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Authors: James Ellroy

La dalia negra (45 page)

BOOK: La dalia negra
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Me encontré a «Barrios Bajos» Willy Brown saliendo del bar y bodega La Hora Afortunada.

—Tu madre chupa las pollas que no debe, negrito —le dije.

Willy se lanzó sobre mí. Encajé tres golpes para darle seis. Cuando hube terminado, Brown estaba echando dientes por la nariz. Y dos policías que tomaban el fresco al otro lado de la calle lo vieron todo.

Roosevelt Williams, violador en libertad condicional, aparte de chulo y corredor de apuestas, era más duro. Su respuesta a mi «Hola, capullo» fue «Eres un blanco de mierda...» y él golpeó primero. Estuvimos intercambiando puñetazos durante casi un minuto, delante de todo un grupo de Rebanadores sentados en los portales. Me iba tomando la delantera y estuve a punto de recurrir a mi porra..., objeto con el cual no se fabrican las leyendas precisamente.

Entonces, empleé el truco de Lee Blanchard, y le lancé una serie de golpes de arriba abajo, el último de los cuales envió a Williams al país de los sueños y a mí al enfermero de la comisaría para que me entablillara dos dedos.

Ahora, el uso de los nudillos quedaba eliminado. Mis dos últimos nombres. Crawford Johnson y su hermano Willis, dirigían un tugurio donde se jugaba a las cartas y se hacían trampas, instalado en la iglesia baptista del Poderoso Redentor, entre la Sesenta y Uno y Enterpise, al lado del restaurante barato donde los polis de Newton comían a mitad del precio normal. Cuando entré por la ventana, Willis repartía las cartas. Alzó la mirada.

—¿Qué...? —preguntó.

Mi porra hizo puré sus manos y la mesa de juego. Crawford intentó meter la mano en el cinturón; mi segundo golpe de porra arrancó de sus dedos una 45 con silenciador. Los hermanos salieron por la puerta a toda velocidad, entre aullidos de dolor; me guardé mi nueva herramienta para cuando estuviera libre de servicio y le dije al resto de jugadores que recogieran su dinero y se fueran a casa. Cuando salí, tenía público: policías de azul masticando bocadillos en la acera observaban a los hermanos Johnson que corrían por ella apretándose las manos fracturadas.

—¡Hay gente que no sabe responder a la buena educación! —grité.

Un viejo sargento del cual se rumoreaba que no podía verme ni en pintura, me gritó:

—¡Bleichert, eres un hombre blanco honorario! Entonces supe que había logrado ser bueno.

El asunto de los hermanos Johnson me convirtió en una pequeña leyenda. Mis compañeros fueron abriéndose poco a poco, aunque lo hicieran de la manera como uno actúa con los tipos que son demasiado temerarios para su bien, los tipos que, en el fondo, te alegras de no ser. Era como haberse convertido de nuevo en una celebridad local.

Mi primera evaluación mensual me dio excelentes calificaciones en todo y el teniente Getchell me recompensó con un coche con radio para hacer la ronda. Era una especie de ascenso, también lo era el territorio en que debería llevarla a cabo.

Se rumoreaba que tanto los Slauson como los Rebanadores querían acabar conmigo y si ellos fracasaban, Crawford y Willis Johnson estaban esperando turno para intentarlo. Getchell quería sacarme de en medio hasta que las cosas se enfriaran un poco, por lo cual me asignó un sector en la parte occidental de la zona.

La nueva ronda era una invitación al aburrimiento. Había mezcla de blancos y negros, pequeñas fábricas, casitas agradables... La mejor diversión que podías esperar era algún conductor borracho y prostitutas que le hacían proposiciones a los motoristas, en un intento de ganarse unos cuantos dólares mientras se dirigían en auto-stop a los tugurios del barrio negro. Me dediqué a detener borrachos y estropeé unas cuantas citas amorosas con el parpadeo de los faros del coche, redacté montones de multas y, en general, me dediqué a recorrer las calles para no hacer nada extraordinario. En Hoover y Vermont estaban brotando como hongos los restaurantes para coches, sitios modernos y aparatosos donde podías comer dentro de tu automóvil y escuchar música en altavoces que suspendían de tu ventanilla. Me pasé horas estacionado en ellos, con la KGFJ emitiendo be-bop a toda pastilla y con mi radio baja por si las ondas me enviaban alguna noticia interesante. Mientras estaba sentado y escuchaba, mis ojos recorrían la calle, en busca de prostitutas de raza blanca y yo me decía que si veía alguna que se pareciera a Betty Short, le advertiría que la Treinta y Nueve y Norton se encontraba a sólo unos kilómetros de distancia y la instaría a que se anduviera con cuidado.

Pero la mayoría de las prostitutas eran negras y rubias oxigenadas. A ésas no merecía la pena que las avisara y sólo compensaba meterlas entre rejas cuando mi cuota de arrestos se encontraba baja. Con todo, eran mujeres, sitios seguros por los cuales dejar que mi mente se extraviara; sustitutas sin problemas de mi mujer en casa y de Madeleine vagando por las cloacas de la Octava. Jugueteé con la idea de escoger a una que se pareciera a la
Dalia
/Madeleine /Madeleine para irme a la cama con ella, pero siempre acabé desechando tal pensamiento..., se parecería demasiado a lo de Johnny Vogel y Betty en el Biltmore.

Cuando acababa de trabajar a medianoche, siempre me encontraba nervioso e inquieto, sin humor para regresar a casa y acostarme. Algunas veces iba a los cines de sesión continua de la parte baja; otras, a los clubs de jazz en Central Sur. El bop estaba avanzado hacia sus días de gloria y una sesión que durara toda la noche con su buena dosis de licor, solía bastar para que me calmara y volviese a casa para caer en un sopor sin sueños poco después de que Kay se fuera a trabajar por la mañana.

Pero cuando aquello no funcionaba, el sudor y el payaso sonriente de Jane Chambers aparecían, y Joe Dulange, «el franchute», que aplastaba cucarachas, y Johnny Vogel y su látigo y Betty con la súplica de que me la tirara o acabara con su asesino, no le importaba cuál de las dos cosas hiciera. Y lo terrible era despertarse solo en la casa del cuento de hadas.

El verano llegó. Días cálidos en los que dormía la mona en el sofá; noches calientes dedicadas a patrullar el oeste del barrio negro, con la bebida cerca, el Royal Flush y Bido Lito, Hampton Hawes, Dizzy Gillespie, Wardell Gray y Dexter Gordon. Nerviosos intentos de estudiar para el examen de sargentos y conseguir un polvo barato en algún punto de mi ronda. Si no hubiera sido por el borracho espectral, ese plan hubiera podido continuar para siempre.

Estaba aparcado en Duke's y, entretanto, contemplaba a un grupo de chicas desaliñadas que se encontraban en la parada del autobús a unos nueve metros de mí. Tenía la radio apagada y los salvajes acordes de Kenton brotaban por el altavoz suspendido de mi ventanilla. La humedad carente de brisa hacía que el uniforme se me pegara al cuerpo; no había llevado a cabo un arresto en toda la semana. Las chicas le hacían señas a los coches que pasaban y una rubia fabricada con peróxido meneaba las caderas ante ellos. Empecé a sincronizar sus movimientos con los de la música, y acaricié la idea de pillarlas a todas y buscar luego en los archivos por si tenían algún delito pendiente. En ese momento un viejo vagabundo harapiento entró en escena, un bocadillo en una mano y la otra extendida suplicando algo de calderilla.

La rubia oxigenada dejó de bailar para hablar con él; la música se volvió loca sin su acompañamiento, e hizo toda una serie de chirridos y graznidos. Encendí mis faros; el viejo se tapó los ojos y me dedicó un gesto obsceno. Un segundo después yo estaba fuera del coche patrulla y encima de él, con la banda de Stan Kenton cubriéndome la espalda.

Ganchos de izquierda y derecha, golpes cortos al cuerpo, los chillidos de la chica superaban en decibelios al Gran Stan. El borracho me maldijo con insultos dirigidos a mi padre y a mi madre. Sirenas en mi cabeza, el olor de la carne podrida en el almacén, aun sabiendo que eso era imposible.

—Por favor —gorgoteó el viejo.

Con paso inseguro me dirigí al teléfono de la esquina, le entregué una moneda de veinticinco y marqué mi propio número. Diez timbrazos, Kay no contestaba. Marqué el WE-4391 sin pensar en nada. Su voz: «Hola, residencia Sprague». Mis tartamudeos y luego ella que me decía:

—¿Bucky? Bucky, ¿eres tú?

El vagabundo avanzaba haciendo eses hacia mí, mientras chupaba su botella con labios ensangrentados. Metí las manos en mis bolsillos, y saqué billetes para arrojarle, dinero sobre el pavimento.

—Ven, cariño. Los demás están en Laguna. Podría ser como en los viejos...

Dejé caer el auricular, y al viejo que recogiera la mayor parte de mi última paga. Conduje a toda velocidad hacia Hancock Park, sólo esta vez, sólo por estar de nuevo dentro de la casa. Cuando llamé a la puerta ya me había convencido a mí mismo. Y apareció Madeleine, seda negra, cabello hacia arriba, joya amarilla incluida. Alargué mi mano hacia ella y Madeleine retrocedió, se soltó el cabello y lo dejó caer sobre sus hombros.

—No. Todavía no. Es lo único que tengo para conservarte junto a mí.

CUARTA PARTE
Elisabeth
29

Durante un mes me mantuvo prisionero en su puño de terciopelo.

Emmett, Ramona y Martha estaban pasando el mes de junio en la casa de la playa que la familia poseía en Orange County, y dejaban que Madeleine cuidara la propiedad de Muirfield Road. Teníamos veintidós habitaciones en las que jugar, una casa de ensueño construida por la ambición de un inmigrante. Era una gran mejora comparada con el motel Flecha Roja y el monumento al robo de bancos y el asesinato levantado por Lee Blanchard.

Madeleine y yo hicimos el amor en cada dormitorio; lanzamos todas y cada una de las sábanas de seda y las colchas de brocado al suelo, rodeados de Picasso y maestros holandeses y jarrones de la dinastía Ming que valían cientos de los grandes. Dormíamos hasta bien entrada la mañana y, a veces, hasta la tarde, cuando yo me iba hacia el barrio negro. Las miradas que sus vecinos me dirigían cuando entraba en mi coche vestido de uniforme no tenían precio.

Éramos dos vagabundos convictos y confesos que vuelven a reunirse, dos seres enloquecidos por el sexo, con el convencimiento de que ninguno de los dos volvería a pasárselo tan bien con otra persona distinta.

Madeleine me explicó que su número de la
Dalia
había sido una estrategia para hacerme volver: me había visto dentro de mi coche aquella noche y sabía que con una seducción por Betty Short conseguiría mi vuelta. Me conmovió el deseo que había detrás de aquello, al tiempo que lo elaborado de la astucia me repugnó.

Abandonó su disfraz nada más cerrarse la puerta esa primera vez. Una ducha rápida consiguió que su cabello volviera a su castaño oscuro natural, usó de nuevo el corte a lo paje e hizo desaparecer el ceñido vestido negro. Yo lo intenté todo salvo la súplica y las amenazas de marcharme; Madeleine me apaciguaba con «Quizá algún día». Nuestro compromiso implícito era hablar de Betty.

Yo hacía preguntas; ella hablaba y hablaba. Los hechos se nos acabaron con rapidez; a partir de ahí, todo se convirtió en pura especulación.

Madeleine hablaba de lo maleable que era, Betty la camaleón, que se convertiría en cualquier persona para complacer a quien hiciera falta. Para mí era el centro de la más asombrosa cantidad de trabajo detectivesco jamás vista en el Departamento la que había trastornado la mayor parte de las vidas cercanas a la mía, el acertijo humano del cual tenía que saberlo todo. Ésa era mi perspectiva final, y no parecía gran cosa.

Después de Betty, desvié la conversación hacia los Sprague. Nunca le mencioné a Madeleine que conocía a Jane Chambers y fui abordando, en forma disimulada y tortuosa, algunos temas de los que ésta me había hablado. Madeleine dijo que Emmett estaba algo preocupado por las demoliciones que pronto se llevarían a cabo junto al cartel de Hollywoodlandia; que las mascaradas de su madre y su amor hacia los libros extraños y las cosas de la Edad Media no eran nada, sólo «chifladuras... mamá con mucho tiempo libre y todas las drogas legales que quiera».

Pasado cierto tiempo, mis preguntas empezaron a molestarle y exigió ser ella quien las hiciera. Yo mentí y me pregunté adónde iría si sólo me quedara mi pasado.

30

Cuando estacionaba delante de la casa vi un camión de mudanzas en el camino, y el Plymouth de Kay con la capota levantada y lleno de cajas. Mi viaje en busca de uniformes limpios estaba a punto de convertirse en algo más.

Dejé el coche en doble fila y subí los escalones a la carrera, oliendo el perfume de Madeleine todavía en mi cuerpo. El camión empezó a moverse marcha atrás.

—¡Eh! —chillé—. ¡Maldita sea, vuelva aquí!

El conductor no me hizo caso; las palabras que me llegaron desde el porche hicieron que no saliera tras él.

—No he tocado tus cosas. Y puedes quedarte con los muebles.

Kay llevaba su chaqueta Eisenhower y su falda de mezclilla, igual que cuando la vi por primera vez.

—Cariño... —dije, y me disponía a preguntar «¿Por qué?» cuando mi esposa contraatacó.

—¿Pensabas que dejaría que mi esposo se esfumara durante tres semanas sin más? Hice que unos detectives te siguieran, Dwight. Se parece a esa jodida chica muerta... Así que con ella puedes hacerlo y conmigo no.

Los secos ojos de Kay y su voz tranquila eran peores aún que sus palabras. Sentí que el temblor iba a dominarme, que iba a tener un feo ataque de nervios.

—Cariño, maldita sea...

Kay retrocedió, se apartó de mí para que no pudiera abrazarla.

—Putero. Cobarde. Necrófilo.

Los temblores empeoraron; Kay se dio la vuelta y fue hacia su coche. De esa manera, con una diestra y elegante pirueta, salía de mi vida. Noté otra vez el perfume de Madeleine y entré en la casa.

Los muebles parecían iguales que antes pero no había revistas literarias sobre la mesa del café y tampoco suéteres de cachemira doblados en el armario del comedor. Los almohadones del sofá donde yo dormía habían sido cuidadosamente colocados, como si nadie se hubiera recostado en ellos jamás. Mi tocadiscos seguía junto a la chimenea, pero todos los discos de Kay habían desaparecido.

Cogí la silla favorita de Lee y la arrojé contra la pared; después, lancé la mecedora de Kay contra el armario; éste quedó reducido a un montón de cristales. Volqué la mesita del café y la estrellé contra la ventana delantera, tirando luego los restos al porche. Le di patadas a las alfombras hasta amontonarlas en una revuelta pila; saqué los cajones y tiré la nevera al suelo; luego, cogí un martillo para utilizarlo en el lavabo del cuarto de baño, del que también arranqué las cañerías. Me sentía igual que si acabase de pelear diez asaltos a todo vapor; cuando mis brazos estuvieron demasiado fláccidos como para causar más daños, cogí mis uniformes y mi 45 con silenciador y salí, dejando la puerta abierta para que los carroñeros pudieran acabar de limpiar el lugar.

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