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Authors: James Ellroy

La dalia negra (49 page)

BOOK: La dalia negra
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Los calambres en las piernas me despertaron al amanecer. Salí del coche con inseguridad, y me tambaleé en busca de un teléfono; un coche patrulla pasó junto a mí y el conductor me miró durante unos segundos con expresión de pocos amigos. Encontré un teléfono público en la esquina y marqué el número del padre.

—Oficina de Homicidios. Sargento Cavanaugh.

—Dick, soy Bucky Bleichert.

—Justo el hombre con quien quería hablar. He conseguido la lista. ¿Tienes un lápiz?

Saqué un cuadernillo de notas.

—Dispara.

—De acuerdo. Son médicos a los cuales les quitaron la licencia. Harry dijo que ejercían en la parte baja en el año 47. Uno, Gerald Constanzo, Breakwater, 1841, Long Beach. Dos, Melvin Praeger, Verdugo Norte, 9661, Glendale. Tres, Willis Roach, igual que el bicho
[3]
, en custodia en el Wayside Honor Rancho, convicto de vender morfina en...

Dulange.

El
delirium tremens
.

«Así que me llevo a la
Dalia
por la calle para ver al médico de las cucarachas. Le suelto uno de diez y le hace un examen falso...»

—Dick —dije casi entre jadeos—, ¿escribió Harry la dirección donde estaba ejerciendo ese Roach?

—Sí. Olive Sur, 614.

El hotel Habana se hallaba a dos manzanas de distancia.

—Dick, llama a Wayside y dile al encargado que ahora mismo voy para allá y que quiero interrogar a Roach sobre el homicidio de Elizabeth Short.

—¡Ya lo tenemos!

Una ducha, un afeitado y un cambio de ropas en El Nido me hicieron parecer un detective de Homicidios; la llamada de Dick Cavanaugh a Wayside me daría el resto de la cobertura que necesitaba. Fui por la autopista de Crest hacia el norte, pensando en que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que Willis Roach fuera el asesino de Elizabeth Short.

El trayecto requirió poco más de una hora; la cantinela sobre el letrero de Hollywoodlandia me acompañó en la radio. El ayudante del
sheriff
que estaba en la garita de entrada examinó mi placa y mi identificación y llamó al edificio principal antes de permitirme la entrada; no sé qué le dijeron, pero tuvo el efecto de hacer que adoptara la posición de firmes y me saludara. La puerta de alambre giró sobre sí misma, abriéndose; pasé junto a los barracones de los internados y me dirigí hacia una gran estructura de estilo español, en cuya parte delantera había un porche de baldosas. Cuando estacionaba mi coche, un capitán del departamento del
sheriff
de Los Ángeles, vestido de uniforme, vino hacia mí con la mano extendida y una sonrisa nerviosa en los labios.

—Detective Bleichert, soy Patchett, el encargado.

Salí del coche y le obsequié con un apretón de manos rompehuesos, tipo Lee Blanchard.

—Es un placer. ¿Ha dicho Roach algo?

—No. Está en la sala de interrogatorios, le esperaba a usted. ¿Cree que mató a la
Dalia
?

Me puse en movimiento; Patchett me guió en la dirección correcta.

—Todavía no estoy seguro. ¿Qué puede contarme sobre él? '

—Tiene cuarenta y ocho años, es anestesista y fue arrestado en octubre del 47 por vender morfina del hospital a un agente de narcóticos de la policía de Los Ángeles. Le cayeron de cinco a diez años y cumplió uno en San Quintín. Se encuentra aquí porque necesitábamos ayuda en la enfermería y la Autoridad de Presos pensó que no habría problemas con él. No tiene arrestos anteriores y ha sido un prisionero modelo.

Nos desviamos hacia un edificio achaparrado de ladrillos marrones, una de las típicas construcciones oficiales del condado: largos pasillos, puertas de acero empotradas en los quicios, con números en vez de nombres. Cuando pasábamos ante una hilera de ventanas provistas con cristales de un solo sentido, Patchett me cogió por el brazo.

—Aquí. Ése es Roach.

Miré por el cristal. Un hombre huesudo de mediana edad, vestido con el uniforme de la institución, se hallaba sentado a una mesita para jugar a cartas, leyendo una revista. Su expresión era de inteligencia: una frente despejada cubierta por mechones de cabellos canosos que ya empezaban a ralear, ojos brillantes y el tipo de manos grandes y venosas que se asocian con los médicos.

—¿Quiere entrar? —pregunté a Patchett.

Este abrió la puerta.

—No querría perdérmelo por nada del mundo.

Roach alzó la mirada.

—Doc, éste es el detective Bleichert —dijo Patchett—. Pertenece a la policía de Los Ángeles y tiene unas cuantas preguntas que hacerte.

Roach dejó su revista —
El Anestesista estadounidense
— encima de la mesa. Patchett y yo nos sentamos delante de él.

—Le ayudaré en lo que pueda —dijo el médico-traficante de drogas, con un cultivado acento del este.

Fui directo al grano.

—Doctor. Roach, ¿por qué mató a Elizabeth Short?

Roach dejó que una lenta sonrisa apareciera en sus labios, una sonrisa que se fue extendiendo de forma gradual de oreja a oreja.

—Le esperaba a usted en el 47. Después de que el cabo Dulange hiciera esa lamentable confesión suya, esperaba que usted irrumpiera en cualquier momento por la puerta de mi consulta. De todas formas, el que aparezca dos años y medio después de aquello me sorprende.

Sentía un cosquilleo en la piel, como si me zumbara; igual que si un montón de insectos se preparasen para comérseme en el desayuno.

—Los asesinatos no prescriben.

La sonrisa de Roach desapareció para ser sustituida por una expresión de seriedad; el médico de las películas se preparaba para soltar unas cuantas malas noticias.

—Caballeros, el lunes 13 de enero de 1947 fui en avión a San Francisco y me alojé en el hotel Saint Francis. Allí, me preparaba para pronunciar mi discurso de la noche del martes en la convención anual de la Academia de Anestesistas Estadounidenses. Pronuncié ese discurso la noche del martes y hablé en el desayuno de despedida, el miércoles por la mañana, quince de enero. Estuve continuamente en compañía de mis colegas durante toda la tarde del quince y dormí con mi ex mujer en el Saint Francis las noches del lunes y el martes. Si desean corroborarlo, llamen a la academia, a su número de Los Ángeles, y a mi ex mujer, Alice Carstairs Roach, al CR-1786 de San Francisco.

—Por favor, encargado, ¿quiere tener la bondad de comprobar eso por mí? —dije, con los ojos clavados en Roach.

Patchett salió.

—Parece decepcionado —dijo el médico.

—Bravo, Willis. Ahora, hábleme de usted, de Dulange y de Elizabeth Short.

—¿Informará a la Junta de Libertades Condicionales de que he cooperado con usted?

—No, pero si no me 10 cuenta, haré que el fiscal del distrito de Los Ángeles le acuse por obstrucción a la justicia.

Roach reconoció con una sonrisa que me había apuntado el tanto.

—Bravo, detective Bleichert. Por supuesto, ya sabe que si las fechas se han quedado tan bien grabadas en mi mente se debe a toda la publicidad que la muerte de la señorita Short obtuvo. Por lo tanto, le ruego que confíe en mi memoria.

Saqué mi pluma y el cuadernito.

—Adelante, Willis.

—En el cuarenta y siete, me había montado un lucrativo negocio particular con la venta de productos farmacéuticos —dijo Roach—. Los vendía casi todos en las fiestas, y con preferencia a los soldados que habían descubierto sus placeres en el extranjero durante la guerra. De esa forma, conocí al cabo Dulange. Fui yo quien se aproximó a él pero me informó de que sólo apreciaba los placeres del whisky escocés Johnnie Walker Red.

—¿Dónde fue eso?

—En el bar Yorkshire House, entre la Sexta y Olive, cerca de mi consultorio.

—Siga.

—Bueno, eso ocurrió el jueves o el viernes antes de que la señorita Short muriera. Le entregué mi tarjeta al cabo Dulange —de forma nada juiciosa, como se demostró más tarde—, y di por sentado que jamás volvería a ver a ese hombre. Por desgracia, me equivocaba.

»En aquellos tiempos, mi economía era bastante mala, debido a los caballos, y vivía en mi consultorio. A primera hora de la noche del domingo, el doce de enero, el cabo Dulange apareció ante mi puerta con una hermosa joven llamada Beth detrás de él. Estaba muy borracho. Me llevó a un rincón de la consulta, puso diez dólares en mi mano y me contó que la hermosa Beth estaba convencida de hallarse embarazada. ¿Tendría yo la bondad de hacerle un rápido examen y asegurarle que era cierto?

»Bien, cumplí con lo que me pedía. El cabo Dulange esperó en mi antesala mientras yo le tomaba el pulso y la presión sanguínea a la hermosa Beth, y le informaba que, desde luego, estaba embarazada. Su respuesta a mi aseveración fue de lo más extraña: pareció triste y aliviada al mismo tiempo. Yo lo interpreté como una necesidad que tenía de justificar sus obvias libertades con los hombres; el tener una criatura parecía la mejor de esas posibles justificaciones.

Suspiré.

—Y cuando su muerte se convirtió en una noticia, no fue a la policía porque no deseaba ver cómo metían las narices en su negocio con las drogas, ¿verdad?

—Sí, correcto. Pero hay algo más. Beth pidió usar mi teléfono. Accedí a ello y le vi marcar un número con un prefijo de Webster, pidió hablar con Marcy. «Soy Betty», dijo, y estuvo escuchando durante unos momentos. Después, dijo: «¿De veras? ¿Un tipo que ha estudiado medicina?». No oí el resto de la conversación y Beth colgó. «Tengo una cita», me explicó. Fue a la antesala para reunirse con el cabo Dulange y se marcharon. Yo miré por la ventana y me dio la sensación de que intentaba quitárselo de encima. El cabo Dulange se fue hecho una furia y Beth cruzó la Sexta para sentarse en la parada de autobuses del bulevar Wilshire. Eso ocurría a las siete y media del domingo, el doce. Ahí tiene. Usted no conocía esta última parte, ¿verdad que no?

Acabé de anotarla en mis abreviaturas particulares.

—No, no la conocía.

—¿Le dirá a la Junta que le he entregado una información valiosa?

Patchett abrió la puerta.

—Está limpio, Bleichert.

—No me haga reír —dije yo.

Otro fragmento de los días perdidos de Betty revelado; otro viaje a El Nido, esta vez para comprobar el archivo en busca de números telefónicos con el prefijo de Webster. Mientras revisaba los papeles, no cesaba de pensar que los Sprague tenían un número de Webster, que el autobús de Wilshire pasaba a unas dos manzanas de su casa y la de Roach. «Marcy» podía ser una confusión de «Maddy» o «Martha». Claro que nada de eso parecía tener mucha lógica: toda la familia se encontraba en su casa de la playa de Laguna la semana en que Betty desapareció; Roach estaba seguro de haber oído «Marcy» y yo había exprimido a Madeleine hasta sacarle su último gramo de conocimientos sobre la
Dalia
.

Con todo, la idea hervía con lentitud en mi cerebro, como si alguna parte soterrada de mí deseara hacerle daño a la familia a causa de los revolcones que yo me había dado en la cloaca con su hija y por cómo me había aprovechado de su riqueza a escondidas. Lancé otro anzuelo a la nada para continuar con esa idea pero al enfrentarla a la lógica, cayó por su propio peso.

Cuando Lee Blanchard desapareció en el 47, faltaban sus archivos de la R, la S y la T: quizá el archivo de los Sprague se hallaba entre ésos.

Pero no había ningún archivo Sprague. Lee no sabía que los Sprague existieran. Yo le había ocultado todo lo relativo a ellos por mi deseo de que las hazañas de Madeleine en los bares de lesbianas no fueran reveladas.

Seguí con el archivo, empapado de sudor en aquella habitación caliente y sin ventilación. No aparecía ningún prefijo de Webster y empecé a tener breves imágenes de pesadilla: Betty, sentada en la parada del autobús e Wilshire que iba hacia el este, a las 7.30,12/1/47, me decía adiós Buck, adiós, con la mano, a punto de saltar a la eternidad. Pensé en hablar con la compañía de autobuses, hacer un interrogatorio entre los conductores de esa ruta..., y luego comprendí que la pista estaba demasiado fría, que cualquier conductor que se acordara de haber recogido a Betty habría aparecido por voluntad propia durante toda la publicidad del 47. Pensé en llamar a los otros números que había conseguido en la Bell Costa del Pacífico y comprendí que, cronológicamente, quedaban descartados, que no encajaban con mi nuevo conocimiento de dónde había estado Betty en aquellos momentos. Llamé a Russ y supe que seguía en Tucson, mientras que Harry se estaba encargando de controlar a los mirones junto al letrero de Hollywoodlandia. Terminé de vagabundear por entre los papeles con un total de cero en prefijos Webster. Pensé en pedirle a la B.C.P. la lista de llamadas de Roach pero descarté la idea de inmediato. Parte baja de Los Ángeles, prefijo Madison a Webster..., eso no era una conferencia... no habría nada registrado, a diferencia de lo ocurrido en el Biltmore.

Entonces, lo vi con toda claridad, en su enorme y total fealdad: adiós, Bleichert, adiós en la parada del autobús, adiós, capullo, nunca llegaste a nada, nunca llegarás a nada, sólo a ser un tonto útil para matar negros. Cambiaste a una buena mujer por un coño de zorra, convertiste cuanto se te había entregado en pura mierda sin rebajar, tus «lo haré» se redujeron al octavo asalto en el gimnasio de la academia cuando te metiste delante de un derechazo de Blanchard... para caer de cabeza en otra montaña de mierda, las flores que convertiste en excremento de caballo. Adiós, Betty, Beth, Betsy, Liz, fuimos un par de vagabundos, es una pena que no nos conociéramos antes de la Treinta y Nueve y Norton, quizá hubiera podido funcionar, quizá nosotros hubiéramos podido ser los únicos que no hubiésemos jodido hasta el punto en el cual ya no era posible arreglar nada...

Bajé la escalera corriendo, subí al coche y fui como si acudiera a un código tres, aunque mi coche era de civil, quemando neumáticos mientras hacía chirriar los frenos, con el deseo de tener luces rojas y sirena para que me abrieran paso e ir más rápido. Cuando pasaba por Sunset y Vine, el tráfico se atascó: montones de coches que circulaban por Gower y Beachwood hacia el norte. Incluso a kilómetros de distancia podía ver el letrero de Hollywoodlandia, del cual goteaban los andamios, con docenas de personas parecidas a hormigas que trepaban por la cara del Monte Lee. El que todo movimiento cesara me calmó, me dio un destino.

Me dije que el asunto no había terminado, que iría a la Central y esperaría a Russ, que los dos seríamos capaces de juntar el resto del rompecabezas, que yo sólo tenía que llegar a la parte baja, nada más.

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