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Authors: James Ellroy

La dalia negra (42 page)

BOOK: La dalia negra
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Era la hora del recreo. Kay se hallaba en medio del patio, vigilando a los chavales que jugaban en un gran cajón de arena. La estuve observando un rato desde el coche y luego fui hasta ella.

Los chavales fueron los primeros en verme. Les enseñé los dientes hasta que por fin empezaron a reírse. Entonces, fue cuando Kay se volvió hacia mí.

—El avance patentado marca Bucky Bleichert.

—Dwight —dijo Kay; los chicos nos miraron como si se hubieran dado cuenta de que ése era un gran momento. A Kay le ocurrió lo mismo unos segundos después que a ellos—. ¿Has venido aquí para decirme algo?

Me reí; los críos se carcajearon ante esa 'nueva exhibición de mis dientes.

—Sí. He decidido olvidarlo todo. ¿Quieres casarte conmigo?

—¿Y enterraremos el resto del asunto? —repuso ella, con rostro inexpresivo—. ¿Y también a esa maldita chica asesinada?

—Sí. A ella también.

Kay dio un paso hacia adelante y cayó en mis brazos.

—Entonces, sí.

Nos abrazamos.

—¡La señorita Lake tiene novio, la señorita Lake tiene novio! —gritaron los niños.

Nos casamos tres días después, el 2 de mayo de 1947. Fue algo apresurado: un sacerdote protestante de la policía de Los Ángeles se encargó de la ceremonia y el servicio matrimonial fue celebrado en el patio trasero de la casa de Lee Blanchard. Kay llevaba un vestido rosa para burlarse de que no era virgen; yo usé mi mejor uniforme del cuerpo. Russ Millard fue el padrino y Harry Sears acudió como invitado. Empezó con su tartamudeo habitual que, según pude observar, cesaba a la cuarta copa. Saqué a mi viejo del asilo con un pase temporal; aunque el pobre no tenía ni la menor idea de quién era yo, pareció pasárselo muy bien; se dedicó a tomar tragos de la petaca de Harry, clavar sus ojos en Kay y dar saltitos al compás de la música emitida por la radio. Había una mesa con bocadillos y ponche, tanto del fuerte como del suave. Comimos y bebimos los seis y hubo gente, a la cual no conocíamos de nada y que pasaba por el Strip, que oyó la música y las risas y se unió a la fiesta. Cuando anochecía, el patio se encontraba lleno de personas desconocidas y Harry hubo de hacer una escapada al Mercado Rancho de Hollywood en busca de más comida y bebida. Le quité las balas a mi revólver reglamentario y dejé que esos civiles desconocidos jugaran con él; Kay bailó polcas con el sacerdote. Cuando se hizo de noche no quise ponerle fin a la fiesta, así que pedí guirnaldas de luces navideñas a los vecinos y las colgué encima de la puerta y en los alambres de la ropa, incluso en el árbol yuca favorito de Lee. Bailamos, bebimos y comimos bajo unas constelaciones falsas, con estrellas rojas, azules y amarillas. Sobre las dos de la madrugada cerraron los clubs nocturnos del Strip; entonces, la gente que salía del Trocadero y el Mogambo se apoderó del lugar, y Errol Flynn estuvo un rato por allí, cambiándome el frac por la chaqueta del uniforme, con insignia y medallas incluidas. De no haber sido por el repentino chaparrón que cayó sobre nosotros, la cosa podría haber durado para siempre... y eso deseaba yo. Pero la multitud se dispersó entre besos y abrazos frenéticos y Russ se encargó de llevar a mi viejo al asilo. Kay Lake Bleichert y yo nos retiramos al dormitorio para hacer el amor. Dejé la radio encendida para que me ayudara a no pensar en Betty Short. No era necesario: ni una sola vez su imagen cruzó por mi mente.

TERCERA PARTE
Kay y Madeleine
25

Pasó el tiempo. Kay y yo trabajábamos y jugábamos a ser un matrimonio joven.

Tras nuestra rápida luna de miel en San Francisco, yo volví a los restos de mi carrera como policía. Thad Green me habló sin rodeos: admiraba lo que había hecho con los Vogel pero me consideraba inútil para el trabajo de patrulla... Me había ganado la enemistad de los jefes y de los policías de a pie y mi presencia entre los tipos de uniforme no haría más que crear problemas. Dado que en mi único año de universidad había obtenido muy buenas notas tanto en química como en matemáticas, me asignó al departamento de investigación científica como técnico encargado de recoger y analizar pruebas.

El trabajo se hacía casi de paisano: bata blanca en el laboratorio y traje gris en los escenarios de los crímenes. Clasifiqué tipos de sangre, esparcí polvo en busca de huellas dactilares y escribí a máquina informes balísticos; rasqué la suciedad viscosa de las paredes donde habían sido cometidos crímenes y la estudié bajo un microscopio, dejando que los tipos de Homicidios continuaran a partir de ahí. Todo consistía en probetas, mecheros de gas y sangre y tripas clínicas..., una intimidad con la muerte que nunca me llegó a gustar del todo; un recordatorio constante de que no era un detective, de que no se podía confiar en mí para que avanzara a partir de mis propios hallazgos.

Desde distancias variadas fui siguiendo a los amigos y enemigos que el caso de la
Dalia
me había proporcionado.

Russ y Harry mantuvieron intacto el archivo en la habitación de El Nido, y siguieron trabajando durante sus horas libres en la investigación sobre el caso Short. Yo tenía una llave de la puerta pero no la utilicé... para cumplir la promesa que le había hecho a Kay de enterrar a «esa... chica asesinada». Algunas veces me reunía con el padre para almorzar y le preguntaba qué tal iban las cosas. Él siempre decía «despacio» y yo sabía que jamás encontraría al asesino aunque nunca dejaría de intentarlo.

En junio de 1947, Ben Siegel murió en el apartamento que su chica tenía en Beverly Hills; le pegaron un tiro. A Bill Koenig, asignado a la calle Setenta y Siete después del suicidio de Fritz Vogel, le soltaron un escopetazo en el rostro a principios del 48, en una esquina de Watts. Los dos asesinatos quedaron sin resolver. Ellis Loew recibió una paliza horrible en las primarias republicanas de junio del 48 y yo lo celebré a mi manera: destilé aguardiente en los frascos de precipitación del laboratorio, usando mi mechero Bunsen, y conseguí que todo el personal pillara una borrachera.

Las elecciones generales del 48 me trajeron noticias de los Sprague. Un equipo reformista del Partido Demócrata se presentaba a los puestos del ayuntamiento y la junta de supervisión urbanística, siendo su tema básico de la campaña, «planificar la ciudad». Afirmaban que por toda Los Ángeles había viviendas mal diseñadas e inseguras y pedían un gran jurado investigador de todos los constructores que se encargaron de edificar el gran boom de viviendas en los años veinte. Los periódicos sensacionalistas se encargaron de avivar el fuego, y publicaron artículos sobre los «barones del boom» —Mack Sennett y Emmett Sprague entre ellos—, y sus «lazos con los gángsters». La revista
Confidential
publicó una serie de reportajes sobre el negocio que Sennett hizo con Hollywoodlandia y cómo la Cámara del Comercio de Hollywood quiso quitar el L-A-N-D-I-A del gigantesco letrero que había en el Monte Lee, y sacó fotos del director de los Keystone Kops junto a un hombre fornido con una niña muy mona al lado. No estaba seguro del todo de que se tratara de Emmett y Madeleine; de todos modos, recorté las fotos.

Mis enemigos.

Mis amigos.

Mi esposa.

Yo examinaba pruebas y Kay enseñaba en la escuela. Durante cierto tiempo nos divertimos con la novedad de vivir una existencia normal y ordenada. Con la casa pagada y dos sueldos, había montones de dinero que gastar y lo usamos para alejarnos de Lee Blanchard y el invierno del 47, dándonos todos los lujos posibles. Íbamos al desierto los fines de semana, así como a las montañas; comíamos en restaurantes tres y cuatro noches por semana. Nos registrábamos en los hoteles fingiendo ser amantes que debían ocultarse y me hizo falta bastante más de un año para darme cuenta de que hacíamos esas cosas porque nos alejaban de aquel lugar que había sido pagado con el dinero del atraco al Boulevard-Citizens. Y me hallaba tan inmerso en esa persecución de diversiones que hizo falta una considerable sacudida para sacarme de tal estado.

Uno de los tablones del vestíbulo se había soltado y acabé de quitarlo para encolarlo bien. Cuando miré en el agujero, encontré un rollo de dinero, dos mil dólares en billetes de cien sujetos con una goma. No sentí ni alegría ni sorpresa; mi cerebro continuó con su tic, tic, tic, y acabó con las preguntas que mi apresurada huida hacia la vida normal habían acallado:

Si Lee tenía este dinero, más la pasta que estuvo gastando en México, ¿por qué no había pagado el chantaje de Baxter Fitch?

Si tenía ese dinero, ¿por qué había acudido a Ben Siegel para intentar que le prestara diez de los grandes con que pagar a Fitch?

¿Cómo era posible que Lee hubiera comprado y amueblado esa casa, que le hubiera costeado la universidad a Kay y que siguiera conservando una suma tan importante cuando su parte del atraco no podía haber superado en mucho los cincuenta mil?

Por supuesto, se lo dije a Kay, quien, por supuesto, no pudo responder a esas preguntas; por supuesto, me odió por continuar hurgando en el pasado. Le dije que podíamos vender la casa y conseguir un apartamento igual que otras parejas normales... y, por supuesto, no quiso ni oír hablar de ello. La casa significaba comodidad y estilo, un eslabón con su antigua vida que no estaba dispuesta a romper.

Quemé el dinero en la chimenea estilo
art déco
de Lee Blanchard. Kay nunca me preguntó qué había hecho con él. Ese acto tan sencillo me devolvió una parte de mi ser que había sido sofocada, me costó casi todo lo que había logrado ganar con mi esposa..., y me devolvió mis fantasmas.

Kay y yo hacíamos el amor cada vez menos. Cuando ocurría, se trataba de que ella obtuviera una especie de confirmación rutinaria y yo una apagada explosión. Acabé pensando en Kay Lake Bleichert como una mujer destrozada por la obscenidad de su antigua existencia, una mujer con apenas treinta años que empezaba a volverse casta. Entonces llevé la cloaca a nuestra cama, los rostros de las prostitutas que veía en la parte baja nidos al cuerpo de Kay en la oscuridad. Funcionó las primeras veces, no muchas, hasta que me di cuenta de dónde quería llegar yo en realidad. Cuando finalmente actué y acabé jadeante, Kay me acarició igual que si fuera una madre y tuve la sensación de que ella sabía cómo había roto mi juramento matrimonial... con ella delante.

1948 se convirtió en 1949. Hice un gimnasio de boxeo del garaje con sacos de entrenamiento y combas incluidas. Recuperé la forma y decoré las paredes con fotos del joven Bucky Bleichert, años 40-41 aproximadamente. Ver mi imagen a través de los ojos nublados por el sudor hacía que me sintiera más cerca de ella y empecé a recorrer las librerías de segunda mano en busca de suplementos dominicales y revistas. Encontré instantáneas amarillentas en
Colliers
; unas cuantas fotos de familia reproducidas en viejos números del
Globe
de Boston. Las mantuve ocultas en el garaje y el montón fue creciendo para desvanecerse de repente una tarde. Esa noche oí llorar a Kay dentro de la casa; cuando fui al dormitorio para hablar con ella, la puerta de la habitación estaba cerrada.

26

El teléfono sonó. Alargué la mano hacia la extensión de la mesilla de noche; entonces recordé de pronto que durante la mayor parte del último mes había estado durmiendo en el sofá y avancé, tambaleándome, hacia la mesita del café.

—¿Sí?

—¿Todavía duermes?

Era la voz de Ray Pinker, mi jefe en el Departamento de Investigación Científica.

—Dormía.

—Perfecto, el tiempo pasado es el más adecuado. ¿Me oyes bien?

—Sigue hablando.

—Tenemos un suicidio de ayer. Un disparo, June Sur, 514, Hancock Park. El cuerpo ya no está, le echaron un vistazo breve al lugar y lo cerraron. Dale un repaso completo y deja el informe en Wilshire, al teniente Reddin. ¿Has entendido?

Bostecé.

—Sí. ¿Se puede entrar allí?

—La mujer del fiambre te hará los honores. Sé cortés, tratamos con un tipo asquerosamente rico.

Colgué el teléfono y lancé un gemido. En ese momento recordé que la mansión de los Sprague se encontraba a una manzana de esa dirección, en la calle June. De repente, la perspectiva de ese trabajo me resultó fascinante. Una hora más tarde llamaba al timbre de la casa, una mansión estilo colonial con columnatas. Una mujer de unos cincuenta años y cabello gris, bien conservada, me abrió la puerta vestida con un chándal polvoriento.

—Soy el agente Bleichert, policía de Los Ángeles —dije—. ¿Me permite expresarle mi condolencia, señora...?

Ray Pinker no me había dado ningún nombre.

—Aceptadas, y yo soy Jane Chambers —respondió ella—. ¿Es usted el hombre del laboratorio?

Por debajo de esa brusquedad, la mujer estaba temblando; me gustó de inmediato.

—Sí. Basta con que me indique el lugar; yo me encargaré de todo y no la molestaré más.

Jane Chambers me hizo entrar en un apacible vestíbulo donde todo era de madera.

—El estudio, detrás del comedor. Ya verá el cordel. Y ahora, si me disculpa, quiero trabajar un poco en el jardín.

Se marchó, limpiándose los ojos. Encontré la habitación, pasé por encima del cordel que delimitaba la escena del suicidio y me pregunté por qué ese bastardo había decidido acabar consigo mismo en un lugar donde sus seres queridos verían toda la carnicería.

Parecía un trabajo clásico de suicidio por disparo de escopeta: un sillón de cuero volcado, con el contorno del fiambre trazado con tiza en el suelo junto a ella. El arma, una escopeta del calibre 12 de cañón doble, se encontraba justo allí donde habría debido estar, a un metro escaso delante del cuerpo, la punta de los cañones cubierta de sangre y fragmentos de tejido. Tanto las paredes de estuco claro como el techo mostraban sangre y pedazos de cerebro bien esparcidos, con los restos de dientes y pólvora delatando que la víctima se había metido ambos cañones en la boca.

Tardé una hora en medir las trayectorias y el tamaño de las manchas; también cogí muestras de sustancia en tubos de ensayo y cubrí de polvo el arma del suicidio en busca de huellas.

Cuando hube terminado, envolví la escopeta en una bolsa de mi equipo a sabiendas de que ésta terminaría siendo propiedad de algún deportista de la policía de Los Ángeles. Después salí al vestíbulo y me detuve al ver un retrato enmarcado que estaba colgado a la altura de mis ojos.

Era el retrato de un payaso, un joven ataviado con las ropas de un bufón cortesano de hacía mucho, mucho tiempo. Su cuerpo estaba deformado y encogido sobre sí mismo; lucía una estúpida sonrisa de oreja a oreja que parecía una sola y profunda cicatriz.

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