La Danza Del Cementerio (23 page)

Read La Danza Del Cementerio Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

BOOK: La Danza Del Cementerio
4.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

D'Agosta cambió de postura.

—¿Destripados? ¿Y dice que les cortaban dedos de las manos y los pies?

—Sí, a los otros sí, pero al cuidador no le destriparon. Apareció cubierto de sangre, con un cuchillo en el pecho. Según la prensa, pudo haberse hecho él mismo la herida.

—¿En qué quedó la cosa? —preguntó D'Agosta. —Parece que la policía hizo una redada en la Ville, con varios detenidos que acabaron en libertad por falta de pruebas. No se encontró nada en los registros, ni llegaron a resolverse los asesinatos. La única relación clara entre las muertes y la Ville era la proximidad entre la aldea y los lugares de los crímenes. Los rumores sobre seres desgarbados y mecánicos se fueron diluyendo, y las denuncias sobre sacrificios animales se volvieron relativamente esporádicas. Se diría que la Ville ha hecho todo lo posible por no llamar la atención. Hasta ahora, por supuesto. Pero lo más interesante de todo lo he descubierto cotejando otras fuentes antiguas: parece que en 1901 la familia Straus quiso talar una parte bastante grande de Inwood Hill, al norte, para tener mejores vistas del río Hudson, y que contrataron a un arquitecto paisajista para replantarla con el mejor gusto posible. Adivinen cómo se llamaba.

El silencio no duró mucho.

—¿No sería Phipps Gormly? —dijo Pendergast.

—El mismo. Y ¿le apetece adivinar qué miembro de la comisión de parques se encargó de autorizar los cambios necesarios?

—Cornelius Sprague. —Pendergast se inclinó en el sillón, con las manos enlazadas—. De haberse llevado a cabo los planes de tala, ¿habrían afectado a la Ville?

Wren asintió con la cabeza.

—Quedaba directamente en el camino. No cabe duda de que la habrían demolido.

D'Agosta miró a Pendergast, a Wren, y de nuevo al agente.

—¿Qué quiere decir, que a toda esa gente la mató la Ville para impedir que la familia siguiera con sus planes de ajardinamiento?

—La mató… o concertó su muerte. La policía nunca pudo establecer un vínculo, aunque está claro que el mensaje llegó a su destino, porque salta a la vista que se renunció a la reforma del parque.

—¿Algo más?

Wren buscó entre los papeles.

—Los artículos hablan de un «culto demoníaco» en la Ville. Los miembros son célibes, y se mantienen siempre en el mismo número a base de voluntarios o conquistando adeptos a la fuerza entre vagabundos y gente de pocos recursos.


Cada vez más curioso —murmuró Pendergast. Se giró hacia D'Agosta—. «Actuar mecánicamente…» Recuerda bastante a lo que le ha atacado, ¿verdad, Vincent?

D'Agosta puso mala cara.

Con un trenzarse y destrenzarse de sus elegantes manos blancas, Pendergast se enfrascó en sus pensamientos. En alguna parte de la gran mansión se oyó el timbre de un teléfono a la antigua.

Pendergast salió de su ensimismamiento.

—Sería interesante acceder a los restos de alguna de las víctimas.

D'Agosta gruñó.

—Gormly y Sprague probablemente estén en panteones familiares. Nunca conseguiría una orden judicial.

—Ah, pero la cuarta víctima, el cuidador de la familia Straus, el supuesto suicida… Cabe la posibilidad de que no se resista tanto a revelar sus secretos; en cuyo caso estaríamos de suerte, ya que, entre todos los cadáveres, el que más nos interesa es el suyo.

—¿Por qué?

Pendergast sonrió un poco.

—¿A usted qué le parece, querido Vincent?

D'Agosta frunció el entrecejo de exasperación.

—¡Me duele la cabeza, Pendergast! ¡No estoy de humor para jugar a Sherlock Holmes!

El rostro del agente reflejó una tristeza pasajera.

—De acuerdo —dijo al cabo de un rato—. He aquí los puntos más destacados. A diferencia de los otros cadáveres, este no estaba destripado, sino ensangrentado y con la ropa hecha jirones.

Y fue el último en aparecer. Tras su descubrimiento cesaron los asesinatos. También es oportuno resaltar que cuando empezaron los crímenes ya llevaba varios meses desaparecido.

¿Dónde estaba? ¿Viviendo en la Ville, tal vez?

Se apoyó de nuevo en el respaldo.

D'Agosta se palpó el chichón con cuidado.

—¿Qué quiere decir?

—Que el cuidador no era una víctima, sino el culpable.

A su pesar, D'Agosta sintió un cosquilleo de entusiasmo.

—Siga.

—En las grandes fincas, como la que nos ocupa, existía la costumbre de que los criados y los trabajadores tuvieran reservado un espacio para enterrar a sus muertos. Si hay uno en la casa de veraneo de los Straus, podríamos encontrar los restos del cuidador.

—Ya, pero usted solo se basa en una noticia de prensa. No hay ninguna relación. Con pruebas tan endebles nadie le dará una orden de exhumación.

—Siempre podemos actuar por cuenta propia.

—No me diga que piensa desenterrarlo de noche, por favor.

Una leve inclinación afirmativa de la cabeza.

—¿Usted nunca sigue las reglas?

—Me temo que en contadas ocasiones. Pésima costumbre, pero muy difícil de cambiar.

Apareció Proctor en la puerta.

—¿Señor? —dijo, con una neutralidad muy estudiada en su voz grave—. Acabo de hablar con uno de nuestros contactos del centro. Hay novedades.

—Expónganoslas, si es tan amable.

—Se ha producido un asesinato en el Club de Prensa Gotham; una tal Caitlyn Kidd, reportera. El autor del crimen ha desaparecido, pero muchos testigos aseguran que se trataba de William Smithback.

—¡Smithback! —dijo Pendergast, incorporándose de golpe.

Proctor asintió con la cabeza.

—¿Cuándo?

—Hace una hora y media. Por otro lado, el cadáver de Smithback ha desaparecido del depósito. Su esposa ha ido a buscarlo, y al ver que ya no estaba ha montado una escena.

Parece ser que han dejado en su sitio una especie de… mmm… quincalla vudú.

Se quedó callado, cruzando sobre el traje sus grandes manos.

D'Agosta sintió un profundo horror. Todo se había precipitado, y él sin busca ni teléfono móvil.

—Comprendo —murmuró Pendergast, cuyo rostro, de pronto, tenía el color amarillento de un cadáver—. Qué terrible cariz han tomado las cosas. —Y poco más que susurrando, sin dirigirse a nadie en especial, añadió—: Quizá haya llegado el momento de pedir ayuda a monsieur Bertin.

36

D'
Agosta veía filtrarse un alba gris por las cortinas de las ventanas del Club de Prensa Gotham. Estaba agotado, con la cabeza palpitando al ritmo de su corazón. La policía científica ya había acabado su trabajo y se había ido. También se habían ido los de pelos y fibras, así como el fotógrafo, y el forense, junto con el cadáver; ya estaban interrogados, o emplazados para ello, todos los testigos, y ahora D'Agosta se veía solo en el espacio acordonado donde se había producido el crimen.

Oía el tráfico de la calle Cincuenta y tres, con las primeras furgonetas de reparto, los camiones de basura del turno del amanecer y los taxistas diurnos que iniciaban la ronda con el acostumbrado ritual de bocinas e insultos.

Se quedó quieto en un rincón. Todo muy elegante, muy neoyorquino: roble oscuro en las paredes, chimenea con repisas esculpidas, suelo de mármol en damero blanco y negro, lámpara de araña colgando del techo, y altas ventanas con mainel e hilo de oro en las cortinas.

Olía a humo viejo, a entremeses rancios y vino derramado. En el momento del asesinato, el pánico había hecho caer al suelo abundante comida y cristales rotos. Sin embargo, a D'Agosta no le quedaba nada más por ver. No eran testigos ni pruebas lo que faltaba. El asesino había cometido el crimen en presencia de más de doscientas personas (sin que intentara detenerle ni un solo periodista pusilánime), y luego se había escapado por la cocina del fondo, cruzando varias puertas dejadas abiertas por el servicio de catering cuya furgoneta estaba aparcada detrás del edificio, en un callejón.

¿Lo sabía el asesino? Sí. Según todos los testigos, se había dirigido resueltamente (aunque sin prisas) hacia una de las puertas de servicio del fondo del salón, previo paso a salir a la calle a través de un pasillo y la cocina. Conocía la distribución del edificio, sabía que estaban abiertas las puertas, estaba al corriente de que encontraría abierta la verja del callejón trasero, y sabía que por él se accedía a la calle Cincuenta y cuatro, con el anonimato de sus multitudes. O de un coche a la espera. Porque tenía todo el aspecto de un crimen muy bien planeado.

Se frotó la nariz, intentando respirar despacio para que no le dolieran tanto las sienes. Casi no podía pensar. Los cerdos de la Ville se iban a dar cuenta de que agredir a un policía era muy mala idea. Alguna relación tenían con aquello. Smithback había pagado caro el escribir sobre ellos, y Caitlyn Kidd acababa de correr la misma suerte.

¿Por qué seguía ahí? En el lugar del crimen no había nada nuevo que encontrar, nada que no hubiera sido examinado, registrado, fotografiado, recogido, analizado, olido, mirado y anotado previamente. Estaba completamente exhausto. Y sin embargo no se decidía a irse.

Smithback. Sabía que era Smithback quien le retenía.

Todos los testigos juraban que había sido Smithback; incluso Nora, a quien había entrevistado (sedada, pero lúcida) en su piso. Ella no era tan fiable, por haber visto al asesino desde la otra punta de la sala, pero algunos de los que juraban que era él le habían visto de cerca. La propia víctima había gritado su nombre al ver que se acercaba. Y sin embargo, pocos días antes D'Agosta había visto con sus propios ojos el cadáver de Smithback sobre una camilla, con el pecho abierto, los órganos fuera del cuerpo, etiquetados, y la parte superior del cráneo serrada.

El cadáver de Smithback, desaparecido… ¿Cómo era posible que cualquier imbécil pudiera entrar en el depósito y robar un cadáver? Aunque tal vez no fuera tan extraño… Bien había entrado Nora, sin que la parase nadie… De noche solo había una recepcionista, y por lo visto no era la primera que se quedaba dormida. Claro que a Nora la habían perseguido los de seguridad, y al final la habían pillado. Por otra parte, no era lo mismo entrar en un depósito de cadáveres que llevarse uno.

A menos que el cadáver se hubiera ido por su propio pie… ¡Pero qué cosas se le ocurrían!

Barajaba simultáneamente una docena de teorías. Tenía la seguridad de que la Ville estaba implicada de alguna manera, pero claro, tampoco podía descartar al desarrollador de software, Kline, con su amenaza directa a Smithback. Ya le había dicho a Rocker que los especialistas del museo habían identificado algunas esculturas africanas de su colección como objetos vudú, con un significado especialmente siniestro. Aunque había un problema: ¿qué razón podía tener Kline para matar a Caitlyn Kidd? ¿También había escrito algún artículo sobre él?

A menos que por alguna razón Kidd le recordase al periodista que había destruido su carrera cuando aún estaba en ciernes… Valía la pena investigarlo.

Luego estaba la otra teoría, que Pendergast parecía tomarse en serio, aunque disimulase: que tanto a Smithback como a Fearing les hubieran resucitado.

—¡Hay que joderse! —murmuró en voz alta, mientras daba media vuelta y salía al vestíbulo, abandonando el salón de recepciones.

Firmó en el registro del agente que vigilaba la puerta principal, y al salir le recibió un alba fría y gris de octubre.

Miró su reloj. Las siete menos cuarto. A las nueve había quedado con Pendergast en el centro. Se fue caminando hacia Madison Avenue por la calle Cincuenta y tres, pues había dejado el coche patrulla aparcado en la Quinta Avenida. Entró en un bar y se sentó.

Cuando llegó la camarera, lo encontró dormido.

37

A las nueve y diez de la mañana, D'Agosta renunció a seguir esperando a Pendergast y subió desde el vestíbulo del ayuntamiento a un despacho anónimo de uno de los pisos altos del edificio, que tardó diez minutos en localizar. Finalmente encontró la puerta cerrada del despacho, y leyó la inscripción de la placa de plástico:

MARTY WARTE

VICEDIRECTOR ADJUNTO

DEPARTAMENTO DE VIVIENDA DE NUEVA YORK

DISTRITO DE MANHATTAN

Llamó dos veces a la puerta.

—Adelante —dijo una voz aguda.

Entró. Sorprendía lo espacioso y confortable del despacho, con un sofá y dos sillones en un lado, una mesa en el otro, y un hueco con una secretaria vieja y fea. Solo había una ventana, con vistas al bosque de torres que constituía Wall Street.

—¿El teniente D'Agosta? —preguntó al otro lado de la mesa el ocupante del despacho, mientras se levantaba y señalaba uno de los sillones.

D'Agosta prefirió el sofá, que parecía más cómodo.

El funcionario salió de detrás de la mesa y se acomodó en un sillón. D'Agosta le echó un vistazo: bajo, delgado, con un traje marrón que le caía mal, piel irritada por el afeitado, mechones de pelo escaso brotando del centro de la calva, ojos nerviosos y esquivos de color marrón, pequeñas manos temblorosas, labios apretados y aires de superioridad moral.

Empezó a sacar la placa, pero Wartek sacudió rápidamente la cabeza.

—No es necesario. Ya se ve que es detective.

—¿Ah, sí?

Por alguna razón, D'Agosta se molestó. Se dio cuenta de que le apetecía molestarse.

«Tranquilo, Vinnie.»

Un momento de silencio.

—¿Café?

—Gracias. Con leche y azúcar.

—Susy, dos cafés con leche y azúcar, por favor.

D'Agosta trató de organizar sus ideas. Tenía la cabeza embotada.

—Señor Wartek…

—Llámeme Marty, por favor.

Se recordó que Wartek estaba haciendo un esfuerzo de amabilidad. No hacía ninguna falta pagárselo con mala leche.

—Marty, vengo a hablar de la Ville. En Inwood. ¿Lo conoce?

Un gesto cauto de afirmación con la cabeza.

—He leído los artículos.

—Quiero saber cómo narices pueden ocupar suelo público y cerrar una vía pública sin que nadie les diga nada.

D'Agosta no pensaba ser tan directo, pero le salió así, y estaba demasiado cansado para preocuparse.

—Bueno, bueno… —Wartek se inclinó hacia delante—. Mire, teniente, es que hay un principio jurídico que se llama usucapión o «prescripción adquisitiva» —abrió comillas con gestos nerviosos de los dedos—, según el cual, si un terreno lleva ocupado durante un período determinado sin autorización del dueño, y se ha usado de manera «abierta y notoria», entonces la parte usuaria adquiere ciertos derechos legales respecto a la propiedad. En Nueva York, el período en cuestión son veinte años.

Other books

Janaya by Shelley Munro
The Recruit: Book One by Elizabeth Kelly
Shelter (1994) by Philips, Jayne Anne
The Enchanted by Rene Denfeld
Adam's Daughter by Daniels, Kristy
The Queen of Mages by Benjamin Clayborne
Contagious by Emily Goodwin
The Raphael Affair by Iain Pears