—Mefistófeles se aparece ante el genio moribundo justo cuando este acaba de terminar ¡la mítica Décima Sinfonía! Le ofrece renunciar a su alma a cambio de que le permita borrar de la memoria de los hombres todo rastro de sus composiciones musicales. Beethoven duda y el diablo le da una hora para pensárselo. El compositor se encara entonces con otro de los personajes de la ópera rock, La Fatalidad, y le suplica, a ella y a su hijo deforme, Capricho, que le dejen echar un vistazo retrospectivo a su vida, para tratar de establecer qué acciones concretas han provocado la condenación de su alma. Al reexaminar su biografía, Beethoven reprocha al Destino que le haya sometido a tal cúmulo de penalidades a lo largo de su existencia: un padre alcohólico que le maltrataba y estuvo a punto de acabar con su vocación musical, mujeres hermosas de las que se enamoraba perdidamente pero que le negaban sus favores sistemáticamente, la sordera progresiva, que es la peor calamidad que le puede sobrevenir a un músico. La Fatalidad se siente culpable ante los reproches de Beethoven y le ofrece eliminar de su vida los sucesos más dolorosos, pero el compositor se da cuenta de que su música no sería la misma sin esos momentos de aflicción y de agonía extrema y renuncia a tan atractiva oferta.
»Cuando, al cabo de una hora, Mefistófeles vuelve a aparecerse ante el genio, este le responde que su obra es un legado esencial para la humanidad y que prefiere entregarle su alma antes que destruir su música. El diablo, enrabietado, le ofrece otro pacto, por el que él salvaría el alma si le entrega el manuscrito de la recién completada Décima Sinfonía. Tras elevar consultas al espíritu de Mozart, este consigue que Beethoven no destruya el manuscrito. Después de otro intento frustrado del diablo para acabar con la sinfonía, el público de la ópera rock se entera al final de que Satanás ha jugado todo el rato con el músico: su alma no está destinada en realidad a padecer eternamente las llamas pavorosas del Infierno, sino que va a ir directo al Cielo, sin pasar por el Purgatorio siquiera. Beethoven entrega por fin su alma al Señor, confortado por tan excelente noticia y la impresionante tormenta que ha estado castigando la ciudad de Viena durante toda esa noche se va disipando poco a poco. Pero Capricho, el travieso hijo de la Fatalidad, vuelve a colarse en la habitación donde reposa el cuerpo inerte de Beethoven, se apodera del manuscrito de la Décima Sinfonía y lo esconde tras una pared, para disfrutar sádicamente contemplando cómo hombres y mujeres se afanan en vano, durante generaciones, tratando de encontrar la última composición del genio.
Mientras empezaban a sonar los primeros acordes de la obertura de
La
última noche de Beethoven
, Alicia y Daniel no pudieron evitar sentir un escalofrío al imaginar que una secta satánica pudiera estar detrás de la espeluznante decapitación de la noche anterior.
Los dos labradores de Jacobo Durán comenzaron a ladrar como posesos en cuanto sonó el timbre del teléfono; Murphy, el más revoltoso de los dos, incapaz tal vez de soportar que su amo, que estaba en la ducha, no descolgara de una vez, se alzó por fin sobre sus patas traseras y con el morro empujó el aparato, que reposaba sobre un pequeño aparador, hasta hacerlo caer estrepitosamente al suelo.
El teléfono quedó descolgado sobre la alfombra y a través del auricular los dos animales empezaron a responder con jadeos caninos a la escandalizada voz de una mujer que no cesaba de gritar:
—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Hay alguien ahí?
Durán salió a toda prisa de la ducha, alertado por el festival de ladridos de sus mascotas, y recogiendo del suelo el teléfono, que estaba húmedo de baba de los perros, logró responder a la llamada un segundo antes de que se cortara la comunicación.
La mujer, que tenía tono de recepcionista de hotel, se tranquilizó por fin al escuchar una respuesta humana y dijo:
—¿Don Jacobo Durán, por favor?
—No estoy seguro de que el señor esté en casa. ¿Quién le llama? —Durán estaba harto del marketing telefónico al que se veía sometido últimamente y cuando no tenía claro quién le llamaba, se hacía pasar por su mayordomo.
—Es de parte de don Jesús Marañón.
—Señor —dijo Durán componiendo la voz de un supuesto mayordomo—. Una llamada para usted por la línea dos. Es don Jesús Marañón.
—Pásemela inmediatamente, Sebastián —se respondió Durán a sí mismo, esta vez desde su auténtica personalidad.
Al cabo de unos diez segundos, Durán escuchó la voz campechana y jovial de Marañón.
—Jacobo, perdona que te dé la lata.
—No, por Dios, Jesús, faltaría más.
—Te llamo porque la instrucción del caso Thomas la está llevando una amiga mía, Susana Rodríguez Lanchas, no sé si te la he presentado alguna vez.
—No, pero sé perfectamente de quién se trata. ¿No está llevando el sumario de ese supernarco gallego?
—Exacto. La citan mucho en la prensa últimamente. Yo la conozco porque es amiga de un sobrino de mi mujer. Me llamó el otro día y… esto es confidencial, Jacobo, por lo que más quieras ¿eh?
—Mis labios están sellados.
—El caso es que en las últimas horas se ha producido un hecho relacionado con la investigación que la juez necesita comentar con un experto.
—¿Con un experto? ¿Con qué clase de experto?
Cuando Marañón le explicó a Durán el asunto concreto que quería tratar la juez, este le facilitó inmediatamente el teléfono móvil de Daniel Paniagua.
El juzgado de instrucción n.° 51, que llevaba el caso Thomas, se puso en contacto con Daniel por medio de una llamada telefónica de la secretaria de la juez titular, doña Susana Rodríguez Lanchas.
La secretaria informó a Daniel de que Su Señoría quería un encuentro con él, a ser posible al día siguiente, aunque se apresuró a aclararle que, como se le convocaba de manera amistosa, no se le iba a hacer llegar ninguna cédula de citación. Daniel podía incluso declinar la petición de la juez, si ese era su deseo. Tras confirmar que asistiría, Daniel preguntó el motivo de la reunión, a lo que la secretaria, tras dudar unos instantes, respondió:
—Su Señoría prefiere explicárselo personalmente.
La cafetería donde habían quedado citados estaba muy cerca del viejo edificio de oficinas que albergaba los juzgados. La secretaria le había informado a Daniel de que doña Susana llevaría una abultada cartera de piel, como las de los ministros, que dejaría en lugar bien visible sobre la mesa, para que pudiera identificarla.
Se la encontró nada más entrar, leyendo el periódico y saboreando una infusión.
—¿Te apetece tomar algo? —le dijo la juez después de estrecharle la mano y de agradecerle que hubiera acudido a la entrevista.
—Una Coca-Cola con mucho hielo, gracias.
La magistrada era una mujer de unos cincuenta y cinco años, con una melena rubia planchada, de las que llaman «francesas», extraordinariamente elegante en sus gestos y su manera de expresarse, y hubiera resultado incluso sexi, a pesar de la edad, de no ser por el rígido gesto de la boca, que Daniel atribuyó a una parálisis y que le impedía sonreír de manera natural.
Tras pedir el refresco a un camarero, al que llamó por su nombre, la juez explicó:
—Mi juzgado está a tres manzanas. Esta es
mi
cafetería, donde desayuno siempre que no he podido hacerlo en casa.
Dio un sorbo a la manzanilla con limón que se estaba tomando y cuando iba a abrir la boca de nuevo, Daniel la interrumpió.
—¿Se dice juez o jueza?
—¿Se dice fiscal o fiscala? —contraatacó ella, sonriendo con el lado de la boca que no tenía inmovilizado.
—La llamaré juez, entonces.
—Lo que quieras, pero tutéame por favor. Yo no soy tan mayor.
—Te llamaré juez —corrigió Daniel, que comprendió enseguida lo difícil que le iba a resultar apearle el tratamiento a la magistrada.
—En esto de la equiparación laboral de hombres y mujeres —dijo la juez— hemos rebasado ya el listón del ridículo, tanto en un sentido como en otro. Yo he oído ya decir
economisto
, referido a un varón, claro.
—¿Economisto?
A Daniel el término le resultó tan ridículo que no sabía si Su Señoría le estaba tomando el pelo.
—Me ha dado tu nombre Jesús Marañón —continuó doña Susana, entrando directamente en materia—. Quiero hablar contigo porque necesito un experto que me aclare unas preguntas sobre música. Es en relación al asesinato de Thomas, como podrás suponer. La policía me ha dicho que estás en la lista de invitados que acudieron a su último concierto.
—Sí, en efecto. ¿Soy sospechoso? ¿Me van a detener?
—Eso depende de cómo te portes —bromeó la juez. Luego cambió la expresión a una mucho más seria y dijo—: Esta noche la policía ha encontrado la cabeza de Thomas.
—¡Dios santo! No tenía ni idea. No se ha publicado aún en la prensa, ¿no?
—Ni se va a publicar, si podemos evitarlo. Cuando veas la cabeza, comprenderás por qué.
Daniel intentó tragar saliva pero no fue capaz.
—¿Ver la… cabeza?
—La han llevado al Laboratorio de Criminalística. En este momento la policía científica le está haciendo algunas pruebas, pero esta tarde la tenemos para nosotros solos. Yo voy a ir contigo, a las siete. ¿Puedes?
—Sí, creo que sí.
—No vamos a hacer público que ha aparecido la cabeza entre otras cosas porque eso nos sirve para eliminar falsas confesiones. En los asesinatos mediáticos como el que nos ocupa, siempre aparece algún pirado diciendo que ha sido él, para poder salir en la televisión.
—Pero si no sabe decir dónde está la cabeza —dijo Daniel, completando el razonamiento de la juez— no puede ser el asesino, ya lo entiendo.
Daniel dio un trago a su refresco para aclararse la garganta y luego dijo:
—Yo estoy encantado de colaborar en la investigación pero ¿por qué tengo que
ver
la cabeza?
—Cuando la tengas delante de ti, comprenderás por qué te lo he pedido. Claro que si es superior a tus fuerzas…
—No, no, si tú lo juzgas necesario, iré. Espero no desmayarme.
—No lo harás. ¿Sabes lo que es un perito judicial?
Daniel asintió, pero ella siguió hablando como si le hubiera dicho que no.
—Es un experto que emite un dictamen cuando son necesarios conocimientos científicos o artísticos, para valorar hechos o circunstancias relevantes en el sumario. Tú eres musicólogo, ¿no? ¿Licenciado?
—Doctor. Hice la tesis sobre Cherubini, un compositor al que admiraba mucho Beethoven.
—No he querido citarte a través del juzgado por una sencilla razón: tenemos un topo dentro, que lo casca todo a la prensa. Debe de ser algún oficial, aunque todavía no le hemos cogido. Estoy rodeada de funcionarios muy mal pagados, y algunos aceptan
sobornos
de los programas de televisión más amarillos y de las revistas de cotilleo a cambio de filtraciones sobre los sumarios más morbosos.
—Entiendo —dijo Daniel, que se explicó en ese momento cómo la prensa había tenido un conocimiento tan meticuloso de un reciente caso de malos tratos que salpicaba a una rama de la familia real.
—En razón de lo que te voy a mostrar esta tarde, necesito un perito judicial, pero no quiero que la prensa se entere de que la juez que lleva el caso se está sirviendo de un experto musical.
—¿Por qué?
A Daniel le pareció que Su Señoría estaba a punto de decir «porque lo digo yo y punto», pero no fue así.
—Prefiero que el asesino piense que estamos trabajando sobre la hipótesis de un crimen ritual.
—¿Y no es así?
—No. El hecho de que no haya señales de malos tratos en el cuerpo nos permite descartar al clásico psicópata, que tan popular se ha hecho a través del cine.
—Entonces, no es Búfalo Bill.
Daniel vio la cara de desconcierto de la magistrada y se apresuró a sacarla de su despiste.
—Era el asesino de
El silencio de los corderos
.
—Ah, ya. No la he visto.
La juez acababa de bajar varios enteros en la cotización de Daniel, primero por el hecho de no haber visto la película, que él consideraba una obra maestra, y segundo por haber confesado tan abiertamente que no la había visto, sin muestra de sonrojo alguno. Luego se avergonzó de sí mismo al recordar que, a pesar de lo fascinante que había encontrado el personaje del doctor Lecter, él ni siquiera se había tomado el trabajo de leer la novela de Thomas Harris.
—Los asesinos en serie —continuó doña Susana— tienen una enorme necesidad de infligir dolor y humillación a sus víctimas, para vengarse de las afrentas que ellos sienten que la sociedad les ha hecho. Son personas que han sido testigos, normalmente durante la infancia, de actos similares de violencia y degradación, o los han sufrido directamente en sus carnes. Matan indiscriminadamente, como represalia social y también para subir su autoestima, pues suelen ser muy competentes en su, llamémoslo, «trabajo». El asesino de Thomas no es de ese tipo. Así que estamos buscando otro móvil.
Coincidiendo con el final de esta frase sonó el teléfono de la magistrada. Ambos sonrieron. Ella miró la pantalla para ver quién era; con un gesto rechazó la llamada, algo que a Daniel le hizo sentirse muy importante.
—Ese fragmento de Beethoven que se tocó en casa de Marañón, la noche del asesinato ¿qué es exactamente?
Daniel la puso en antecedentes y luego añadió:
—Es curioso pero, según van pasando los días, voy teniendo la extraña sensación de que lo que Thomas nos hizo escuchar la otra noche no era, a pesar de lo que él decía, una reconstrucción del primer movimiento a partir de una serie de motivos que nos dejó Beethoven. Me inclino más bien a pensar que Thomas tuvo acceso al manuscrito de la Décima, o al menos a su primer tiempo, y que él no había aportado ni una sola idea de su cosecha, ni había inventado la orquestación. Sonaba todo
demasiado
a Beethoven.
—Pero ¿qué interés podría él tener en…?
—Para empezar, derechos de autor —se anticipó Daniel—. Imagínate que a las orquestas de todo el mundo les convence el trabajo de Thomas y se pone de moda interpretar el primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven-Thomas. Como si fueran los Lennon-McCartney de la música clásica.
—¿Eso es posible? Quiero decir, que se incorpore al repertorio una obra incompleta.
—Se ha hecho con otros compositores. ¿Conoces la
Sinfonía Inacabada
de Schubert?