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Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (6 page)

BOOK: La Cosecha del Centauro
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—Damas y caballeros, ¿serían tan amables de concederme su atención?

El parloteo cesó como por ensalmo. Todos se quedaron contemplándolo expectantes.

—Muchas gracias. Intrigado por la teoría de la panspermia del doctor Tanaka, me he dejado arrastrar por una corazonada. —La dicción de Manfredo era exquisita, al estilo de un profesor universitario de la vieja escuela—. Solicité a otros grupos de investigación que me indicaran dónde se habían hallado ruinas alienígenas. Adivínenlo.

Capítulo II
INQUISIDORES

—Aterrizaremos en aquel calvero del bosque y seguiremos a pie hasta el campamento, Wanda. Este armatoste es incapaz de acercarse más.

—Descuida, Nerea. Apenas habrá kilómetro y medio; ideal para desentumecer las piernas.

La piloto maniobró la vetusta lanzadera y la posó con la suavidad de una pluma sobre la hierba. Era un aparato voluminoso, con alas en delta y una gran deriva triangular. Wanda estaba convencida de que tan obsoleto vehículo había sido escogido ex profeso para no mostrar a los colonos una tecnología demasiado avanzada.

En cuanto se apagaron los motores, las dos únicas ocupantes saltaron a tierra, mochila en ristre.

—No hace falta que conectes el antirrobo —bromeó Wanda—. Por aquí no suelen venir los ladrones.

—Estupendo; así me ahorro tener que guardar los tapacubos en el maletero —replicó Nerea de buen humor.

Wanda se sentía revivir cuando caminaba por los bosques de Eos. La zona que albergaba el yacimiento arqueológico era una de sus favoritas, estaba salpicada de colinas cubiertas de frondosa vegetación y roquedos erosionados. Los árboles nativos, con sus péndulos abanicos esmeraldas y las copas en parasol, se alternaban con otros de origen terrícola. Estos habían sido modificados para no interferir con la biota alienígena. Así, todas las especies se toleraban y enriquecían el paisaje con pinceladas cambiantes de colores y formas. Palmeó, de pasada, el tronco de un pino resinero adaptado para sintetizar lubricantes industriales. Sí, amaba como un hijo a aquel planeta, al que habían
educado
para que aceptara a los seres humanos.

Tras aquella memorable tarde en el bar, los acontecimientos se habían precipitado. Eiji efectuó unos cuantos viajes para entrevistarse con sus superiores. Conforme pasaban los días se le notaba más preocupado a la par que excitado, pero no desvelaba sus secretos. Poco después, los científicos pidieron que se les dejara montar un campamento al borde de las ruinas. Allí, aislados cual cenobitas, los contactos con los nativos se redujeron a lo imprescindible. La sufrida Nerea tenía que hacer horas extra, con tanto trasiego entre el campamento, la casa comunal y las naves espaciales.

Los colonos pusieron buena cara, aunque resultaba irritante que los forasteros se enclaustraran y los ignoraran. Quizá se hubieran topado con algo grande, pero bien podrían compartirlo con los demás. En fin, se dijo Wanda, más valía tarde que nunca. Ahora deseaban intercambiar impresiones con ella y estaba muy intrigada por lo que pudieran contarle. Por supuesto, luego informaría puntualmente al Senado. Mientras, disfrutaría del paseo.

Se fijó en Nerea, que caminaba unos pasos por delante de ella. De todos los extranjeros, era quien mejor se movía por el campo. ¿Gracia natural o adiestramiento militar? ¿Era la piloto más de lo que aparentaba? Aquella gente parecía muy reservada, el polo opuesto a la camaradería extrovertida de que hacían gala los colonos. Por un lado, su comportamiento se le antojaba infantil; por otro, parecían ser depositarios de oscuros secretos.

—¿Qué ha sido eso?

Wanda se agachó por acto reflejo cuando una rauda sombra se cruzó ante sus ojos.

—Creo que se trata de una de esas mariposas de cabeza gorda que tanto abundan. Las llamáis hadas, ¿no? —dijo Nerea.

—Aja.
—Wanda se detuvo y miró al animal, extrañada—. Habitualmente no se comportan así. Tienden a ignorarnos. ¿Qué le ocurrirá?

Efectivamente, el hada parecía haber enloquecido. Revoloteaba sin ton ni son, dando veloces pasadas en torno a las mujeres. Las alas de un costado tendían a ponerse rígidas, como si sufriera problemas musculares. Sin embargo, Wanda creyó entrever un propósito en aquellos paroxismos. Nerea también se percató.

—Juraría que nos induce a seguirla. —Imposible. —Wanda estaba perpleja—. Las hadas son lo más tonto que parió madre. Sólo se guían por instintos primarios: alimentarse y reproducirse. Nuestros biólogos las han estudiado hasta la saciedad.

—Pues ésta igual no ha leído los informes científicos. Obsérvala atentamente. Me recuerda a los documentales sobre aves, cuando las hembras fingen tener un ala rota para alejar a los depredadores del nido.

—¿Nido? Las hadas ponen sus huevos en las copas de los árboles y luego se desentienden de ellos. —Siguió estudiando las evoluciones del animal—. Me pica la curiosidad. Veamos qué hace si vamos tras ella.

—Nos aguardan en el campamento —objetó Nerea—. Bueno, supongo que nos llevará poco tiempo.

Marcharon en pos del hada, que se conducía con la gracia de un murciélago beodo entre los troncos de los árboles. Wanda estaba cada vez más intrigada. Le habría parecido menos absurdo que su bisabuela resucitara de entre los muertos. Y entonces perdió pie.

Afirman que cuando uno va a morir, toda la vida pasa por delante de los ojos. No fue éste el caso de Wanda; sin embargo, en una fracción de segundo le vinieron a la mente varios pensamientos y percepciones con dolorosa nitidez. Primero, aquello era una encerrona. Un socavón de varios metros de diámetro había sido camuflado con hojas y ramas hábilmente dispuestas. Segundo, el hoyo no era natural, sino que había sido excavado. Tercero, reconoció en las paredes las típicas marcas de las pinzas de los despanzurradores. Cuarto, el fondo del socavón estaba lleno de ellos, algo insólito para tratarse de carnívoros solitarios. Quinto, iban a matarla allí mismo. Su carne no les serviría de alimento, ya que era bioquímicamente incompatible, pero eso le supondría un escaso consuelo una vez despedazada.

En el último instante, una mano la agarró por los correajes de la mochila, tiró desesperadamente de ella y la dejó tumbada en el suelo al borde del hoyo, sucia de polvo y con el corazón a punto de salírsele por la boca. En cuanto recuperó el resuello, se volvió hacia su salvadora, que yacía a un paso de distancia.

—Te debo una, niña —se forzó a sonreír.

—No tiene importancia. —Nerea echó una ojeada al fondo del socavón, repleto de despanzurradores que brincaban desquiciados—. Joder con el hada... Desconocía que mantuvieran un tipo de relación simbiótica con estos engendros. ¿Acaso guían a sus presas a la trampa y luego aprovechan los despojos del banquete?

Wanda meneó la cabeza.

—Las hadas son vegetarianas y huyen de los despanzurradores como de la peste. Esto es insólito. Y preocupante. Imagínate que les ocurriera lo mismo a unos niños incautos. Tengo que dar parte. Pero antes...

El hada revoloteaba sobre el agujero perezosamente, como si tal cosa. Wanda agarró un pedrusco.

—No serás ecologista, ¿verdad? —le preguntó a Nerea.

—Ni por asomo.

—Excelente. Así no te llevarás un disgusto. —Contempló con odio al hada—. Prepárate, malnacida.

—Sorprendente —murmuró Eiji, mientras examinaba con una lupa el cadáver del hada que reposaba en una bandeja de plástico.

—Ya sé que andáis ocupados con vuestros muestreos —dijo Wanda—, pero os agradecería que echarais un vistazo a las hadas y los despanzurradores. Nuestros biólogos son buenos, pero siempre viene bien una segunda opinión. Necesitamos saber si se trata de un caso aislado o bien el preludio de un cambio en el comportamiento. Podría poner en peligro a la población.

Eiji fue a abrir la boca, pero un hombre se le adelantó.

—Por supuesto que nos pondremos a disposición de los colonos. Estas súbitas modificaciones de comportamiento quizá sean el preludio de algo. ¿Habéis detectado anomalías por el estilo en las últimas fechas?

Quien así hablaba era un individuo de rostro afilado, piel tersa y cabello blanco y lacio. Su aspecto recordaba al de un antiguo personaje de manga japonés. Atendía al nombre de Asdrúbal, y debía de ser alguien de elevado rango, a juzgar por la deferencia con que lo trataban. No osaban tutearlo, desde luego. Wanda sí, y eso ponía nerviosos a los científicos.

—Ahora que lo mencionas... —Wanda escarbó en la memoria—. Hará una década que tuvimos que desalojar unos asentamientos pesqueros a orillas del océano Austral. Los peces modificados que introdujimos medraban de maravilla, y ocupaban los nichos ecológicos que las criaturas autóctonas dejaban libres. Las pesquerías funcionaban a la perfección desde tiempos de mis tatarabuelos. Sin embargo, una repentina e inexplicable proliferación de depredadores medusoides exterminó a los peces. Y un lustro atrás también tuvimos problemas en Sierra Umbría con las setas. Nuestros antepasados reforestaron aquellas cumbres peladas con pinos micorrizados, y recolectábamos miles de toneladas de níscalos al año. Y de repente —chascó los dedos—, ni uno. Los pinos se secaron y fueron reemplazados por una maleza autóctona, tupida como una zarza. Tanto las pesquerías como los bosques seteros eran antiguos, y los explotamos durante generaciones, pero se colapsaron de repente. —Se encogió de hombros—. En fin, el planeta es grande, con sitio de sobra, y resulta más barato liar los bártulos y mudarse a otra región, según nuestra tradición y costumbre, que arreglar los desaguisados.

Asdrúbal se acarició la barbilla, con semblante pensativo.

—En circunstancias normales, el incidente del hada traidora y los despanzurradores asesinos no sería un tema prioritario. Cartografiar todo un brazo galáctico con tan pocos medios supone un esfuerzo ímprobo, aunque... Nos interesan las rarezas. Estamos tropezando con demasiadas. —Se permitió una fugaz sonrisa—. Y pensar que todo nació de una simple charla al calor de unos cafés...

Wanda, hija de una estirpe de colonos de pura cepa, desconocía el concepto de sumisión a la autoridad. Se plantó delante de aquel tipo tan importante y le espetó:

—Deduzco que habéis averiguado algo. ¿Me pondréis al corriente, o pretendéis que os supliquemos?

Wanda habría jurado que Eiji tragaba saliva. Sin embargo, el mandamás no se enfadó, sino que la contempló con respeto. Igual estaba harto de que lo adulasen, y el trato campechano le suponía una refrescante novedad.

—Pese a ciertas desavenencias que han surgido en el seno de nuestra delegación, estimo conveniente contar con los colonos. Los recelos mutuos deben superarse. Puede que nos enfrentemos a algo muy serio. Te ruego que transmitas esta impresión a tu Senado, Wanda.

—No me lo tendrás que pedir dos veces. ¿Y bien...?

Asdrúbal reflexionó unos momentos.

—Conforme íbamos descubriendo anomalías inquietantes en la Vía Rápida, sacamos a los científicos de sus destinos y los pusimos a trabajar en el misterio que nos ocupa. Algunos refunfuñaron un poco. —Miró de reojo a Eiji, que se sonrojó—. En cualquier caso, disponemos de un considerable volumen de datos interesantes. Sugiero que empecemos con los arqueólogos. El señor Virányi nos espera.

Salieron del barracón prefabricado y caminaron hacia las ruinas. A Wanda, que se fijaba mucho en el lenguaje corporal, Asdrúbal le resultaba inquietante. Esquivaba los troncos y rocas que jalonaban el irregular sendero con gracia antinatural. Tampoco hacía ruido, a diferencia del biólogo, tan torpe como sólo podía serlo un urbanita.

—Mientras llegamos, podrías comentar a Wanda lo que ahora sabemos acerca de la antigüedad de la vida en los mundos de la Vía Rápida —pidió Asdrúbal a Eiji.

Resollando por el esfuerzo de seguir a los otros dos sin quedarse atrás, el biólogo explicó:

—Cuando nos comentaste la carencia de petróleo, Marga se puso a peinar los estratos y halló algunos fósiles, aunque muy escasos y recientes. Seré más preciso: los indicios de vida en Eos no sobrepasan los ochocientos mil años.

A Wanda se le escapó un silbido.

—Ochocientos mil... Desde el punto de vista geológico, supone apenas un parpadeo. Es imposible que una biota tan compleja evolucionara por sí misma en tan poquísimo tiempo. Por lo menos se requerirían mil millones de años. Eiji, tenías razón con lo de la panspermia dirigida. Alguien o algo sembró este mundo.

El fatigado biólogo asintió.

—En efecto. Quienesquiera que fuesen dispusieron las especies de animales, plantas, hongos y microorganismos perfectamente formadas. El sueño de un creacionista: el equivalente al desembarco del arca de Noé. —Hizo una pausa dramática—. En el resto de los planetas con vida de la Vía Rápida sucede lo mismo: no pasa de ochocientos mil años. Con razón falta el petróleo.

—¿Los sembraron todos simultáneamente? —quiso saber Wanda.

—Da la impresión de que la vida es más reciente conforme viajamos hacia el centro galáctico, pero se trata de diferencias de pocos milenios —explicó Asdrúbal—. Y está el tema de las ruinas. Eso es lo más inquietante. —Parecía en verdad preocupado—. Ah, ya hemos llegado.

El yacimiento arqueológico carecía de grandiosidad. De hecho, los colonos detectaron su existencia tras analizar una serie de fotos tomadas por satélites, las cuales mostraban sutiles patrones geométricos en el terreno. A ras de tierra, eso se traducía en canales, zanjas y depresiones que tal vez correspondían a cimientos de edificios, ninguno de los cuales quedaba en pie. Manfredo Virányi pululaba entre las típicas cuadrículas excavadas por los robots como un atildado director de orquesta, acompañado por Marga. Ésta saludó con la mano a los recién llegados. Tras las cortesías de rigor, Manfredo los guió a través del laberinto de las excavaciones. Con su sempiterno tono educado, fue informándolos:

—Podría tratar de disimular nuestra ignorancia con palabras técnicas, pero seré franco: no tenemos ni idea de qué les pasó a los constructores, ni cuál era su aspecto físico. Hay una ausencia total de restos mortales, esqueletos, necrópolis, estelas conmemorativas, bibliotecas, esculturas... Hasta los muros de los presuntos edificios se han esfumado. No derruido, sino
esfumado
—recalcó.

—Pues no se los habrán comido, digo yo —se le escapó a Wanda—. Eh, que era una broma —añadió, al ver lo serios que se habían puesto los científicos—. ¿O no?

—Por fortuna, siempre se puede hallar algo si se rastrea con tesón— prosiguió Manfredo, imperturbable—. Debo agradecer la inapreciable ayuda de la doctora Bassat y sus conocimientos geológicos.

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