen de las estupideces que han hecho, o de los delitos que han cometido. Alguna entre ellas habrá abandonado a sus hijos. Puede que incluso haya alguna asesina, no lo sé. Sin embargo, hay algo que sé con certeza: todas y cada una de ellas han sufrido la persecución, el odio, el desprecio. Ninguna ha venido a mí porque quisiera, sino porque su vida anterior era absolutamente insoportable, porque no les queda nada más, y precisamente por ese motivo yo las acepto. Les doy un techo bajo el que guarecerse, un poquito de calor familiar, buena comida... Entrego a sus niños a familias respetables o a las monjas, y te puedo asegurar que eso es algo que no hacen en todos los prostíbulos. A las demás que están en mi puesto les da igual qué es lo que les ocurre a los chiquitines que nacen de nuestras chicas. Más de una vez he contemplado como las mujeres de otras casas arrojaban a sus bebés al río, y no es una visión agradable, eso te lo garantizo. En lo que a las propias casas se refiere: las muchachas que trabajan allí apenas comen y enferman en seguida. Aguantan, como mucho, cinco años. Yo he tenido chicas que han permanecido conmigo diez años o más, y si enferman, las atiendo hasta el final.

Dirigió la mirada de nuevo hacia las mujeres que se encontraban entreteniendo a los mismos hombres que se las repartían. La Signora prosiguió:

—Algunas de ellas se convertirán en concubinas de hombres poderosos. Sé que la mayoría de las cortesanas son infelices y acaban de forma trágica, pero también sé que el destino les reparte mejores cartas.

Miró a Antonia.

—No soy una santa, mi niña. Espero que mis chicas trabajen y traigan dinero al Teatro, pues de no ser así, esta casa no podría subsistir. El que haya gente que me condene y me tenga por alguien sin corazón es algo que debo aceptar.

Antonia no tenía a la Signora por alguien sin corazón. Por la forma en la que las prostitutas hablaban con su regente, deducía que en realidad sí existían una atmósfera de familiaridad en el Teatro, comparable con la que crean los hijos en una casa familiar. El trato general era desenfadado y confiado, pero a la Signora, por el contrario, se le dispensaba una combinación de profundo respeto, veneración y afecto. Nadie ponía en duda las maternales directrices de la Signora. Antonia se preguntaba, no obstante, qué huellas dejaría en el alma tener que contemplar cada día como sus «hijas» se rebajaban, cómo vivían en medio de una invisible desesperación orquestada por una misma. ¿Cuántas «hijas» habría perdido la Signora A a causa de la sífilis, cuántas a manos de los hombres? Probablemente cientos. Todo aquello se le había grabado y se reflejaba en su rostro enjuto, en su seco modo de actuar. Antonia percibió a la Signora A, finalmente, como una mujer, en el fondo, muy sola y, puesto que le era imposible retener a ningún ser humano, atada a su medio de vida, el Teatro.

La Signora se marchó con una jarra llena de vino bueno, y llenó los vasos de varios hombres mientras Antonia preparaba algunas golosinas que pronto se presentarían a los clientes. La estimulante influencia del vino y de la desnudez femenina se hacía evidente entre los clientes, que reían y gritaban con profusión. La fina e ilusoria capa de dignidad que les otorgaban sus títulos nobiliarios y su capital se había desvanecido, y la joven no veía en ellos más que a una panda de mercenarios borrachos.

Cuando Antonia se volvió, vio de pronto ante ella a un hombre en el que anteriormente no había reparado. Tendría aproximadamente la edad de Sandro, quizá un poco más joven, y el cabello corto y oscuro. Contemplaba la sucia zona del mostrador que tenía más cercana con unos grandes ojos verdes llenos de indiferencia.

—Un poco de agua, por favor —pidió, con lo cual Antonia pudo comprobar que la miraba a ella con igual desinterés.

—¿Agua? —preguntó—. Tengo vino, cerveza, algunos destilados y...

—No, agua, por favor. A ser posible una jarra llena.

Le dio el agua y le observó detenidamente mientras él se servía, bebía, se volvía a servir y volvía a beber. Tenía un rostro fino y proporcionado, lucía una corta barba sobre los labios, la barbilla y las mejillas que apenas merecía llevar ese nombre, pues no tendría más de cinco o seis días, y sin embargo le otorgaba un cierto aire aguerrido, audaz. La túnica sencilla con manga corta que llevaba también le favorecía. Cuando levantaba su bronceado brazo, cubierto de vello negro, para beber, se le llegaba a ver hasta la axila.

Probablemente ella se dedicó a observarle de manera demasiado explícita, pues súbitamente él se volvió hacia ella y dijo:

—Me llamo Milo. ¿Tú eres...?

—Antonia.

—No eres italiana, ¿verdad?

—No, soy alemana. En realidad la Signora A sugirió que debería ser una escocesa que huyó de la reforma protestante, pero me temo que no soy lo suficientemente católica para eso.

El sonrió.

—Exacto. Una católica creyente que huye en pos de la verdadera fe y acaba de prostituta... suena un poco contradictorio. En cualquier caso, ¿quién se iba a dar cuenta? Los zopencos que vienen aquí seguro que no.

—Vos estáis aquí.

El joven se apoyó sobre la barra.

—Yo tengo una excusa —susurró él, adoptando expresión conspiratoria.

Antonia también se apoyó sobre el mostrador, frente a él.

—¿Y qué excusa puede ser esa? ¿Tenéis en casa a una mala esposa que os muele a palos?

—No. Prueba otra vez.

—Venís aquí solo porque nuestro agua sabe a gloria.

—Mal. Último intento.

—Estáis en el Teatro como una especie de esclavo de la lascivia por si se diera el caso de que algún cliente prefiera a los hombres.

—Así que eso es lo que te parezco, ¿eh? Solo porque tengo buen aspecto, no significa que me vayan los hombres.

—Sois un poco engreído, ¿no os parece?

—Sería engreído si no tuviera razón. Por lo demás, tengo una opinión bastante acertada de mí mismo.

Antonia no pudo reprimir una sonrisa.

—Todavía no me habéis dicho por qué estáis aquí.

—Yo... —comenzó él, antes de que le interrumpieran.

—Es mi hijo —la Signora A dejó una jarra de vino vacía y cogió una nueva—, y para ti es el hombre más peligroso de toda la sala, créeme —concluyó, antes de marcharse de nuevo.

El que Milo fuera el hijo de la Signora A terminó por barrer las últimas dudas de Antonia de que, en realidad, era distinto a los demás hombres del Teatro.

—¿Por qué peligroso? —le preguntó.

—Oh, mi madre cree que soy un rompecorazones.

—¿Y? ¿Es verdad?

El sonrió de forma expresiva.

Antonia se sirvió vino, sonriente, y dio unos sorbitos. Por encima del borde del vaso observaba a Milo. Calló durante un instante, tanteándole, hasta que Milo, finalmente, habló.

—Perteneces tan poco a este lugar como yo mismo. Al principio pensé que eras nueva, pero no lo eres.

—¿Cómo lo has descubierto?

—Por tus ojos. No hay nada de podrido en ellos. Verás, no te llama la atención porque es el primer día que estás aquí, pero yo que llevo toda mi vida, conozco los ojos de las prostitutas de Roma: son iguales, los ojos de la bajeza —sofocó la protesta que la muchacha iba a levantar—. Lo sé, quieres hablarme de la desesperación de las prostitutas y lo malo que ha sido el destino con ellas y de lo mal que las seguirá tratando, y tienes razón. Pero te lo advierto, hermosa desconocida: no te dejes engañar. Estas mujeres que ves aquí, y todas las demás rameras de Roma llevan demasiado tiempo sumergidas en la podredumbre como para no corromperse ellas mismas. Es mejor que no te juntes demasiado con ellas.

Tomó su consejo en consideración y asintió.

—Bueno, se acabaron las oscuras advertencias —y diciendo esto, se levantó e hizo como si se quitara un sombrero—. Me presento oficialmente. Milo A, hijo de la regente, romano. Veinticinco años de edad. Sin esposa. Arreglo las ventanas, me encargo de algunas reparaciones y cosas así. Ahora te toca a ti.

Antonia asintió tras el mostrador y, de pronto, cayó en la cuenta de que ya había jugado a algo parecido, seis meses atrás, en Trento, con Sandro, unos instantes antes de que le dijera que no iba a dejar la orden, que iba a seguir siendo jesuita.

—Antonia Bender, de Ulm. Pintora de vidrieras. Sin esposo. Edad indefinida.

—¡Pintora de vidrieras! ¡Demonios! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?... ¿He dicho algo malo? De repente te ha cambiado la cara.

Pensar en Sandro siempre le afectaba un poco.

—No, no es nada.

—El aire aquí abajo es espantoso. Si eres pintora de vidrieras estás acostumbrada al aire puro de las iglesias, no a esta peste. ¿Por qué malgastas tu tiempo en el Teatro?

—Busco a alguien que espero que pase pronto por aquí.

—Oh, una de esas truculentas historias familiares, ¿no? Hermana busca hermana pródiga. Ángel busca ángel caído.

—No exactamente. En realidad busco a una mujer a la que ni siquiera conozco.

—Entonces debe tener algo que necesitas.

Antonia no replicó, y Milo tampoco insistió.

—Si no es una de las que trabaja en el Teatro —comentó el joven—, entonces solo puede ser una de las prostitutas callejeras a las que cobijamos de vez en cuando.

—Porzia.

—¡Porzia! —exclamó él, perplejo—. ¡Santo Cielo! Nunca habría pensado que Porzia pudiera tener algo que alguien quisiera.

—¿La conoces bien? —preguntó la muchacha, y se dio cuenta de que apenas tras cuatro frases ya le estaba tuteando.

Hasta pasado medio año no había logrado lo mismo con Sandro, y lo había hecho de forma forzada.

—«Bien» es decir mucho —respondió Milo—, pero conozco la casa en la que tiene alquilada una habitación. Está por la zona del Trastevere —el joven debió percibir una cierta expresión en el rostro de Antonia, porque de inmediato añadió—. No creas que he estado en su cuarto. Es que conozco bien el Trastevere, y la he visto entrar un par de veces en la misma casa, generalmente con algún mercenario o algún verdugo, siempre con aspecto similar: grandes, musculosos, andrajosos, con la expresión infame de los asesinos...

—Suena espeluznante.

—Lo es. Una buscona del Trastevere tiene que aceptar lo que le venga, y Porzia es la buscona por antonomasia.

—Entonces, ¿puedes llevarme hasta donde vive? Espléndido, vamos, entonces.

—¡Espera! —exclamó él—. Ya ha oscurecido.

—No tienes aspecto de ser de los que les asusta la oscuridad.

Milo rio con suavidad.

—Lo que quiero decir es que Porzia estará trabajando. Sería mejor ir a verla mañana al mediodía, cuando esté sola.

Antonia suspiro.

—Tienes razón.

—¿Y qué obtengo yo a cambio de mi extraordinariamente generosa ayuda?

—Tendré que preguntarlo, aunque probablemente a la Iglesia le sobren un par de denarios para un pequeño chantajista como tú.

—¿La Iglesia?

—No puedo decirte más.

—No estaba pensando en dinero, más bien en que tú...

—Cuidado, mi querido rompecorazones —le amonestó ella, con rostro serio—. Piensa bien lo que dices.

El sonrió largo rato sin decir una palabra, hasta que ella, finalmente, sonrió también.

—En realidad estaba pensando —retomó él la palabra—, en que vinieras a dar un paseo conmigo. Cuando yo quiera. No iba a proponerte ninguna otra cosa.

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