En 1868, en los barrios del placer exótico del Japón, donde el sexo está en venta y el único fruto prohibido es el amor, un soldado fugitivo está a punto de conocer a una bella cortesana. Hana tiene diecisiete años cuando su marido parte a la guerra, dejándola sola. Para salvar la vida, huye de su casa y se refugia en Yoshiwara, el famoso barrio del placer. Allí se ve forzada a formarse como cortesana. Yozo, un viajero, aventurero y brillante espadachín, regresa a Japón después de cuatro años en el Occidente victoriano. Viaja al norte para unirse a sus camaradas rebeldes, pero es capturado durante su batalla final. Escapa y se dirige al sur, al único lugar donde un hombre está fuera del alcance de la ley: el Yoshiwara. Allí, en la Ciudad Sin Noche, donde tres mil cortesanas se mezclan con geishas y bufones, el maltrecho fugitivo conoce a la hermosa cortesana. Pero cada uno guarda un secreto tan terrible que, una vez revelado, amenazará sus vidas...
Lesley Downer
La cortesana y el samurai
ePUB v1.1
OZN04.01.12
La cortesana y el samurái
Lesley Downer
Título original: The Courtesan and the Samurai
Traducción: Vicente Villacampa
Editorial: SEIX BARRAL
ISBN: 9788432209284
Año edicón: 2011
Plaza de edición: BARCELONA
A Arthu.
La cortesana Usugumo, de la casa Kadoebi-ro, en el Yoshiwara, con dos niñas doncellas, en abril de 1914. Cortesía del Museo Conmemorativo Ichiyo, Tokio.
Vivir sólo para el momento, dedicar todo nuestro tiempo a los placeres de la luna, de la nieve, de las flores del cerezo y de las hojas del arce.
Cantar canciones, beber sake, acariciarse mutuamente; tan sólo vagar a la deriva, vagar a la deriva.
No preocuparse nunca de si carecemos de dinero, no abrigar nunca tristeza en nuestros corazones.
Ser como una calabaza que se balancea, arriba y abajo, en la corriente del río; eso es lo que llamamos ukiyo, el Mundo Flotante.
Relatos del Mundo Flotante, RYOI ASAI, escritos después de 166.
Muchísimas gracias a Selina Walker, de Transworld, que se mostró llena de entusiasmo por este libro, me estimuló enormemente y no dejó de señalarme la dirección adecuada. He contraído una deuda con ella y con su equipo; —Deborah Adams, Claire Ward y el resto—, que me han prestado su pleno apoyo, ánimo y paciencia cuando fue preciso.
Las más sinceras gracias también a mi agente, Bill Hamilton, quien, como siempre, aportó su valiosa ayuda y, entre otras muchas cosas, sugirió que fuera a ver el HMS Warrior; y a Jennifer Custer y a todo el personal de A. M. Heath.
Mi gratitud al Museo Conmemorativo Ichiyo por su generoso permiso para utilizar la hermosa fotografía de la cortesana Usugumo que figura en el frontispicio. El museo alberga una colección de recuerdos del célebre novelista Ichiyo Higuchi, que vivió en las afueras del Yoshiwara y muchos de cuyos relatos se desarrollan allí.
Muchas gracias a Kuniko Tamae, quien negoció el uso de la fotografía y me brindó información valiosísima sobre el período Edo del Japón.
La hermosa caligrafía de los títulos se debe a Sakiko Takada.
Estoy en deuda con los historiadores japoneses, a cuya obra he recurrido para escribir este libro (aunque me he tomado las mayores libertades con objeto de lograr una buena narración). Algunos historiadores figuran en la Bibliografía que se incluye al final de este libro, pero hay muchos más.
Tuve la suerte de poder usar los fondos de varias bibliotecas maravillosas, entre ellas la de la Dieta, de Tokio, donde estudié periódicos de la época, y la biblioteca de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, de Londres (SOAS). Los museos de Tokio me ayudaron e inspiraron para recrear el viejo Edo: el Museo Edo-Tokio, en Ryogoku; el Museo Fukagawa Edo; y el Museo Shitamachi, de Ueno, todos ellos resultaron un apoyo inestimable para mi reconstrucción del período.
Como siempre, en último lugar pero en el más importante de todos, figura mi marido, Arthur, sin cuyo amor, respaldo, paciencia y buen humor posiblemente no hubiera logrado escribir este libro. Leía y comentaba cada borrador y, como experto en historia militar, se aseguró de que figuraran los fusiles y cañones adecuados, visitó conmigo el HMS Warrior, y escuchó las interminables arengas sobre las vicisitudes de la guerra civil y sobre la vida en el Yoshiwara.
Este libro está dedicado a él.
Día 11º del 4º mes del Año del Dragón, Meiji .
(3 de mayo de 1868)
Caían las últimas flores de los cerezos y formaban montones en la tierra. Mientras observaba flotar los pétalos rosados, Hana se preguntaba si su marido regresaría a tiempo para presenciar al año siguiente aquella floración. Podía oír sus enérgicas pisadas de un lado para otro, y luego un estrépito, cuando arrojaba algo al suelo.
—El enemigo ha tomado el castillo. ¡Es más de lo que se puede soportar! —le oía decir con su tono familiar, lo bastante fuerte para hacer temblar a la servidumbre—. Los sureños han traspasado las puertas y ensucian la gran sala y los aposentos privados del shogun... ¡Y todo cuanto podemos hacer es correr! Pero volveremos y encontraremos el modo de expulsarlos y de dar muerte a los traidores.
Salió violentamente de la casa y permaneció en el camino de acceso, alto e imponente con su uniforme oscuro, con sus dos espadas al costado, mirando en derredor a los criados y a su joven esposa, que aguardaba nerviosa para despedirlo con un gesto.
En la puerta principal había un murmullo de voces. Se habían congregado allí algunos jóvenes, y sus sandalias de paja crujían sobre la tierra apisonada del camino cuando arrastraban los pies. Hana los reconoció. Algunos vivían en el cuartel cercano; otros, en los alojamientos para aprendices, y a menudo acudían a la casa para encargarse de la limpieza y hacer recados. Pero ahora, con sus uniformes azul brillante y sus faldas abiertas, almidonadas, con espadas que sobresalían de sus costados, se habían transformado de muchachos en hombres. Ella podía advertir la emoción en sus rostros.
Todos se iban a la guerra, dejándola atrás solamente a ella, a sus ancianos suegros y a la servidumbre. Hana hubiera deseado con todo su corazón poder marcharse también. Se creía capaz de luchar igual que cualquiera de ellos.
Hana tenía diecisiete años. Como mujer casada, llevaba las cejas cuidadosamente rasuradas y los dientes abrillantados en negro, y su largo pelo azabache, que cuando lo soltaba arrastraba por el suelo, estaba aceitado y recogido en un pulcro peinado de estilo marumage, propio de las esposas jóvenes. Se había vestido con su quimono de ceremonia, como siempre hacía para despedir a su marido. Se esforzaba para comportarse de la manera adecuada en todas las circunstancias, aunque en ocasiones deseaba secretamente que su destino hubiera sido diferente.
Llevaba casada un par de años, pero en todo este tiempo su marido casi siempre había estado ausente, en la guerra, y ella apenas había tenido ocasión de conocerlo. Esta vez sólo estuvo en casa unos días, y ya tenía que partir de nuevo. Era un amo violento, y cuando estaba airado la pegaba. Pero ella nunca esperó otra cosa; su matrimonio lo habían concertado sus padres, y a ella no le competía poner en tela de juicio su decisión.
En tiempos normales hubiera formado parte de un gran hogar con sus parientes políticos, empleados, criados y aprendices, quizá tíos y primos, y su tarea habría consistido en llevar la casa y servirlos. Pero aquellos tiempos estaban lejos de ser normales. Edo estaba siendo atacada; la misma Edo, la mayor ciudad de la Tierra, un lugar hermoso con arroyos, ríos, jardines para el placer y bulevares arbolados, donde tenían sus mansiones doscientos sesenta daimyos, y decenas de millares de habitantes llenaban las animadas calles. No había memoria de que la ciudad hubiera sido amenazada, y ahora no sólo había sido atacada sino ocupada por hordas de soldados del Sur.
Habían depuesto a Su Señoría el shogun, y ese mismo día se apoderaron del castillo. Hana trató de imaginar cómo sería: los corredores llenos de ecos, con sus pavimentos resonantes como el canto del ruiseñor, revelando incluso la pisada del intruso de paso más leve; el millar de cámaras de audiencia y las filas de sirvientes de librea, los incalculables tesoros, las exquisitas estancias para la ceremonia del té y las hermosas damas de la casa del shogun apresurándose por los pasillos con sus espléndidas túnicas. Resultaba espantoso pensar en los sureños, con su tosco acento y sus maneras rudas vagando por las habitaciones elegantes y destruyendo una cultura que ellos nunca comprenderían ni apreciarían.
Toda Edo lo sabía, toda Edo estaba horrorizada. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. Los sureños dieron a conocer proclamas en las que se ordenaba al pueblo permanecer en sus casas en tanto se completara la toma de poder, y en las que se declaraba que cualquier resistencia sería brutalmente reprimida. Hana oyó cuchichear a la servidumbre que la mitad de la población había huido.
—Me siento orgulloso de que prosigas la lucha, hijo mío —dijo el suegro de Hana con su voz aguda, un anciano macilento, con una barba rala, que permanecía de pie apoyándose en su espada como un veterano curtido en la batalla—. Si yo fuera joven estaría contigo en el campo de batalla, hombro con hombro.