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Authors: James Ellroy

La dalia negra (54 page)

BOOK: La dalia negra
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Cuando me acosté por primera vez con Madeleine en el 47, ella me dijo que le había dejado notas a Betty Short en varios bares: «A tu doble le gustaría conocerte». Yo le respondí que quizá eso acabara costándole caro y ella repuso que se ocuparía del asunto.

El candidato más probable para «ocuparse del asunto» era un policía... y me negué a ello. Y, en su orden cronológico, Madeleine pronunció esas palabras más o menos cuando Lee Blanchard les hizo su primer chantaje.

Era algo tenue, circunstancial y teórico, tal vez sólo una mentira más o una verdad a medias o una brizna de información inútil. Un cabo suelto encontrado por un policía muerto de hambre cuya vida estaba edificada sobre un cimiento de mentiras. Y ésa era la única buena razón que se me ocurría para querer perseguir una posibilidad tan poco segura. Sin el caso, no me quedaba nada.

Me llevé prestado el coche sin identificaciones de Harry Sears y estuve siguiendo a los Sprague durante tres días y tres noches. Martha iba a trabajar y volvía a casa; Ramona jamás salía; Emmett y Madeleine se dedicaban a las compras y demás tareas diarias. Durante la primera y la segunda noches, los cuatro permanecieron en la mansión; la tercera noche, Madeleine salió vestida como la
Dalia
.

La seguí hasta los bares de la calle Ocho, al Zimba, a un grupo de marineros y moscones y, como final, al picadero de la Novena e Irolo, acompañada por un alférez de marina. Esa vez no sentí celos y tampoco ningún impulso sexual hacia ella. Estuve pegando el oído junto a la habitación número doce y oí a la KMPC; las persianas permanecían bajadas y no había forma de ver nada. Lo único que se apartaba del anterior
modus operandi
de Madeleine era que dejó a su enamorado a las dos de la madrugada y volvió a casa... Y, unos instantes después de que ella cruzara el umbral de su casa, la luz del dormitorio de Emmett se encendió.

Al cuarto día descansé y volví a mi punto favorito de vigilancia en Muirfield Road poco después de anochecer. Salía del coche para dejar que mis entumecidas piernas respiraran un poco cuando oí decir:

—¿Bucky? ¿Eres tú?

Se trataba de Jane Chambers, que paseaba a un spaniel blanco y marrón. Me sentí igual que un crío al que han pillado con la mano metida en el tarro de los dulces.

—Hola, Jane.

—Hola. ¿Qué haces por aquí? ¿Espías? ¿O lloras por Madeleine?

Recordé nuestra conversación sobre los Sprague.

—Gozo del frescor nocturno. ¿Qué te parece eso?

—Una mentira. ¿Qué te parecería disfrutar de una copa bien fresca en mi casa?

Mis ojos fueron hacia la fortaleza Tudor.

—Chico, desde luego, esa familia te trae bien loco —dijo Jane.

Me reí... y sentí un leve dolor en mis heridas, allí donde me habían mordido.

—Chica, me has calado bien. Vamos a por esa copa.

Giramos en la esquina hasta llegar a la calle June. Ella soltó al perro y éste trotó delante de nosotros a lo largo de la acera y subió los escalones que daban entrada a la mansión estilo colonial de los Chambers. Un instante después nos reunimos con él; Jane abrió la puerta. Y allí estaba el compañero de mis pesadillas..., el payaso con la boca que parecía una cicatriz.

Me estremecí.

—Ese maldito cuadro...

Jane sonrió.

—¿Quieres que te lo envuelva?

—No, por favor.

—Mira, después de que habláramos de él por primera vez, me puse a buscar datos sobre su historia. Me he estado librando de un montón de las cosas que pertenecían a Eldridge y pensé en donarlo a una institución benéfica. Pero tiene demasiado valor para hacer algo así. Es un original de Frederick Yannantuono y está inspirado por un viejo clásico...
El hombre que ríe
, de Victor Hugo. El libro trata de...

En la choza donde Betty Short fue asesinada había un ejemplar de
El hombre que ríe
. En mis oídos había un zumbido tal que apenas si podía enterarme de lo que Jane me decía.

—... un grupo de españoles en los siglos XV y XVI. Les llamaban los Comprachicos; se dedicaban a secuestrar y torturar niños, los mutilaban y los vendían a la aristocracia para que pudieran ser utilizados como bufones de la corte. ¿Verdad que suena terrible? El payaso del cuadro es el personaje principal del libro, Gwynplain. Cuando era niño, le rajaron la boca de una oreja a otra. Bucky, ¿te encuentras mal?

LA BOCA DE UNA OREJA A OTRA.

Me estremecí y logré esbozar una sonrisa a base de un gran esfuerzo.

—Estoy bien. Ese título me ha hecho recordar algo, eso es todo. Un viejo asunto, sólo se trata de una coincidencia.

Jane me escrutó con la mirada.

—No tienes buen aspecto; además..., ¿quieres escuchar otra coincidencia? Pensé que Eldridge no se hablaba con ningún miembro de esa familia pero encontré el recibo del cuadro. Quien le vendió la pintura fue Ramona Sprague.

Durante una fracción de segundo pensé que Gwynplain me escupía sangre al rostro. Jane me cogió por los brazos.

—Bucky, ¿qué pasa?

Logré recobrar mi voz.

—Me dijiste que tu esposo compró este cuadro para tu aniversario hace dos años, ¿no?

—Sí. ¿Qué...?

—¿En el 47?

—Sí. Buck...

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El quince de enero.

—Déjame ver el recibo.

Jane, con los ojos llenos de miedo, rebuscó entre los papeles que tenía sobre una mesita al otro lado del vestíbulo. Yo seguí con la mirada puesta en Gwynplain, mientras colocaba fotos sobre su rostro de la Treinta y Nueve y Norton.

—Toma. Ahora, ¿quieres contarme qué te ocurre?

Cogí el pedazo de papel. Era de color púrpura y estaba cubierto por una incongruente escritura masculina, en letras de imprenta: «Recibí 3.500 dólares de Eldrid ge Chambers por la venta de la pintura
El hombre que ríe
, de Frederick Yannantuono. Este recibo prueba que el señor Chambers es su propietario. Ramona Cathcart Sprague, 15 de enero de 1947».

Las letras eran idénticas a las del diario de torturas que había leído justo antes de matar a Georgie Tilden.

Ramona Sprague había asesinado a Elizabeth Short.

Abracé a Jane con la tosca fuerza de un oso y luego me marché mientras ella seguía inmóvil, con expresión de aturdimiento. Volví al coche, y decidí que tenía que jugármelo todo a una sola carta. Vi como las luces se encendían y apagaban en la gran mansión y me pasé una larga noche entre sudores y reconstrucción de los hechos. Ramona y Georgie torturaban juntos, por separado; hacían disecciones, se repartían los trozos, iban en una caravana de dos coches a Leimert Park. Probé todas las variaciones imaginables; jugué con las posibilidades para saber cómo había empezado todo. Sí, pensé en todo salvo en lo que haría cuando me encontrara a solas con Ramona Sprague.

A las 19 horas Martha salió por la puerta principal con una carpeta de dibujo bajo el brazo y se fue hacia el este en su Chrysler.

A las 10.37, Madeleine, maleta en mano, se metió en su Packard y se dirigió hacia el norte y Muirfield. Emmett la despidió desde el umbral; decidí darle más o menos una hora para que él también saliera... o que me lo llevaría por delante junto con su mujer. Un poco después del mediodía, me facilitó las cosas y se fue, la radio de su coche canturreaba una ópera.

Mi mes de jugar a las casitas con Madeleine me había enseñado la rutina de la servidumbre: los martes tanto la doncella como el jardinero tenían el día libre; la cocinera aparecería a las 4.30 para preparar la cena. La maleta de Madeleine daba a entender que estaría un tiempo fuera; Martha no volvería al trabajo hasta las seis. Emmett era el único cuyo regreso no podía prever.

Crucé la calle y examiné el lugar. La puerta principal estaba cerrada, las ventanas tenían el pestillo puesto. O llamaba al timbre o entraba por las bravas.

Entonces, oí unos golpecitos al otro lado de un cristal. Vi una borrosa silueta blanca que se movía, y retrocedía hacia la sala. Unos segundos después, el ruido de la puerta principal al abrirse despertó ecos en el camino de entrada. Fui hacia la puerta para enfrentarme a la mujer.

Ramona estaba en el umbral, inmóvil, su silueta era como la de un espectro gracias a su informe peinador de seda. Tenía el cabello totalmente revuelto, y el rostro rojo e hinchado..., probablemente a causa de las lágrimas y el sueño. Sus ojos castaño oscuro —de un color idéntico al de los míos—, se mantenían alerta y algo asustados. Sacó una automática para mujeres de los pliegues de su peinador y me apuntó con ella.

—Le dijiste a Martha que me abandonara.

Le quité la pistola de la mano con un golpe seco; el arma cayó sobre una alfombrilla en la que se veía escrito LA FAMILIA SPRAGUE. Ramona se mordió los labios; sus ojos se desenfocaron y su mirada se hizo vaga.

—Martha se merece algo mejor que una asesina —dije.

Ramona se alisó el vestido y se dio palmaditas en el cabello. Yo clasifiqué su reacción como la propia de una adicta de clase alta. Su voz era puro hielo Sprague.

—No se lo has contado, ¿verdad?

Recogí la pistola y la metí en mi bolsillo. Luego, miré a la mujer. Debía llevar encima el residuo de veinte años de medicinas pero tenía los ojos tan oscuros que no fui capaz de ver el tamaño de sus pupilas.

—¿Me está diciendo que Martha no sabe lo que usted hizo?

Ramona se apartó y con una señal me indicó que entrara.

—Emmett me aseguró que ya no habría problemas, que te habías ocupado de Georgie y que si volvías, perderías demasiadas cosas. Martha le dijo a Emmett que no nos harías daño y él opinó lo mismo. Le creí. Siempre sabe lo que se hace con los negocios.

Entré en la casa. Con excepción de las cajas que había en el suelo, el vestíbulo tenía el mismo aspecto de siempre.

—Emmett hizo que buscara a Georgie, y Martha no sabe que mataste a Betty Short, ¿verdad?

Ramona cerró la puerta.

—Sí. Emmett contaba con que te ocuparías de Georgie. Tenía confianza en que no me implicarías en el asunto...; ese hombre estaba loco por completo. Verás, en cuanto se llega al terreno físico, Emmett es un cobarde... No tenía bastante coraje para hacerlo, así que mandó a otro para que lo hiciera por él. Y, por Dios, ¿de verdad me crees capaz de permitir que Martha sepa hasta dónde puedo llegar?

Aquella mujer, una asesina y una torturadora, sentía verdadero asombro de que yo hubiera puesto en duda sus capacidades como madre.

—Lo descubrirá más pronto o más tarde. Y sé que estaba aquí esa noche. Vio como Georgie y Betty se iban juntos.

—Martha salió una hora después para visitar a no sé quien en Palm Springs. No estuvo aquí la semana siguiente. Emmett y Maddy lo saben. Martha no. Y, oh, Dios santo, no debe saberlo.

—Señora Sprague, ¿sabe lo que ha...?

—¡No soy la señora Sprague, soy Ramona Upshaw Cathcart! ¡No puedes contarle a Martha lo que hice o me abandonará! ¡Dijo que deseaba tener su propio apartamento y no me queda demasiado tiempo!

Le di la espalda al espectáculo y recorrí la sala, mientras pensaba en qué podía hacer. Contemplé los cuadros de las paredes: generaciones de Sprague con faldita y Cathcart cortando cintas delante de naranjales y solares vacíos listos para construir en ellos. Allí estaba una Ramona, pequeña y gorda, con un corsé que debía haberle cortado la respiración y Emmett con una niña de cabello oscuro cogida de la mano, el rostro resplandeciente. Ramona, con los ojos vidriosos, sostenía a Martha sobre un caballete de juguete. Mack Sennett y Emmett, que se hacían cuernos el uno al otro. Al fondo de una foto de grupo hecha en Edendale, me pareció distinguir al joven Georgie Tilden..., apuesto, sin cicatrices en la cara.

Sentí que Ramona estaba a mi espalda, temblando.

—Cuéntemelo todo —pedí—. Dígame por qué.

Ramona tomo asiento en un diván y habló durante tres horas, algunas veces con voz enfadada, otras con voz triste, algunas veces brutalmente distanciada de lo que me decía. A su lado había una mesa cubierta con minúsculas figuritas de cerámica; sus manos jugaban con ellas en todo momento. Yo iba haciendo el circuito de las paredes, contemplaba los cuadros y las fotos de la familia, y sentía como se mezclaban a su historia.

Conoció a Emmett y Georgie en 1921, cuando eran dos jóvenes inmigrantes escoceses que buscaban hacer fortuna en Hollywood. Odiaba a Emmett porque trataba a Georgie igual que si fuera un lacayo... y se odiaba a sí misma por no decírselo. Y no lo hacía porque Emmett quería casarse con ella —Ramona sabía que era por el dinero de su padre—, y como no tenía una gran belleza y muy pocas perspectivas de encontrar marido...

Emmett le propuso matrimonio. Ella aceptó y empezó su vida marital con el implacable constructor joven que iba a florecer pronto hasta convertirse en un magnate de la propiedad inmobiliaria. A quien llegó a odiar, de forma gradual hasta acabar por combatirle de un modo pasivo reuniendo información.

Durante sus primeros años de matrimonio, Georgie vivió en un apartamento situado encima del garaje. Ramona descubrió que le gustaba tocar cosas muertas, que Emmett lo aborrecía por ello y que se lo reprochaba. Entonces, ella empezó a envenenar a los gatos callejeros que se metían en su jardín y se los dejaba a Georgie en el portal. Cuando Emmett no supo cumplir con su deseo de tener una criatura, fue a Georgie y lo sedujo..., emocionada al darse cuenta de que tenía el poder de excitarle con algo vivo, ese cuerpo gordo que Emmett despreciaba y al que sólo prestaba atención de vez en cuando. Su relación fue breve pero tuvo como resultado una niña: Madeleine. Ramona vivía en un terror continuo de que el parecido con Georgie resultara demasiado evidente y visitó a un médico que le prescribía opiáceos. Dos años después, nació Martha, hija de Emmett. Fue como una traición a Georgie... y volvió a envenenar animales y a dejarle los cadáveres. Emmett la sorprendió un día en ello, y le dio una paliza por tomar parte en la «perversión de Georgie».

Cuando le habló a Georgie de la paliza, él le contó que había salvado la vida de Emmett el cobarde, durante la guerra y le reveló que la versión de Emmett —que él había salvado a Georgie—, era falsa. Y por eso, Ramona empezó a planear sus mascaradas, una forma simbólica de vengarse de Emmett con tal sutileza que él nunca llegaría a saber lo que estaba ocurriendo.

Madeleine estaba loca por Emmett. Era la más hermosa de las dos niñas y él la mimaba. Martha se convirtió en la favorita de su madre... aunque fuera la viva imagen de Emmett. Éste y Madeleine despreciaban a Martha porque estaba gorda y era una llorona; Ramona la protegía, le enseñó a dibujar y la acostaba cada noche diciéndole muy seria que no debía odiar a su hermana y su padre..., aunque ella los odiaba. Proteger a Martha y darle una instrucción en el amor al arte acabó por convertirse en su razón para vivir, su única fuerza en ese matrimonio intolerable.

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