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Authors: Lord Dunsany

La espada de Welleran (6 page)

BOOK: La espada de Welleran
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Toda la noche bailan sobre los pantanos andando sobre el reflejo de las estrellas (porque la sola superficie del agua no los sostiene por sí misma); pero cuando las estrellas comienzan a palidecer, se hunden una por una en los estanques donde tienen su hogar. O, si se retardan descansando sobre los juncos, sus cuerpos van desvaneciéndose y volviéndose invisibles al igual que los fuegos fatuos empalidecen a la luz, y de día nadie puede ver a las Criaturas Silvestres, de la familia de los elfos. Nadie puede verlas ni siquiera de noche, salvo que haya nacido, como yo, a la hora del anochecer, justo en el momento en que aparece la primera estrella.

Ahora bien, en la noche de la cual hablo, una pequeña Criatura Silvestre había ido deslizándose por el descampado hasta llegar a los muros de la catedral y bailó sobre las imágenes coloridas de los santos espejadas en el agua entre los reflejos de las estrellas. Y mientras brincaba en su fantástica danza, vio a través de los vitrales de colores el lugar donde la gente rezaba y oyó el órgano que sonaba estruendoso sobre los marjales. El sonido del órgano sonaba estruendoso sobre los marjales, pero el canto y las oraciones de la gente ascendían desde la más alta de las torres de la catedral como finas cadenas de oro y llegaban hasta el Paraíso y por ellas bajaban los ángeles desde el Paraíso a la gente, y desde ésta subían al Paraíso una vez más.

Entonces, algo no distante del descontento perturbó a la Criatura Silvestre por primera vez desde que fueron hechos los marjales; y la blanda exudación gris y el frío de las aguas profundas no parecieron bastar, ni tampoco la llegada desde el Norte de los tumultuosos gansos, ni el frenético regocijo de las alas de las aves cuando cada una de sus plumas canta, ni la maravilla del hielo sereno que sobreviene cuando las agachadizas parten, y barba los juncos de escarcha y viste el descampado acallado de misteriosa niebla en la que el sol se vuelve rojo y bajo y ni siquiera la danza de las Criaturas Silvestres en la noche magnífica; y la pequeña Criatura Silvestre anheló tener alma e ir a venerar a Dios.

Y cuando las oraciones de las vísperas terminaron y se apagaron las luces, volvió llorando entre los suyos.

Pero a la noche siguiente, tan pronto como las imágenes de las estrellas aparecieron en el agua, se fue saltando de estrella a estrella hasta el borde más extremo de los marjales donde crecía un espeso bosque en el que vivía la más anciana de las Criaturas Silvestres.

Y encontró a la Más Anciana de las Criaturas Silvestres sentada al pie de un árbol, al abrigo de la luna.

Y la pequeña Criatura Silvestre dijo:

—Quiero tener un alma para venerar a Dios y conocer la significación de la música y ver la belleza íntima de los marjales e imaginarme el Paraíso.

Y la Más Anciana de las Criaturas Silvestres le respondió:

—¿Qué tenemos nosotras que ver con Dios? Sólo somos Criaturas Silvestres, de la familia de los elfos.

Pero la pequeña sólo insistió:

—Quiero tener alma.

Entonces la Más Anciana de las Criaturas Silvestres dijo:

—No tengo alma que darte; pero si tuvieras alma, un día tendrías que morir, y si conocieras la significación de la música, tendrías que aprender la significación del dolor, y es mejor ser una Criatura Silvestre y no morir.

De modo que la pequeña se fue llorando.

Pero las parientes de los elfos sintieron pena por la Criatura Silvestre; y aunque las Criaturas Silvestres no pueden apenarse mucho tiempo por no tener alma con qué hacerlo, por un rato sintieron lástima en el lugar donde deberían haber estado sus almas al contemplar la aflicción de su camarada.

De modo que la parentela de los elfos salió por la noche a hacerle un alma a la pequeña Criatura Silvestre. Y se trasladaron por sobre los marjales hasta llegar a los campos elevados entre las flores y las hierbas. Y allí recogieron una gran telaraña que la araña había tejido en el crepúsculo; y estaba cubierta de rocío.

En ese rocío habían brillado todas las luces de las amplias orillas del cielo y los colores cambiantes en los reposados espacios de la tarde. Y sobre él la noche maravillosa había resplandecido con todas sus estrellas. Luego las Criaturas Silvestres fueron con la telaraña salpicada de rocío hasta el borde de su morada, y allí recogieron un poco de la neblina gris que por la noche pende sobre los marjales. Y en ella pusieron la melodía del descampado que es transportada de un lugar al otro de los marjales al caer la tarde sobre las alas de los frailecillos dorados. Y también pusieron en ella el canto doliente que tienen que cantar por fuerza los juncos ante la presencia del arrogante Viento del Norte. Luego cada una de las Criaturas Silvestres dio alguno de sus atesorados recuerdos de los viejos marjales.

—Pues podemos permitírnoslo —dijeron.

Y a todo esto agregaron unas pocas imágenes de las estrellas que recogieron del agua. Sin embargo, el alma que las parientes de los elfos estaban haciendo, todavía no tenía vida.

Entonces le agregaron las voces quedas de los amantes que caminaban solos y errantes tarde en la noche. Y después de eso esperaron hasta el amanecer. Y el majestuoso amanecer se hizo presente, los fuegos fatuos de las Criaturas Silvestres empalidecieron en la luz, sus cuerpos se desvanecieron y aún siguieron esperando al borde de los marjales. Y hasta ellos que se estaban allí esperando, por sobre campos y marjales, desde tierra y cielo, llegó el múltiple canto de los pájaros.

También a éste pusieron las Criaturas Silvestres en el trozo de niebla que habían recogido en los marjales, y lo envolvieron todo en la telaraña salpicada de rocío. Entonces el alma cobró vida.

Y allí estaba en las manos de las Criaturas Silvestres, no mayor que un erizo; y cosas maravillosas había en ella, verdes y azules que cambiaban incesantes girando una y otra vez y en el gris que tenía en el centro, había un resplandor púrpura.

Y a la noche siguiente se allegaron a la pequeña Criatura Silvestre y le mostraron el alma refulgente. Y le dijeron:

—Si por fuerza has de tener alma y venerar a Dios, convertirte en mortal y morir, ponte esto sobre el pecho izquierdo algo por encima del corazón, penetrará en ti y te volverás humana. Pero si la coges, nunca podrás deshacerte de ella para volverte inmortal nuevamente, a no ser que te la arranques y se la des a otro; y nosotras no te la recibiremos y la mayor parte de los seres humanos ya tienen alma. Y si no te es posible encontrar un ser humano sin alma, un día tendrás que morir, y tu alma no puede ir al Paraíso porque sólo fue hecha en los marjales.

A lo lejos la pequeña Criatura Silvestre vio las ventanas de la catedral iluminadas para el servicio de las oraciones vespertinas; la canción de la gente ascendía al Paraíso y los ángeles subían y bajaban por ella. De modo que agradecida se despidió con lágrimas de las Criaturas Silvestres, de la familia de los elfos, y se alejó saltando hacia la verde tierra seca llevando el alma en las manos.

Y las Criaturas Silvestres sintieron pena de que se hubiera ido, pero no por mucho tiempo, porque no tenían alma.

A orillas del marjal la pequeña Criatura Silvestre contempló por unos instantes los fuegos fatuos que saltaban de un lado a otro sobre el agua, y luego presionó el alma contra su pecho izquierdo algo por encima del corazón.

Instantáneamente se convirtió en una hermosa joven; sintió frío y estaba atemorizada. Se vistió como pudo de juncos y se acercó a las luces de una casa que se encontraba no lejos de allí. Abrió la puerta de un empujón, entró y encontró a un granjero con su mujer que comían sentados a la mesa.

Y la mujer del granjero condujo a la pequeña Criatura Silvestre con el alma y le trenzó el cabello; luego volvió a llevarla abajo y le ofreció la primera comida que hubiera nunca comido. Luego la mujer del granjero le hizo muchas preguntas:

—¿De dónde vienes? —le preguntó.

—De los marjales.

—¿De qué dirección? —le preguntó la mujer del granjero.

—Del Sur —respondió la pequeña Criatura Silvestre de alma flamante.

—Pero nadie puede venir de los marjales desde el Sur —dijo la mujer del granjero.

—No, eso no es posible —dijo el granjero.

—Yo vivía en los marjales.

—¿Quién eres tú? —preguntó la mujer del granjero.

—Soy una Criatura Silvestre y encontré un alma en los marjales; somos de la familia de los elfos.

Hablando de ella más tarde, el granjero y su mujer decidieron que ella debía ser una gitana que se había perdido, y que el hambre y la intemperie la habrían desquiciado.

De modo que esa noche la pequeña Criatura Silvestre durmió en casa del granjero, pero su alma flamante permaneció despierta toda la noche soñando con la belleza de los marjales.

No bien la aurora llegó al descampado y brilló sobre la casa del granjero, ella miró por la ventana hacia las aguas resplandecientes y vio la belleza interior del marjal. Porque las Criaturas Silvestres sólo aman los marjales y conocen su morada, pero ella ahora percibía el misterio de sus distancias y la seducción de sus peligrosos estanques con sus rubios musgos mortales, y sintió la maravilla del Viento del Norte que llega dominante de desconocidas tierras heladas y la maravilla del flujo y reflujo de la vida cuando las aves llegan a los pantanos al atardecer y al llegar la aurora se dirigen al mar. Y sabía que por sobre su cabeza muy por encima de la casa del granjero, se extendía amplio el Paraíso donde quizás ahora Dios se estuviera imaginando un amanecer mientras los ángeles tocaban quedo sus laúdes y el sol se levantaba sobre el mundo por debajo para regocijo de los campos y los marjales.

Y todo lo que el cielo pensaba, lo pensaban los marjales también; porque el azul de los marjales era como el azul del cielo y la forma de las grandes nubes del cielo se convertía en la forma de los marjales y a través de ambas corrían momentáneos ríos púrpuras, errantes entre orillas de oro. Y el vigoroso ejército de juncos aparecía de entre las sombras con todos sus penachos mecidos hasta donde la vista alcanzara. Y desde otra ventana vio la vasta catedral que recogía toda su inmensa fuerza para izarla en sus torres desde los marjales.

Dijo ella:

—Jamás, jamás abandonaré los marjales.

Una hora más tarde se vistió con gran dificultad y descendió para comer la segunda comida de su vida. El granjero y su mujer eran gente bondadosa y le enseñaron a comer.

—Supongo que los gitanos no tienen cuchillo ni tenedor —se dijeron más tarde.

Después del desayuno el granjero fue a ver al Deán, que vivía cerca de la catedral, y enseguida volvió para llevar consigo a casa de éste a la pequeña Criatura Silvestre con su alma flamante.

—Ésta es la joven —dijo el granjero—. Éste es el Deán Murnith.

Luego partió.

—Ah —dijo el Deán—. Tengo entendido que te perdiste la pasada noche en los marjales. Era una noche terrible para que algo así sucediera.

—Amo los marjales —dijo la pequeña Criatura Silvestre de alma flamante.

—¡Vaya! ¿Cuántos años tienes? —preguntó el Deán.

—No lo sé —respondió ella.

—Tienes que saber cuántos años tienes —insistió él.

—Oh, unos noventa —respondió ella— o más.

—¡Noventa años! —exclamó el Deán.

—No, noventa siglos —dijo ella—. Tengo la edad de los marjales.

Entonces contó su historia: cómo había anhelado ser humano y venerar a Dios, tener un alma y ver la belleza del mundo, y cómo las Criaturas Silvestres le habían hecho un alma de telaraña, niebla, música y recuerdos extraños.

—Pero si eso es cierto —dijo el Deán Murnith—, está muy mal hecho. Dios no pudo haber tenido intención de que contaras con un alma. ¿Cuál es tu nombre?

—No tengo nombre —respondió ella.

—Debemos encontrar para ti un nombre de pila y un apellido. ¿Cómo te gustaría llamarte?

—Canción de los Juncos —respondió ella.

—Eso no es de ningún modo posible —dijo el Deán.

—Entonces me gustaría llamarme Terrible Viento Norte o Estrella en las Aguas —dijo ella.

—No, no, no —dijo el Deán Murnith—, eso es totalmente imposible. Podríamos darte el nombre de señorita Junco, si gustas. ¿Qué te parece María Junco? Quizá sería mejor que tuvieras aún otro nombre, digamos María Juana Junco.

De modo que la pequeña Criatura Silvestre con el alma de los marjales tomó los nombres que se le ofrecieron y se convirtió en María Juana Junco.

—Y debemos encontrarte una ocupación —dijo el Deán Murnith—. Mientras tanto podemos ofrecerte una habitación aquí.

—Yo no quiero hacer nada —replicó María Juana—; sólo venerar a Dios en la catedral y vivir junto a los marjales.

Entonces llegó la señora Murnith y durante el resto del día María Juana permaneció en casa del Deán.

Y allí con su nueva alma, percibió la belleza del mundo; porque ésta llegaba gris y grave desde las neblinosas distancias y se ensanchaba en las verdes hierbas y en los labrantíos hasta el viejo pueblo con casas provistas de gablete; y solitario en los campos lejanos se erguía un viejo molino de viento y sus honestas aspas hechas a mano giraban y giraban en los libres Vientos Anglos del Este. Muy cerca, las casas de gablete se inclinaban hacia las calles, sobre firmes maderos nacidos en viejos tiempos, todas juntas gloriándose de su belleza. Y destacándose de ellas, puntal sobre puntal, con inspiración de altura, se levantaban las torres de la catedral.

Y vio a la gente que se trasladaba por las calles, ociosa y lenta, y entre ellas invisibles, musitando entre sí, sin ser oídos de los hombres vivos, sólo concentrados en cosas pasadas, se agitaban los fantasmas de antaño. Y dondequiera que las calles se abrieran hacia el Este, dondequiera que hubiera espacios entre las casas, irrumpía siempre la visión de los grandes marjales, como si respondieran a una barra de música fascinante y extraña que vuelve una y otra vez en una melodía, tocada por el violín de un músico tan sólo que no toca otra barra alguna, de pelo oscuro y lacio, barbado en torno de los labios, de largos bigotes caídos, cuya tierra de origen nadie conoce.

Todo esto era bueno de ver para un alma nueva.

Luego se puso el sol sobre los campos verdes y los labrantíos y vino la noche. Una por una las luces gozosas de las lámparas iluminaron las ventanas de las casas en la noche solemne.

Luego sonaron las campanas en una de las torres de la catedral y su música se derramó sobre los techos de las viejas casas y se vertió por sobre sus aleros hasta que las calles estuvieron llenas de ella, y fluyó luego hacia los campos verdes y los labrantíos hasta llegar al vigoroso molino y llamó al molinero que se dirigió con paso afanado al servicio de oraciones vespertinas y hacia el Este y hacia el mar se extendió el sonido hasta los más remotos marjales. Y para los fantasmas que rondaban las calles, nada había cambiado desde el día de ayer.

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