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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (33 page)

BOOK: La cuarta K
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Sólo el abad disponía de un aparato de televisión y tenía acceso a los periódicos. Los programas de noticias de la televisión eran una fuente constante de diversión para él. Fantaseaba particularmente con el concepto de «Hombre Ancla» durante las emisiones nocturnas, y a menudo se imaginaba irónicamente a sí mismo como uno de aquellos «Hombres Ancla» de Dios. Utilizaba esta idea para recordarse a sí mismo la necesidad de la humildad.

Cuando llegó el coche, el abad los estaba esperando a las puertas del monasterio, flanqueado por dos monjes con viejas túnicas marrones y sandalias en los pies. Christian sacó la maleta de Kennedy del portaequipajes y observó al abad, que estrechó la mano del presidente electo. Aquel hombre parecía más un mesonero que un hombre santo. Les dirigió una mueca alegre para recibirlos y cuando Kennedy le presentó a Christian preguntó jocosamente:

—¿Por qué no se queda usted también? Una semana de silencio no le haría ningún daño. Le he visto en la televisión y debe de estar cansado de tanto hablar.

Por toda respuesta, Christian se limitó a sonreírle, agradecido. Miró a Francis Kennedy cuando ambos se estrecharon las manos. El rostro elegante aparecía muy sereno, el apretón de manos no fue emotivo. Kennedy no era un hombre que demostrara mucho sus verdaderos sentimientos. No parecía estar afligido por la muerte de su esposa. Mostraba más bien la mirada preocupada de un hombre que se viera obligado a ingresar en un hospital para someterse a una operación sin importancia.

—Confiemos en poder mantener esto en secreto —había dicho Christian—. A la gente no le gustan estos retiros religiosos. Podrían pensar que se ha vuelto usted loco.

El rostro de Francis Kennedy se contrajo en una ligera sonrisa, con una cortesía controlada, pero natural.

—No lo descubrirán —dijo—. Y sé que usted me cubrirá las espaldas. Pase a recogerme dentro de una semana. Será tiempo suficiente.Christian pensó en lo que podría sucederle a Francis durante aquellos días. Estuvo a punto de llorar. Lo tomó por los hombros y preguntó:

—¿Quiere que me quede con usted?

Kennedy negó con un gesto de la cabeza y cruzó el umbral de la puerta de entrada al monasterio. Aquel día, Christian pensó que parecía sentirse bien.

El día después de Navidad amaneció tan claro y luminoso, tan limpio por el frío, que pareció como si todo el mundo estuviera encerrado en una urna de cristal, con el cielo como un espejo y la tierra de un color marrón acerado. Cuando Christian condujo el coche hasta la puerta del monasterio encontró a Francis Kennedy esperándole, sin equipaje, las manos extendidas sobre la cabeza, el cuerpo firme y enderezado. Parecía exultante en su libertad.

Christian bajó del coche para saludarlo Francis Kennedy le dio un rápido abrazo y casi le gritó una alegre bienvenida. La estancia en el monasterio parecía haberlo rejuvenecido. Le sonrió, y fue una de aquellas raras y brillantes sonrisas que encantaban a las multitudes. La sonrisa con la que le aseguraba al mundo que la felicidad se podía ganar, que el hombre era bueno, que el mundo podría continuar eternamente, mejorando cada vez más. Era una sonrisa que le inducía a uno a quererle, porque expresaba el encanto que sentía al verle a uno. Christian se había sentido muy aliviado al ver aquella sonrisa. Francis estaría bien. Sería tan fuerte como siempre lo había sido. Sería la esperanza del mundo, el guardián fuerte del país y de sus semejantes. Ahora podrían realizar grandes hechos juntos.

Y luego, con aquella misma sonrisa brillante, Kennedy tomó a Christian por el brazo, le miró a los ojos y casi de una forma divertida, como si realmente no quisiera significar nada, como si sólo le estuviera dando un pequeño detalle de información, se limitó a decirle:

—Dios no ha ayudado.

En aquella fría mañana de invierno, Christian comprendió por fin que algo se había quebrado en Kennedy, que ya nunca más volvería a ser el mismo hombre. Aquella parte de su mente era algo que parecía habérsele arrancado de cuajo. Sería casi el mismo, pero ahora había una diminuta protuberancia de falsedad que antes no había estado allí. Comprendió que ni siquiera el propio Kennedy se había dado cuenta de ello, y que nadie lo sabría. Y que él, Christian, sería el único en saberlo porque era el único que había estado allí, en ese preciso momento, para ver la sonrisa brillante y escuchar las palabras jocosas: «Dios no ha ayudado».

—Qué demonios —replicó Christian—. Si sólo le ha dado siete días.

—Y es un hombre muy ocupado —dijo Kennedy echándose a reír.

Subieron al coche. Pasaron un día maravilloso. Kennedy nunca se había mostrado más ingenioso, nunca había estado tan animado. Estaba lleno de planes, ansioso por nombrar a su Administración y conseguir que ocurrieran cosas maravillosas en los cuatro años siguientes. Parecía un hombre reconciliado consigo mismo, con su desgracia, después de haber renovado sus energías. Y eso casi convenció a Christian.

Ya entrada la tarde del jueves, Christian Klee salió sigilosamente de la frenética Casa Blanca durante unas pocas horas para hacer de una vez lo que tenía que hacer. Primero tenía que ver a Eugene Dazzy, luego a una tal Jeralyn Albanese, después a
El Oráculo
, y finalmente al gran doctor Zed Annaccone.

Arrinconó a Dazzy por unos pocos momentos en su despacho, eso le resultó fácil. Su siguiente visita fue al doctor Annaccone, en el edificio del Instituto Nacional de Ciencia, y eso era algo que deseaba hacer con rapidez. Tenía que estar de vuelta en la Casa Blanca cuando Kennedy convocara una última reunión estratégica antes de que el Congreso votara. Pensó con una mueca que esta tarde solventaría unos pocos problemas y le ofrecería a Francis Kennedy una oportunidad para luchar. Y entonces su mente le jugó una curiosa mala pasada. En algún momento de esta tarde tendría que interrogar en secreto a Adam Gresse y Henry Tibbot, pero su mente se negó a incluir a los dos jóvenes científicos en su apretada agenda. Tendría que hacerlo, pero no pensaría en ello, y eso no formaría parte de su agenda hasta que no lo decidiera así.

El doctor Zed Annaccone era un hombre bajo, delgado y con un fuerte torso. Su rostro estaba extraordinariamente alerta y la expresión que mostraba no es que fuera autosuficiente, sino que más bienreflejaba la confianza de un hombre que creía saber más que ningún otro sobre cosas importantes en este mundo. Lo que no dejaba de ser bastante cierto.

El doctor Annaccone era el asesor científico médico del presidente de Estados Unidos. También era director del Instituto Nacional de Investigación del Cerebro y jefe administrativo del Consejo Asesor Médico de la Comisión de Seguridad Atómica. En cierta ocasión, durante una cena en la Casa Blanca, Klee le había oído decir que el cerebro era un órgano tan complejo que poseía la capacidad de producir todos los productos químicos que necesitara el cuerpo. Y Klee se preguntó «¿Y qué?». El médico, como si le hubiera leído la pregunta en los ojos, le dio unas palmaditas en la espalda y dijo:

—Ese hecho es mucho más importante para la civilización que cualquier otra cosa que puedan ustedes hacer aquí, en la Casa Blanca. Y lo único que necesitamos para demostrarlo son mil millones de dólares. ¿A qué demonios equivale eso, a un portaviones?

Luego, le dirigió una sonrisa a Klee, dándole a entender que no había pretendido ofenderlo.

Ahora, sonrió cuando Klee entró en su despacho.

—Bien —dijo el doctor Annaccone—. Finalmente, hasta los abogados acuden a verme. ¿Se da usted cuenta de que nuestras filosofías son directamente opuestas?

Klee sabía que el doctor Annaccone estaba a punto de hacer alguna broma sobre la profesión legal, y se sintió ligeramente irritado. ¿Por qué razón la gente siempre tiene que hacer observaciones tan ingeniosas sobre los abogados?

—Me refiero a la verdad —siguió diciendo el doctor Annaccone sin dejar de sonreír—. Ustedes, los abogados, siempre tratan de ocultarla. Nosotros, los científicos, tratamos de ponerla al descubierto.

—No, no —dijo Klee sonriéndole aunque sólo fuera para demostrarle que también tenía sentido del humor—. Sólo he venido a buscar información. Nos encontramos ante una situación que exige la aplicación de ese estudio PVT especial, bajo la cobertura de la ley de Seguridad Atómica.

—Sabe que tiene que conseguir la firma del presidente para hacer eso —dijo el doctor Annaccone—. Personalmente, yo aplicaría el procedimiento en muchas otras situaciones, pero los defensores de las libertades civiles me darían de patadas en el trasero.-Lo sé —asintió Chnstian. A continuación le explicó la situación de la bomba atómica y la detención de Gresse y Tibbot—. Nadie cree que haya realmente una bomba, pero si la hay, el factor tiempo será crucialmente importante. Y el presidente se niega a firmar esa orden.

—¿Por qué? —preguntó el doctor Annaccone.

—Debido a los posibles daños cerebrales que puedan producirse durante la aplicación del procedimiento— contestó Klee.

Eso pareció sorprender a Annaccone. Pensó por un momento.

—La posibilidad de que se produzca algún daño cerebral significativo es muy pequeña —dijo—. Quizá sea del diez por ciento. El mayor peligro es la rara incidencia de paro cardíaco, y el aún más raro efecto secundario, posterior a la aplicación del procedimiento, de que se produzca una pérdida de memoria total. Le he enviado informes al presidente hablando de ello. Confío en que los haya leído.

—Lo lee todo —le aseguró Christian—. Pero me temo que eso no le hará cambiar de opinión.

—Es una pena que no dispongamos de más tiempo —dijo el doctor Annaccone—. Estamos completando pruebas que tendrán como resultado la creación de un detector de mentiras infalible, basado en la medición computarizada de los cambios químicos producidos en el cerebro. La nueva prueba es muy parecida a la del PVT, pero sin ese diez por ciento de riesgo de producir daños. Será algo completamente seguro. Sin embargo, no la podemos utilizar ahora. Será poco segura hasta que dispongamos de mayor información para satisfacer las exigencias legales.

Christian experimentó un hormigueo de excitación.

—¿Cree que un tribunal admitiría un detector de mentiras seguro e infalible?

—Legalmente, no lo sé —contestó el doctor Annaccone—. Desde el punto de vista científico, la nueva prueba de detección cerebral de mentiras será tan infalible como las del ADN y las huellas dactilares, pero sólo después de que hayamos recopilado y analizado en profundidad todas las pruebas aportadas por las computadoras. Eso es una cosa. Pero conseguir que se admita en un procedimiento judicial, es otra cosa. Los grupos que defienden las libertades civiles se opondrán frontalmente a ello. Están convencidos de que no se puede utilizar a un hombre para que testifique en contra de sí mismo. ¿Y qué le parecería a la gente del Congreso la idea de que pudieran ser sometidos a una prueba así ante un tribunal criminal?

—A mí no me gustaría someterme a esa prueba —admitió Klee.

—Con ello, el Congreso habría firmado su propia sentencia de muerte política —dijo Annaccone con una risita—. Y, sin embargo, ¿dónde está la verdadera lógica? Nuestras leyes se hicieron para impedir la obtención de confesiones por medios ilícitos. No obstante, aquí estamos hablando de ciencia. —Hizo una breve pausa antes de continuar-: ¿Qué pasaría con los líderes del mundo de los negocios, o con los esposos y esposas infieles?

—Eso es un poco horripilante —admitió Klee.

—¿Y qué sucede entonces con todas esas viejas frases como: «La verdad te hará libre», o «La verdad es la mayor de las virtudes», o «La verdad es la propia esencia de la vida», o «El mayor ideal del hombre es la lucha por descubrir la verdad? —El doctor Annaccone se echó a reír—. Una vez que hayamos verificado nuestras pruebas, apostaría a que nos recortarán el presupuesto.

—Ése es mi ámbito de competencia —dijo Christian—. Arreglaremos la ley. Especificaremos que su prueba sólo podrá utilizarse en casos criminales importantes. Restringiremos su uso al gobierno. Haremos que sea como una sustancia narcótica estrictamente controlada, o como la fabricación de armas. Así pues, si usted consigue demostrar científicamente la efectividad de la prueba, yo me encargaré de la legislación. En cualquier caso, ¿cómo demonios funciona eso?

—¿La nueva MVT? Es muy sencillo. No es un procedimiento físicamente invasor. Nada de cirugía con el escalpelo en la mano. Nada de cicatrices visibles. Sólo una pequeña inyección de una sustancia química en el cerebro, a través de los vasos sanguíneos. Sería como una especie de autosabotaje químico con productos psicofarmacéuticos.

—Eso es como vudú para mí —dijo Christian—. Debería estar usted en la cárcel, junto con esos dos jóvenes científicos.

—No hay la menor conexión —dijo el doctor Annaccone echándose a reír—. Esos jóvenes trabajan para volar el mundo. Yo trabajo para llegar a las verdades internas. Me dedico a descubrir cómo piensa el hombre en realidad, qué es lo que siente.

El doctor Zed Annaccone le había causado al presidente Kennedy más problemas políticos que ningún otro miembro de la Administración. La razón es que hacía demasiado bien su trabajo. Su Instituto Nacional de Ciencia había levantado una polvareda política al recoger órganos vitales de bebés muertos para utilizarlos en los trasplantes. El doctor Annaccone había utilizado fondos para experimentos de ingeniería genética en voluntarios humanos. Había efectuado trasplantes genéticos en personas proclives al cáncer, a la enfermedad de Alzheimer, a todas las enfermedades todavía misteriosas que afectaban a los riñones, el hígado, los ojos. Había propuesto un programa de experimentos genéticos que despertó la ira de la mayoría de las confesiones religiosas, del público en general, y de los poderes políticos. Y, en realidad, el doctor no sabía a qué venía tanto jaleo. Sólo sentía desprecio por sus oponentes, y no dejaba de demostrarlo. Pero hasta él sabía que una prueba de detección cerebral de mentiras traería consigo problemas legales.

—Esto quizá sea el descubrimiento más importante en la historia médica de nuestro tiempo —dijo—. Imagínese si pudiéramos leer el cerebro. Todos sus abogados se quedarían sin trabajo.

—¿Cree de veras que es posible determinar cómo funciona el cerebro?

—No —contestó el doctor Annaccone encogiéndose de hombros—. Si el cerebro fuera tan simple, nosotros seríamos demasiado simples para determinarlo. —Dirigió otra sonrisa a Christian—. Lo cierto es que nuestro cuerpo nunca se pondrá a la altura de nuestro cerebro. Debido a eso, no importa lo que suceda, porque la humanidad nunca podrá ser más que una forma superior del animal. —Y parecía como si ese hecho le llenara de alegría. Reflexionó un momento, antes de añadir-: Como usted sabe, «hay un fantasma en la máquina». Es una frase de Koestler. En realidad, el hombre tiene dos cerebros, el primitivo y el civilizado, que se superpone al primero. Sin duda alguna habrá observado que en los seres humanos existe una cierta malicia inexplicable. ¿Le parece que es una malicia inútil?

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