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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (27 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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—No os vamos a hacer nada —dijo Antonia, no tanto para tranquilizar a la mujer como a sí misma—. Solo queremos haceros un par de preguntas y después nos iremos. Prometido.

Porzia miró alternativamente a Antonia y a Sandro, y después asintió. Entonces la joven se atrevió a sentarse a los pies de la cama, para lo cual Porzia tuvo apartar un poco con sus dedos afilados su sucio vestido, lleno de pequeños agujeros. Sandro tomó asiento en la única silla de la habitación.

—Bien, ¿de qué va todo esto? —preguntó Porzia con voz recia y tono tosco.

—De Maddalena —dijo Sandro.

Porzia cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir, Antonia creyó leer en ellos la huella del miedo. De hecho, la joven pintora decidió que los ojos eran lo único en la prostituta que no despertaba rechazo, sino lástima.

—No se nada —dijo Porzia—. He oído que está muerta, y eso es todo.

—Erais amigas.

—Un poco. Bueno, sí, éramos amigas, ¿y qué? Ahora está muerta. Así es la vida. Maddalena no es la primera ni será la última de mis amigas que muera. En algún momento me tocará a mí también. Nadie llorará por mí, así que no voy a llorar por Maddalena. Bien, ¿a que soy espantosa?

Sandro no entró en el debate. Antonia siempre se preguntaba cómo podía parecer tan imparcial y contenido y, en realidad, ser tan sensible y vulnerable, tan torpe socialmente hablando.

—¿Qué hacíais Maddalena y vos cuando quedabais juntas? —preguntó el jesuita.

—Hacer, hacer, no hacíamos nada. Bebíamos. Hablábamos. Reíamos.

—¿Hacíais negocios?

—¿Qué tipo de negocios? ¿Tengo pinta de «negocianta»? Maddalena hacía negocios, ella sí que era así. Una «negocianta», quiero decir. De las que hacen cuentas y eso. De las que hacen dinero a rabiar, eso seguro.

—¿Eso decía ella?

—No, qué va. O sí. Dijo que estaba metida en algo, ¡qué sé yo! En seguida pensé que estaría haciéndole chantaje a alguien. ¿Qué, si no? Decía tonterías sobre una villa en Venecia, y tanto dinero solo se puede sacar del chantaje. De todas formas era lo suficientemente fría y calculadora como para hacerlo.

—No tenéis una opinión demasiado buena de ella —dijo Antonia, introduciéndose en la conversación.

—Era un bicho, ¿por qué no? Para llegar hasta donde estaba, o eres un mal bicho muy listo, o estás enamorada hasta las trancas. Y ella no estaba enamorada, al menos no del Papa. No le podía soportar. Hablaba de los hombres como si todos fueran unos inútiles o unos cerdos.

Antonia y Sandro intercambiaron una breve mirada, y con un ligero asentimiento él le dio a entender que no se oponía a que ella siguiera preguntando.

—Pero, ¿contigo se comportó de forma amistosa? —preguntó Antonia.

—Sí —respondió Porzia, alargando las palabras, como si lo admitiera a regañadientes—. Sí, sí lo hizo.

—Y eso, a pesar de que vos y ella —Antonia procuró expresarse con delicadeza— erais tan diferentes.

Porzia soltó una breve carcajada despectiva que dejó al descubierto sus dientes grises.

—Por eso era por lo que era simpática conmigo.

—No lo entiendo.

Porzia se recostó sobre su cojín, señal de que se estaba comenzando a relajar.

—Cómo se nota que no eres una ramera. No tienes ni idea. Maddalena no tenía a nadie. Estaba solita del todo, la muchacha. El Papa le había prohibido que viera a otros hombres, así que solo le quedaban las mujeres. Las prostitutas que intentaban hacerse sus amigas, lo hacían solo para utilizarla, para sacar tajada. Ella lo tenía muy claro. Y para las señoras finas de la alta sociedad, ella no era lo suficientemente buena. No tenía a nadie, ¿entendido? A nadie aparte de mí.

—¿Qué hay de la Signora A, del Teatro? Fue como una madre adoptiva para ella, su confidente.

—La Signora, sí, eso es un caso aparte. Últimamente ya no se llevaban tan bien. Maddalena quería hacer su propia vida, pero la Signora no quería soltarla; no hacía más que darle consejo tras consejo y se ofendía si Maddalena no le hacía caso. Ya había mucha tensión entre ambas antes de que yo conociera a Maddalena, pero por supuesto la Signora me echa a mí la culpa de que la otra fuera independiente. Me ha vuelto la espalda y ha ido hablando mal de mí por ahí solo porque no tuvo éxito con Maddalena. Me importa un comino lo que diga la Signora A. La chica se dio cuenta de que yo no quería nada de ella. Nunca le pedí nada. ¿Veis joyas, vestiditos finos o algo así por aquí? No. No hay nada. De hecho, al principio me negaba a visitarla.

—¿Por qué?

—Porque me parecía muy rarito estar tan cerca del Papa y todo eso. No es mi ambiente, ¿entendéis? No es de mi clase. Pero ella no se dio por vencida, y para que me dejara en paz, me hice amiga suya. Éramos muy diferentes, sí, pero yo le daba un poco de color a su vida, le escuchaba y todo eso. Antes no le escuchaba nadie. ¿Quién escucha a una buscona? No creo que yo le gustara de verdad, me refiero, al menos no como amiga. No, para ella yo solo era una especie de bufón que la divertía. Yo no me lo tomé a mal. Bebía buen vino, comía bien allí y esas cosas. Que la chiquilla descanse en paz, eso es todo lo que puedo decir.

Antonia y Sandro volvieron a comunicarse con la mirada, tras lo cual el jesuita volvió a hacerse cargo del interrogatorio.

—Habéis dicho que Maddalena criticaba a los hombres, en general. ¿Os habló de algún hombre en particular? ¿Dio algún nombre?

Porzia se puso a pensar mientras se hurgaba la boca con los dedos.

—No le gustaba hablar del Papa, pero no porque pensara que yo iba a ir contándolo y empezando rumores por ahí. Simplemente, el tema le era desagradable, se deprimía. Creo que tenía miedo del Papa. Ella nunca lo dijo en voz alta, pero a veces me daba una sensación como de... No, da igual. De todas formas, si él se hubiera muerto, ella no hubiera guardado luto.

—¿Mencionó a algún otro hombre? —preguntó Sandro—. ¿Quizá a algún antiguo cliente?

—No. O, espera, hubo una cosa que me contó que le había pasado antes de conocerla. Era sobre un antiguo cliente que había dejado. El se dedicó a seguirla cuando salía de casa, primero, después también en la villa, y simple y llanamente no escuchaba las barbaridades que ella le decía. Debía estar bastante mal de la cabeza. Y así fue todo. Duró semanas, todo este tema. Al final, se deshizo de él, pero solo hizo una insinuación sobre cómo lo había conseguido. Algo así como fingir que tenían una relación.

—¿Dijo alguna vez el nombre de aquel hombre?

—Sí, se llamaba... Maldita sea, ya no me acuerdo. Me lo contó hace meses, y como la cosa ya se había acabado, no lo escuché con demasiada atención.

—¿Se llamaba Quirini?

—No, qué va.

—¿Se llamaba... Carissimi?

—¿Carissimi? Pensé que vos os llamabais así —soltó una carcajada sonora y desenfrenada—. Si erais vos, debíais saberlo. No, bromas aparte, no era Carissimi, no.

—¿Massa?

La mujer gritó entonces:

—Ese sería, sí, Massa, así se llamaba. Ella lo despreciaba del todo, pero a él no se le debía meter en la cabeza.

Sandro se levantó despacio y dio dos pasos hacia la cama. Sobre la mejilla izquierda, allí donde había impactado el puño, se estaba formando un moratón entre amarillento y azulado, y movía la mandíbula como si quisiera asegurarse de que aún seguía ahí.

—Una última pregunta —dijo, levantando un collar—. ¿Lo habíais visto alguna vez?

—De primera calidad, menudas piedras, ¿verdad? ¿Era de Maddalena? No lo había visto nunca. La última vez que quedamos ella no llevaba ninguna joya.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tres días. Fui a verla por la tarde para tomar un vino antes del trabajo. Cielos, mira ese collar. Tiene que haber costado una fortuna; eso solo puede ser regalo de alguien muy rico. Pero Augusta... Es muy raro. Quién sabe, quizá hicieron las paces poco antes de su muerte, quizá el collar era una especie de disculpa. Si es así, tiene todos mis respetos, porque hay que ver lo que costaba su perdón.

Porzia se dio cuenta de la confusión pintada en los rostros de Antonia y Sandro, pues preguntó:

—Espera, ¿no lo sabéis? ¿No sabéis de quién hablo? —esperó un momento y después rompió a reír de nuevo a mandíbula batiente—. Augusta es el nombre de la Signora A.

Antonia se detuvo con Sandro en la escalera, envueltos en la oscuridad y el hedor. Aunque era una noche de abril, ya bien entrada, y el sol había desaparecido hacia ya un par de horas, la escalera había conservado un calor agobiante e insano que Antonia interpretó como un eco de su encuentro con Porzia.

—Qué mujer más espantosa —dijo.

—Sí, pero hay algo en ella que me hace ver que no es su culpa ser así.

Antonia asintió.

—Probablemente el hecho de que sea sincera. Sincera hasta lo insensible, diría yo.

—Puede ser —admitió él, con cuidado, y se pellizcó la barbilla—. Al menos, este encuentro de pesadilla con los últimos posos de la miseria ha merecido la pena. Esa Porzia es una auténtica mina de información. ¿Sabías lo que significaba la A de la Signora A?

—No, y tampoco Carlotta lo sabía. A Milo no se lo pregunté.

El nombre resonó, seguido de un breve silencio, pero Sandro optó por ignorarlo.

—Así pues, Maddalena llevaba un collar muy caro con el nombre de su antigua protectora.

—Un collar que, o no hacía mucho que poseía...

—... o llevaba mucho tiempo bajo llave —concluyó Sandro, y aunque ella no podía verle en la oscuridad, sabía que estaba sonriendo. Podía oírlo en su voz, en aquella suave voz—. Lo que vuelve aún más confusa toda esta historia es que la Cámara Apostólica hubiera abonado una cantidad nada desdeñable a «Augusta». Hasta ahora había pensado que había sido Maddalena quien había recibido el dinero, pero ahora ya no estoy tan seguro.

—¿Quieres decir que la Signora podría ser la beneficiaría? ¿Debería tantearla? —preguntó ella.

—Como quieras —replicó él, sonriendo de nuevo—. Has sido tú quien has tirado la piedra, me parece a mí. Igual que en Trento.

—Ya —repuso ella—. Igual que entonces.

La joven oyó el murmullo del hábito y, después, el crujido de la escalera. El monje se había sentado. El hecho de que Sandro prefiriera aquellas maderas enmohecidas y malolientes antes que el aire fresco de la noche, indicaban que no quería cerca a Milo, quien esperaba en el exterior.

—Hicimos un buen equipo —dijo.

Ella prefería no hablar de Trento, le afectaba demasiado.

—Carlotta y tú me habéis ayudado mucho. Aquí en Roma, quiero decir, en los últimos días. Aún tengo mucho que hacer, muchas pistas que seguir y... Lo que quisiera pedirte es si, además de hablar con la Signora, podrías hacerme otro favor. Habla también con mi hermana Bianca. Permite que su prometido le pegue, y hemos discutido por eso. Es muy cabezota y se ha propuesto no volver a hablar conmigo, ni siquiera al respecto de mi... de nuestro caso.

A Antonia le sorprendió que su petición de ayuda concluyera, precisamente, con presentarla a un miembro de su familia.

—¿Y qué debería preguntarle?

—Sospecho que Maddalena Nera visitó a mi padre, precisamente en casa, en el Palazzo Carissimi. Bianca siempre ha sido una muchacha tremendamente curiosa, que era capaz de levantarse en plena noche, tanto cuando era una niña como ya de adolescente, si oía la puerta principal, solo para vigilar a escondidas quién entraba y salía del edificio. Era la persona mejor informada de la casa, más que mis padres. Lamentablemente, también sigue siendo la más tozuda.

—Entonces, lo que quieres en realidad es que...

—Sí —dijo él—. Por favor —dejó transcurrir un instante—. Y aún hay otra cosa...

El silencio que siguió cayó como un pesado fardo. Los ojos de Antonia, que comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad, estaban clavados en la sombra sentada a sus pies, en la escalera. El tenía la cabeza hundida, pero la irguió súbitamente y miró a la joven. En sus ojos se reflejaba la intención de una confesión. La muchacha oía en su respiración como hacía acopio de fuerzas para algo importante.

—Antonia —exclamó, pero en ese momento retumbó el sonido de la puerta de entrada al abrirse.

Le siguió el estruendo de unos pasos dinámicos y vigorosos sobre las escaleras, en dirección a ellos.

—He convencido al marinero de que espere con argumentos de peso —gritó Milo—. ¿Qué os pasa? ¿Habéis hablado con Porzia? ¿Podemos irnos?

Sandro calló y dejó que ella contestara. A un lado, se encontraba Sandro, al otro, Milo; dos visiones que esperaban algo de ella.

—Sí —dijo Antonia—, podemos irnos.

Milo tendió la mano a la joven.

—No os preocupéis, reverendo padre —exclamó—, cuidaré bien de Antonia. Llevamos el mismo camino.

Milo guió a Antonia por la oscuridad de la escalera hacia el exterior. Cuando los tres llegaron a la calle y ya habían tomado direcciones diferentes, la joven se volvió de nuevo hacia Sandro.

—Mañana iré a hablar con Bianca —le gritó, despidiéndose con la mano.

El se detuvo y la miró, pero no respondió al gesto.

—Muy amable por tu parte —exclamó él.

Sin embargo, la noche ya se lo había tragado.

20

«
Recopilar información sobre la prostituta carlotta da Rímini»
. Ya casi amanecía cuando retiraba los viejos ladrillos del muro desmoronado del Palatino y miraba en el agujero. Estaba sorprendido, y no porque hubiera algo en el hueco, sino porque lo que había no era una cruz de madera. «
Recopilar información sobre la prostituta Carlotta da Rímini»
. Eran las palabras escritas sobre un papel.

Un encargo peculiar para él, el Ángel de la Muerte. El Vaticano ya disponía de todo un pequeño ejército de espías que recogían como hongos cualquier tipo de rumor y se los llevaba rápidamente al entorno del Papa en general, y a Massa en particular. Si este no se lo encargaba a alguno de ellos, debía tener dos buenas razones.

En primer lugar, en esa ocasión, probablemente, lo interesante sería obtener información orientada a un fin concreto, y no limitarse a recoger datos arbitrarios e inconexos como solían hacer la mayoría de los soplones, que ponían la oreja aquí y allí, sin orden ni concierto, simplemente para poder obtener algo que venderle a Massa. Ese tipo de gente eran para él como ratas de alcantarilla: astutas, pero no particularmente inteligente. En segundo lugar, era de suponer que, la que en ese momento solo era una orden de espionaje, se convertiría pronto en una de asesinato, en caso de que los datos obtenidos lo hicieran necesario.

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