La cuarta K (29 page)

Read La cuarta K Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: La cuarta K
10.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso es cierto —asintió—, pero recuerde que ya se habrá establecido que él tiene graves problemas psicológicos, y eso es algo que podremos utilizar para mantenerlo alejado del puesto, por el simple procedimiento de que el partido Demócrata le niegue la nominación.

Patsy Troyca había observado una cosa: Elizabeth Stone, la ayudante jefe del senador, no había dicho una sola palabra durante toda la reunión. Sin embargo, ella tenía un jefe con cerebro, no se veía obligada a proteger a Lambertino de sus propias estupideces.-Si me permiten sintetizar —dijo Troyca—, diría que la vicepresidenta y la mayoría del gabinete votan a favor de destituir al presidente, para lo cual deberían firmar la declaración esta misma tarde. El equipo personal del presidente seguirá negándose a firmar. Sería de una gran ayuda que firmaran la declaración, pero no lo harán. Según el procedimiento constitucional, la única firma esencial es la del vicepresidente. Tradicionalmente, el vicepresidente aprueba toda la política del presidente. ¿Estamos absolutamente seguros de que ella firmará? ¿O que no tardará en hacerlo? Lo que cuenta aquí es el tiempo.

—¿Qué vicepresidente no desea convertirse en presidente? —replicó Jintz echándose a reír—. Ella se ha pasado los tres últimos años deseando que a él le diera un ataque al corazón.

Entonces Elizabeth Stone habló por primera vez:

—La vicepresidenta no piensa de ese modo. Es absolutamente leal al presidente —dijo con frialdad—. Cierto que es casi seguro que firmará esa declaración, pero lo hará por razones honradas.

El congresista Jintz la miró con una paciente resignación y le dirigió un gesto de apaciguamiento. Lambertino frunció el ceño. Troyca permaneció con el rostro impasible, pero interiormente se sintió encantado.

—Sigo diciendo que es mejor evitar a todo el mundo —insistió Patsy Troyca—. Que sea el Congreso el que vaya al fondo de la cuestión.

El congresista Jintz se levantó del cómodo sillón donde estaba sentado.

—No se preocupe, Patsy, no creo que a la vicepresidenta le falte tiempo para desembarazarse de Kennedy. Firmará. Lo que probablemente no le guste es aparecer como una usurpadora.

«Usurpador» era una palabra utilizada a menudo en la Cámara de Representantes para referirse al presidente Kennedy. El senador Lambertino observó a Troyca con aversión. No le gustaba la relativa familiaridad en la actitud de aquel hombre, el hecho de que cuestionara los planes de sus superiores.

—No cabe la menor duda de que esta acción para destituir al presidente es legal, aunque no tenga precedentes —dijo—. La vigésimo-quinta enmienda a la Constitución no especifica que se tengan que presentar pruebas médicas. Pero la decisión del presidente de destruir Dak es una buena prueba.-Una vez que se haya hecho esto, existirá un precedente —dijo Patsy Troyca sin poderlo evitar—. De ese modo, una votación de dos tercios del Congreso podrá destituir a cualquier presidente. Al menos en teoría. —Observó con satisfacción que había logrado captar al menos la atención de Elizabeth Stone. Continuó diciendo-: Seríamos como otra república bananera, sólo que a la inversa, con el legislativo convertido en dictador.

—Eso, por definición, no puede ser cierto —dijo el senador Lambertino con sequedad—. El legislativo es elegido directamente por el pueblo, y no dicta nada, como lo puede hacer un solo hombre.

«No, a menos que el club Sócrates se te eche sobre el trasero», pensó Patsy Troyca con desprecio. Entonces se dio cuenta de lo que enojaba al senador. Por lo visto, el senador abrigaba sus propias aspiraciones presidenciales y no le gustaba que nadie dijera que el Congreso podría librarse del presidente cada vez que quisiera.

—Terminemos con esto de una vez —dijo Jintz—. Todos nosotros tenemos muchas cosas que hacer. En el fondo, esto no es más que un movimiento de consolidación de nuestra democracia.

Patsy Troyca aún no estaba acostumbrado a la simplicidad directa de los grandes hombres como el senador y el portavoz de la Cámara, y mucho menos cuando aquella sinceridad se correspondía con sus intereses egoístas más estimados. Observó una cierta expresión en el rostro de Elizabeth Stone y se dio cuenta de que ella pensaba exactamente lo mismo que él. Iba a tener que conseguirla sin que importara lo que le costase. Luego, con una humildad que concordaba con aquella sinceridad fingida, dijo:

—¿Cabe la posibilidad de que el presidente declare que el Congreso desobedece una orden ejecutiva con la que está en desacuerdo y que después desafíe el voto del propio Congreso? ¿Es posible que se dirija a la nación por televisión, antes de que se reúna el Congreso? Y puesto que el equipo personal de Kennedy se niega a firmar la declaración, al público le parecerá plausible que Kennedy se encuentra bien. Eso podría producir una gran cantidad de problemas, sobre todo si los rehenes son asesinados después de la destitución de Kennedy. Las repercusiones sobre el Congreso podrían ser tremendas.

Ni el senador ni el congresista parecieron sentirse muy impresionados por este análisis. Jintz le dio unas palmaditas en la espalda y le dijo:-Patsy, lo tenemos cubierto todo, de modo que asegúrese de preparar el papeleo.

En ese momento sonó el teléfono. Elizabeth Stone lo tomó. Escuchó un momento por el auricular y luego dijo:

—Senador, es la vicepresidenta.

Antes de tomar su decisión, la vicepresidenta Helen du Pray decidió efectuar su carrera diaria.

Era la primera vicepresidenta de Estados Unidos, tenía cincuenta y cinco años y era una mujer extraordinariamente inteligente. Aún era hermosa, posiblemente porque se había aficionado a la comida sana a los veinte años, y después durante su embarazo de un ayudante de fiscal de distrito, su esposo. También se había aficionado a correr siendo adolescente, antes de casarse. Uno de sus primeros amantes la solía llevar a practicar sus ejercicios: correr ocho kilómetros diarios y no simplemente hacer
jogging
.


Mens sana in corpore sano
—le había dicho en latín, y le tradujo después-: La mente está sana si el cuerpo está sano.

Ella lo «descartó» como amante debido a su condescendencia con la traducción y al hecho de que se tomara tan en serio lo que decía la cita (¿cuántas mentes saludables se han visto convertidas en polvo por un cuerpo demasiado saludable?).

No obstante, igualmente importante era su disciplina dietética, que disolvía los venenos que penetraban en su sistema y generaba un alto nivel de energía, lo que le daba, además, el premio adicional de poseer una magnífica figura. Sus oponentes políticos bromeaban diciendo que ella no tenía desarrollado el sentido del gusto, pero eso no era cierto. Disfrutaba con un melocotón rosado, una pera madura y el sabor peculiar de las verduras frescas, y en los momentos oscuros del alma, de los que nadie escapa, era capaz de comerse un paquete entero de pastas de chocolate.

Se había convertido en aficionada a la comida sana por casualidad. En sus primeros tiempos como fiscal de distrito había denunciado al autor de un libro dietético por haber hecho afirmaciones fraudulentas e injuriosas. Con objeto de prepararse para el caso, investigó el tema, leyó todo lo que encontró sobre el campo de la nutrición, siguiendo la premisa de que, para detectar lo falso, se debeconocer lo que es verdadero. Consiguió que se condenara al autor en cuestión y le hizo pagar una multa enorme, pero siempre tuvo la sensación de haber quedado en deuda con él.

Ahora, incluso como vicepresidenta de Estados Unidos, Helen du Pray comía con frugalidad y siempre corría por lo menos ocho kilómetros al día. Los fines de semana doblaba esa distancia. Hoy, en lo que podría ser el día más importante de su vida, con la declaración de destitución del presidente esperando su firma, decidió correr para despejar la mente.

Su guardaespaldas del servicio secreto tuvo que pagar el precio. En un principio, el jefe de su destacamento de seguridad no creyó que aquellas carreras matutinas constituyeran ningún problema. Después de todo, sus hombres estaban en muy buena forma física. Pero la vicepresidenta Du Pray no sólo corría a primeras horas de la mañana a través de bosques por donde no podían seguirla los guardaespaldas, sino que su carrera de más de quince kilómetros una vez a la semana dejaba bastante rezagados a sus hombres de seguridad. Al jefe del destacamento le extrañó que esta mujer de más de cincuenta años pudiera correr con tanta rapidez y durante trayectos tan largos.

La vicepresidenta no quería que nada ni nadie interrumpiera su carrera; después de todo, se trataba de algo sagrado en su vida. Eso había sustituido la «diversión», es decir, el disfrute de la comida, el licor y el sexo, el calor y la ternura que habían desaparecido de su vida cuando su esposo murió seis años antes.

Había prolongado sus carreras y apartado de su mente toda idea de volver a casarse; había llegado demasiado alto en la escala política como para arriesgarse a aliarse con un hombre que pudiera ser una trampa cazabobos, con cadáveres secretos en el armario que también la arrastrarían a ella. Sus dos hijas y una vida social activa eran suficientes para ella, y tenía además numerosos amigos, tanto masculinos como femeninos.

Se había ganado el apoyo de los grupos feministas del país, no con la habitual demagogia política sin contenido, sino con una fría inteligencia y una integridad a toda prueba. Había montado un ataque sin tregua contra los antiabortistas y en los debates había llegado a crucificar a aquellos machistas que, sin tener que correr ningún riesgo personal, trataban de legislar lo que podían hacer las mujeres con sus propios cuerpos. Había ganado esa lucha y, en el transcurso del proceso, había seguido subiendo en el escalafón político. Durante toda su vida desdeñó las teorías según las cuales los hombres y las mujeres deberían ser más similares; a ella le encantaban sus diferencias. La diferencia era valiosa en un sentido moral, del mismo modo que lo es una variación musical, o una variación de los productos que se consumen. Sí, había una diferencia. A partir de su vida política, y de los años que pasó como fiscal de distrito, aprendió que las mujeres son mejores que los hombres en las cosas más importantes de la vida. Y disponía de estadísticas que así lo demostraban. Los hombres cometían muchos más asesinatos, robaban más bancos, se perjudicaban más a sí mismos, y traicionaban mucho más a sus amigos y personas queridas. Como funcionarios públicos, eran mucho más corruptos; como creyentes en Dios, mucho más crueles; como amantes, mucho más egoístas; y en todos aquellos campos en los que ejercían poder se comportaban de un modo mucho más despiadado. Era mucho más probable que fueran los hombres los que destruyeran el mundo con la guerra, porque temían a la muerte mucho más que las mujeres. Pero, dejando aparte estas cuestiones, ella no tenía ninguna antipatía hacia los hombres.

En este miércoles, Helen du Pray empezó a correr a partir del coche que el chófer había aparcado en los bosques de los suburbios de Washington. Parecía como si quisiera alejarse corriendo de aquel documento fatídico que le esperaba sobre la mesa de su despacho. Los hombres del servicio secreto se desplegaron, uno delante, otro detrás y dos más a los flancos, todos ellos a por lo menos veinte pasos de distancia. Había habido una época en la que ella disfrutó haciéndolos sudar para mantener el ritmo. Después de todo, ellos iban vestidos con traje, mientras que ella llevaba ropa deportiva, y además iban cargados con armas, municiones y equipo de comunicaciones. Lo pasaron bastante mal, hasta que el jefe del destacamento de seguridad, perdida ya la paciencia, reclutó a verdaderos corredores procedentes de pequeñas universidades, lo que escarmentó un poco a Helen du Pray.

Cuanto más ascendía en el escalafón político, tanto más pronto se levantaba para correr. Su mayor placer lo experimentaba cuando la acompañaba una de sus hijas. De ese modo también se conseguían grandes fotos para los medios de comunicación. Todo contaba.La vicepresidenta había tenido que superar muchos obstáculos para alcanzar un puesto tan alto. Evidentemente, el primero de ellos fue el mismo hecho de ser una mujer, y luego el de ser hermosa, aunque ese obstáculo no fuera tan evidente. Debido a su poder externo, la belleza despertaba a menudo hostilidad en ambos sexos. Ella superó esa hostilidad con inteligencia, modestia y un sentido de la moralidad muy arraigado. También disponía de su propia dosis de astucia. En la política estadounidense era habitual que el electorado prefiriese a hombres agraciados y a mujeres feas como candidatos para cualquier puesto. Así pues, Helen du Pray había transformado una belleza seductora en la rígida elegancia de una Juana de Arco. Llevaba el cabello rubio platino bastante corto, mantenía su cuerpo delgado y juvenil, suprimía la protuberancia de los pechos con trajes hechos a medida. Las únicas joyas que se ponía eran un collar de perlas y el anillo de oro de casada. Un pañuelo de seda, una blusa suelta, y a veces guantes eran sus únicos signos exteriores de feminidad. Protegía aquella imagen de rígida feminidad hasta que sonreía o se reía, momentos en los cuales su sexualidad se desplegaba como un relámpago deslumbrador. Era femenina sin llegar al flirteo, y fuerte sin el menor atisbo de masculinidad. En resumen, constituía un verdadero modelo para ser la primera mujer presidenta de Estados Unidos. Y en eso se convertiría, si es que firmaba la declaración que la esperaba en su mesa.

Ahora se encontraba en la fase final de la carrera, saliendo de entre los bosques y corriendo por la carretera, hacia donde la esperaba otro coche. Los hombres del servicio secreto se acercaron, rodeándola como si fuera un diamante que corriese el peligro de estallar. Subió al coche y emprendió el camino de regreso hacia la mansión de la vicepresidencia. Después de ducharse, se puso las ropas de «trabajo», una falda y chaqueta de corte severo, y se dirigió a su despacho. La declaración la estaba esperando allí.

Pensó que aquello resultaba extraño. Había luchado desde siempre por escapar a una vida demasiado encajonada. Había desarrollado una brillante carrera como abogada, al mismo tiempo que tenía dos hijas; siguió una carrera política al tiempo que conservaba un matrimonio feliz y fiel. Había sido socia de una firma de abogados, luego representante, después senadora y, durante todo ese tiempo, siguió siendo una madre dedicada y cariñosa con sus hijas. Habíadirigido su vida de una forma impecable, sólo para convertirse en otra especie de ama de casa, la de ser vicepresidenta de Estados Unidos.

Other books

Death and Honesty by Cynthia Riggs
Silent Valley by Malla Nunn
Whispers on the Wind by Brenda Jernigan
The Beast of the Camargue by Xavier-Marie Bonnot
Every Second Counts by Sophie McKenzie
White Silence by Ginjer Buchanan
Cervantes Street by Jaime Manrique
In the Beginning by Robert Silverberg
The Astral Mirror by Ben Bova