La diosa ciega (34 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: La diosa ciega
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—¡Pues que los policías también se vayan de excursión! ¡Esa zona tampoco es tan grande, coño!

Era injusto pagarlo con Hanne y se arrepintió enseguida. Intentó paliar su exabrupto con una sonrisa pálida y un triste movimiento de cabeza.

Hanne dijo en voz baja que ya les había pedido que lo hicieran. Aún quedaba tiempo, todavía podían mantener la esperanza. Una apresurada mirada al reloj le obligó a preguntarle si ya había dado aviso del retraso.

—Les he pedido un aplazamiento hasta las tres, y me lo han concedido hasta las dos. Nos queda una hora. Supongo que me darían más si les pudiera prometer que Karen va a venir; como no pueda, la vista empezará a las dos.

Lejos, lejos de allí, una figura amarilla caminaba junto a un mar de invierno, alimentándolo con piedras. El bóxer se zambullía en las aguas agitadas y frías, pero eso no lo detenía, sus instintos se negaban en redondo a abstenerse de perseguir cualquier objeto que fuera arrojado. Nunca había estado constipado, pero en aquellos momentos temblaba vigorosamente. Karen se paró y sacó un jersey viejo de la mochila, con el que abrigó al bóxer. Aquello le confirió un aspecto ridículo, con un jersey rosa de angora que se le fruncía por las patas delanteras y le colgaba del resto de su enclenque cuerpo, pero al menos dejó de temblar.

Había llegado ya al extremo de los cabos al sur de Ommane y estaba buscando un cálido rincón resguardado en el que ya se había refugiado muchas veces en días como éstos, pero que siempre le resultaba igual de difícil de encontrar. Ahí estaba. Se sentó sobre un cojín aislante y sacó el termo. La leche con cacao tenía un definido sabor a muchos años de café impregnado, pero no le importó. Permaneció mucho tiempo sentada, ensimismada y rodeada del ruido del mar revuelto y del viento que se cortaba en la gran piedra a sus espaldas. El bóxer se había acurrucado a sus pies y parecía un caniche rosa. Por algún motivo u otro se sentía inquieta. Había ido allí buscando paz, pero ésta había desaparecido. Era raro, la tranquilidad siempre había estado dispuesta a citarse con ella allí. Tal vez se hubiera enamorado de otra. Menuda traición.

Los agentes de Policía no la encontraron. Aquel día no llegó a Oslo y ni siquiera supo que la estaban buscando.

Como era obvio, la cosa tenía que salir mal. Sin un solo asidero nuevo, no había nada más que aportar al juez. En esta ocasión, a Bloch-Hansen no le llevó más de veinte minutos convencer al tribunal de que prolongar la prisión preventiva constituía una decisión insensata. Como era natural, el trabajo de Lavik se estaba viendo muy afectado por su encarcelamiento. Estaba perdiendo treinta mil coronas a la semana. Además, el abogado no era el único afectado: tenía dos empleados cuyos puestos de trabajo estaban amenazados por su ausencia. Su posición y su estatus social acentuaban sus padecimientos en este contexto y los enormes titulares de los periódicos no contribuían precisamente a mejorar la situación. Si el tribunal, contra todo pronóstico, aún pensaba que había motivos para seguir sospechando de él en un caso penal, al menos debía mostrar consideración por la carga extrema que suponía el encarcelamiento. En una semana, la policía debería haber conseguido aportar algo más, y no lo había hecho. El abogado debía ser puesto en libertad. Su salud corría peligro, no había más que verlo para darse cuenta de ello.

Y el juez lo veía. Si en la vista anterior había tenido mal aspecto, en esta ocasión desde luego no había mejorado. No hacía falta ser médico para ver que el hombre estaba consumido. La ropa había empalidecido al ritmo de su propietario; el joven abogado, antes tan boyante, tenía pinta de haber sido detenido después de una malograda cena de Navidad para indigentes.

El juez se mostró de acuerdo. Su decisión fue dictada en ese mismo momento. La profunda depresión de Håkon encontró algún obstáculo cuando llegaron al punto del motivo razonable de sospecha, que seguía vigente. Sin embargo, el alma volvió a caérsele a los pies cuando el juez describió en palabras bastante desagradables la incapacidad de la Policía para hacer avanzar el caso e hizo hincapié en lo lamentable que era que las circunstancias en torno a la desaparición de la declaración de Karen Borg no se hubieran aclarado.

El peligro de destrucción de pruebas era también obvio, pero por desgracia al juez le pareció igualmente obvio que prolongar la preventiva era una actuación insensata. El hombre iba a ser puesto en libertad, aunque tendría que presentarse en el juzgado todos los viernes.

¡Presentarse en el juzgado! Menudo consuelo. Håkon recurrió de inmediato la decisión y pidió que se pospusiera la puesta en libertad. Eso al menos les proporcionaría un día más. Un día era un día. Aunque Roma no se hubiera construido en tan poco tiempo, muchos casos habían visto cambiar su suerte gracias a unas pocas horas extra.

El fiscal adjunto Håkon Sand no podía creer lo que estaba oyendo cuando el juez le dejó claro que tampoco le iba a conceder esa petición. Intentó protestar, pero fue rechazado con firmeza. La Policía había tenido su oportunidad y la había desperdiciado. Ahora tendrían que apañárselas sin la ayuda del tribunal. Sand respondió que entonces no tenía sentido recurrir y, en un ataque de enfado, retiró el recurso. El juez no se dejó afectar y antes de levantar la sesión comentó secamente: —Si tenéis suerte, os libraréis de una demanda de indemnización. Si tenéis suerte de verdad.

Pusieron en libertad a Jørgen Ulf Lavik esa misma noche. En el momento en que salió pareció erguirse dentro de su traje, dio la impresión de crecer algunos centímetros y de recuperar al menos algunos de los kilos que había perdido. Abandonó la comisaría riéndose, por primera vez en diez días.

Ni Hanne Wilhelmsen ni Håkon Sand se rieron, ni tampoco nadie más en el gran edificio de la calle Grønland 44.

Había salido bien. Lo cierto es que había salido todo bien. La pesadilla había terminado y no habían encontrado nada. Si hubieran encontrado algo, seguiría detenido. Pero ¿qué podían encontrar? Le dio gracias al destino, porque tan sólo unos días antes de su detención había sustraído la llave de debajo del armario y la había escondido en un sitio más seguro. Tal vez el viejo estuviera en lo cierto cuando afirmaba que las fuerzas del bien estaban de su parte. Los dioses sabrían por qué.

Aun así había algo que no acaba de entender. Cuando escogió como defensor al abogado del Tribunal Supremo Christian Bloch-Hansen, lo hizo porque estaba convencido de que era el mejor. El culpable necesita al mejor; el inocente puede apañarse con cualquier cosa. Y Bloch-Hansen había estado a la altura de sus expectativas, probablemente a él no se le hubiera ocurrido lo de la confidencialidad de la información de Karen Borg. El abogado defensor había hecho un gran trabajo y lo había tratado con corrección y cortesía, pero en ningún momento se había mostrado ni cálido ni comprensivo ni receptivo. No se había implicado en el caso. Bloch-Hansen había hecho su trabajo y lo había hecho bien, pero en sus agudos ojos había relumbrado algo que podría parecer odio, tal vez incluso desprecio. ¿Creía que era culpable? ¿Se negaba a creer sus plausibles historietas, tan plausibles que casi se las creía él mismo?

El abogado Lavik se desembarazó de la idea. Ya no tenía importancia. Era un hombre libre y no le cabía duda de que el caso sería sobreseído en poco tiempo. Le pediría a Bloch-Hansen que se encargara de eso. Lo del billete de mil coronas había sido un enorme error, pero por lo que sabía se trataba del único verdadero error que había cometido. Nunca, nunca, nunca, se volvería a poner a sí mismo en una situación semejante. Sólo le quedaba una cosa por hacer y había tenido tiempo de sobra para planearla, varios días, aunque ahora tendría que realizar ciertos ajustes en su plan, en ese sentido Sand le había hecho un regalo al explicar la ausencia de Karen Borg diciendo que estaba de vacaciones. Al juez le había irritado que la Policía tuviera problemas para contactar con una persona que se encontraba en Vestfold, como si aquello estuviera en la otra punta del mundo. No lo estaba. El abogado sabía exactamente dónde se hallaba. Nueve años antes habían estado allí junto con todos los representantes de los estudiantes que formaban parte del consejo de facultad. Progresistas y conservadores. En aquella ocasión tuvo la sensación de que la mujer tal vez estuviera enamorada de él, sin embargo, el abismo político que los separaba había imposibilitado cualquier acercamiento. Ahora bien, como se estaba hablando de restringir el acceso a los estudios, todos ellos habían dejado a un lado las grandes batallas políticas para reunir sus fuerzas en torno a la lucha contra la exclusión de estudiantes; Karen Borg se había propuesto como anfitriona de aquella histórica reunión, que acabó girando más en torno al vino que a la política, aunque por lo que podía recordar había sido un fin de semana agradable.

Tenía prisa y le iba a resultar difícil deshacerse de los moscones que sabía que le iban a perseguir durante bastante tiempo, pero podría con ello. Tenía que poder. Si se libraba de Karen Borg, nunca conseguirían cogerlo. Ella era el último obstáculo entre su persona y la libertad definitiva.

El Volvo azul oscuro había llegado al garaje, patinó un poco en el resbaladizo acceso, pero aun así encontró su sitio, como un caballo viejo que retorna a su establo tras una dura jornada de trabajo. Lavik se inclinó por encima del volante, hacia su pálida mujer, y la besó con ternura mientras le daba las gracias por su apoyo.

—Ahora va a ir todo bien, cariño.

Dio la impresión de que ella no le acababa de creer.

¿Debería llamarla o no debería? ¿Debería ir a buscarla o no? Deambulaba inquieto por su pequeño apartamento, que mostraba claros indicios de no haber sido, en los últimos días, más que un lugar por donde se pasaba para coger la colada y echar una cabezadita. Pero ya no le quedaba más ropa limpia y tampoco era capaz de conciliar el sueño.

Se mareó y tuvo que agarrarse a la estantería para no caer al suelo. Por suerte, tenía una botella vieja de vino tinto en el fondo de la nevera. Media hora más tarde estaba vacía.

Había perdido el caso, y probablemente también a Karen. No tenía sentido contactar con ella. Todo había terminado.

Se sentía fatal y arremetió contra media botella de aguardiente de patata, que llevaba en el congelador desde las Navidades del año anterior. Al final el alcohol surtió efecto y se quedó dormido. Durmió mal y tuvo pesadillas con grandes abogados demoníacos que lo perseguían y con una diminuta figura amarilla que lo llamaba desde una nube en el horizonte. Intentaba correr hacia ella, pero las piernas le fallaban y nunca llegaba hasta ella. Finalmente, Karen desaparecía, y él se quedaba tirado en el suelo mientras la figura amarilla salía volando y unos cuervos con capa le sacaban los ojos a un pequeño fiscal adjunto.

Martes, 1 de diciembre

Todo aquel jaleo, la brillantina y los chillones farolillos de plástico que algunos consideraban que conferían un aspecto navideño a las calles, empezaban, por fin, a tener algo de sentido. Al menos ya era diciembre. La nieve había vuelto y los comerciantes se habían percatado entusiasmados de que el consumo personal del pueblo noruego se había incrementado unos pocos puntos en el último año. Eso generaba grandes expectativas de ganancias e impulsaba a recargar los escaparates. En Navidad, los tilos de la calle Karl Johan sustituían a sus primos de hojas perennes, aunque parecían desnudos y algo embarazados con sus luces de Navidad. Dos días antes se habían encendido solemnemente las luces del enorme abeto de la plaza de la Universidad, pero aquel día sólo lo estaba disfrutando un triste oficial del ejército de salvación que, tiritando de frío, sonreía esperanzado a cualquiera que aquella mañana pasara apresurado por delante de su bote de dinero, sin disponer de un solo minuto de sobra para detenerse a admirar el enorme árbol.

Jørgen Lavik sabía que lo estaban vigilando. En varias ocasiones se detuvo bruscamente y miró hacia atrás, pero le resultaba imposible distinguir a quien le estaba siguiendo. Todo el mundo tenía la misma mirada vacía; sólo alguno de ellos miró con curiosidad al abogado Lavik, como si lo reconociera, «¿Dónde lo habré visto antes?». Por suerte, las fotografías de la prensa diaria eran tan malas y tan viejas que era probable que nadie lo reconociera de inmediato.

Pero sabía que estaban detrás de él. Eso le complicaba las cosas, pero al mismo tiempo le proporcionaba una coartada perfecta. Podía volverlo todo a su favor. Suspiró profundamente, se sentía muy lúcido.

La visita al despacho fue corta. A la secretaria estuvo a punto de caérsele la dentadura postiza de pura alegría de verle y le propinó un abrazo que olía a vieja y a lavanda. Resultó casi enternecedor. Tras dedicarle unas horas a los asuntos más urgentes, dio aviso de que iba a pasar el resto de la semana en su cabaña de la montaña. Estaría localizable por teléfono y se llevaba consigo una pila de casos, un aparato de fax portátil y un ordenador. Probablemente volvería el viernes, al fin y al cabo tenía que presentarse en el juzgado.

—Así que tendrás que ocuparte tú del negocio, Caroline, como has estado haciendo estos días —le dijo a la secretaria para darle ánimos.

Su boca volvió a desplegarse en una sonrisa gris y la alegría por el halago hizo que se le formaran pequeños soles rojos en las mejillas. Se le plegaron las rodillas coquetamente, pero se contuvo antes de que la reverencia llegara a ser demasiado profunda. Claro que ella se ocuparía del negocio, y esperaba que él disfrutara mucho de sus vacaciones. ¡Se las merecía!

Eso mismo pensaba él. Pero antes de irse pasó por el servicio y sacó el teléfono móvil que había cogido del estante de uno sus colegas. Se sabía el número de memoria.

—Vuelvo a estar en la calle. Puedes relajarte.

El susurro apenas se oyó a causa del molesto ruido de una cisterna defectuosa.

—No me llames, y mucho menos ahora —le espetó el otro, pero no colgó.

—Es un teléfono seguro, puedes relajarte —repitió él, aunque no sirvió de nada.

—¡No me digas!

—Karen Borg está en su cabaña de Ula, pero no va a permanecer allí mucho tiempo. Puedes estar seguro. Ella es la única que puede cazarme a mí, y yo soy el único que puede cazarla a ella. Si a mí me van bien las cosas, a ti también te irán bien.

Las protestas del viejo no llegaron a oírse. La comunicación ya se había cortado. Jørgen Ulf Lavik meó, se lavó las manos y salió a reunirse con sus invisibles guardianes.

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