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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La dama número trece (4 page)

BOOK: La dama número trece
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—Ya estamos —dijo Ballesteros innecesariamente. Luego salió del coche y se acercó con Rulfo a la puerta metálica—. ¿Por dónde entraría el tal Robledo?

—Todas las teorías apuntan a que saltó esta puerta, se introdujo en la propiedad y luego forzó una ventana. Lidia Garetti no había instalado alarmas.

—Una mujer con dinero, pero poco precavida.

Ballesteros comprobó que la puerta estaba firmemente cerrada y miró a su alrededor: no había nadie por ninguna parte. Pulsó el timbre de un interfono y aguardaron una respuesta que no se produjo. Por suerte, pensó, ya que ignoraba qué le habría dicho a la supuesta voz que hubiese contestado. En un recuadro de piedra junto a la puerta, bellamente adornado de teselas azules, figuraba el número tres y, debajo, en pequeñas versalitas negras sobre azulejos blancos, unas palabras. Rulfo las señaló.


LASCIATE OGNE SPERANZA
. Significa: «Perded toda esperanza»... Es uno de los versos que Dante colocó a la entrada del Infierno. El verso completo es
Lasciate ogne speranza voi ch'intrate
: «Perded toda esperanza los que entráis».

—No puede afirmarse que sea una frase muy afortunada para bautizar una casa tan bonita.

—Para Lidia Garetti resultó profética.

—Ciertamente. —Ballesteros se frotó las manos—. En fin, aquí no vive nadie ya, estoy seguro. Esa mujer no tenía familia. Es de suponer que, cuando se aclaren los problemas de herencia, este lugar pasará a otras manos y la tragedia terminará por olvidarse... ¿Adónde va?

—Aguarde un momento.

Rulfo se aseguró de que la calle seguía vacía y, con un gesto ágil, subió a uno de los contenedores metálicos que reposaban en la acera. Desde esa altura podía erguirse sobre el muro y mirar más allá. Los árboles ocultaban parte de la visión, pero a través de sus ramas casi desnudas pudo distinguir el jardín, la mancha grisácea de la fuente y, al fondo, la tersa blancura del peristilo. En sus sueños, todo le había parecido de mayor tamaño, pero ésa era la única diferencia. No cabía duda: era la misma casa. Ya lo sabía (había visto las fotos), pero comprobarlo en la realidad le provocó escalofríos.

El médico le observaba con nerviosismo. Su ancho semblante se había puesto grana.

—¡Oiga, baje de ahí...! Si alguien nos ve, puede... ¡Baje, caramba!

—Es la misma casa de mi sueño —dijo Rulfo saltando a la acera.

—Perfecto. Ya lo ha comprobado. ¿Y ahora?

—¿Ahora?

—Sí, ¿se le ocurre algo más?

Ballesteros se encontraba nervioso y no sabía bien el motivo. Lo que más le incomodaba era haber tomado la decisión de visitar aquel lugar con Rulfo.
Debo de estar volviéndome loco
, pensó.

—Vamos, dígame —insistió—, ¿qué piensa hacer...? ¿Escalar ese muro y entrar en una propiedad privada...? Con lo impulsivo que parece usted, no me extrañaría... ¿Acaso quiere dedicarse a buscar un acuario de luz verde...? Escuche, acepté traerle hasta aquí porque supuse que, si podíamos hablar con alguien de la casa, quizá se le quitarían esas fantasías de la cabeza... Y no estoy diciendo que me haya mentido, compréndame. Estoy seguro de que ha jugado limpio. No tengo ningún problema en admitir que soñó todo eso y luego vio la noticia, y ahora se encuentra igual de asombrado que podría encontrarme yo en su lugar. De acuerdo, su caso es ideal para las revistas esotéricas. ¿Y qué?... Eso no demuestra nada. El subconsciente es un océano. Usted pudo ver la noticia del crimen en algún momento, aunque no lo recuerde. Luego la asoció con su tragedia particular. No hay más misterios. Eso es todo. —De pronto cogió a Rulfo del brazo—. Venga, vámonos. Ya sabemos que la casa era real, muy bien, usted ha ganado. Ahora dejemos de jugar, ¿quiere?... Está a punto de anochecer.

Rulfo parecía vagamente irritado. Sin embargo, para sorpresa de Ballesteros, obedeció con docilidad. Incluso aceptó regresar al coche y se sentó en silencio. Dejaron atrás los ladridos de un perro que se hacía más flaco conforme más se alejaban y que terminó convertido en el espectro de un can. El médico conducía con violencia, golpeaba el volante, se impacientaba. Miraba la carretera y los coches como si nada de eso le importara, como si sus pensamientos se hallaran muy lejos. Rulfo, a su lado, permanecía silencioso y tranquilo. De repente Ballesteros comenzó a hablar. En su semblante a menudo terso se dibujaba ahora una especie de hosca determinación que no encajaba con sus palabras, pronunciadas sin elevar la voz.

—Vi morir a Julia en ese accidente, ya se lo dije. Yo conducía, pero no fue mi culpa. Otro coche se nos cruzó y nos lanzó contra un camión. Resulté ileso, pero el techo del lado de mi mujer se hundió. Recuerdo con mucha nitidez su expresión entonces... Aún estaba viva: respiraba y me miraba sin pestañear, entre los hierros retorcidos. No decía nada, solo me miraba. De las cejas hacia arriba ya no existía, pero sus ojos tenían la misma dulzura de siempre y sus labios casi sonreían. Al principio, quise ayudarla como médico, le aseguro que lo intenté. Ahora comprendo que fue una estupidez, porque ella iba a morir sin remedio. De hecho, ya estaba casi muerta... Pero en aquel momento no pensé en eso e intenté ayudarla. Por suerte, comprendí enseguida que lo único que podía hacer no tenía nada que ver con mis conocimientos. Entonces la abracé. Me quedé allí, dentro del coche, abrazándola y diciéndole cosas al oído mientras ella se moría en mi hombro, como un pájaro... Extraño, ¿no cree?

El vehículo se deslizaba por calles oscuras. Ambos hombres miraban hacia delante con intensa concentración, como si los dos estuvieran conduciendo, pero solo Ballesteros hablaba.

—La vida tiene cosas extrañas, Salomón. ¿Por qué un chaval de veintidós años entró una noche en esa casa, degolló a las criadas, se dedicó a torturar a una pobre italiana a la que ni siquiera conocía y luego se quitó la vida...? ¿Y por qué ha soñado usted con todo eso sin haberlo visto antes...? Cosas extrañas. Tan extrañas como la muerte de mi mujer... O como la poesía que usted lee... Frente a ellas, caben dos opciones. Yo he elegido, quizá, la más fácil: intento ser feliz hasta que Dios quiera y cierro los ojos frente a las cosas extrañas, las dejo fuera. O, mejor dicho, me quedo fuera yo. Porque esas cosas existen y nos invitan a entrar, pero yo he elegido

lasciate

no entrar. Y le aconsejo lo mismo. Soy médico y sé lo que me digo. No debemos

lasciate ogne

entrar.

En ese mismo instante, sin saber cómo, Rulfo tomó la decisión. Pidió a Ballesteros que le dejara cerca del ambulatorio, donde tenía su propio coche. Al bajar del automóvil, se volvió y cruzó una mirada con el médico. Fue una mirada mucho más larga de lo que ambos se habían propuesto en un principio. Entonces Rulfo sintió el impulso de decir algo. Pensó que era una frase absurda, casi ridícula, pero la dejó salir de sus labios colmadamente, como si respirara:

—Yo soy poeta

lasciate ogne speranza

y quiero entrar.

Ballesteros abrió la boca para replicar algo, pero se detuvo como si hubiera cambiado de opinión.

—Cuídese —murmuró.

Rulfo vio alejarse lentamente el coche. Encontró su viejo Ford blanco en el lugar donde lo había dejado, subió y arrancó. Llegó a la urbanización en plena noche. Se encontró rodeado de árboles y tinieblas, dulcamaras altas y húmedas, espinos oscuros y sombras que trepaban como hiedra por los muros. Estacionó en la esquina de Vereda de los Castaños y caminó hacia el final de la calle con las manos en los bolsillos.

Lasciate ogne speranza.

Aquellas palabras sobre los azulejos le parecieron irónicas, porque había decidido que entraría como fuese. Ya pensaría después qué iba a hacer a continuación, pero albergaba la certeza de que, si no lograba penetrar una sola vez en aquella casa de forma real, estaría condenado a hacerlo muchas más durante sueños terribles, sin escapatoria. El razonamiento de Ballesteros era correcto: la espantosa muerte de Lidia Garetti no tenía nada que ver con él ni con su vida. Era una desconocida, y su tragedia un crimen más, una atrocidad de las muchas que deslumbran los ojos del público como horrores fugaces y luego se apagan en el olvido. Sin embargo, de alguna forma, aquellos sueños eran una deuda pendiente: y sabía que solo podría saldarla entrando en la casa y buscando un acuario de luz verde.

Se detuvo a concretar un plan. Pensó que lo más práctico sería saltar por la puerta sirviéndose de alguno de los contenedores de basura. Mientras estudiaba la mejor manera de trasladar el contenedor sin alertar al vecindario, se levantó una repentina ráfaga de viento con algo de lluvia. Los faldones de su chaqueta se alzaron, la llovizna le sembró la cara de besos gélidos y la puerta metálica se separó unos centímetros de la cerradura sin hacer el menor ruido.

Estaba abierta.

III. LA ENTRADA

L
a muchacha despertó bruscamente, se incorporó como un resorte y rodeó su cuerpo con los brazos. Al pronto no supo dónde se encontraba. Luego miró a su alrededor y advirtió la luz del alba deslizándose por las cortinas y las formas familiares de una habitación casi tan desnuda como ella: una cama con barrotes, sábanas arrugadas, paredes pardas, cortinas magenta, el armario, los espejos multiplicadores. Aquello era su dormitorio y todo estaba en orden.

Apoyó el mentón en las rodillas y permaneció un instante respirando acompasadamente. Conservar la calma era una de sus obligaciones. Luego cerró los ojos intentando recordar todos los datos importantes: el día que era, lo que le aguardaba, lo que debía hacer. A veces, hacer memoria constituía un serio problema para ella. Por fin concluyó que era jueves, mediados de octubre, y que por la mañana tenía cita con un cliente en un hotel de Madrid y debía apresurarse si quería estar lista para entonces.

Cuando se levantó, los grandes espejos de la pared y del techo reflejaron una anatomía que ostentaba algo más que simple belleza. Su propietaria había oído muchos adjetivos y visto muchos ojos detenerse sobre ella, pero ni unos ni otros le resultaban agradables porque nunca se dirigían a la persona que sentía y pensaba dentro, sino a las cabales formas de su cuerpo. Vivía como encerrada en una deslumbrante figura. Sin embargo, en la oscuridad solitaria de su mente, la muchacha se sabía fea y miserable.

Se dirigió lentamente al baño caminando descalza sobre las frías y sucias baldosas y haciendo oscilar el extremo de una cabellera negra y torrencial sobre unos glúteos de mármol terso. Mientras se recogía el larguísima pelo aguardando a que la ducha se calentase, volvió a pensar en las pesadillas.

No era propio de ella preguntarse cosas. Estaba acostumbrada a reprimir su curiosidad, incluso a anularla, y nada de lo que ocurría a su alrededor le intrigaba en exceso. Pero aquellos sueños habían logrado hacerla dudar. Al principio había creído que se trataba de simples fantasías terroríficas y no les había concedido importancia, ya que le sobraban razones para sufrirlas. Sin embargo, cuando los detalles se repitieron casi exactos noche tras noche, ya no supo qué pensar. ¿Tenían algún significado? Y si no era así, ¿por qué siempre soñaba lo mismo?

El agua no se calentaba, lo cual no le sorprendió. El gas y la electricidad apenas funcionaban en su diminuto apartamento. Sin pensarlo dos veces, se introdujo bajo la lluvia helada. No esbozó siquiera una expresión de queja: cogió el gastado jabón de la repisa y empezó y a lavarse cuidadosamente.
Si no te bautizas irás al Limbo
, le había dicho en cierta ocasión un hombre antes de dirigir contra ella el chorro de hielo acerado de una manguera durante una de las fiestas en las que había trabajado. Reprimió un escalofrío al recordar aquella escena: muchos instantes de su vida habían sido peores que la peor de sus pesadillas.

La cita de la mañana era normal. Ello significaba que no esperaba complicaciones, solo otra sesión con un hombre o varios, o quizá con una mujer (el nombre que le había dado Patricio era masculino, pero estaba acostumbrada a las sorpresas). Se trataba de un hotel del paseo de la Castellana. Fue tan puntual como siempre, se dirigió a recepción, mencionó el nombre y, tras una breve pausa, le indicaron que esperase,
si tiene la bondad, en aquel salón
, al tiempo que un brazo se levantaba señalando algo. Dio las gracias y caminó hacia allí ignorando las miradas que la seguían. El hotel era grande y lujoso pero ella se movía con naturalidad en sitios como aquéllos. Dos mesas de billar de refulgente caoba, un cartel con la foto de un plato de
ossobuco
y un centro de mármol rodeado de sofás blandos formaban el decorado. Rechazó los sofás y aguardó de pie. Alrededor de un búcaro con celindas se distribuían varios ejemplares de revistas atrasadas.

Fue entonces

se miraron

cuando vio la fotografía en una de las portadas.

se miraron, absortos

La inquietud que le produjo aquel hallazgo fortuito le hizo cometer dos o tres torpezas con el cliente (un hombre, a fin de cuentas). Por fortuna, el tipo estaba ebrio y las pasó por alto.

Se miraron, absortos.

El autobús la había dejado en la entrada de la urbanización y la muchacha había venido caminando por la acera sin hacer ruido y se había detenido tras él en el momento en que la puerta metálica se abría. Él se percató de su presencia y se volvió. Quedaron mirándose en silencio, como esperando a que el otro hablara.

—¿Vives... aquí? —preguntó el hombre con cautela.

Ella negó con la cabeza.

Nubes densas otorgaban convexidad al cielo que planeaba sobre ellos. La llovizna proseguía. De los carnosos labios de la muchacha escapó un espectro de vaho. Parecía aguardar, titubeante, una nueva pregunta.

De repente los semblantes se volvieron signos, casi palabras, y las bocas se abrieron temblorosas. Ambos, sin saber cómo, comprendieron al mismo tiempo lo que sucedía.

El golpe del asombro había sido brutal, y Rulfo le propuso asimilarlo hablando con calma dentro de su coche. Media hora después, ya habían compartido sus nombres y sus respectivas pesadillas. La muchacha dijo llamarse Raquel, pero quizá era un seudónimo, ya que su acento era fuertemente extranjero, centroeuropeo o, con mayor probabilidad, de los países del Este. Rulfo le calculó unos veinte años de edad. Su cabello era un terciopelo ondulado y azabache que rodaba por la espalda y su piel poseía una blancura cegadora, casi mineral. Las cejas gruesas, los ojos grandes, negrísimos y rasgados y los labios como un misterioso animal vivo de carne rojiza otorgaban a su rostro un aspecto cautivador pero también extraño, remoto. Estaba sentada en el lugar del copiloto, erguida, sin mirarle. Una cazadora de cuero, minifalda ceñida y botas de piel ampliadas con medias de lana negra hasta la mitad del muslo constituían su vestuario; bajo la ropa, como una serpiente, se estiraban las arrogantes formas de un cuerpo asombroso. Era la mujer más hermosa que había ocupado jamás aquel asiento dentro de su coche. La más hermosa que había conocido nunca. Ni siquiera Beatriz lo había impresionado tanto la primera vez.

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