La esfinge de los hielos (5 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: La esfinge de los hielos
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Efectivamente: Hurliguerly, interpelado por el hostelero del
Cormorán Verde,
no creía que la partida estuviera definitivamente perdida.

—Es muy posible —repetía— que el capitán no haya dicho su última palabra.

Pero apoyarse en los dichos de aquel hablador fuera introducir un término falso en una ecuación, y aseguro que la próxima partida del schooner me era indiferente. Sólo pensaba en espiar la aparición de otro navío en las Kerguelen.

—Dentro de una o dos semanas —me repetía mi posadero— tendrá usted más suerte que con el capitán Len Guy. Habrá más de uno que no pedirá cosa mejor sino que usted se embarque en su navío.

—Sin duda, Atkins; pero no olvide usted que la mayor parte de los barcos que vienen a pescar a las Kerguelen permanecen aquí cinco o seis meses…, y como tenga que esperar tanto tiempo para darme a la mar…

—¡No todos, señor Jeorling, no todos! Algunos hay que no hacen más que tocar en Christmas–Harbour. Se presentará alguna buena ocasión, y no tendrá usted que arrepentirse de no haberse podido embarcar en la
Halbrane.

Ignoro si habría o no de arrepentirme; pero lo cierto es que estaba escrito que abandonaría las Kerguelen como pasajero de la goleta, y que ella iba a arrastrarme a la más extraordinaria de las aventuras de las que los anales marítimos de aquella época habían de ocuparse.

En la tarde del 14 de Agosto, a eso de las siete y media, cuando las sombras de la noche envolvían ya la isla, vagaba yo, después de comer, por el muelle, en la parte Norte de la bahía. El tiempo era seco, el cielo punteado de estrellas, el aire vivo, el frío intenso. En tales condiciones, mi paseo no podía prolongarse.

Media hora después me dirigía, pues, hacia el
Cormorán Verde,
cuando un individuo cruzó ante
caí,
dudó, volvió sobre sus pasos y se detuvo.

La obscuridad era bastante profunda para que pudiera reconocerle… Pero su voz no me dejó duda alguna. Era el capitán Len Guy.

—Señor Jeorling —me dijo—, la
Halbrane
se da mañana a la vela… Mañana por la mañana…, con la marea.

—¿Qué me importa, puesto que usted rehusa?…

—Caballero…, he reflexionado en la proposición de usted, y si no ha cambiado usted de idea…, a las siete esté usted a bordo.

—A fe mía, capitán, que no esperaba este cambio de usted.

—Repito que he reflexionado, y añado que la
Halbrane
irá directamente a Tristán de Acunha, lo que le conviene a usted, según creo.

—Es lo mejor, capitán, mañana a las siete estaré a bordo.

—Donde tiene usted dispuesto su camarote.

—Respecto al precio del pasaje… —dije.

—Ya arreglaremos eso después, y a satisfacción de usted —respondió el capitán—.Hasta mañana, pues.

—Hasta mañana.

Había extendido mi mano para sellar nuestro pacto. Sin duda la obscuridad impidió al capitán ver mi ademán, pues no respondió a él, y alejándose rápidamente llegó a su bote, que le llevó en algunos golpes de remo.

Yo estaba muy sorprendido, y Atkins lo fue en el mismo grado cuando, de regreso en el
Cormorán Verde,
le puse al corriente de lo sucedido.

—Vamos —me respondió—. Ese viejo zorro de Hurliguerly tenía razón. Esto no obsta para que su demonio de capitán sea más caprichoso que una niña mal educada. ¡Con tal de que en el momento de partir no cambie de idea!…

Hipótesis inadmisible; y reflexionando en el caso, yo pensaba que el cambio no se había efectuado por volubilidad ni capricho. Si el capitán Len Guy había mudado de opinión, era porque tenía un interés cualquiera en que yo fuese a bordo de su goleta, y a mi juicio, el suceso obedecía —tenía como una intuición de ello— a lo que yo le había dicho relativamente al Connecticut y a la isla Nantucket. En qué podía eso interesarle, era cosa que el porvenir explicaría.

Rápidamente terminé mis preparativos de viaje. Yo soy de esos viajeros prácticos que no llevan gran equipaje, y darían la vuelta al mundo con un saco y una maleta de mano. Lo más grande de mi material consistía en esos trajes forrados, indispensables a cualquiera que navegue al través de las altas latitudes. Cuando se recorre el Atlántico meridional, lo menos que puede hacerse es tomar por prudencia tales precauciones.

Al día siguiente, 15, antes del alba, me despedí del digno Atkins. No había tenido más que motivos de alabanza para las atenciones y servicios de mi compatriota, desterrado en las islas de la Desolación, donde los suyos y el vivían contentos. El servicial posadero se manifestó muy sensible a mi agradecimiento. Cuidadoso de mi interés, tenía prisa de verme a bordo, temiendo siempre que el capitán Len Guy «hubiera cambiado sus amuras» desde la víspera.

Me lo repitió con insistencia y me confesó que, durante la noche, se había asomado varias veces a la ventana a fin de asegurarse que la
Halbrane
permanecía en su sitio, en medio de Christmas–Harbour. No se vio libre de tal inquietud, de la que yo no participaba, hasta que empezó a amanecer.

Atkins quiso acompañarme a bordo para despedirse del capitán Len Guy y del contramaestre. Un bote esperaba en el muelle y nos transportó a la escala de la goleta.

La primera persona que encontré en el puente fue Hurliguerly.

Me lanzó una mirada de triunfo que parecía decir:

—¿Lo ve usted? Nuestro dificultoso capitán ha acabado por aceptar. Y ¿a quién se lo debe usted, sino a este contramaestre que le ha servido a usted admirablemente, y que no ha encarecido su influencia?

¿Era verdad? Tenía yo poderosas razones para no admitirlo sin grandes reservas… En fin, esto importaba poco. La
Halbrane
iba a levar ancla, y yo estaba a bordo.

Casi en seguida el capitán Len Guy apareció en el puente. No pareció advertir mi presencia, de lo que, por otra parte, yo no pensé asombrarme.

Se habían comenzado los preparativos para aparejar. Las velas habían sido retiradas de sus estuches, y las demás maniobras estaban listas.

El lugarteniente, en la proa, vigilaba la operación de virar con el cabestrante hasta ponerse a pique del ancla.

Atkins se acercó entonces al capitán Len Guy, y le dijo con voz persuasiva:

—Hasta el año próximo.

—¡Si Dios quiere, señor Atkins!

Estrecháronse las manos; después el contramaestre fue a su vez a oprimir vigorosamente la del posadero del
Cormorán Verde,
al que el bote volvió al muelle.

A las ocho, cuando la marea era ya grande, la
Halbrane
puso al viento sus velas bajas, tomó las amuras a babor, evolucionó para descender la bahía Christmas–Harbour bajo un vientecillo del Norte, y puso el cabo al Noroeste.

Con las últimas horas de la tarde desaparecieron las blancas cimas del Table Mount y del Havergal, agudas punta que se elevan, la una a 2000 y la otra a 3.000 pies sobre el nivel del mar.

IV
DE LAS ISLAS KERGUELEN A LA ISLA DEL PRÍNCIPE EDUARDO

¡Nunca quizá travesía alguna ha tenido un comienzo más feliz! Y por una suerte inesperada, en vez de que la incomprensible negativa del capitán Len Guy me hubiera dejado por algunas semanas en Christmas–Harbour, una agradable brisa me arrastraba lejos, sobre una mar apenas agitada, con velocidad de nueve millas por hora.

El interior de la
Halbrane
respondía al exterior. Buen aspecto, la limpieza minuciosa de una queche holandesa, lo mismo en el
rouf que
en el puesto de la tripulación.

A babor se encontraba el camarote del capitán Len Guy, el que, por una vidriera que se bajaba, podía vigilar el puente, y, en caso necesario, transmitir sus órdenes a los hombres del cuarto, colocados entre el palo mayor y el de mesana. A estribor, disposición idéntica para el camarote del lugarteniente. Ambos tenían una cama estrecha, un armario de mediana capacidad, un sillón de paja, una mesa enclavada en el suelo, una lámpara, diversos instrumentos náuticos, barómetro, termómetro, reloj marino, sextante encerrado en una caja de madera, y que no salía sino en el momento en que el capitán se disponía a tomar la altura.

Otros dos camarotes estaban en la popa, cuya parte media servía de comedor, con mesa en el centro, entre bancos de madera con respaldos movibles.

Uno de estos camarotes había sido preparado para mí. Recibía luz por dos vidrieras que se abrían, la una sobre la parte lateral y la otra sobre popa. En este sitio el timonel estaba en pie ante la rueda, por encima de la cual pasaba el guía de la cangreja, el que se prolongaba varios pies.

Mi gabinete medía ocho pies por cinco. Acostumbrado a las exigencias de la navegación, no me hacía falta más como espacio, ni como mobiliario: una mesa, un armario, un sillón de caña, un aguamanil con pie de hierro y un catre, cuyo delgado colchón hubiera, sin duda, provocado algunas quejas en un pasajero menos acomodaticio. Por otra parte, no se trataba más que de una travesía relativamente corta, puesto que la
Halbrane
me desembarcaría en Tristán de Acunha. Entré, pues, en posesión del camarote mencionado, que no debía ocupar más que durante cuatro o cinco semanas.

Sobre la proa del palo de mesana, bastante reducido del centro, lo que alargaba el galón del trinquete, estaba amarrada la cocina por medio de sólidos cabos. Más allá se alzaba la chupeta, con gruesa tela encerada, que por una escala daba acceso al puesto y al entrepuente. En el mal tiempo cerrábase herméticamente la chupeta, y el puesto quedaba al abrigo de los envites del mar.

Los ocho hombres de que la tripulación se componía llamábanse así; Martín Holt, maestro velero; Hardie, maestro calafate; Rogers, Drap, Francis, Gratián, Burry, Stem, marineros de veinticinco a treinta y cinco años, todos ingleses, de las costas de la Mancha y del canal San Jorge, muy diestros en su oficio y notablemente disciplinados bajo una mano de hierro.

Desde el principio pude notarlo: el hombre de excepcional energía, al que obedecían por una palabra, por un gesto, no era el capitán de la
Halbrane,
sino el oficial segundo, el lugarteniente Jem West, en aquella época de unos treinta y dos años.

Jamás he encontrado, en el curso de mis viajes al través de todos los Océanos, carácter parecido. Jem West había nacido en la mar, y desde su infancia había vivido a bordo de una gabarra, de la que era patrón su padre y sobre la que vivía toda la familia. Nunca, en ninguna época de su existencia, había respirado más aire que el salino de la Mancha, del Atlántico o del Pacífico. Durante las escalas, él no desembarcaba más que para las necesidades de su servicio, fuese éste del Estado o del comercio. Si se trataba de abandonar un navío por otro, llevaba a éste su equipaje y ya no se movía. Marino por el alma, este oficio era toda su vida. Cuando no navegaba en lo real, lo hacía con la imaginación. Después de haber sido mozo, grumete, marinero, llegó a ser contramaestre segundo, después primero… y, al fin, lugarteniente de la
Halbrane,
y desde diez años antes desempeñaba las funciones de segundo a las órdenes del capitán Len Guy.

Jem West no tenía la ambición de llegar más alto: no buscaba hacer fortuna; no se ocupaba ni de comprar ni de vender un cargamento. De arrumarle sí, porque el arrumaje es de primera consideración para que un barco marche bien. Respecto a los detalles de la navegación, de la ciencia marítima, la instalación del aparejo, la utilización de la energía velera, la maniobra en todas sus partes, los anclajes, la lucha contra los elementos, las observaciones de longitud y latitud, todo, en suma, lo que concierne a ese admirable aparato que se llama el barco de vela, Jem West lo entendía como ninguno.

He aquí ahora al lugarteniente en la parte física: estatura regular, más bien delgado, todo nervios y músculos, miembros vigorosos, de una agilidad de gimnasta, mirada de marino de sorprendente penetración, el rostro curtido, los cabellos recios y cortos, las mejillas y la barbilla imberbes, las facciones regulares, la fisonomía denotando energía, audacia, y la fuerza física en su máxima tensión.

Jem West hablaba poco, solamente cuando se le preguntaba. Daba sus órdenes con voz clara, en palabras precisas, que no repetía, mandando de forma de ser obedecido en el acto…, y se le comprendía.

Llamo la atención sobre este tipo de oficial de la marina mercante, devoto en cuerpo y alma del capitán Len Guy y de la goleta
Halbrane.
Parecía ser uno de los órganos esenciales de su navío; que este conjunto de madera, hierro, tela y cobre recibiese de él su vital potencia; que existiese identificación completa entre el uno creado por el hombre y el otro, creado por Dios. Y si la
Halbrane
tenía corazón, palpitaba éste en el pecho de Jem West.

Completaré mi reseña sobra el personal citando al cocinero de a bordo, un negro, de la costa de África, llamado Endicott, de unos treinta años de edad, y que desde hacía diez desempeñaba sus funciones a las órdenes del capitán Len Guy. El contramaestre y él se entendían a maravilla, y hablaban con gran frecuencia como buenos camaradas. Preciso es decir que Hurliguerly pretendía poseer maravillosas recetas culinarias, que Endicott ensayaba a veces, sin atraer jamás la atención de los indiferentes del comedor.

La
Halbrane
había partido en excelentes condiciones. Hacía un frío intenso, pues bajo el paralelo cuarenta y ocho Sur, en el mes de Agosto todavía reina el invierno en esta parte del Pacífico. Pero la mar era buena, franca la brisa a Estesudeste. Si el tiempo continuaba así —lo que era de suponer y de desear— no cambiaríamos ni una vez nuestras amuras, y solamente bastaría con arriar blandamente las escotas para ir a Tristán de Acunha.

La vida a bordo era muy regular, muy sencilla, y —lo que es aceptable en la mar— de una monotonía no desprovista de encantos. La navegación es el reposo en el movimiento, el balanceo en el sueño, y yo no me quejaba de mi aislamiento. Tal vez había un punto en el que mi curiosidad quería ser satisfecha: la razón de que el capitán Len Guy hubiese vuelto sobre su primera negativa. Tiempo perdido fuera interrogar al lugarteniente sobre un asunto que para nada se relacionaba con su servicio, pues ya he dicho que, fuera de sus funciones, no se ocupaba de nada. Además, ¿qué hubiera yo podido sacar de las monosilábicas respuestas de Jem West? Durante las dos comidas, la de la mañana y la de la tarde, entre nosotros no se cambiaban diez palabras.

Debo, sin embargo, confesar, que a menudo sorprendía la mirada del capitán Len Guy obstinadamente fija en mí, como si tuviera deseos de interrogarme. Parecía que tenía algo que saber de mí, mientras que, por el contrario, era yo, el que tenía que saber algo de él. Lo cierto es que uno y otro permanecíamos en silencio.

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