Ahora, en esta mañana del jueves después de la Semana Santa, en medio de la crisis, Matthew Gladyce evitó todo contacto directo con los medios de comunicación. Sus ayudantes tuvieron reuniones en la sala de Prensa de la Casa Blanca, pero se limitaron a entregar comunicados de prensa redactados cuidadosamente y a esquivar las preguntas que se les hacían.
Matthew no contestó al teléfono, que sonaba con insistencia en su despacho, y sus secretarias se ocuparon de interceptar todas las llamadas y de librarle de los reporteros insistentes y de los poderosos comentaristas de televisión que trataban de hacerle pagar ahora los favores que les debía. Su trabajo consistía en proteger al presidente de Estados Unidos.
Gracias a su larga experiencia como periodista, Matthew Gladyce sabía que en Estados Unidos no existía un ritual más reverenciado que la tradicional insolencia de los medios de comunicación, tanto escritos como televisados, para con los miembros importantes del
establishment
. Las imperiosas estrellas de la televisión se atrevían a gritar a los afables miembros del gabinete, dar palmaditas en el hombro al propio presidente, y perseguir a los candidatos para los altos puestos con la ferocidad propia de fiscales acusadores. Los periódicos publicaban libelos en nombre de la libertad de expresión. Hubo una época en la que él mismo había formado parte de todo eso, e incluso lo había admirado. Había disfrutado con el odio inevitable que todo funcionario público siente por los representantes de los medios de comunicación. Pero los tres años que llevaba como secretario de Prensa le habían cambiado. Al igual que el resto de la Administración y, en realidad, al igual que todas las figuras gubernamentales a lo largo de la historia, había terminado por desconfiar y devaluar esa gran institución de la democracia conocida como libertad de expresión. Como todas las figuras con autoridad, había terminado por considerarla como una agresión. Los medios de comunicación se habían convertido para él en criminales santificados que robaban a las instituciones y privaban a los ciudadanos de su buen nombre. Y eso sólo lo hacían para vender sus periódicos y anuncios publicitarios a trescientos millones de personas.
Hoy estaba decidido a no darles a aquellos hijos de perra la menor oportunidad. Sería él quien les arrojaría la pelota a su debido tiempo.
Pensó en los cuatro últimos días y en todas las preguntas que le habían planteado los medios de comunicación. El presidente se había aislado de toda comunicación directa y Matthew Gladyce se había encargado de llevar la pelota. El lunes se le preguntó: «¿Por qué los secuestradores no han planteado todavía ninguna exigencia? ¿Está relacionado el secuestro de la hija del presidente con el asesinato del papa?». Finalmente, aquellas preguntas se contestaron por sí mismas, gracias a Dios. Eso, al menos, había quedado debidamente solventado. Ambos hechos estaban relacionados. Y los secuestradores habían planteado sus exigencias.
Gladyce había emitido el comunicado de prensa bajo la supervisión directa del propio presidente. Aquellos acontecimientos constituían un ataque concertado contra el prestigio y la autoridad mundial de Estados Unidos. Luego vino el asesinato de la hija del presidente y las estúpidas y jodidas preguntas:
—¿Cómo reaccionó el presidente al enterarse del asesinato?
Ante esta pregunta, Gladyce perdió los nervios.-¿Qué demonios cree que puede haber sentido, estúpido? —le replicó al periodista.
Luego se le hizo otra pregunta aún más estúpida:
—¿Esto le ha recordado al presidente los asesinatos de sus tíos?
En ese preciso momento, Gladyce decidió dejar las conferencias de prensa en manos de sus ayudantes.
Pero ahora tenía que salir a la palestra. Tendría que defender el ultimátum del presidente dirigido contra el sultán de Sherhaben. Eliminaría la amenaza de destruir el sultanato de Sherhaben. Diría que si se liberaba a los rehenes y se detenía a Yabril, la ciudad de Dak no sería destruida. Siempre encontraría una forma de salir adelante cuando Dak fuera destruida. Pero lo más importante de todo era que el presidente aparecería por televisión esa misma tarde, para dirigirse a toda la nación.
Miró por la ventana de su despacho. La Casa Blanca estaba rodeada por los camiones de la televisión y los corresponsales de prensa procedentes de todo el mundo. «Que los jodan a todos», pensó Gladyce. Sólo sabrían aquello que él quisiera que supieran.
JUEVES
(SHERHABEN)
Los enviados de Estados Unidos llegaron a Sherhaben. Su avión aterrizó en una pista paralela, lejos de donde se hallaba el avión de los rehenes, mandado por Yabril y rodeado todavía por las tropas de Sherhaben. Detrás de éstas había gran cantidad de camiones de la televisión, corresponsales de prensa venidos de todo el mundo y una multitud de curiosos que habían viajado hasta allí desde la ciudad de Dak.
Sharif Waleeb, el embajador de Sherhaben, había tomado pastillas para dormir durante la mayor parte del viaje. Bert Audick y Arthur Wix habían hablado, el primero tratando de convencer al segundo para que modificara las exigencias del presidente, de modo que pudieran lograr la liberación de los rehenes sin necesidad de emprender ninguna acción drástica.
—No tengo autorización para negociar —dijo finalmente Wix—. Sólo tengo que transmitir un estricto comunicado del presidente.Ellos ya han tenido su diversión, ahora van a tener que pagar por ello.
—Por el amor de Dios —exclamó Audick con hosquedad—, es usted el asesor de Seguridad Nacional. Asesore, pues.
—No hay nada que asesorar —replicó Wix con expresión pétrea—. El presidente ya ha tomado su decisión.
Tras la llegada al palacio del sultán, Wix y Audick fueron escoltados por guardias armados a sus suites palaciegas. De hecho, el palacio parecía estar tomado por formaciones militares. El embajador Waleeb fue llevado inmediatamente a presencia del sultán, a quien presentó formalmente los documentos del ultimátum.
En la ornamentada sala de conferencias oficial, ambos se abrazaron, pero como iban vestidos con ropas occidentales, se sintieron ridículos al hacerlo.
—Sus cables y la conversación telefónica que sostuvo conmigo son algo que no puedo creer —dijo el sultán—. Sin lugar a dudas, mi querido Waleeb, tiene que tratarse de un farol. Va en contra del carácter estadounidense. Destruirán su reputación mundial de moralidad internacional y actuarán en contra de su muy arraigada codicia. Si destruyen Dak pierden cincuenta mil millones. ¿Qué significa esta amenaza que puede tener las más calamitosas consecuencias?
Waleeb, un hombre pequeño, aunque tan pulcro como un muñeco, se sentía tan aterrorizado que el sultán tuvo que darle un apretón de manos para infundirle el valor suficiente para hablar.
—Alteza —dijo finalmente Waleeb—, os ruego que consideréis esto con la mayor atención. Disponen de una película en la que se os ve apoyando a Yabril. De eso no cabe duda. En cuanto al presidente Kennedy, no está fanfarroneando. La ciudad de Dak será destruida. Y en cuanto a las consecuencias calamitosas que están en el memorándum, y que son conocidas por su Congreso y el personal gubernamental, son mucho peores de lo que parece. Me dio el mensaje para que os lo transmitiera personalmente. Un mensaje que, de una forma inteligente, no ha permitido que sea oficial. Jura que si no cumplís con sus exigencias de liberar a los rehenes y entregarle a Yabril, el Estado de Sherhaben dejará de existir.
El sultán no creyó la amenaza, pensando que cualquiera podía aterrorizar a este pequeño hombre.
—Y cuando Kennedy le comunicó eso, ¿qué aspecto tenía? —preguntó—. ¿Es un hombre que expresa esa clase de amenazas sólo para asustar? ¿Apoyará su gobierno una acción de esa clase? Se jugará toda su carrera política a esta única carta. ¿No se trata sólo de una estratagema negociadora?
Waleeb se levantó de la silla bordada en oro en la que se había sentado. De repente, su diminuta figura de muñeco se hizo impresionante. El sultán pudo comprobar que tenía una voz potente.
—Alteza, Kennedy sabía exactamente lo que diríais, palabra por palabra. Veinticuatro horas después de la destrucción de Dak, todo el Estado de Sherhaben será destruido si no cumplís con sus exigencias. Y ésa es la razón por la que no se puede salvar Dak. Ésa es la única forma de que dispone para convenceros de que está hablando en serio. También dijo que estaríais de acuerdo con sus exigencias después de que Dak hubiera quedado destruida, pero no antes. Estaba sereno, y sonreía. Ya no es el mismo hombre que era. Ahora es Azazel.
Más tarde, los dos enviados del presidente de Estados Unidos fueron conducidos a una espléndida sala de recepción, que incluía terrazas con aire acondicionado y una piscina. Fueron atendidos por sirvientes masculinos con vestimenta árabe, que les trajeron comida y bebidas no alcohólicas. El sultán les saludó, rodeado por sus consejeros y guardaespaldas.
El embajador Waleeb hizo las presentaciones. El sultán ya conocía a Bert Audick. Habían estado estrechamente relacionados con motivo de pasados contratos petrolíferos, y Audick había sido su anfitrión en sus visitas a Estados Unidos, comportándose de una forma discreta y atenta. El sultán lo saludó cálidamente.
El segundo hombre fue una sorpresa para él, y al sentir que se le encogía el corazón, el sultán reconoció la presencia del peligro y empezó a creer en la realidad de la amenaza de Kennedy. Porque el segundo tribuno, como el sultán los consideraba, no era otro que Arthur Wix, el consejero de Seguridad Nacional del presidente y, además, un judío. Tenía fama de ser una de las figuras militares más poderosas en Estados Unidos y enemigo declarado de los Estados árabes en su lucha contra Israel. El sultán no dejó de observar que Arthur Wix no le ofreció la mano, sino que se limitó a inclinar la cabeza en un gesto de cortesía.Lo siguiente que cruzó por la mente del sultán fue la idea de que si la amenaza del presidente era real, ¿por qué enviar a un funcionario tan destacado a que corriera tal peligro? ¿Y si aprehendía a estos tribunos como rehenes? ¿No perecerían si se lanzaba cualquier ataque contra Sherhaben? ¿Se atrevería Audick a venir arriesgándose a una posible muerte? Por lo que sabía de él, ciertamente no. Eso significaba que aún quedaba espacio para la negociación y que la amenaza de Kennedy era una fanfarronada. O bien Kennedy era un loco y no le preocupaba lo que les sucediera a sus enviados y cumpliría la amenaza de todos modos. Observó la sala de recepción que le servía como cámara de Estado. Era mucho más lujosa que cualquiera de la Casa Blanca. Las paredes estaban pintadas de oro, las alfombras eran las más caras del mundo, con dibujos exquisitos de las que jamás podría existir un duplicado, el mármol era el más puro y estaba trabajado con la mayor laboriosidad. ¿Cómo podía destruirse todo eso?
—Mi embajador me ha transmitido el mensaje de su presidente —dijo el sultán con una serena dignidad—. Me resulta muy difícil creer que el líder del mundo libre se atreva a plantear tal amenaza, y mucho menos a ponerla en práctica. Y estoy perdido. ¿Qué influencia puedo tener yo sobre ese bandido de Yabril? ¿Acaso su presidente es otro Atila? ¿Se imagina que gobierna la antigua Roma, en lugar de los modernos Estados Unidos?
Fue Audick el primero en hablar.
—Sultán Maurobi —dijo—, he venido aquí como amigo suyo, para ayudarle a usted y a su país. El presidente tiene la intención de cumplir su amenaza. Parece ser que no tiene usted alternativa. Tiene que entregarnos a ese Yabril.
El sultán permaneció en silencio durante un largo rato. Luego se volvió hacia Arthur Wix.
—¿Y qué está usted haciendo aquí? —preguntó con ironía—. ¿Es que Estados Unidos puede prescindir de un hombre tan importante como usted, si me niego a cumplir con las exigencias de su presidente?
—Se discutió cuidadosamente el hecho de que nos mantendría como rehenes si se negara a cumplir con esas exigencias —dijo Arthur Wix con una expresión absolutamente impasible. No demostró para nada la cólera y el odio que sentía por el sultán—. Como gobernante de un país independiente, está justificada su cólera y su contraamenaza. Pero ésa es precisamente la razón por la que estoy aquí. Para asegurarle que ya se han dado las necesarias órdenes militares. El presidente dispone de ese poder como comandante en jefe de las fuerzas armadas estadounidenses. Dentro de poco, la ciudad de Dak dejará de existir. Veinticuatro horas más tarde, si usted no obedece, el país de Sherhaben también será destruido. Todo esto dejará de existir —dijo señalando la sala con un gesto—. Y usted se verá obligado a vivir de la caridad de los gobernantes de sus países vecinos. Seguirá siendo sultán, pero será un sultán de nada.
El sultán no demostró su cólera. Se volvió hacia el otro hombre y preguntó:
—¿Tiene usted algo más que añadir?
—No cabe la menor duda de que Kennedy se dispone a cumplir su amenaza —contestó Bert Audick, casi con timidez—. Pero en nuestro gobierno hay otras personas que están en desacuerdo. Esta acción puede acabar con su presidencia. —Se volvió hacia Arthur Wix y añadió, casi como pidiendo disculpas-: Creo que esto es algo de lo que tenemos que hablar abiertamente.
Wix le miró con gesto hosco. Había temido esa posibilidad. Desde el punto de vista estratégico, siempre era posible que Audick tratara de negociar por su cuenta. El hijo de perra iba a tratar de socavar toda la situación, sólo para salvar sus condenados cincuenta mil millones.
Arthur Wix miró venenosamente a Audick y le dijo al sultán:
—No hay ninguna posibilidad de negociación.
Audick le dirigió a Wix una mirada desafiante y luego volvió a dirigirse al sultán:
—Creo que, basándome en nuestra larga relación, es justo decirle que hay una esperanza. Y tengo la impresión de que debo decírselo ahora, delante de mi compatriota, y no en una audiencia privada con usted, como podría haber hecho fácilmente. El Congreso de Estados Unidos va a celebrar una sesión especial para destituir al presidente Kennedy. Si podemos anunciar la noticia de que usted está liberando a los rehenes, le garantizo que Dak no será destruida.
—¿Y no tendré que entregar a Yabril? —preguntó el sultán.
—No —contestó Audick—. Pero no debe insistir en la liberación del asesino del papa.A pesar de toda su actitud diplomática, el sultán no pudo reprimir un matiz de regocijo al decir:
—Señor Wix, ¿no le parece que ésa es una solución mucho más razonable?