Read La cuarta alianza Online

Authors: Gonzalo Giner

La cuarta alianza (12 page)

BOOK: La cuarta alianza
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Eran ya las dos y cuarto, y sólo tenían quince minutos para llegar al restaurante donde habían quedado con Paula. Fernando instó a Mónica a acelerar un poco el paso para salir lo antes posible de Segovia. Seguía haciendo todavía bastante frío, aunque algo menos que durante la mañana. A ninguno de los dos les sobraba el abrigo.

La puerta del restaurante se encontraba al fondo de un pequeño patio abierto que estaba curiosamente decorado. El camino empedrado que conducía al local dejaba a su izquierda una pequeña parcela de césped adornada con un divertido conjunto de hortalizas y frutas esparcidas por el suelo, junto a una carretilla de madera volcada.

Fernando preguntó a un camarero si había llegado ya la señora Luengo. El servicial joven le respondió afirmativamente, señalando dónde estaba sentada, en una mesa del fondo. Mónica nunca había visto a la hermana de Fernando, salvo en una foto enmarcada que había en la mesa de su despacho. Jamás iba por Madrid y sólo se veían cuando Fernando viajaba a Segovia. Fernando se acercó a ella y le dio dos besos.

—Hola, Paula. Me alegro de verte. Te presento a Mónica, mi colaboradora, de la que me has oído hablar muchas veces.

—¿Ahora se llaman colaboradoras? —apuntó Paula maliciosamente, mientras la estudiaba de arriba abajo.

—¡No seas grosera, Paula! —le recriminó Fernando, enfadado—. ¡De verdad que eres imposible! A veces pienso que madre, en vez de alimentarte de pequeña con leche infantil, te debió de dar vinagre. Espero que te disculpes delante de ella, no está acostumbrada a tus salidas de pata de banco.

Mónica, bastante abrumada por la situación, se acercó hacia ella y le besó en la mejilla, fijándose primero en sus ojos; tenían idéntico color y transparencia que los de su hermano. En aquel expresivo rostro convivía una curiosa mezcla de dulzura y picardía.

—Estoy encantada de conocerla. Fernando me ha contado bastantes cosas de usted.

—Perdóname, chata, soy una grosera, lo reconozco. Pero te aseguro que ser hermana de este hombre no es nada fácil. Siéntate a mi lado. Me apetece conocerte de verdad. ¡No me fío nada de lo que me ha contado mi hermano sobre ti!

—¿Les retiro los abrigos? —preguntó el camarero.

Fernando ayudó a Mónica a quitárselo ante la sonriente mirada de Paula, que no se perdía ni un solo detalle. Una vez sentados, Paula agarró una mano de Fernando y le dijo al oído:

—Te felicito por la elección, es una auténtica monada de niña. ¡Muy jovencita, además, para ti!

Fernando no pudo protestar ante el estúpido comentario de Paula, pues acababa de llegar el
maître
que, tras entregarles la carta, empezaba a explicar las especialidades de la casa, junto con sus recomendaciones para ese día. Paula no las escuchaba: observaba y pensaba en Fernando. Se veían tan pocas veces... Ella mantenía habitualmente contactos con su hermano pequeño —no había terminado de asumir que ya era un adulto—, aunque casi siempre por teléfono. Aparte de ser hermana, había tenido que desempeñar el papel de madre al morir sus padres cuando todavía eran muy jóvenes. Aquel primer sentimiento de protección, que de forma natural fue desapareciendo con el tiempo, volvió a renacer de golpe al enviudar de Isabel en las terribles circunstancias en que sucedió. Habían pasado varios años pero todavía mantenía fresca aquella imagen de su hermano entre sus brazos, roto de dolor. Ninguno de los dos había tenido suerte en el amor. Al igual que Fernando, el amor de su vida desapareció de forma brusca y Paula decidió que ningún otro hombre podría llenar ese hueco. Deseaba de todo corazón que él rehiciera su vida sentimental con otra mujer que le hiciera feliz. Deseaba la felicidad de su hermano más que la suya propia.

Abandonó sus pensamientos bruscamente para decidir lo que iba a comer. Después de que el
maître
les tomara nota, Paula sacó a colación un asunto que quería comentar con Fernando antes de nada.

—No sé el motivo exacto que os ha traído a Segovia, aunque imagino que no habéis venido sólo para verme —les miró con complicidad—; pero he traído la daga de plata que me encargaste con tanta urgencia.

Sacó de su bolso una caja de cartón ondulado y, al destaparla, mostró una preciosa daga tunecina con caracteres arameos en la empuñadura, tal y como Fernando le había pedido. Él cogió la daga y la estudió con detenimiento. Paula, sin esperar su valoración, se adelantó.

—Como verás con tus propios ojos es una obra de artesanía. He ocupado a mi mejor platero tres días completos y yo misma he acabado de pulir los detalles más delicados.

—Bueno..., no está mal —concedió Fernando secamente.

—¡Cómo que no está mal! ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? ¡Serás inútil! Sabes que es el mejor trabajo que ha pasado por tus manos en lo que llevas vivido, ¡cacho ingrato!

Paula le arrebató de las manos la daga y la volvió a meter en la caja, muy ofendida por el comentario de Fernando. Mónica se sintió solidaria y quiso ayudar.

—A mí me parece una obra de arte. ¡Es preciosa!

—Gracias, Mónica. Veo que al menos hay alguien que sabe apreciar la calidad —miró a Fernando en ese momento—, así que no te juntes mucho con este malnacido. Como le conozco muy bien, sé que está intentando buscar la excusa para pagarme lo mínimo. Piensa que si reconociese lo que realmente es, una obra única, le tocaría pagarla como tal. ¿Verdad que es lo que pretendes, granuja?

—De acuerdo, reconozco que esta vez te has superado —dijo Fernando con una sonrisa, sabiéndose pillado—. Tus manos son ya mejores que las de nuestro difunto padre.

Dime la cantidad que me vas a cobrar, no te pases, y disfrutemos de la comida.

—Te enviaré la factura directamente a la joyería. Y no me la discutas, ¿vale?

Mónica eligió el vino. Era una buena conocedora de los caldos de La Rioja y pidió que trajeran un Viña Ardanza del 95. Durante el primer plato Fernando relató todo lo que habían averiguado por la mañana sobre el remitente del paquete y su contenido. Paula, apenas enterada del misterioso brazalete, seguía toda la historia con verdadero interés.

—¿Tú te acuerdas de un viaje que hicimos a Jerez de los Caballeros cuando éramos pequeños? Tú debías de tener unos doce años y yo tendría sólo cinco, no consigo acordarme de nada.

Paula se quedó pensativa, rememorando aquel viaje que permanecía lejano en el baúl de sus recuerdos.

—Padre tenía mucho interés en ir. Sólo estuvimos tres días, y fue un verano que hizo mucho calor. A nosotros nos dejaban jugando en el hotel, en una piscina estupenda, donde lo pasábamos bomba. Padre se iba muy temprano todos los días y volvía tarde. No sabíamos qué hacía durante el día. Pero recuerdo que en una ocasión escuché una conversación que tuvo con madre. Padre iba buscando algo que le había dejado a deber, o algo así, una persona que, por lo visto, había fallecido. Yo pensé que se trataría de algún pedido que no le habían pagado. Iba preguntando a todos los familiares del difunto sobre la deuda o lo que fuese, pero sé que finalmente nos volvimos sin que tuviera éxito. Recuerdo que durante el viaje de vuelta estaba francamente disgustado.

—Seguramente fue a buscar el brazalete —apuntó Mónica—, sin saber que su paquete ya había llegado a su destino.

Como no supo nada de él, trató de buscarlo directamente en el lugar donde suponía que tenía que estar, en Jerez de los Caballeros. —Inspiró una bocanada de aire para recuperar el aliento, encantada de las caras de interés de su auditorio, y continuó—: Por otro lado, y por lo que cuenta Paula, su contacto, por llamarlo de algún modo, debió de fallecer antes de avisarle de que el paquete ya había sido enviado. Con la muerte de... Fernando, ¿qué nombre tenías apuntado?

—Carlos Ramírez —leyó Fernando, que interrumpió por un instante las deducciones de Mónica—. Me encargaré de confirmar la fecha exacta de su muerte. Pero todas estas circunstancias me llevan a sospechar que debió de ser poco después de la llegada del paquete a la prisión, durante el mes de septiembre, o como mucho en octubre de 1933.

—Con la muerte de carios Ramírez —Mónica recuperó su línea argumentar—, cualquier relación que hubiese existido con tu padre se fue con él a la tumba y toda la información se perdió. Durante el viaje a Jerez, que habéis recordado, tu padre no pudo conseguir ni noticias ni pistas sobre el paradero del brazalete, si es que sabía que se trataba de un brazalete.

—¡Excelente, Mónica! Me empiezas a caer muy bien. Reconozco que además de un cuerpo espléndido tienes una cabeza bastante bien amueblada —exclamó Paula, que empezaba a cogerle el gusto al tema—. ¿Cuándo vamos a Jerez de los Caballeros a saber quién y qué era don carios Ramírez, chicos?

—¿Cómo que vamos...? —atajó Fernando—. Te estoy contando todo esto porque eres mi única hermana y tiene relación con nuestro padre. Pero eso no quiere decir que cuente contigo para nada más. En todo caso, ya te iré poniendo al corriente cuando lo crea oportuno.

—¡Y luego soy yo la que tiene mal carácter, majo! —contestó Paula indignada por el desplante—. O sea, que me dejas tirada en esta historia como si fuera una colilla.

Fernando se limpió con la servilleta los restos de grasa de cordero, dispuesto a entrar en batalla. Pero antes de darle tiempo a hablar, Paula ya había vuelto a tomar la palabra.

—Cuentes o no conmigo, ¡yo voy! —Golpeó con un puño la mesa—. Te aseguro que no me vas a sacar de mis trece. No me pienso perder esta aventura. Así que vete reservando en Jerez de los Caballeros habitación para mí y, por supuesto, para Mónica que, igual, a la pobre también la ibas a dejar fuera de esto. ¿Te queda claro, querido?

Fernando, viéndose sin escapatoria, terminó accediendo a todo. Decidió que el siguiente fin de semana podría ser el más adecuado para ir sin tener que cerrar la joyería, aunque tuviesen mucho trabajo.

—Saldremos el próximo viernes, que es festivo. Intentaré reservar en el Parador de Zafra, que está bastante cerca de Jerez de los Caballeros. Podemos pasar todo el fin de semana allí. ¿Os parece bien?

—¡Así me gusta, hermanito!

Terminaron la comida y, después de pagar la cuenta, se despidieron en la salida del restaurante. Paula arrancó su coche y se alejó a toda velocidad. Fernando y Mónica hicieron lo mismo, pero antes de llegar a Segovia Fernando preguntó:

—Mónica, son las cinco de la tarde. Se va a hacer de noche dentro de poco. Tú decides, ¿estás cansada y quieres que te lleve a Madrid o nos damos el prometido paseo por Segovia? Al final, el esperado día de descanso se nos ha ido complicando y no he podido enseñarte ninguno de los lugares que más adoro de mi querida ciudad.

—Yo no estoy cansada. Acepto el paseo por Segovia, aunque sea tarde. Pero te adelanto que no pienso seguir hablando ni del brazalete ni, por favor, tampoco de historia. —Frunció el ceño, poniendo un simpático gesto lleno de súplica—. Me apetece sólo pasear un rato.

—¡Cuenta con ello! —respondió él decididamente.

Llegaron a Segovia y aparcaron cerca del acueducto. Desde allí, y tomando la calle Gazola, que era peatonal, caminaron despacio en dirección a la catedral. Fernando iba recordando algunas anécdotas de su niñez, entremezcladas con sus sueños de juventud. Su colegio, los amigos, los juegos, sus padres, su primera novia, María, cuando sólo tenía doce años, sus vacaciones en Cambrils.

Ella iba escuchando, encantada. Se imaginaba perfectamente cómo debían ser las peleas y las riñas con su hermana Paula, y le resultaba de lo más familiar.

Entre sus recuerdos Fernando iba intercalando unas veces una breve explicación sobre una iglesia que dejaban a la derecha, otras sobre algunos detalles de un antiguo palacio que acababan de pasar. Mónica nunca le había visto tan relajado, hablando sin parar de tantas cosas a la vez. Empezó a sentir cómo su nariz y en parte las orejas empezaban a manifestar los primeros síntomas de congelación.

—Fernando, ¿me invitas a tomar algo? Necesito entrar en calor. Estoy encantada con el paseo, pero me estoy quedando helada.

Estaban atravesando la Plaza Mayor y decidieron entrar en el Café Suizo. Se sentaron en una mesita, al lado del ventanal que daba hacia la plaza, y en pocos minutos tenían dos humeantes cafés y unas pastas para acompañarlos. Mónica seguía escuchándole ensimismada, sujetando con ambas manos la taza para calentárselas un poco. La cafetería estaba llena de gente. Las animadas y ruidosas conversaciones llegaban amortiguadas a los oídos de Mónica, que no dejaba por un momento de mirar a los ojos de Fernando, completamente hechizada por ellos.

—Por cierto, volviendo al tema del brazalete... —Sacó la bolsa de fieltro de un bolsillo de la americana.

—No, por favor, Fernando. Quedamos en que no volveríamos a hablar de él.

Él dejó la bolsa al lado de su mano sin terminar de entender su reacción.

—¡Feliz Navidad! Papá Noel te ha dejado un regalo en mi árbol.

—Pero... ¿Qué sorpresa es ésta? ¡Esto sí que no me lo esperaba!

Desató el cordón de la bolsita y sacó un anillo de oro con un bello peridoto verde de gran grosor. La bolsita era igual que la del brazalete, pero tenía otro contenido. Se lo puso encantada y lo contempló en silencio. Le miró a los ojos, se aproximó a él y le besó suavemente en la mejilla.

—Fernando, gracias. No tenías por qué regalarme nada. No sé qué decir...

—Igual quieres saber por qué lo he hecho... —El pulso de Mónica se aceleró. Parecía que iba a escuchar por primera vez algo romántico de él—. Como el motivo es demostrarte que estoy muy agradecido por tu trabajo, Mónica, he pensado que la mejor manera de decírtelo era con un regalo, y qué mejor momento que en Navidad. —Ella no pudo evitar un gesto lleno de decepción que a él no se le escapó—. Mónica, disculpa si digo una tontería, pero me da la impresión de que no te ha gustado. Si quieres, lo cambiamos por otro.

—Por supuesto que no, Fernando. —Encontró una sonrisa adecuada para disimular—. El anillo es precioso y no quiero que lo cambies. Muchas gracias, de verdad que me ha encantado —miró su reloj—, pero creo que se nos está haciendo un poco tarde. Si te parece bien, podríamos volvernos ya. Estoy un poco cansada.

Todas las ilusiones que se había construido durante ese día se habían desmoronado estrepitosamente al entender sus intenciones. Nunca conseguiría el amor de Fernando. Ahora veía con claridad lo tonta que había sido. ¿Cómo iba a fijarse en una niñata como ella?

Fernando pagó las consumiciones mientras trataba de procesar lo que acababa de ocurrir. Sirviéndose de la excusa profesional, con ese regalo había querido mandarle un mensaje mucho más íntimo, sopesando antes la particular relación que existía entre ellos y sus posibles consecuencias. Al trabajar para él, un error de planteamiento por su parte o un rechazo por el suyo podía condicionar seriamente sus relaciones futuras.

BOOK: La cuarta alianza
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fairway Phenom by Matt Christopher, Paul Mantell
Forager by Peter R. Stone
Pariah by Fingerman, Bob
Snow in July by Kim Iverson Headlee
Outlander by Diana Gabaldon
Along Came a Demon by Linda Welch
For the Love of God by Janet Dailey
The Big Bite by Charles Williams