Fue entonces cuando escuchó las sirenas de los coches de policía. Allá abajo, en la playa, distinguió las luces parpadeantes y se encaminó con rapidez hacia ellas. No sintió ningún temor, ni la menor duda con respecto a Yabril, a pesar de que aún podría haber huido. Sentía desprecio por esta sociedad que ni siquiera era capaz de organizar debidamente su captura. Qué estúpidos eran. Pero el helicóptero reapareció entonces en el cielo y las dos motoras que le habían parecido vacías se aproximaban ahora a la costa. Entonces sintió el temor y el pánico. Ahora que ya no tenía la posibilidad de escapar, hubiera querido echar a correr y correr. Pero, haciendo un esfuerzo de voluntad, caminó hacia la casa, rodeada por hombres y armas. El helicóptero permanecía suspendido sobre el techo de la casa. Por ambos lados de la playa llegaban más hombres. Romeo se preparó para representar su espectáculo de culpabilidad y huida. Echó a correr de pronto hacia el océano, pero unos hombres ranas se levantaron ante él, surgiendo de las aguas. Romeo se volvió y echó a correr hacia la casa, y entonces vio a Richard y a Dorothea.
Les habían encadenado y puesto esposas, de tal modo que las cadenas parecían sujetar sus cuerpos a la tierra. Y estaban llorando. Romeo sabía cómo se sentían, tal como él mismo se había sentido hacía mucho tiempo. Lloraban de vergüenza, de humillación, privados de su sentido de poder, derrotados de una forma desconcertante. Y abrumados por el terror insoportable y la pesadilla de saberse completamente impotentes. Su destino ya no estaba en manos de los dioses caprichosos y quizá misericordiosos, sino en las manos de otros seres humanos implacables.
Romeo les dirigió a ambos una sonrisa de impotente lástima. Sabía que él estaría en libertad en cuestión de días, que había traicionado a estos verdaderos creyentes en su propia fe, pero, después de todo, había sido una decisión táctica, no una decisión malvada ni maliciosa. Entonces se vio rodeado por hombres armados, sujeto por el pesado acero y hierro.
Yabril desayunaba con el sultán de Sherhaben en su palacio, situado al otro lado del mundo, ese mundo cuyo cielo se veía surcado por satélites espías, cuya capa de ozono se veía patrullada por el radar, al otro lado de los mares repletos de barcos de guerra estadounidenses que acudían presurosos hacia Sherhaben, a través de continentes abarrotados de silos de misiles y ejércitos pegados a la tierra, para actuar como pararrayos de la muerte.
El sultán de Sherhaben creía en la libertad del pueblo árabe, en el derecho de los palestinos a tener su propio país. Consideraba a Estados Unidos como el baluarte de Israel, un país que no podría sostenerse sin el apoyo estadounidense. En consecuencia, Estados Unidos era el enemigo fundamental. Y su mente sutil se había sentido atraída por el complot de Yabril para desestabilizar la autoridad de aquel país. Le encantaba la idea de que el sultanato de Sherhaben, militarmente impotente, pudiera humillar a una gran potencia.
El sultán ejercía el poder absoluto en Sherhaben. Poseía vastas riquezas y podía disfrutar de cualquier placer en la vida con sólo pedirlo. Pero todo eso había terminado por no ser suficiente para él. No tenía ningún vicio concreto que pudiera estimular su vida. Observaba la ley musulmana y llevaba una vida virtuosa. El nivel de vida en Sherhaben, con sus enormes ingresos por el petróleo, era uno de los más elevados del mundo, porque el sultán construía nuevas escuelas, nuevos hospitales. Su sueño consistía en convertir Sherhaben en la Suiza del mundo árabe, y su única excentricidad era la manía por la limpieza, tanto en su persona como en su Estado.
Había tomado parte en esta conspiración porque echaba de menos el sentido de la aventura, el juego por apuestas altas, el esfuerzo por alcanzar altos ideales. Por ello, esta acción de Yabril le había atraído. Él mismo o su país correrían un riesgo muy pequeño, ya que poseían el escudo mágico de miles de millones de barriles de petróleo perfectamente conservados bajo su país desértico.Otra fuerte motivación la constituía su amor y su sentido de la gratitud para con Yabril. Cuando el sultán no era más que un pequeño príncipe, en Sherhaben se había producido una lucha feroz por el poder, sobre todo después de que se supiera la importancia de sus campos petrolíferos. Las compañías petrolíferas estadounidenses apoyaron a los oponentes del sultán, quienes, naturalmente, favorecerían la causa de Estados Unidos. Aquél, educado en el extranjero, era el único capaz de comprender el verdadero valor de los campos petrolíferos, y luchó por conservarlos. Estalló la guerra civil. Y fue el entonces muy joven Yabril quien ayudó al sultán a alcanzar el poder asesinando a sus oponentes. A pesar de sus virtudes personales, el sultán reconocía que la lucha política tenía sus propias reglas.
Tras haber asumido el poder, concedió refugio a Yabril cada vez que lo necesitó. De hecho, en los últimos diez años Yabril había pasado en Sherhaben más tiempo que en cualquier otro lugar. Estableció una identidad aparte, con un hogar, sirvientes, una esposa e hijos. En esa identidad, también era un funcionario menor y especial del gobierno. Esa identidad nunca llegó a ser conocida por ningún servicio de inteligencia extranjero. Él y el sultán intimaron mucho durante aquellos diez años. Ambos eran estudiantes del Corán, habían sido educados por profesores extranjeros, y estaban unidos en su odio contra Israel. Y en eso establecían una distinción especial: no odiaban a los judíos como tales, sino que odiaban al Estado oficial de los judíos.
El sultán de Sherhaben abrigaba un sueño secreto, tan extraño que no lo compartía con nadie, ni siquiera con Yabril. Que un día, Israel fuera destruido y que los judíos volvieran a verse dispersados por todo el mundo. Entonces él, el sultán, atraería a los científicos y eruditos judíos a Sherhaben. Establecería una gran universidad en la que se reuniría lo más florido de la inteligencia judía. ¿Acaso la historia no había demostrado que esta raza poseía los genes de la grandeza de mente? Einstein y otros científicos judíos habían dado al mundo la bomba atómica. ¿Qué otros misterios de Dios y de la naturaleza no podrían resolver? ¿Y acaso no eran hermanos semitas? El tiempo erosiona el odio, y los judíos y los árabes podrían vivir en paz juntos y convertir Sherhaben en una gran nación. Los atraería con riquezas y dulce cortesía, respetaría todos sus tenaces caprichos culturales, y crearía para ellos un paraíso del cerebro. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Sherhaben podría convertirse en otra Atenas. Ese pensamiento hacía que el sultán sonriera ante su propia estupidez, pero, a pesar de todo, ¿a quién le hacía daño aquel sueño?
Ahora, sin embargo, Yabril se había convertido quizá en una pesadilla. El sultán lo había convocado a palacio, alejándolo del avión, para asegurarse el control de su ferocidad. Yabril era conocido por añadir siempre sus propios y pequeños cambios en todas sus operaciones.
El sultán insistió en que Yabril fuera bañado, afeitado y que disfrutara de una hermosa bailarina del palacio. Luego se acomodaron en la terraza acristalada y dotada con aire acondicionado adosada a la habitación de Yabril. El sultán creyó poder hablar con toda franqueza.
—Debo felicitarte —le dijo a Yabril—. Tu coordinación ha sido perfecta, y debo decir que afortunada. Sin lugar a dudas, Alá se ocupa de ti. —Le dirigió una sonrisa afectuosa antes de continuar—. He recibido noticias por adelantado en el sentido de que Estados Unidos aceptará todas las exigencias que plantees. Puedes estar contento. Has humillado a la mayor potencia del mundo. Has asesinado al líder religioso más importante del mundo. Conseguirás que dejen en libertad al asesino del papa y eso será como haberles escupido a la cara. Pero no vayas más lejos. Piensa en lo que puede suceder después. Serás el hombre más perseguido en la historia de este siglo.
Yabril sabía lo que se le avecinaba: el tanteo para obtener más información acerca de cómo pensaba manejar las negociaciones. Por un momento se preguntó si el sultán no intentaría hacerse cargo de la operación.
—Estaré a salvo aquí, en Sherhaben. Como siempre.
—Sabes tan bien como yo que, una vez haya pasado esto, se concentrarán sobre Sherhaben —dijo el sultán sacudiendo la cabeza—. Tendrás que encontrar otro refugio.
—Me convertiré en un mendigo en Jerusalén —dijo Yabril echándose a reír—. Pero tú deberías preocuparte por ti mismo. Sabrán que has formado parte de todo esto.
—No es probable —replicó el sultán—. Y, de todos modos, estoy sentado sobre el océano de petróleo más grande y barato del mundo. Los estadounidenses tienen invertidos aquí cincuenta mil millones de dólares, el coste de la ciudad petrolera de Dak, e incluso más. Además, cuento con el ejército soviético, que resistirá cualquier intento estadounidense por controlar el Golfo. No, creo que a mí se me perdonará con mucha mayor rapidez que a ti o a Romeo. Y ahora, Yabril, amigo mío, te conozco bien y sé que esta vez has ido muy lejos. Realmente, ha sido una ejecución magnífica. Te ruego que no lo eches todo a perder con una de tus pequeñas fiorituras al final del juego. —Se detuvo un momento y añadió-: ¿Cuándo quieres que presente tus exigencias?
—Romeo está en su sitio —dijo Yabril con suavidad—. Puedes transmitir el ultimátum esta misma tarde. Deben haber dado su conformidad el martes a las once de la mañana, hora de Washington. No negociaré.
—Lleva mucho cuidado, Yabril —le advirtió el sultán—. Dales más tiempo.
Se abrazaron antes de que Yabril fuera conducido de nuevo al avión, ahora en poder de los tres hombres de su equipo y otros cuatro que habían subido a bordo en Sherhaben. Todos los rehenes se encontraban en la clase turista del avión, incluyendo a la tripulación. El aparato estaba aislado en medio del campo de aterrizaje, rodeado por una multitud de espectadores, reporteros de televisión con sus equipos móviles procedentes de todo el mundo, situados a quinientos metros del aparato, donde el ejército del sultán había establecido un cordón de seguridad.
Yabril fue introducido de nuevo en el avión como miembro del equipo de un camión de aprovisionamiento que llevaba suministros de comida y agua para los rehenes.
En Washington DC eran las primeras horas de la mañana del lunes. Lo último que Yabril le había dicho al sultán de Sherhaben fue:
—Ahora veremos de qué está hecho ese Kennedy.
Suele ser peligroso para todos los implicados el que un hombre rechace todos los placeres de este mundo y dedique su vida a ayudar a sus semejantes. Francis Xavier Kennedy, presidente de Estados Unidos, era uno de esos hombres.
Demostró ser una persona especial por primera vez después de haber ingresado en la universidad de Harvard. Allí no tardó en ponerse de manifiesto que la gente se sentía atraída hacia él. A eso ayudó el hecho de ser un buen atleta. La prestancia física, a diferencia de la fuerza intelectual, es uno de los pocos rasgos admirados umversalmente. También le ayudó el hecho de ser un estudiante brillante y una persona virtuosa, sobre todo con las gentes poco mundanas.
Las amistades que hizo y los seguidores que ganó se debieron a su carisma, a su generosidad de espíritu. Nunca se mostró crítico de una forma personal, pero tampoco fue el perfecto profesional. Discutía de política con contundencia, pero siempre con sentido del humor. A pesar de tener un temperamento un tanto solemne, su sangre de origen irlandés transmitía una alegre animación que le hacía irresistible. Pero, por encima de todo, sabía escuchar y hacía verdaderos esfuerzos por comprender aquello que alguien trataba de decirle, buscando después la respuesta adecuada. Tenía un humor alegre que solía utilizar para aguijonear las hipocresías comunes.
Por encima de todo ello, poseía una honradez y una sinceridad naturales. Los jóvenes, que suelen tener un olfato tan agudo, aunque injusto, para la hipocresía, no encontraban ninguna en él. Cierto que era un católico practicante, pero nunca discutía de su religión. Decía, sencillamente, que eso era una cuestión de fe. Y ésa era su única irracionalidad.
Nadie puede ocultar sus defectos durante un período demasiado largo de tiempo; la existencia de Yago
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es un engaño. Nadie puede hacerlo, aunque los defectos se perdonan o se explican con facilidad. La verdadera virtud puede ser tan deslumbradora que ciega al sentido común, sobre todo en el caso de los jóvenes. Nadie se había dado cuenta de que Francis Kennedy caía en una depresión cada vez que se veía derrotado en alguna empresa. Después de todo, ¿qué otra cosa podía ser más natural? Tampoco se había observado que podía ser extraordinariamente resuelto, no exactamente despiadado, pero sí quizá temerario.
Desde el principio de su carrera política, Francis Kennedy se planteó una pregunta muy sencilla que se convertiría en su lema. ¿Cómo es posible que después de cada guerra que consume cientos de miles de millones de dólares se haya producido siempre un período de prosperidad económica? Comparó el hecho con un banco al que le hubieran robado sus millones y después hubiera dado más beneficios.
¿Y si todos esos cientos de miles de millones se gastaran en construir casas para la gente, en proporcionar asistencia médica y educación? ¿Y si todo ese dinero se gastara en ayudar a los necesitados? Qué país más glorioso podría ser éste y, de hecho, cómo mejoraría el mundo.
Según dijo, cuando fuera elegido presidente su Administración declararía una especie de guerra interna contra todas las miserias del pueblo. Él representaría a los trescientos millones de personas que no se podían permitir formar parte de los
lobbies
y otros grupos de presión.
En circunstancias normales, todo esto habría sido demasiado radical para obtener el voto popular en Estados Unidos, de no haber sido por la presencia mágica de Kennedy en la pantalla de televisión. Era mucho más elegante que sus dos famosos «tíos», y les superaba a ambos como actor. También poseía una mayor inteligencia y era muy superior a ellos en cuanto a educación, ya que se había convertido en un verdadero profesor universitario. Era capaz de apoyar su retórica con cifras y reglas económicas. Podía presentar el esqueleto de los planes preparados por hombres eminentes en los diferentes campos de actividad, y hacerlo con una extraordinaria elegancia. Y, de algún modo, con un humor cáustico.
—Dotado de una buena educación —dijo Francis Kennedy—, cualquier ladrón, cualquier atracador, cualquier contrabandista, sabrá lo suficiente como para robar sin hacer daño a nadie. Aprenderán a robar como lo hace la gente de Wall Street, aprenderán a evadir sus impuestos como hace la gente respetable de nuestra sociedad. Es posible que creemos más crímenes de guante blanco, pero, de ese modo, al menos, nadie saldrá herido.