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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (32 page)

BOOK: La diosa ciega
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En total, había catorce investigadores trabajando en el caso; cinco de ellos eran del grupo de drogas. Hubieran podido ser cien, porque el reloj avanzaba inexorablemente hacia el lunes, el plazo implacable que les habían impuesto los tres vejestorios del tribunal de apelaciones. La decisión judicial había sido brutal: si la Policía no podía aportar más de lo que tenía hasta ese momento, Lavik volvería a ser un hombre libre. Las investigaciones técnicas, los informes de las autopsias, varias listas de viajes al extranjero, una gastada bota de invierno, hojas codificadas e incomprensibles, los análisis de la droga de Frøstrup…, todo estaba apilado en la sala de emergencias, como retazos de una realidad cuyo aspecto conocían perfectamente, pero que eran incapaces de armar de modo que pudiera convencer a alguien que no fuera de la Policía. El análisis de la letra de la nota que amenazó la vida de Van der Kerch tampoco había proporcionado una respuesta clara. La habían comparado con un par de notas encontradas en el despacho de Lavik, además de con una nota que le habían hecho escribir con el mismo texto. El abogado la había escrito sin protestar y aparentemente sin comprender, pero el experto vacilaba. Le parecía apreciar ciertos rasgos en común aquí y allá, pero llegó a la conclusión de que no se podía decir nada con certeza. Subrayó que no era imposible que Lavik fuera el autor de la nota, podía haber previsto la situación y haber cambiado su propia letra. Un rinconcito en la parte alta de la T y un extraño garabato en la U podían indicar algo así, pero eso desde luego no tenía valor como prueba.

Se salió de la carretera principal a la altura de Sandefjord, una pequeña ciudad de veraneo que, bajo la niebla de noviembre, no resultaba nada encantadora. La ciudad estaba como adormilada. Sólo algún que otro valiente vestido de otoño se atrevía a enfrentarse al viento y a la lluvia que prácticamente entraba en horizontal desde el mar. El viento era tan fuerte que varias veces tuvo que agarrar el volante con firmeza, puesto que el coche perdía estabilidad y amenazaba con acabar en la cuneta.

Después de recorrer durante quince minutos una carretera sinuosa, vio la banderita que, al modo de un testarudo homenaje a la madre patria, se golpeaba en blanco, rojo y azul contra el tronco de un árbol que no se dejaba perturbar por la paliza. Qué manera tan rara de marcar un camino del bosque. Por alguna extraña razón sintió que era una irreverencia dejar la bandera del país abandonada contra las fuerzas de la naturaleza y se tomó el tiempo necesario para parar y recogerla.

No le resultó difícil encontrar el sitio. De las ventanas salía una luz acogedora que contrastaba cálidamente con la tristeza de las cabañas vecinas, cerradas durante el invierno.

Casi no la reconoció. Karen llevaba puesto un chándal del año de la polca. No pudo evitar sonreír al verlo. Era azul con unas hombreras blancas que se reunían en dos picos sobre el pecho. Ella había tenido uno igual de adolescente, que había ido haciendo las veces de prenda para jugar, ropa deportiva y pijama, hasta que acabó deshaciéndose y fue imposible encontrar otro igual.

En los pies aren llevaba unas zapatillas de lana viejísimas, agujereadas en ambos talones, y daba la impresión de que no se había peinado ni maquillado. La abogada guapa y aseada se había escondido. Hanne se pilló a sí misma buscándola por la habitación.

—Tendrás que disculparme por la vestimenta —sonrió Karen—, pero parte de la libertad que siento aquí reside en tener este aspecto.

Le ofreció a Hanne un café, pero ella prefirió un vaso de zumo. Se quedaron charlando durante media hora, después de lo cual la abogada le enseñó la cabaña y ella expresó la debida admiración. La subinspectora nunca había echado raíces en ningún sitio en el campo, sus padres siempre habían preferido viajar al extranjero durante las vacaciones. El resto de los niños de la calle la habían envidiado, pero ella les habría cambiado sus viajes por dos meses en el campo con una abuela, puesto que la única que tenía ella era una actriz fracasada y alcoholizada que vivía en Copenhague.

Al final se instalaron a la mesa de la cocina. Hanne sacó una máquina de escribir portátil de una funda gris y se preparó para el interrogatorio. Les llevó cuatro horas. En tres páginas, la abogada habló sobre el estado mental de su cliente, sobre su relación con ella y sobre cómo interpretaba la propia Karen los verdaderos deseos del chico. A continuación redactaron una declaración de cinco hojas que, a grandes rasgos, era igual a lo que ya tenían. Firmaron detenidamente en el margen de cada hoja, además de al final de la última de ellas.

Se había hecho tarde. Hanne miró su reloj antes de aceptar la invitación a comer. Estaba muerta de hambre y calculó que le daría tiempo a comer y estar de vuelta en la ciudad antes de las ocho.

La comida no fue especialmente refinada. Albóndigas precocinadas en salsa, con patatas y una ensalada de pepino. La ensalada no pegaba nada, pensó Hanne para sus adentros, pero no se quedó con hambre, sin duda.

Karen se puso un chubasquero amarillo enorme y unas botas de marinero para acompañar a la subinspectora al coche. Se quedaron un rato comentando el paisaje antes de que Karen le diera un abrazo impulsivo a la otra mujer y le deseara buen viaje. Hanne le respondió con una sonrisa y le deseó que disfrutara de sus vacaciones.

Arrancó el coche, encendió la calefacción y puso a Bruce Springsteen a todo trapo. Luego salió traqueteando por el desastroso camino. Karen no se movió, sino que se quedó allí despidiéndola con la mano. Hanne vio por el espejo como la figura amarilla se iba encogiendo hasta desaparecer detrás de una curva. Ésa, pensó con una sonrisa en los labios, es el gran amor de Håkon Sand. Estaba totalmente convencida.

Sábado, 28 de noviembre

—¿Habéis oído el del tipo que se presentó en un prostíbulo sin un duro? ¿Y al final lo mandaron con la vieja Olga para que se diera un revolcón?

—Sííí —jadearon los demás, con lo que el contador de chistes volvió a apoltronarse en la silla y se bebió el resto del vino sin decir palabra. Era el cuarto chiste verde que intentaba contar, sin apenas respuesta de los demás. Pero su silencio no duró mucho, se sirvió más de beber, sacó pecho y lo volvió a intentar:

—¿Sabéis lo que dicen las chicas cuando les dan una gran…?

—Sííí —gritaron los otros cinco a coro; el contador de anécdotas cerró la boca.

Hanne se inclinó sobre la mesa y le dio un beso en la mejilla.

—¿No podrías dejar de contarnos esas historias unnar? La verdad es que después de haberlas oído unas cuantas veces no tienen mucha gracia.

Sonrió y le acarició el pelo. Se conocían desde hacía trece años. El hombre era más bueno que el pan, bastante bobo y el tipo más cariñoso que conocía. En compañía de otros amigos de Hanne y de Cecilie metía la pata continuamente, pero a pesar de todo era uno de ellos y las anfitrionas lo amaban y lo consideraban casi parte del inventario. Era lo más cercano que tenían las dos mujeres a un viejo amigo íntimo del barrio. Su piso se hallaba pared con pared con el suyo y estaba hecho un desastre. Carecía por completo de gusto y no se tomaba las tareas domésticas muy en serio, así que le resultaba mucho más agradable apoltronarse en los profundos sillones de sus vecinas que pasar la noche en su propio nido sucio. Se pasaba por su casa al menos dos veces por semana y era, literalmente, uno de los invitados imprescindibles en todas las cenas.

A pesar de las vulgaridades del pesado de Gunnar, la noche pintaba bien. Por primera vez desde que, una lluviosa mañana de septiembre, encontraron un cadáver desfigurado en el río Aker, Hanne se estaba relajado. Era la una y media de la madrugada y hacía dos horas que el caso no era más que un pálido fantasma olvidado. Tal vez fuera el alcohol lo que le había provocado ese compasivo efecto. Después de dos meses de abstinencia total, cinco copas de vino tinto bastaron para provocarle un placentero mareo y para despertar sus seductores encantos. Un intenso coqueteo con los pies de Cecilie la había animado a intentar poner punto final a la fiesta, pero probablemente hubiera sido inútil. Y además se sentía a gusto. En ese momento sonó el teléfono.

—Es para ti, Hanne —le gritó Cecilie desde el pasillo.

Al levantarse de la silla, Hanne tropezó con sus propias piernas, pero se rio y salió para averiguar quién se atrevía a llamarla en plena noche de sábado. Cerró la puerta del salón a sus espaldas; estaba lo bastante sobria como para percibir la cara de disgusto de su pareja. Cecilie tapó el teléfono con la mano izquierda.

—Es del trabajo. La verdad es que me voy a enfadar en serio como te largues ahora.

Rebosante de reproches, le pasó a Hanne el teléfono.

—¡No te lo vas a creer, coño! ¡Hemos cogido al tipo, Hanne! ¡Ya lo tenemos!

Era Billy T. La subinspectora se restregó la nariz para intentar despejarse en lo posible, pero sin resultados palpables.

—¿Qué tipo? ¿A quién has cogido?

—¡Al tipo de la bota, mujer! ¡Pleno al quince! Está acojonado y listo como un tomate maduro. Eso parece.

No podía ser verdad. Se negaba a creerlo. El caso no sólo se había ido al garete, sino que habían tirado de la cadena y se dirigía ya a las cloacas. Pero ahora esto. El punto de inflexión, quizás: una persona implicada, con vida y detenida, alguien que podía contarles algo en firme, alguien a quien tenían cogido de los huevos y que podía arrojar a Lavik al mismo lodo en el que se había revolcado la Policía durante los últimos días. Un chivato. Exactamente lo que necesitaban.

Hanne agitó la cabeza y preguntó a Billy T. si podía ir a buscarla, descartaba la posibilidad de conducir.

—Estoy allí dentro de cinco minutos.

—Que sea un cuarto de hora. Me voy a tener que dar una duchita.

Catorce minutos después, la subinspectora se despidió de sus amigos con un beso y les ordenó seguir hasta que ella regresara. Cecilie la acompañó hasta la puerta y Hanne intentó darle un abrazo de despedida, pero ella lo rehuyó.

—De vez en cuando odio ese trabajo que tienes —dijo con seriedad—. No siempre, pero de vez en cuando sí.

—¿Quién se pasó noche tras noche más sola que la una en un pueblo perdido de Nordfjord, dejado de la mano de Dios, cuando tuviste que hacer tus turnos en provincias? ¿Quién tuvo quince toneladas de paciencia durante cuatro años de guardias de noche en el hospital de Ullevål?

—Creo que fuiste tú… —admitió Cecilie con una sonrisa conciliadora.

Al final se dejó abrazar.

—Está tan limpio como un bebé recién bañado. No tiene ni una puta multa de tráfico. —Sus dedos sucios aporreaban el papel, que bien hubiera podido contener los antecedentes del primer ministro, porque no había nada—. Y siendo así —Billy T. sonrió de oreja a oreja—, con ese expediente impoluto, va a tener que darnos una puta explicación que nos convenza para andar amenazando con una pistola a la Policía en medio de la calle. Está ahí dentro temblando como un flan.

Llevaba razón. De cómo se reaccionaba ante una detención se podía sacar mucha información. Ciertamente, los inocentes también se asustaban, pero en esos casos era un miedo manejable, un sentimiento que se podía paliar recordando que, si todo era un malentendido, antes o después se aclararía. Nunca les llevaba más de un cuarto de hora calmar a un inocente. Según Billy T., este detenido llevaba dos horas aterrorizado.

No tenía sentido comenzar el interrogatorio esa misma noche. Ella no estaba lo bastante sobria y era obvio que al preso le iba a sentar bien esperar. El fiscal adjunto lo había acusado de amenazas contra la Policía, con eso bastaba para retenerlo hasta el lunes.

—¿Cómo lo has encontrado?

—No he sido yo, lo han encontrado Leif y Ole. Menuda suerte, no te lo creerías.

—¡Prueba!

—Hay un tipo al que vigilamos hace mucho, pero nunca hemos encontrado nada contra él; es un estudiante de Medicina con buenas costumbres. Vive en un barrio bonito y decente, en Roa, en un bloque bonito y decente de poca altura, conduce un coche un poco demasiado bonito y decente y se rodea de mujeres que son todo menos decentes, pero sí bonitas. Nos llegó la información de que podía estar en posesión de una pequeña partida y decidimos comprobarlo. Dimos en el clavo. Los chicos encontraron quince gramos, además de una pequeña partida de hachís. Ole se dio cuenta enseguida de que no iba a llegar a casa a tiempo para reunirse con su mujer. Un registro concienzudo del piso iba a llevarle bastante tiempo. Ahora bien, resulta que, aunque suene increíble, el tipo no tenía teléfono. Así pues, Ole llamó a la puerta del vecino, un tipo de unos treinta años. Nacido en 1961, para ser exactos. —Sus dedos volvieron a bailar sobre la copia de Strasak, el archivo informático de la Policía—. Evidentemente resulta incómodo recibir una visita de la Policía a las nueve y media de la noche de un sábado, pero no es como para quedarte paralizado y cerrarle la puerta en las narices al agente.

A Wilhelmsen no le extrañaba nada que alguien le cerrara la puerta en las narices a Ole Andresen. Tenía el pelo hasta la cintura y presumía de lavárselo cada quince días, «aunque no estuviera sucio». Llevaba la raya en medio, como un hippie superviviente, y a través de la cortina de pelo asomaba una enorme nariz llena de espinillas y una barba que hubiera despertado la envidia de Karl Marx. Volvió a pensar que era plausible asustarse, pero sabiamente mantuvo la boca cerrada.

—Pero no podía haber hecho una tontería peor. Ole volvió a llamar y el pobre hombre no pudo sino abrir. Lo malo es que estuvo unos minutos a solas en el piso y lo fantástico es que al final abrió… —Billy T. se moría de la risa y las carcajadas iban en aumento; Hanne no pudo sino reírse también un poco, aunque no tenía la menor idea de qué era lo que le resultaba tan gracioso; finalmente Billy T. se controló y continuó—: Y cuando por fin abrió la puerta, ¡salió con las manos en alto! —Volvió a darle un ataque de risa y esta vez Hanne también se rió con ganas—. Con las manos en alto, como en una película. Y antes de que Ole pudiera decir nada, sólo le había mostrado su placa de Policía, el tipo se colocó de cara a la pared con las piernas separadas. Ole no entendía nada, pero lleva el tiempo suficiente en el oficio como para saber que algo turbio tenía que haber. Y, en un estante, encontró el par de la bota perdida. El bueno de Ole sacó mi patrón y lo comparó con la bota. Hemos dado en el clavo. El tipo se echó a llorar, con las palmas de las manos aplastadas contra la pared. —Los dos se reían a carcajadas y se les saltaban las lágrimas—. ¡Y Ole sólo pretendía que le dejaran el teléfono! —En realidad no era tan increíblemente gracioso, pero era muy tarde y ambos sentían alivio, un enorme alivio—. Esto es lo que encontramos en el piso —dijo el policía, agachando su cuerpo desgarbado hacia una bolsa que tenía en el suelo.

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