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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (31 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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—Si la Signora dice que no se llama Augusta, entonces es así —comentó Carlotta.

—Espléndido —le replicó Antonia—. Acepto que no se llame Augusta. Pero algún nombre tendrá que tener.

La Signora A apoyó las manos en las caderas.

—Mi nombre solo me atañe a mí.

—Es una teoría arriesgada teniendo en cuenta que los nombres están para que otros los utilicen. Si no, todos nos llamaríamos A, B, C, etc.

—Para mi hijo, me llamo Madre, o Mamá; para todos los demás, soy la Signora A, y así se va a quedar.

—No me he propuesto cambiar nada de eso —exclamó Antonia—. No me voy a dedicar a repartir octavillas por toda Roma en la que se desvele tu nombre auténtico, Signora. Pero Porzia asegura que en algún momento, te llamaste Augusta, y Maddalena llevaba un collar de piedras preciosas en el que estaba escrito justo ese nombre.

—Esa sí que es buena. ¡Como si fuera a comprarle a Maddalena un collar caro! No me lo puedo permitir y, después de todo lo que hice, debía haber sido ella quien me comprara un collar a mí, como agradecimiento.

La Signora estaba furiosa, pero la mirada paciente de Antonia la calmó.

—Bien, de acuerdo, te diré cuál es el nombre del que me oculto, pero cuidado con contárselo a otra persona que no sea el jesuita. Y tú —dijo, volviéndose a Carlotta—, será mejor que olvides lo que vas a oír ahora, o te enviaré a limpiar letrinas el resto de tus días. ¿Está claro?

—Claro como el agua.

La Signora A remoloneó unos instantes más antes de hablar.

—Me llamo Afrodita —y exclamó acto seguido—. Como vea un solo resquicio de sonrisa asomándose por vuestras bocas, va a haber sangre, lo juro.

—Af... Afro... —tartamudeó Carlotta.

—Yo que tú no lo repetiría, Carlotta. Hacía una eternidad que no pronunciaba ese nombre, y hasta que no me encuentre llamando a las puertas del Cielo, no lo volveré a hacer. Vamos a darnos todos por satisfechos.

—No entiendo —comentó Antonia—, ¿qué tiene de malo Afrodita?

—Querida niña —replicó la Signora con fingida paciencia—. Si, al igual que tú, me llamara Bender y fuera pintora de vidrieras, quizá tampoco lo entendiera. Pero soy y he sido la regente de un prostíbulo, y sería absolutamente ridículo, insensato y grotesco moverme en el gremio con el nombre de la diosa griega del amor. Es como si tú te llamaras «Miguelángela» o «Tiziana». Todo el mundo se reiría, igual que se ríen de las numerosas Venus, Ninfas y Olimpias que hay en número incontable entre las prostitutas. Ese es el motivo por el cual Maddalena se hacía llamar Maddalena y no como se llamaba en realidad: Augusta.

—Espera, ¿era ella quién se llamaba Augusta?

—Sí. «Augusta» significa «venerable», y lo primero que le enseñé fue en relación a su nombre. No la obligué a cambiarse de nombre, pero se dio cuenta en seguida de que un nombre más sencillo, a la larga, es mejor. Y ahora, por favor, cambiemos de tema, para que yo pueda hacer como que nunca hemos tenido esta conversación.

Antonia se dio visiblemente por satisfecha con aquella explicación, pues dejó las preguntas y se apresuró a marcharse. Como despedida dijo, únicamente, que iba a ver a a la hermana de Sandro y que después había quedado con Milo para dar un paseo.

—¿Tú qué crees? —preguntó la Signora A, en cuanto Antonia salió—. ¿Es la chica adecuada para Milo? Me gustaría que encontrara por fin a una mujer con la que compartiera algo más que un buen rato.

La pregunta era delicada. Antonia y Milo, en cierta manera, eran muy similares, pues ella también se había dedicado a buscar en el pasado solo la diversión en la compañía masculina. Entonces, cuando conoció a Sandro, todo eso cambió. Sin embargo, las cosas con él no avanzaban... ¿Sería Milo para Antonia lo mismo que la docena de hombres que le habían precedido? ¿Sería un sustituto provisional para Sandro? ¿O era algo más: un nuevo comienzo, algo propio, un amor de verdad? Al menos, la perspectiva de una relación con Milo era mucho más realista que con Sandro Carissimi.

—Antonia es una loca, una loca adorable, pero una loca —replicó Carlotta—. Muy inteligente, tremendamente sensible... pero también caprichosa en grado sumo. Nunca te aburres con ella, eso seguro. Una mujer como Antonia puede ejercer en el corazón de los hombres un efecto como el de la fuente de la eterna juventud o...

—¿O...? —preguntó la Signora A.

—O como el arsénico —Carlotta sonrió—. Exagero. Tu Milo tiene un carácter recio. Si esto te tranquiliza: es más probable que sea él el que ponga su vida patas arriba que al revés.

Carlotta había fregado todos los vasos y los había colocado sobre una bandeja que ahora sostenía.

—Voy a llevar los vasos al recibidor —dijo, pero la Signora le tocó en el hombro.

—Hay otra cosa que quería decirte, Carlotta. Me ha pasado algo que quizá... No sé si es importante, siquiera si significa algo, pero...

El tono oscuro en la voz de la Signora le recordó a Carlotta a la de un médico que acabara de encontrar una buba pestilente en la axila de un enfermo.

Apoyó de nuevo la bandeja.

—¿De qué se trata?

En su propia voz vibró algo oscuro, quizá un presentimiento, como uno de aquellos momentos de particular clarividencia, en la que se llega a pensar que se puede abrir una ventana al futuro.

—Ha venido alguien preguntando por ti —dijo la Signora.

—¿Quién?

—Ni idea. Un hombre. No creo que se presentara con su propio nombre, pues parecía del todo menos cómodo, pero no reparó en gastos para obtener lo que quería. Llegó al Teatro y se puso a preguntarle a las chicas por la época en la que trabajaste aquí. Quería saber de dónde venías y a qué te dedicabas antes. Una de las muchachas me lo contó, y como yo no le conocía, le agarré con la mano izquierda del cuello y con la derecha de la entrepierna, y te puedes imaginar lo rápido que nos enteramos de para quién trabajaba.

—Eso puede significar cualquier cosa —dijo Carlotta—. Quizá le atraigo, y quiere saberlo todo de mí antes de pedirme que sea su querida. Es un procedimiento relativamente usual.

La Signora A agitó la cabeza.

—No tenía ningún interés en saber si estabas enferma o si ya eras la amante oficial de alguien, que son las cosas que esa gente suele preguntar. Como las chicas, incluso las que conoces de hace más tiempo, no saben demasiado sobre ti, no consiguió nada con sus preguntas, pero tengo la impresión de que no ha venido solo al Teatro a recabar información, y puesto que antes trabajaste en otras casas... Si quieres, puedo decirle a Milo que investigue un poco. Conoce a miles de personas y tiene contactos por todas partes. Podría averiguar qué hay detrás de todo esto en un abrir y cerrar de ojos.

—No se pierde nada con ello.

—Eso pensé yo también —la Signora A acarició el pelo de Carlotta—. No creo que sea nada serio, pero al menos quería contártelo. Hablaré con Milo ahora mismo.

Mientras se iba, Carlotta fijó la vista en el patio. Una brisa cálida jugaba con los tilos, agitando las ramas como si le saludaran. Todo estaba como antes, cuando fregaba los vasos, y sin embargo, algo había cambiado: la despreocupación había desaparecido, se había marchado como un invitado mal recibido. ¿Cuánto había durado la tranquilidad, la paz de su espíritu? ¿Dos, tres horas? ¿Media hora? ¡Media hora en veinticinco años!

Sintió que algo se acercaba, nada preciso, ni tangible, ni comprensible. No tenía ningún sitio al que escapar.

Intentó permanecer calmada, pero cuando cogió la bandeja, los vasos temblaron interpretando la melodía del miedo.

24

—Si hubiera sabido cuánto trabajo supone casarse... —Bianca Carissimi guió a Antonia por la escalera y suspiró con ese particular acento que imprimen quienes pretenden dejar patente su propio agotamiento, pero que al mismo tiempo se preocupan por no dar muestras de él.

—Escribo yo misma las invitaciones, todo por culpa de los invitados, ¿verdad? Doscientas, quizá trescientas veces el mismo mensaje. Y encontrar la ropa adecuada para las festividades de los días siguientes a la ceremonia es también todo un reto.

Lo cierto era que la habitación de Bianca Carissimi tenía un aspecto tan caótico que parecía que acabaran de saquearla: ropa tirada por el suelo, la cama, el sillón, ropa que asomaba por los arcones, ropa colgada en el quicio de la ventana.

—Algunas mujeres perderían la cabeza con todos los preparativos que tengo que hacer, pero yo aprieto los dientes y me digo que solo tendré que hacerlo una vez.

—Qué valiente —dijo Antonia.

Bianca sonrió agradecida, como alguien que acabara de demostrarle su talento al mundo.

—Por favor, sentaos.

No era tan fácil. Todo lo que pudiera remotamente considerarse un asiento estaba cubierto de seda y satén. Mientras Bianca revolvía nerviosamente el interior de un arca, Antonia se abrió espacio en un sillón colocando cuidadosamente tres vestidos a un lado.

Era una sensación extraña para ella encontrarse en el hogar de juventud de Sandro, algo así como si se aproximara a un cuadro que hubiera estado observando un tiempo a través de una ventana. Le hubiera gustado preguntarle a Bianca dónde se encontraba al antiguo dormitorio de Sandro, en qué habitación se sentía más a gusto, o si había algún sirviente u otro ser al que hubiera estado particularmente apegado. Bianca, sin duda, habría respondido que ella misma era la favorita de Sandro, aun cuando no fuera verdad, pues todos los indicios apuntaban a que la joven era una criatura extraordinariamente egocéntrica, y ese tipo de personas raramente son las favoritas de nadie. Por supuesto era parte de la vida de Sandro, y la tentación de indagar a través de ella en la vida del jesuita, era muy grande. Le sobrevino la idea de que, quizá, él hubiera contado ya con ello, o que al menos lo hubiera considerado un posible efecto colateral. ¿Era esa su forma de abrirle una vía hacia su vida? ¿O de nuevo sus propios deseos eran los que impulsaban sus ideas?

Bianca alzó dos prendas de ropa como si fueran trofeos de caza.

—¿Qué pensáis que me queda mejor: el amarillo limón o el azul marino?

—No estoy muy segura —Antonia dudaba, y se expresó con sinceridad. Si alguna vez había mostrado interés por la ropa, había sitio por la ropa de hombre, o más bien por la cuestión de qué tal estaría tal o cual hombre sin ropa.

—El azul marino —continuó Bianca— resalta de maravilla la palidez de mi piel, mientras que el vestido amarillo limón contrasta mejor con mi pelo. Es una pena que no se pueda llevar perlas con esto. Estoy completamente indecisa.

—Yo también —aseguró Antonia.

La mirada de Bianca se dirigió al espantoso vestido de Antonia, y adoptó una expresión como indicando que Sandro podía haber tenido algo más de gusto a la hora de elegir a su amante.

—Bueno, dejemos esto —dijo Bianca, arrojando ambos vestidos al suelo sin ningún cuidado—. Simplemente le diré a mi padre que me compre joyas de oro, puesto que el oro casa con todo —y diciendo esto, se dejó caer, indolente, sobre un sillón cubierto de telas—. Dijisteis que erais amiga de Sandro. ¿Os envía para que os dé algún consejo de imagen?

Antonia respiró hondo. Esa muchachita era un auténtico primor.

—Soy pintora de vidrieras —dijo.

—¡Aj! ¡Qué espanto! ¿Queréis decir que os subís a andamios y ese tipo de cosas?

—Sí, eso quiero decir.

—Entonces, probablemente conocisteis a Sandro en una iglesia. ¿Podría decirse así, que os conocisteis allí?

—De hecho, fue en una iglesia donde...

—¿No os parece un poco blasfemo? Quiero decir... No tengo nada que objetar a que Sandro necesite divertirse. Dedicarse a ir por ahí con un incómodo hábito murmurando oraciones, es una forma insufrible de vivir. Distracciones, sí; pero en una iglesia... —se encogió de hombros—. A mí me da igual, pero es terrible que mi madre no se haya enterado. Es terriblemente devota y estricta con esas cosas; se podría decir que casi acaba de salir volando del Antiguo Testamento. Cuando se entere de que su hijo tiene una amiguita, se va a poner histérica, y caerá en un absoluto letargo hasta que él os deje. Si no me creéis, esperad a ver. Siempre ha hecho con Sandro todo lo que le ha dado la gana. ¿Quién sino su madre fue la que quiso que se metiera a monje? Pero así es él, qué se le va a hacer. Mi madre está para él por encima de la
Madonna
, y desilusionarla es el mayor terror de su vida —Bianca Carissimi hundió los ojos—. Por eso él os rechazará cuando la verdad salga a la luz. Os dejará, da igual lo que él signifique para vos. Bienvenido al destrozado e hipócrita mundo de los Carissimi.

Algunas de las cosas que Bianca le contó con una mezcla de indiferencia y placer componían sin duda la sobreactuada representación de una niñata mimada e inmadura que entendía muy poco de la vida y de los múltiples sentimientos. Sin embargo, Antonia creyó que en un punto Bianca no se equivocaba: aunque Sandro se convirtiera algún día en su amante, nunca se quedaría a su lado. La protegería, la cuidaría, se preocuparía por ella, pero todo de manera clandestina. Que él se abriera a ella, sería algo que nunca experimentaría, y la consciencia de este hecho cayó repentinamente sobre ella como un fardo.

—¿Os he espantado? —preguntó Bianca—. Estáis muy callada. Bueno, eso va mucho con Sandro, y cuanto más callada seáis, menos riesgo hay de que mi madre se entere de vuestro idilio. De mí no tenéis nada que temer. En un par de semanas me habré ido de esta casa, y no puedo llegar a expresar lo contenta que estoy de dejar atrás esta cueva. Ya no tendré a una madre pegada a mi espalda diciéndome cómo tengo que vestirme, cómo tengo que hablar... Esa mujer ha conseguido convertir esta casa en un convento. Todo el mundo baila y se lo pasa bien, pero en el Palazzo Carissimi todo es tan divertido como el mismísimo monte Sinai.

Antonia sonrió.

—¿Visitó alguna vez Maddalena Nera, la amante del Papa, este monte... es decir, este
palazzo
?

El inesperado giro de la conversación echó abajo la despreocupación de Bianca Carissimi. Aunque intentó recomponer su expresión indiferente y su acento superficial, no obtuvo buen resultado.

—¿Así que por eso habéis venido? ¿Ahora Sandro envía a mujeres para que hagan su trabajo?

—Si fuerais tan amable de contestar...

Bianca se enredó un rizo de sus cabellos en el dedo índice.

—¿Una mujer así en nuestra casa? Sería algo como para publicarlo. Veréis, si no se es objeto de vez en cuando de todos los cotilleos, no tarda en caerte encima el estigma de aburrido o pasado de moda. Está bien considerado ser escandaloso. Los escándalos están de moda —Bianca rio, pero su risa no resultaba convincente.

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