Procedía del acuario rectangular que había a sus pies.
—¿Cómo lo encontraste?
Ella se lo contó: la franja de luz verde bajo la puerta y la forma en que ésta se había abierto.
El acuario medía casi un metro de largo. Sus paredes no eran de vidrio sino de algún tipo de material plástico. La tapa, de color negro, llevaba adosadas las luces de los tubos fluorescentes verdes, y una placa metálica en la base mostraba el nombre de las criaturas que, sin duda, habían hecho oscilar sus sinuosos cuerpos en el interior:
Gurami besado
,
Otocynclo
,
Betta siam
,
Gurami perla
... Sin embargo, el agua ya no albergaba peces vivos, solo un repugnante amasijo de órganos descompuestos, un cementerio grumoso que cubría toda la superficie. La luz verde otorgaba a tal podredumbre un aspecto aún más desolador. Sobre la grava persistían dos adornos, dos castillos de Neptuno, uno blanco y otro negro.
—Mira el cable —señaló Rulfo.
Sobresalía de la parte posterior y terminaba en un enchufe sin conexión con la corriente. ¿Cómo funcionaban aquellas luces?
Quizá
sea una batería
, pensó, sin creer él mismo en aquella explicación. Apoyó las manos en los costados del objeto e intentó levantarlo: pesaba considerablemente. ¿Quién lo había llevado al desván y por qué? ¿Lo había descubierto la policía? Y, en tal caso, ¿se hallaba encendido entonces?
Era un acuario olvidado y muerto, pero sus luces brillaban sin necesidad de electricidad. Y, de creer a Raquel, la puerta del desván se había abierto en el momento en que ella llegaba al rellano, igual que la puerta metálica de la parcela.
Cosas extrañas, doctor Ballesteros.
Se preguntó qué debían hacer ahora, por qué era tan importante aquel adorno en sus sueños, por qué Lidia Garetti (o quienquiera que fuese) lo mencionaba una y otra vez.
—Quizá debemos vaciarlo —sugirió la muchacha, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Quizá.
Rulfo titubeaba. No le agradaban los enigmas. Siempre había actuado más por impulso que por deducción. Decidió, sin embargo, no apresurarse. Se agachó hasta rozar el suelo con la mejilla y observó la grava, los adornos, la corrompida materia de la superficie. Nada le llamaba especialmente la atención. Ambos castillos eran idénticos. Los puentes levadizos se hallaban descendidos y era posible observar el interior a través de las aberturas en arco.
De repente se incorporó.
—Dentro del castillo negro hay algo. Puede ser un pez muerto, pero voy a comprobarlo.
Se quitó la chaqueta y se remangó el brazo hasta el codo. Luego levantó la tapa preguntándose si las luces se apagarían. Pero no lo hicieron. Casi de forma simultánea, el golpe de hedor alcanzó su olfato. Apartó la cara haciendo una mueca mientras Raquel se cubría el rostro con las manos. Respirando por la boca, Rulfo dejó la tapa con las luces aún encendidas en el suelo y hundió los dedos en aquella materia viscosa, apartando cadáveres de peces. Tanteó dentro del adorno.
—Ya lo toco.
Era una especie de objeto de tela, pero se le escapaba, resbalaba hacia el fondo, fuera de su alcance. Intentó hacer presión para levantar el castillo, pero parecía clavado al suelo de grava. Y el estomagante hedor le impedía reunir la paciencia necesaria.
—Cuesta sacarlo.
—Pruebo yo.
Retiró el brazo chorreante de agua y Raquel sumergió el suyo sin quitarse la cazadora. Su mano descendió a las profundidades como un esbelto pez blanco y los dedos se introdujeron en la abertura.
En ese momento Rulfo sintió algo. No supo determinar el origen, ni siquiera el significado de aquella sensación, pero comprendió que no era muy distinta de la que había percibido al entrar en la casa: el instante del paso irrevocable, definitivo, sin retorno. Sin embargo, esta vez, mientras veía la mano de la muchacha atrapada en el interior del castillo negro, la convicción fue tan intensa que le acobardó. Experimentó la urgencia de decírselo, de pedirle que retrocediera,
oscuridad
que dejara las cosas (esas cosas
extrañas
) como estaban, que no
descendieran
más. Pero, mientras lo pensaba, la mano emergió.
oscuridad. frío
—Ya lo tengo —dijo Raquel.
oscuridad. frío. torbellino
Y las luces de la tapa se apagaron.
Oscuridad. Frío. Torbellino.
Un monstruo movedizo y anubado recorría los caminos de la noche. Se había desatado una tormenta espectacular, de las que dejan a su paso una riada de víctimas, aleros desplomados y esquelas. Aún no llovía ni estallaban relámpagos, pero un poderoso ventarrón cruzaba el jardín torciendo ramas de árboles y preludiando el temporal que se avecinaba. Corrieron hacia la puerta metálica mientras un grito de hojas muertas con aliento a tierra húmeda los empujaba. Ya en la calle, Rulfo sacó las llaves del coche y se guarecieron en el interior.
Fue entonces cuando Raquel abrió su mano derecha, húmeda, y pudieron contemplar aquel objeto.
El apartamento se encontraba en los bajos de un patio sucio y envejecido. Estacionaron en la acera y cruzaron el deprimente solar bajo la lluvia sorteando los charcos. Ella no tenía coche y había aceptado que él la llevara a su casa, pero con cierta silenciosa incomodidad, y Rulfo creía ahora comprender por qué. La muchacha vivía en un barrio lleno de vetustos y diminutos pisos que, sin duda, servían para hospedar a familias enteras de inmigrantes. Una simple puerta de madera y una llave eran lo único que los separaba del interior. El interruptor solo produjo sonido.
—No hay luz —dijo ella—. A veces no hay.
No ponía un énfasis especial al mencionar aquello, como si vivir allí no le pareciese otra cosa que una obligación, molesta pero ineludible. Tampoco protestó cuando él hizo amago de entrar detrás.
Rulfo se encontró a oscuras en un lugar que olía a cueva. Escuchó los pasos de la muchacha y, poco después, una luz cansina, desigual, como si fuera líquida, procedente de una habitación a su derecha, le entregó la triste visión de unas paredes rotas, baldosas hundidas, sillas de patas metálicas, un viejo tresillo y una mesa pequeña y rectangular con un cenicero lleno de mondaduras de naranja. La luz provenía de una lámpara de camping con las baterías agonizantes. Lenguas de moho lamían las paredes. Una ventana al fondo, con la mitad del cristal cubierta por una tela estampada, dejaba oír un vuelo de estorninos enloquecidos. Casi hacía más frío que en el exterior.
—Tu chaqueta... ¿Quieres quitártela?
—No, gracias.
La muchacha lo dejó a solas un instante.
Rulfo se frotó los brazos. Dios, qué frío hacía allí. ¿Cómo se las arreglaría ella en pleno invierno? Las nubes de vapor que expelía su aliento se condensaban sobre la trémula luz de la lámpara. El olor a humedad era insoportable. Y se escuchaban otras cosas (crujidos, correteos), sobre las que prefería no especular. Comparado con aquel antro, su apartamento de Lomontano era un palacio.
Durante el trayecto había logrado obtener frases breves y correctas en respuesta a sus preguntas. Sabía que ella era huérfana, que había nacido en algún lugar de Hungría pero había vivido en tantos que ya no recordaba su patria. Llevaba cinco años en España y carecía de papeles. Trabajaba en un club privado:
Clientes me llaman y yo voy
. A Rulfo no le había sorprendido su historia, casi la esperaba. Lo que no comprendía era la relación que podía existir entre una inmigrante clandestina húngara que se prostituía en un club, una millonaria italiana asesinada de forma feroz y un hombre como él. Pensó que quizá la respuesta se hallara en los objetos que habían encontrado en casa de Lidia Garetti.
La muchacha regresó. Ya no llevaba la cazadora sino un jersey negro de cuello vuelto, y se secaba el copioso pelo azabache con una toalla. Rulfo se fijó en el collar plateado que cercenaba su garganta: «Patricio» era el nombre grabado en la fina chapa metálica. Elevó la vista y tropezó con sus ojos. La muchacha miraba como un páramo yermo. Las sombras pardeaban los contornos del óvalo perfecto que era su rostro.
—Vamos a ver lo que hemos encontrado —propuso Rulfo.
Se sentaron a la mesa, frente a frente, junto a la lámpara de camping. Un ruido imprevisto (¿una puerta?) los sobresaltó, pero más a ella que a él. La vio ponerse en pie con felina rapidez y asomarse a la oscuridad del pasillo.
—A veces recibo visita que no espero —explicó de regreso, más calmada—. Ahora no era nada.
L’aura nera sí gastiga.
Las palabras estaban escritas en tinta azul en la cara interior de la tela impermeable y rígida anudada con bramante que ella había sacado del agua. El hombre se las leyó y las tradujo: «El viento negro así castiga». Dante, dijo, casi seguro que era un verso de Dante, de su
Inferno
.
La tela formaba un saquito con el nudo en un extremo. El hombre había deshecho el nudo con tirones impacientes y descubierto las palabras. Pero también había extraído lo que el saquito albergaba en su interior. Sostuvo el pequeño objeto en la palma de la mano. Ella se inclinó para verlo mejor y su pelo mojado casi rozó el de él.
—Qué demonios es esto —dijo el hombre.
Era una figura humana, no mayor que su dedo meñique, confeccionada en algún tipo de material de cera o plástico, sin rasgos. El hombre le dio la vuelta y leyó la diminuta palabra grabada detrás, a lo largo de la espalda: AKELOS. Un nombre, para ella, tan vacío de contenido como la frase escrita en el interior del saquito.
Le costaba concentrarse. Su inquietud no había menguado tras regresar de la casa de Lidia Garetti, y no era debida a lo que adivinaba que el hombre le pediría al final, o le exigiría. Sabía perfectamente cómo acabaría la noche y qué tendría ella que hacer, a juzgar por la forma en que él la observaba, o no precisamente a ella sino a sus pechos desnudos bajo el jersey. Pero no era eso lo que le importaba. Incluso quería excitarlo, llevarlo a esa conclusión cuanto antes, distraerlo para que no mirara a su
alrededor
o le diera por recorrer la casa. No había podido evitar, por supuesto, que él la trajera en su coche y entrara con ella. Estaba segura de que aquel hombre no era un cliente enviado por Patricio, pero determinadas experiencias le habían enseñado a no rechazar a ninguno. Solo deseaba (
por favor
) que no descubriera lo otro. Para evitarlo, estaba dispuesta a dejarse hacer cualquier cosa.
—«Akelos», qué palabra tan rara... No la había oído nunca. ¿Te suena de algo?
Ella negó con la cabeza.
Pese a todo, la inquietud que experimentaba tenía otro origen, más enigmático: había comenzado mientras exploraba la casa de la mujer asesinada. ¿Por qué? No recordaba haber conocido a Lidia Garetti ni estado antes en aquella casa. Es verdad que había soñado con ambas, pero los sueños no le preocupaban. Y, aunque su memoria solía jugarle malas pasadas, recordaba muy bien (y dolorosamente) todos y cada uno de los lugares que había visitado, todas y cada una de las casas en las que se había visto, y se veía, obligada a trabajar, así como los individuos que la llamaban habitualmente, y sabía que Lidia Garetti no tenía nada que ver con ella. Entonces, ¿por qué ese vago temor, esa sensación de amenaza que jamás había percibido con tanta intensidad como hasta ahora?
La tormenta era el estrépito de una jauría. El hombre la miraba. Ella se obligó a fingir que permanecía atenta a sus palabras.
—Creo que esto era lo que debíamos hacer. No sé por qué, pero creo que teníamos que encontrar precisamente
esto
...
—Sí —asintió ella sin mucha convicción.
—Veamos el retrato.
Vio al hombre dejar la figura y el saquito a un lado y sacar el pequeño marco. Él le había explicado que, de alguna forma, aquel retrato le había llamado la atención, aunque ignoraba quiénes podían ser los individuos de la foto. Ella tampoco lo sabía, y así se lo dijo.
—¿Te fijas en la frase? —El hombre señalaba unas palabras escritas por detrás—. «Por el amistoso silencio de la luna» —tradujo—. Es un verso de Virgilio, un poeta latino... La tapa está suelta...
Hizo presión sobre la parte posterior del marco y lo desprendió, extrayendo la fotografía. Pero algo más cayó sobre la mesa. Era un papel muy viejo, doblado en dos. El hombre lo desplegó con cuidado. Parecía una lista de nombres.
La muchacha no entendía nada, y sospechaba que al hombre le sucedía igual. Pensó que quizá se había equivocado al visitar aquella casa. Casi deseaba que viniera Patricio y acabara con todo de forma violenta, como solía hacer. Casi deseaba que Patricio echara a aquel hombre a la calle, junto con aquellos objetos incomprensibles.
Sin embargo, siguió fingiendo. No quería que el hombre se enfadara.
Durante la lectura del absurdo poema (si es que se trataba de eso) dos cosas habían perturbado a Rulfo: la tormenta abatiéndose contra la frágil ventana de tela y la proximidad de la muchacha, su cabeza inclinada junto a la suya, su rostro sobrenatural casi rozándolo, la hoja reflejándose en el carbón de sus ojos como una doble semiluna.
Intentó concentrarse en el hallazgo.
Le intrigaba la presencia de aquel papel tras la foto. Parecía tan antiguo como ésta, hasta el punto de que, al desplegarlo, casi lo había roto. La caligrafía era cuidadosa aunque revelaba cierto temblor. El texto (desvaído, azul) estaba en castellano, pero ¿qué significaba? ¿.Era un juego de palabras? ¿Qué relación tenía con la fotografía de una pareja en una playa, una figurita de cera con la palabra «Akelos» encerrada en un saco hundido en un acuario, unos versos de Dante y Virgilio o el asesinato de Lidia Garetti
? ¿Teníamos que encontrar todo esto, Lidia? ¿Por qué?
Volvió a leer la primera frase:
«Las damas son trece».
Estaba seguro de haber oído eso en algún lugar.
Las damas son trece.
De repente lo recordó. Comprendió de inmediato que, si estaba en lo cierto, las cosas se complicarían aún más de lo que había pensado. Se enfrentó a los ojos de la muchacha, negros como si no fueran ojos, negros como lunares entre los párpados.
—Tengo un viejo amigo... Fue profesor mío en la facultad. Creo que sabe algo sobre esto. Hace tiempo que no nos vemos, pero... quizá acceda a echarme una mano.
—Bien.
El ruido —inesperado, violento— casi hizo que ella saltara de la silla. Un mueble. Una puerta.