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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (20 page)

BOOK: La cuarta K
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Todos venían a decir lo mismo. Su capitulación completa representaba una enorme pérdida de prestigio para Estados Unidos. Se pondría de manifiesto que el país más poderoso del mundo había sido derrotado y humillado por un puñado de hombres decididos.

Apenas si se dio cuenta de que Jefferson entró en el dormitorio para limpiar la mesa. Después de haberle preguntado si deseaba más chocolate caliente, el mayordomo se despidió:

—Buenas noches, señor presidente.

Kennedy continuó leyendo y leyendo entre líneas. Sintetizó los puntos de vista aparentemente divergentes de las distintas agencias gubernamentales. Mientras leía estos informes, intentó colocarse en el papel de la potencia mundial rival.

Desde allí se vería a Estados Unidos como un país que se encontraba en su última fase de decadencia, como un gigante artrítico al que unos pilludos malévolos se atrevían a retorcerle la nariz. Dentro del propio país se estaba produciendo un drenaje interno de la sangre del gigante. Los ricos eran cada vez más ricos, mientras que los pobres se hundían cada vez más. La clase media luchaba desesperadamente por mantener su nivel de vida.

El mundo contemplaba con desprecio al gigante del dinero, esperando a que se desmoronara su propia y grasienta riqueza. Quizá eso no sucediera en una década, ni en dos o en tres, pero, de repente, se transformaría en un cadáver gigantesco carcomido por todos aquellos cánceres.

El presidente Francis Kennedy se dio cuenta de que esta última crisis, el asesinato del papa, el secuestro del avión y de su hija, las humillantes exigencias planteadas, eran acciones deliberadas, planificadas para asestar un golpe contra la autoridad moral de Estados Unidos.

Pero también había que tener en cuenta el ataque interno, la colocación de una bomba atómica de fabricación casera, si es que la había. El cáncer interior. Los perfiles psicológicos ya habían predicho la posibilidad de que pudiera suceder algo así, y se habían tomado precauciones. Pero no parecían suficientes. Y tenía que tratarse de algo interno; era una conspiración demasiado peligrosa para unos terroristas, un intento demasiado burdo para hacerle cosquillas al gigante obeso. Se trataba de una carta demasiado salvaje que los terroristas, por muy osados que fuesen, nunca se atreverían a utilizar. Eso podría abrir la caja de Pandora de la represión. Y ellos sabían muy bien que si los gobiernos suspendían las leyes que garantizaban las libertades civiles, especialmente el de Estados Unidos, podrían destruir con facilidad a cualquier organización terrorista.

Francis Kennedy estudió los informes que sintetizaban los datos conocidos de grupos terroristas y de las naciones que les prestaban su apoyo. Le sorprendió ver que China ofrecía a los grupos terroristas árabes más apoyo financiero que Rusia. Pero, después de todo, eso era comprensible. El eje ruso-árabe se hallaba cogido en una trampa. Los rusos tenían que apoyar a los árabes en contra de Israel porque Israel significaba la presencia estadounidense en el Oriente Medio. A los regímenes feudales árabes les preocupaba que Rusia quisiera hacer desaparecer sus propios Estados por el comunismo. Pero había organizaciones específicas que en estos momentos no parecían estar relacionadas con la operación de Yabril, a la que consideraban demasiado extraña y sin ventajas concretas para el coste que implicaba, lo que constituía un aspecto negativo. Los rusos nunca habían defendido la libre empresa en cuestiones de terrorismo. Pero existían grupos árabes desgajados, el Frente de Liberación Árabe,
al-Saiqa
, el FPLP-G y la pléyade de otros grupúsculos designados únicamente con iniciales. Estaban también las Brigadas Rojas, la japonesa, la italiana y la alemana; esta última se había tragado a todos los pequeños grupos desgajados, después de una guerra interna de aniquilación mutua. Y luego estaban los famosos «Cien», que, según la CÍA, no existían, sino que se trataba simplemente de una conexión internacional flexible. Yabril y Romeo fueron clasificados como pertenecientes a ese grupo, también conocido como «Cristos de la Violencia». Hasta China y Rusia contemplaban con horror a esos infames «Cien».

Pero lo más curioso de todo era que ni siquiera los «Cien» parecían poder controlar a Yabril, quien había planificado y ejecutado la operación por su propia cuenta. Cierto que había utilizado hombres y material de las Brigadas Rojas, pero eso lo había hecho a través de Romeo, quien, desde luego, parecía haber sido su mano derecha, sinque trascendiera nada más, a excepción de la conexión, final y sorprendente, con el sultán de Sherhaben.

Finalmente, todo eso fue demasiado para Kennedy. A la mañana siguiente, el miércoles, se habrían terminado las negociaciones y los rehenes quedarían libres. Ahora ya no cabía nada más que esperar. Eso ocuparía más tiempo que las veinticuatro horas exigidas, pero todo estaba acordado. Seguramente los terroristas serían pacientes.

Antes de quedarse dormido, pensó en su hija Theresa y en su luminosa sonrisa de confianza mientras hablaba con Yabril; era como la sonrisa reencarnada de sus propios tíos muertos. Terminó por caer en un sueño torturado en el que habló en voz alta, pidiendo auxilio. Cuando Jefferson acudió corriendo al dormitorio, observó fijamente el rostro dormido del presidente, que mostraba una expresión de agonía, esperó un momento y luego lo despertó de su pesadilla. Le trajo otra taza de chocolate caliente y le dio a Kennedy el somnífero que le había recetado el médico.

MIÉRCOLES POR LA MAÑANA

SHERHABEN

Cuando Francis Kennedy se quedó dormido, Yabril se despertó. Le encantaban las primeras horas de la mañana en el desierto, el frescor que remitía bajo el fuego interno del sol, el cielo que adquiría un tono rojo incandescente. En estos momentos siempre pensaba en el Lucifer de Mahoma, llamado Azazel.

El ángel Azazel, encontrándose ante Dios, se negó a adorar la creación del hombre, y Dios lo arrojó fuera del Paraíso para que encendiera las arenas del desierto y las convirtiera en fuego del infierno. «Oh, ser como Azazel», pensó Yabril. Cuando aún era joven y romántico, había utilizado el apodo de
«Azazel»
como primer nombre operativo.

El sol, inflamado de calor, le aturdió en esa mañana. A pesar de estar en la puerta del avión, dotado de aire acondicionado y situado a la sombra, una terrible oleada de aire caliente le hizo retroceder. Sintió náuseas y, por un momento, se preguntó si no sería por eso por lo que se disponía a actuar. Ahora cometería el último acto irrevocable, la última jugada de su partida de ajedrez que no le había comunicado ni a Romeo, ni al sultán de Sherhaben, ni a los componentes de las Brigadas Rojas que le ayudaban. Un último sacrilegio.

Más allá, observó el perímetro de las tropas del sultán, que tenían la terminal aérea como punto de apoyo y mantenían a raya a los miles de periodistas y reporteros de televisión. Contaba con la atención de todo el mundo, tenía en su poder a la hija del presidente de Estados Unidos. Disponía de una audiencia mucho mayor que la de cualquier gobernante, cualquier papa o profeta. Abarcaba con sus manos todo el globo. Yabril se volvió hacia el interior del avión, apartándose de la puerta abierta.

Cuatro de los hombres de su nuevo equipo estaban desayunando en la cabina de primera clase. Habían transcurrido ya veinticuatro horas desde que emitiera su ultimátum. El tiempo se había agotado. Los hizo levantar a toda prisa para que cumplieran sus órdenes. Uno de ellos se dirigió hacia donde estaba el jefe de seguridad del perímetro militar, llevando una orden escrita por Yabril en la que se autorizaba a los equipos de televisión a acercarse más al avión. Entregó a otro de sus hombres un montón de hojas impresas en las que se proclamaba que, puesto que no se habían cumplido las exigencias planteadas por Yabril dentro de las veinticuatro horas, se procedería a la ejecución de uno de los rehenes.

Ordenó a dos de sus hombres que llevaran a la hija del presidente desde la primera fila de asientos de la cabina de la clase turista, aislada del resto del aparato, hasta la de primera clase.

Cuando Theresa Kennedy entró en la cabina de primera clase y vio a Yabril esperando, su rostro se relajó en una sonrisa de alivio. Yabril se preguntó cómo podía estar tan encantadora después de haber pasado tanto tiempo en el avión. Pensó que debía de tratarse de la piel; su piel no tenía grasa que pudiera acumular la suciedad. Le devolvió la sonrisa y con un tono amable y medio en broma, le dijo:

—Está usted muy hermosa, aunque un poco desarreglada. Refresqúese, póngase algo de maquillaje y peínese. Las cámaras de televisión nos esperan. Nos estará viendo todo el mundo y no quiero que nadie piense que la hemos tratado mal.

La dejó entrar en el lavabo del avión y esperó. Ella tardó casi veinte minutos. Desde el otro lado de la puerta, escuchó el sonido del agua corriente y se la imaginó sentada, como una niña pequeña. Eso le hizo sentir un aguijonazo de dolor en el corazón y rogó: «Azazel, Azazel, permanece conmigo ahora». Después escuchó el gran rugido tumultuoso de la multitud bajo el deslumbrante sol del desierto; habían leído las octavillas. Escuchó también el ruido producido por las unidades móviles de televisión que se acercaban al aparato.

Theresa Kennedy apareció. Yabril vio una mirada de tristeza en su rostro. También de tenacidad. Ella había decidido que no diría nada, que no permitiría que la obligara a grabar su vídeo. Se había arreglado, estaba bonita y tenía fe en su propia fortaleza. Pero había perdido algo de su inocencia. Le sonrió a Yabril y dijo:

—No hablaré.

—Sólo quiero que la vean —dijo Yabril tomándola de la mano.

La condujo hasta la puerta abierta del avión y se quedaron allí, sobre el reborde. El aire enrojecido del sol del desierto quemaba sus cuerpos. Seis tractores móviles de la televisión parecían proteger al avión como monstruos prehistóricos, casi bloqueando a la enorme multitud que esperaba más allá del perímetro.

—Sonríales —dijo Yabril—. Quiero que su padre vea por sí mismo que está usted a salvo.

En ese momento, él le puso una mano en la espalda, sintiendo el cabello sedoso, tirando ligeramente de él para descubrirle la nuca. La piel blanca y marfileña estaba terriblemente pálida y la única mancha era un pequeño lunar negro que le descendía hacia el hombro.

Ella se encogió un poco al sentir el contacto de su mano, y se volvió para ver lo que estaba haciendo. Yabril la sujetó con más fuerza y la obligó a dirigir el rostro hacia adelante, de modo que las cámaras de televisión pudieran captar su belleza. El sol del desierto pareció enmarcarla en sus tonos dorados, con el cuerpo de él como formando su sombra.

Levantó una mano para sujetarse en la parte superior de la puerta y conservar el equilibrio, y apretó la parte delantera de su cuerpo contra la espalda de ella, de tal modo que ambos quedaron en el mismo borde, muy juntos, pero con un contacto tierno. Extrajo la pistola con la mano derecha y la sostuvo contra la piel de la nuca, puesta al descubierto. Y entonces, antes de que ella pudiera comprender qué significaba el roce del metal, apretó el gatillo y dejó que el cuerpo de Theresa Kennedy se separara del suyo.

En un primer instante, ella pareció flotar hacia arriba, hacia el sol, envuelta en el halo de su propia sangre. Luego, su cuerpo dio una sacudida de tal modo que las piernas señalaron hacia el suelo y, finalmente, en el aire, se giró de nuevo antes de golpear contra el cemento de la pista, quedando allí tendido, aplastado más allá de toda mortalidad, con la cabeza destrozada y abierta en un enorme agujero bajo el sol ardiente. Al principio, el único sonido que se escuchó fue el girar de las cámaras de televisión y el movimiento de las plataformas móviles. Luego, como arena que rodara sobre el desierto, llegó el gemido de miles de personas, en un grito interminable de terror.

Aquel sonido primitivo, en el que no percibió la nota de júbilo esperada, sorprendió a Yabril. Retrocedió, apartándose de la puerta, hacia el interior del avión. Vio a los hombres de su destacamento mirándole con expresiones de horror, de asco, con un terror casi animal.

—Alá sea alabado —les dijo. Pero ellos no le contestaron. Esperó durante un largo rato y después añadió con sequedad-: Ahora el mundo sabrá que actuamos en serio. Ahora nos darán todo aquello que pidamos.

Pero en su mente anotó el hecho de que el rugido de la multitud no había sido de éxtasis, tal y como había esperado. La reacción de sus propios hombres también parecía ominosa. La ejecución de la hija del presidente de Estados Unidos, la extinción de aquel símbolo de autoridad, violaba un tabú que él no había tenido en cuenta. Pero daba igual que fuera así.

Pensó por un momento en Theresa Kennedy, en su rostro dulce y el olor a violetas de su cuello blanco; pensó en su cuerpo atrapado ahora por el halo rojo del polvo. Y pensó: «Que se quede para siempre con Azazel, lejos del dorado marco del cielo, allá abajo, en las arenas del desierto». En su mente permaneció la última imagen de su cuerpo, con los pantalones blancos y anchos arracimados alrededor de las pantorrillas, dejando al descubierto los pies calzados con sandalias. El fuego del sol seguía envolviendo el avión y él estaba empapado en sudor. Y en ese momento, pensó: «Soy Azazel».

WASHINGTON

En el amanecer del miércoles, profundamente atenazado por una pesadilla, envuelto en el rugido angustiado de una enorme multitud, el presidente Kennedy se despertó al ser ligeramente agitado por Jefferson. Extrañamente, y aunque aún no estaba despierto del todo, siguió escuchando el ruido de voces tempestuosas que penetraban las paredes de la Casa Blanca.

La actitud de Jefferson parecía algo diferente; ya no tenía el aspecto del mayordomo que le preparaba el chocolate caliente, le cepillaba las ropas y se comportaba como un sirviente deferente. Parecía más bien un hombre que hubiera tensado su cuerpo y su rostro, preparado para recibir un golpe terrible.

—Señor presidente, despierte, despierte —repetía una y otra vez.

Kennedy ya estaba despierto.

—¿Qué demonios es ese ruido? —preguntó.

Todas las luces del dormitorio estaban encendidas, desde la araña del techo hasta los candelabros de las paredes, y había un grupo de hombres detrás de Jefferson. Reconoció al oficial naval que era médico de la Casa Blanca, al oficial de órdenes a quien se confiaban las claves nucleares, y también estaban Eugene Dazzy, Arthur Wix y Christian Klee. Sintió que Jefferson casi le levantaba en vilo de la cama para ponerlo en pie, deslizándole luego el batín con un movimiento rápido. Las piernas le temblaron por alguna razón desconocida, y Jefferson lo sostuvo.

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