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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (50 page)

BOOK: La dama del lago
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Las mezclas vertidas salpicaron las lámparas. Se oyó un silbido, se percibió una peste horrorosa, y en un santiamén se declaró un incendio en el laboratorio. Una oleada ardiente disipó el humo. Ciri apretó los dientes para no gritar. En el sillón de acero, el mismo que estaba destinado a ella, vio a un hombre delgado, canoso, vestido con elegantes ropas negras. Con mucha calma, le estaba mordiendo y chupando el cuello a uno de los acólitos rapados que tenía sentado en sus rodillas. Éste ronroneaba débilmente y sufría convulsiones, las piernas y los brazos rígidos le brincaban rítmicamente.

Unas llamas, de palidez cadavérica, bailaban sobre el tablero metálico la mesa. Las retortas y los matraces iban estallando aparatosamente, uno tras otro. El vampiro retiró sus agudos colmillos del cuello de la víctima, clavó en Ciri sus ojos negros como ágatas.

—En ciertas ocasiones —dijo, en tono didáctico, mientras se relamía la sangre de los labios—, cuesta mucho renunciar a un buen trago... Sin miedo —dijo con una sonrisa, viendo la cara de la chica—. Sin miedo, Ciri. Me alegro de haberte encontrado. Me llamo Emiel Regis. Aunque te pueda parecer extraño, soy camarada del brujo Geralt. Hemos venido juntos a salvarte.

Un mercenario armado irrumpió en el laboratorio en llamas. El camarada de Geralt volvió la cabeza hacia él, siseó y le enseñó los colmillos. El mercenario chilló como un poseso. Su chillido tardó en acallarse ni la distancia.

Emiel Regis se quitó de encima el cuerpo del acólito, inmóvil y blando como un trapo, se levantó y se estiró como un gato.

—Quién lo habría pensado —dijo—. Un chiquilicuatro, pero qué sangre más potable. A eso se le llaman virtudes ocultas. Permite, Cirilla. que te lleve con Geralt.

—No —musitó Ciri.

—No tienes por qué tenerme miedo.

—No te tengo miedo —protestó, mientras luchaba valerosa con sus dientes, que se habían empeñado en castañetear—. No se trata de eso... Es que Yennefer está prisionera por aquí, en alguna parte. Tengo que liberarla cuanto antes. Me temo que Vilgefortz... Os lo ruego, señor

—Emiel Regis.

—Avisad, buen señor, a Geralt, de que Vilgcfortz está aquí. Es un hechicero. Un poderoso hechicero. Que Geralt esté alerta.

*****

—Que tienes que estar alerta —repitió Regis, mirando el cuerpo de Milva—. Porque Vilgefortz es un poderoso mago. Pero que ella iba a tratar de rescatar a Yennefer.

Geralt soltó un juramento.

—¡Adelante! —gritó, tratando de levantar el ánimo de sus compañeros—. ¡Vamos!

—Vamos. —Angouléme se puso de pie, se enjugó las lágrimas—. ¡Vamos! Ya va siendo hora, su puta madre, de patear unos cuantos culos.

—Siento tanta fuerza en mi interior —susurró el vampiro, con una sonrisa sobrecogedora— que sería capaz de mandar todo este castillo al infierno.

El brujo le miró receloso.

—Tanto puede que no —dijo—. Pero abríos paso hasta la planta superior y armad un buen jaleo para que no se fijen en mí. Yo voy a tratar de encontrar a Ciri. No ha estado nada bien, pero que nada bien, vampiro, que la hayas dejado sola.

—Me lo ha exigido ella —explicó Regis tranquilamente—. En un tono y con unos aires que descartaban cualquier discusión. Reconozco que me ha sorprendido.

—Ya lo sé. Subid a la planta superior. ¡Y aguantad! Yo intentaré encontrarla. A ella o a Yennefer.

*****

La encontró, y además muy pronto.

Se topó con ellos de sopetón, de forma totalmente inesperada al salir de un recodo del pasillo. Miró. Y lo que vio hizo que la adrenalina le diera una punzada en las venas del dorso de la mano.

Unos rufianes llevaban a Yennefer por el pasillo. La hechicera iba a rastras, cargada de cadenas, lo que no le impedía revolverse, arrear coces y maldecir como un estibador.

Geralt no permitió a aquellos tiparracos reponerse de la sorpresa. Atacó sólo una vez, sólo a uno de ellos, asestándole un golpe seco con el codo. El sayón aulló como un perro, se tambaleó, descabezó con un ruido infernal una armadura instalada en una hornacina y se derrumbó con ella, poniendo perdidas de sangre las placas metálicas.

Los demás —otros tres— soltaron a Yennefer y se echaron atrás. Menos uno, que agarró a la hechicera de los pelos y le puso un cuchillo en el cuello, justo por encima del collar de dwimerita.

—¡No te acerques! —gritó—. ¡O la degüello! ¡No bromeo!

—Ni yo tampoco. —Geralt hizo un molinete con la espada, mirando a los ojos al rufián. Éste no aguantó. Dejó a Yennefer y se unió a sus compañeros. Todos empuñaban ya sus armas. Uno de ellos había sacado de una panoplia que colgaba en la pared una alabarda vetusta, pero con un aspecto amenazante. Todos ellos, en posición encorvada, vacilaban entre el ataque y la defensa.

—Sabía que vendrías —dijo Yennefer, irguiéndose orgullosamente—. Anda, Geralt, enséñales a estos tunantes de lo que es capaz la espada de un brujo.

Levantó bien alto las manos encadenadas, tensando mucho las cadenas.

Geralt empuñó el sihill con las dos manos, ladeó ligeramente la cabeza, apuntó. Y dio un tajo. Tan rápido, que nadie percibió el movimiento de la hoja.

Las cadenas resonaron al caer al suelo. Uno de los rufianes jadeó. Geralt agarró la empuñadura con más firmeza aún, colocó el dedo índice debajo de la guarda.

—No te muevas, Yen. La cabeza levemente ladeada, por favor.

La hechicera no pestañeó siquiera. El sonido del metal golpeado por la espada fue muy débil.

El collar de dwimerita cayó al lado de las cadenas. En el cuello de Yennefer había una gotita diminuta, sólo una.

Se echó a reír, masajeándose las muñecas. Y se volvió hacia los esbirros. Ninguno de ellos le aguantó la mirada.

El de la alabarda, con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que tintineara, depositó el arma antigua en el suelo.

—Con alguien así —musitó—, que se pelee Antillo en persona. Yo estimo mi vida.

—Nos ordenaron... —farfulló otro, retirándose—. Nos ordenaron... No ha sido decisión nuestra...

—Nunca la hemos tratado mal, señora. —El tercero tenía la boca seca—. Estando en prisión... La señora es testigo...

—¡Largo! —dijo Yennefer. Libre del collar de dwimerita, erguida, con la cabeza orgullosamente alzada, era una figura titánica. Su negra crin alborotada casi parecía tocar la bóveda.

Los sayones pusieron pies en polvorosa. A hurtadillas, sin mirar atrás. Yennefer, menguada hasta recobrar sus dimensiones normales, se echó en brazos de Geralt.

—Sabía que vendrías a buscarme —murmuró, buscando con sus labios los labios de Geralt—. Que vendrías, a pesar de los pesares.

—Vamos —dijo Geralt algo más tarde, cogiendo aire—. Ahora, Ciri.

—Ciri —dijo ella. Y por un segundo ardió en sus ojos una chispa violeta que daba miedo—. Y Vilgefortz.

*****

Otro soldado les sorprendió a traición, armado con una ballesta. Dio un grito y disparó, apuntando a la hechicera. Geralt saltó como impulsado por un muelle, agitó la espada. La flecha, rebotada, pasó volando por encima de la cabeza del ballestero, tan cerca que se tuvo que agachar. Y no tuvo tiempo de ponerse de pie otra vez, porque el brujo le alcanzó de un salto y lo ensartó como a una carpa. Un poco más allá, en el pasillo, había otros dos ballesteros. También éstos dispararon, pero les temblaba demasiado el pulso para poder acertar. Un segundo después el brujo ya les había dado alcance. Los dos perecieron.

—¿Por dónde, Yen?

La hechicera se concentró, entrecerrando los ojos.

—Por aquí. Por esas escaleras.

—¿Estás segura de que ese camino es el bueno?

—Sí.

Unos esbirros les atacaron al pasar un recodo, cerca de un portal de arquivoltas. Eran más de diez, y estaban armados de picas, partesanas y corcescas. Y eran resueltos y porfiados. Con todo, la cosa fue rápida. Para empezar, Yennefer disparó con la mano un dardo de fuego, alcanzando a uno en mitad del pecho. Geralt empezó a girar, hizo una pirueta y aterrizó entre los otros matones. El sihill de los enanos se contoneó y silbó como una serpiente. Cuando ya habían caído cuatro esbirros, los demás echaron a correr, y el eco repitió por todo el pasillo el chirrido de sus armas y el ruido de sus pasos. —¿Va todo bien, Yen?

—No puede ir mejor.

Vilgefortz les esperaba bajo las arquivoltas.

—Estoy impresionado —dijo tranquilamente, con voz sonora—. De veras que estoy impresionado, brujo. Eres un ingenuo y un idiota perdido, pero, realmente, con tu técnica impresionas a cualquiera.

—Tus rufianes —respondió Yennefer con la misma tranquilidad— acaban de echar a correr, dejándote a nuestra merced. Entrégame a Ciri, y te perdonaremos la vida.

—¿Sabes, Yennefer —se sinceró el hechicero—, que es la segunda oferta generosa de hoy? Gracias, gracias. Ahí va mi respuesta.

—¡Cuidado! —gritó Yennefer, apartándose de un salto. También Geralt saltó. Justo a tiempo. La columna de fuego que salió disparada de los brazos extendidos del hechicero convirtió en una masa negra y humeante el sitio del que acababan de saltar. El brujo se limpió la cara de tizne y de restos de cejas chamuscadas. Vio a Vilgefortz extender un brazo. Se tiró en plancha hacia un lado, cayendo al suelo, detrás de la base de una columna. El estruendo fue tan descomunal que sintió una punzada en los oídos, y temblaron los cimientos del castillo.

El estrépito se extendió por todo el castillo, los muros se estremecieron, tintinearon los candelabros. Un gran retrato al óleo con el marco bañado en oro retumbó en su caída.

Los mercenarios que llegaban corriendo desde el vestíbulo traían el espanto pintado en la cara. Stefan Skellen les aplacó con una mirada amenazante, y les llamó al orden con su aplomo y su voz marciales.

—¿Qué pasa ahí? ¡Decid!

—Mi coronel... —dijo uno, con la voz enronquecida—. ¡Espantoso es esto! Son demonios, diablos... No fallan una con el arco... Y con la espada acogota el verlos... Es una muerte segura... ¡Carnicería toda! Perdimos a diez hombres... Puede que más... Y eso... ¿Oís?

Se repitió el estruendo, el castillo volvió a temblar.

—Magia —dijo Skellen entre dientes—. Vilgefortz... Bueno, esperemos. Ahora veremos quién puede con quién.

Se acercó otro soldado. Estaba pálido y cubierto de restos de cal. Estuvo un buen rato sin poder articular palabra. Cuando por fin se lanzó a hablar, no era capaz de controlar las manos y la voz le temblaba.

—Allí... Allí... Un monstruo... Mi coronel... Es como un gran bicho negro... Vile cómo arrancaba la cabeza a varios hombres... ¡La sangre corría a chorros! Y él venga a silbar y a reírse... ¡Y qué dientes más largos!

—No levantamos cabeza... —susurró alguien a espaldas de Antillo.

—Mi coronel —se decidió a intervenir Boreas Mun—, fantasmas son. He visto... al joven conde Cahir aep Ceallach. Y él ya no vive.

Skellen lo miró fijamente, pero no dijo nada.

—Don Stefan... —balbuceó Dacre Silifant—. ¿Con quién nos toca combatir?

—No son hombres —dijo gimoteando uno de los mercenarios—. ¡Jorguines es lo que son, y demonios del infierno! Fuerza humana no habrá que pueda hacerles frente...

Antillo se cruzó de brazos, paseó por los mercenarios una mirada resuelta y autoritaria.

—En tal caso —proclamó con voz fuerte y clara—, ¡no vamos a entrometernos en un conflicto entre fuerzas infernales! Que los demonios luchen con los demonios, los hechiceros con los hechiceros y los vampiros con los fiambres salidos de sus tumbas. ¡No les vamos a molestar! Nos quedaremos aquí tranquilamente, esperando el resultado del combate.

Las caras de los mercenarios resplandecieron. El ánimo creció de manera palpable.

—Esas escaleras —dijo Skellen con voz potente— son la única vía de salida. Vamos a esperar aquí. Veremos quién prueba a bajar por ellas.

Un ruido aterrador venía de lo alto. Pudo oírse cómo se esparcía el estucado de la bóveda. Apestaba a azufre y a chamusquina.

—¡Esto está muy oscuro! —gritó Antillo, bien alto y bien claro, para dar ánimos a sus tropas—. ¡Venga, prended cualquier cosa! ¡Teas, antorchas! Tenemos que ver bien quién aparece por esas escaleras. ¡Echad combustible en esos cestones de hierro!

—¿Qué combustible, señor?

Skellen, sin palabras, indicó cuál.

—¿Cuadros? —preguntó receloso unos de los mercenarios—. ¿Pinturas?

—Así es —bufó Antillo—. ¿Qué miráis? ¡El arte ha muerto!

Hicieron astillas los marcos. Los cuadros, jirones. La madera bien seca y el lienzo impregnado de aceite prendieron enseguida, revivieron en llamas brillantes.

Boreas Mun observaba. Ya estaba totalmente decidido.

*****

Un ruido atronador, un fogonazo y, justo después de saltar, se hundió la columna tras la que se encontraban. El fuste se partió, el capitel de acanto se estampó contra el suelo, aplastando un mosaico de terracota. Un rayo globular voló hacia ellos con un silbido. Yennefer lo paró, profiriendo un conjuro y gesticulando.

Vilgefortz se les acercó, su capa se agitaba como las alas de un dragón.

—De Yennefer no me extraña —dijo, según se acercaba—. Es mujer y, por tanto, es una criatura menos evolucionada, dominada por su desorden hormonal. Pero tú, Geralt, no sólo eres un hombre, juicioso por naturaleza, sino además un mutante, inmune a las emociones.

Hizo una señal con la mano. Un ruido atronador, un fogonazo. El rayo rebotó en el escudo formado por el sortilegio de Yennefer.

—Pero, a pesar de tu buen juicio —siguió diciendo Vilgefortz, pasándose el fuego de una mano a la otra—, en una cosa demuestras una asombrosa y nada sabia coherencia: te empeñas invariablemente en remar a contracorriente y en mear con el viento de cara. Eso tenía que acabar mal. Debes saber que hoy, en el castillo de Stygga, te has puesto a mear contra un huracán.

*****

En alguno de los pisos inferiores el combate estaba en pleno apogeo, había gritos espantosos, lamentos, aullidos de dolor. Algo ardía por allí, Ciri venteó el humo y el olor a quemado y detectó un soplo de aire cálido.

Se oyó un estruendo tan tremendo que las columnas que sostenían la bóveda empezaron a temblar y cayó la cal de las paredes.

Ciri se asomó desde una esquina con mucha precaución. El pasillo estaba vacío. Lo recorrió deprisa y en silencio, flanqueada a ambos lados por las estatuas colocadas en las hornacinas. Ya había visto antes esas estatuas.

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