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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (46 page)

BOOK: La cuarta K
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El reverendo Foxworth tenía cuarenta y cinco años y era tan agraciado como una estrella de cine. Su cuerpo era ligero, y su piel mostraba la infusión de la sangre blanca que él tanto imploraba derramar a sus compatriotas negros, por supuesto, figurativamente. Su cabello era rizado y formaba una enorme mata de aspecto afro que contrastaba con su aspecto caucásico.

—Por fin en la Casa Blanca —dijo al ser introducido en el despacho de Oddblood Gray—. Algún día, hermano, usted y yo estaremos en ese despacho Oval, ocupándonos de toda esta mierda.

Su voz era tan dulce como las aves de su nativa Louisiana. Oddblood Gray se levantó para saludar al predicador y estrecharle la mano. El reverendo siempre le había irritado, pero ambos estaban del mismo lado, aliados en la misma batalla. Oddblood Gray era demasiado inteligente como para no darse cuenta de que los métodos del reverendo, por muy contrarios que fueran a los suyos, eran tan necesarios como éstos en la batalla que estaban librando.


Culodelado
, hoy no tengo tiempo para tonterías —le dijo al reverendo—. Esto es algo informal, entre usted y yo.

El reverendo Foxworth nunca perdía la sangre fría con los blancos, y a Oddblood Gray lo consideraba tan blanco como a Simón Legree. No le ofendió el que se utilizara su apodo. Si Gray se hubiera dirigido a él llamándolo reverendo
Culodelado
habría habido grandes problemas, aunque estuvieran en la Casa Blanca.

El apodo
Culodelado
tenía su origen en la forma en que se movía el reverendo en los tiempos en que había sido uno de los grandes bailarines de Nueva Orleáns. Tenía los movimientos de un gato y cruzaba lateralmente los pies, uno sobre el otro, avanzando de lado. En realidad, fue su propio padre quien le puso el apodo. Tanto el padre de Gray como el suyo habían tenido constituciones poderosas, se habían burlado de la religión, fueron severamente disciplinados y despreciaron la rebeldía espiritual de Baxter Foxworth.

Foxworth era un tema que hacía saltar chispas entre los líderes políticos blancos y negros debido a su actitud escandalosa. Era su extremismo el que le impedía presentarse para ocupar altos cargos políticos, pero eso no era algo que él apeteciera, o así lo afirmaba.

Al principio de la Administración de Francis Kennedy, el reverendo Foxworth creyó que se podría hacer algo por los negros pobres del país. Pero esa esperanza desapareció. Había apoyado a Kennedy y lo había respetado. Y Kennedy lo había intentado, pero el Congreso y el club Sócrates demostraron ser demasiado para él. Así que Foxworth se encontraba ahora a la espera, acumulando una buena pila de carbón para cuando se encendiera el fuego la próxima vez.

Luchaba a favor de la causa de todos y cada uno de los negros, con razón o sin ella. Fue el reverendo Foxworth quien encabezó marchas de protesta en favor de asesinos convictos atrapados con las manos ensangrentadas. Fue él quien solicitó el procesamiento de los policías que disparaban y mataban a los criminales negros. Según decía el reverendo en público y en televisión, con aquella mueca suya tan especial: «Para mí todo es en blanco y negro».

Todo eso se podía aceptar; de hecho, formaba parte de la exquisita tradición liberal e incluso tenía cierta lógica, puesto que la policía siempre era sospechosa en la sociedad estadounidense; de vez en cuando, la flecha lanzada casualmente se clavaba en una diana sensible. Lo que convirtió al reverendo Foxworth en tema de editoriales de condena y le apartó de los dos grandes partidos fue su ligero antisemitismo. Daba a entender que los judíos extraían el dinero de los que sudaban en los guetos, que controlaban el poder político en las grandes ciudades. Los judíos sacaron a las sirvientas negras, apartándolas de su cultura, para dedicarse a limpiar sus casas y fregar sus platos. Según decía el reverendo, aquello era mucho peor que en el viejo Sur. Al menos en el Sur, los amos les confiaban a los niños blancos. En realidad, el reverendo siempre comparaba favorablemente al viejo Sur con el Norte moderno.

Por lo tanto, no fue ninguna sorpresa, ni siquiera para él mismo, que terminara siendo odiado por muchos blancos del país. Y no culpaba a la gente por odiarlo. Después de todo, aquello era una partida de dados y ellos lo ocultaban, como solía decir, dando a entender una analogía que inflamaba a las dos partes.El reverendo Baxter Foxworth estaba restregando el cáncer de la sociedad estadounidense, hasta que el dolor produjera la cura. Al principio de la Administración de Francis Kennedy se contuvo un tanto, pero cuando vio que todas las medidas sociales de Kennedy eran derrotadas en el Congreso, arengó a las multitudes, diciendo que este Kennedy era como los demás, impotente contra los grandes del dinero en el Congreso. Y entonces se desmandó, tanto más en cuanto que había apoyado a Kennedy, inducido por Oddblood Gray. Así que en este momento en particular no se sentía muy a gusto con éste.

—Es muy agradable que uno de nuestros hermanos esté en este bonito despacho en la Casa Blanca —le dijo a Gray—. Los hermanos esperaban que hiciera usted mucho por nosotros, pero no ha hecho una mierda. Y ahora resulta que yo soy lo bastante amable como para acudir a su llamada, y además permito que me llame por mi apodo. ¿Qué puedo hacer esta vez por usted, hermano?

Oddblood Gray había vuelto a sentarse y el reverendo también se acomodó. Le dirigió una mirada ceñuda al reverendo.

—Le he dicho que no empiece a decir tonterías. Y no me llame hermano. En nuestro idioma eso significa tener el mismo padre y la misma madre. Utilice nuestro idioma. Es usted como uno de esos izquierdistas de los viejos tiempos, uno de esos comunistas judíos a los que tanto odia, que solían llamar camarada a todo el mundo. Hoy hablamos de cosas serias.

—¿No le parece que la palabra «amigo» resultaría un poco fría? —replicó el reverendo sin molestarse lo más mínimo—. Ese culo blanco de Kennedy, ¿no es como un hermano? Si no fuera así, ¿por qué estaría usted apoyando todas esas estupideces que está haciendo? Otto, nos conocemos desde hace mucho tiempo, y puede usted llamarme
Caradelado
si quiere. Pero si no fuera usted tan grande y delgado, su apodo sería
Caratiesa
. —El reverendo lanzó una risotada, sintiéndose inmensamente regocijado. Luego, con un tono de voz más natural, anadió-: ¿Cómo es que un hombre tan negro como usted lleva el apellido Gray, que resulta tan gris? Es usted el único negro que conozco que se llame Gris. Se nos han puesto apellidos de todos los colores, incluso el de «Black», y, ciertamente, no podemos ser más negros. Pero ¿cómo es que usted se llama Gris?

Oddblood Gray sonrió. Por alguna razón, el reverendo le alegraba. Quizá fuera por el buen humor de aquel hombre, por su energía inquieta que le había inducido, antes de sentarse, a recorrer el despacho, emitiendo con la lengua chasquidos burlones ante las placas especiales en las que se citaba su nombre, los ceniceros de la Casa Blanca, e incluso el par de cartas con el membrete de la Casa Blanca que había tomado de la mesa y que él se apresuró a quitarle de las manos. No se fiaba del reverendo.

Mucho tiempo antes habían sido buenos amigos, pero se habían separado debido a sus diferencias políticas. El reverendo se precipitaba demasiado para el gusto de Oddblood Gray, demasiado revolucionario; Gray creía que los negros debían ocupar su lugar en la estructura existente. Habían discutido muchas veces sobre eso, y habían seguido siendo amigos, a veces incluso aliados. El propio reverendo había expresado la diferencia.

—El problema con usted, Otto, es que tiene fe, mientras que yo no la tengo.

Y así había sido. El reverendo se había adornado a sí mismo con el manto santo, del mismo modo que un caballero se coloca la armadura para participar en un torneo. Nadie se atrevía a llamar embustero, ladrón o fornicador a un hombre de la Iglesia, ni siquiera en la televisión o en los más burdos dibujos satíricos. Estados Unidos y sus medios de comunicación seguían demostrando el mayor de los respetos por la autoridad establecida de la Iglesia de Dios. Era como una especie de instinto vudú, pero eso también se veía apoyado por el hecho de que las Iglesias de cada religión poseían una amplia cobertura financiera y disponían de unos cabilderos muy caros. Las leyes especiales exoneraban de impuestos los ingresos de la Iglesia.

Oddblood Gray sabía todo esto y en público trataba al reverendo Foxworth con el mayor de los respetos. Pero en privado podía mostrarse más familiar, porque eran amigos desde hacía mucho tiempo y porque sabía que Foxworth no tenía el menor atisbo de sentimiento religioso. Además, se habían hecho muchos favores mutuos a lo largo de los años, y poseían una comprensión básica el uno del otro. Así que ahora, después de los escarceos iniciales, se pusieron a hablar en serio.

—Reverendo —dijo Oddblood Gray—, voy a hacerle un favor, y le voy a pedir otro. Es usted lo bastante astuto como para saber que vivimos tiempos peligrosos.-Eso no es ninguna broma —dijo el reverendo, sonriendo.

—Si continúa usted armando jaleo, puede encontrarse metido en graves problemas —siguió diciendo Oddblood Gray—. En estos momentos, el tema que más preocupa es el de la seguridad nacional, y si usted promueve cualquiera de sus motines y manifestaciones, es posible que ni siquiera el Tribunal Supremo pueda ayudarle. No exactamente ahora. De hecho, el F B I, la Seguridad Nacional y hasta la CÍA están empezando a hacer preguntas y a prestarle una especial atención. Ése es el favor que le hago, advertirle que ponga sordina a sus actividades.

—Aprecio el favor, Otto —dijo el reverendo, ahora serio—. ¿Así de mal están las cosas?

—Sí, así de mal —asintió Oddblood Gray—. Este país está muy asustado después de la explosión de la bomba atómica. El pueblo apoyaría cualquier acción represiva que emprenda el gobierno. No tolerarán nada que implique el menor signo de rebelión contra la autoridad establecida. Olvídese ahora de los derechos constitucionales. Y no crea que ese abogado blanco suyo podría utilizar cualquiera de sus trucos.

—El viejo Whitney Cheever Número III —dijo Foxworth chasqueando la lengua—. Cómo me gusta ese hombre. ¿Lo ha visto alguna vez en la televisión? Juro por Dios que parece más estadounidense que las barras y estrellas. Si se imprimiera su nombre y su rostro en el papel moneda, cualquiera lo aceptaría. Y es astuto, y sincero. Es uno de los mejores abogados de este país. Le gusta todo aquel que infringe la ley, sobre todo si es por el progreso social, y más aún si es por robar un vehículo blindado y cargarse a tres guardias. Es capaz de convertir a los acusados en Martin Luther King y seguir hablando en serio. Por eso me gusta tanto ese hombre.

—No confíe en él —dijo Oddblood Gray—. Si las cosas se ponen duras, será el primero en padecer las consecuencias.

—¿Whitney Cheever III? —replicó Foxworth con incredulidad—. Eso sería como encerrar a Abraham Lincoln.

—No confíe en él —repitió Oddblood Gray.

—Bueno, yo nunca confío en él. Es la peor combinación que puede existir. Es blanco y es rojo. Lo que pasa es que es negro antes que blanco. Pero comprendo que es rojo antes que negro.

—Quiero que usted se tranquilice —dijo Oddblood Gray— y que coopere con esta Administración, porque van a suceder cosas que le van a encantar. Y también porque quiero que salve su pellejo.

—No se preocupe por mi pellejo —dijo Foxworth—. Sé lo suficiente como para permanecer tranquilo por ahora. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

—Voy a ser nombrado para el gabinete —dijo Gray—. ¿Y sabe en qué puesto? Seré el nuevo secretario de Salud, Educación y Bienestar Social. Y dispondré de todo un mandato de cuatro años. En este país, todo el mundo dejará de pasar hambre, nunca le faltará atención médica y siempre tendrá una casa, tanto si es negro como si es blanco.

Foxworth lanzó un silbido y luego le sonrió a Gray. Era la misma y vieja canción de siempre.

—Cientos de miles de nuevos puestos de trabajo. Hermano, usted y yo vamos a hacer grandes cosas juntos. Debemos mantenernos en contacto.

—Puede apostar a que así será —asintió Oddblood Gray—. Pero manténgase tranquilo.

—No voy a poder mantenerme tan tranquilo —dijo Foxworth—. Otto, sé que está usted básicamente de nuestro lado, pero ¿por qué se comporta así siendo tan negro? ¿Por qué es tan precavido cuando sabe que las cosas no están bien? ¿Por qué no está en la calle, con nosotros, participando en la auténtica lucha?

Ahora estaba hablando muy en serio. No había en sus palabras el menor atisbo de burla.

—Porque algún día voy a tener que salvarle a usted el pellejo —contestó Oddblood Gray encogiéndose de hombros—. Mire, reverendo, de vez en cuando tengo que escuchar a Arthur Wix hablando de Israel y de cómo tenemos que apoyarlo. Él dice que nunca podrá producirse otro holocausto. Y yo quisiera decirle que si en este país se instauraran los campos de concentración y los hornos crematorios, no sería para meter en ellos a los judíos, sino a nosotros, los negros. ¿No lo comprende? Si alguna vez se produjera una gran catástrofe, si perdiéramos una guerra o algo más, los negros nos convertiríamos en los chivos expiatorios de este país. Lo puede comprobar usted mismo en las películas, en la literatura. Oh, claro, no es nada que se diga abiertamente, no. Nadie lo dice así, tan a las claras. Ellos no son tan claros como usted cuando va por ahí predicando su mensaje antiblanco. Pero eso es lo que más temo que pueda suceder.

El reverendo le escuchaba con mucha atención. Se adelantó, apoyándose sobre la enorme mesa de despacho, y miró a Oddblood Gray directamente a los ojos.

—Déjeme decirle una cosa —espetó enojado—, nuestros hermanos no entrarán en esos campos como entraron los judíos. Incendiaremos las ciudades y nos llevaremos a muchos por delante.

—Nunca sabrán lo que les ha golpeado —dijo Oddblood Gray con suavidad—. No tiene usted ni la menor idea de lo que puede reunir un gobierno en poder, en engaño, en división, en crueldad despiadada. No, no tiene ni la menor idea.

—Claro que la tengo —dijo el reverendo—. Los tipos como usted serán los Judas, que es lo que está practicando ahora mismo.

—Oh, jódase,
Caradelado
—dijo Gray—. Yo estaba hablando de miles, no de uno. Bien, éste es el favor que quiero que me haga. Kennedy se presenta para la reelección. Le necesitamos para que salga reelegido por la más abrumadora mayoría que se haya conseguido jamás. Y para que pueda disponer de su propio Congreso.

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