—Una pregunta, Geralt. Bastante personal. ¿Me permites?
Afirmó con un ademán.
—No hay, como es sabido, mejor sistema para transmitir las características hereditarias que los medios naturales. Tú pasaste la Prueba y sobreviviste. Si necesitas un niño que tenga poderes y resistencias especiales... ¿por qué no encuentras a una mujer que...? Estoy siendo poco delicada, ¿verdad? Pero me parece que he acertado, ¿no?
—Como siempre —sonrió triste—, eres infalible en tus conclusiones, Calanthe. Acertaste, por supuesto. Eso de lo que hablas es, para mí, inalcanzable.
—Perdona —dijo, y la sonrisa le desapareció del rostro—. En fin, es algo humano.
—No es algo humano.
—Ah... Entonces ningún brujo...
—Ninguno. La Prueba de las Hierbas, Calanthe, es terrible. Y lo que se hace con los muchachos durante los Cambios es aún peor. E irrevocable.
—No te me emociones —murmuró—. Porque no va contigo. No importa lo que te hicieran. Veo el resultado. Para mi gusto, completamente satisfactorio. Si pudiera estar segura de que el niño de Pavetta iba a llegar a ser alguien parecido a ti, no vacilaría ni un instante.
—El riesgo es demasiado grande —dijo con rapidez—. Sí, como has dicho. Sobreviven como mucho cuatro de cada diez.
—Al diablo, ¿acaso sólo la Prueba de las Hierbas es peligrosa? ¿Acaso únicamente los candidatos a brujo corren riesgos? La vida está llena de riesgos; en la vida también hay selección, Geralt. Seleccionan las coincidencias fatales, las enfermedades, la guerra. Enfrentarse a la fortuna puede ser tan arriesgado como el ponerse en sus manos. Geralt... Te daría a ese niño. Pero... Yo también tengo miedo.
—No me llevaría al niño. No podría cargar sobre mis hombros esa responsabilidad. No aceptaría cargártela a ti tampoco. No querría que ese niño te recordara alguna vez como... como yo...
—¿Odias a esa mujer, Geralt?
—¿A mi madre? No, Calanthe. Me imagino que tuvo que decidir... ¿O puede que no tuviera elección? No, la tenía, lo sabes, bastaba el correspondiente hechizo o elixir... Una elección. Una elección que hay que respetar porque es el sagrado e irrenunciable derecho de cada mujer. Las emociones no tienen aquí el más mínimo significado. Tenía el irrenunciable derecho a tomar una decisión, la tomó. Pero pienso que el conocerla, el gesto que podría hacer en ese momento... Eso me daría algo así como una alegría perversa, si sabes lo que quiero decir.
—Conozco perfectamente de lo que hablas. —Sonrió—. Pero no tienes la más mínima posibilidad de tener esa alegría. No soy capaz de decir tu edad, brujo, pero apuesto a que eres mucho más viejo de lo que podría parecer por tu aspecto. Por ello esa mujer...
—Esa mujer —le cortó con voz fría— seguramente parece ahora mucho más joven que yo.
—¿Una hechicera?
—Sí.
—Extraño. Pensaba que las hechiceras no podían...
—Seguramente ella pensaba lo mismo.
—Seguramente. Pero tienes razón, no vamos a discutir sobre el derecho de la mujer a decidir, porque es cosa fuera de toda discusión. Volvamos a nuestro problema. ¿No te vas a llevar al niño? ¿Decisión irrevocable?
—Irrevocable.
—¿Y si... y si el destino no es solamente un mito? ¿Y si existe de verdad, no temes que pueda vengarse?
—Si se vengara, entonces sería de mí —respondió Geralt, sereno—. Soy yo el que actúa en contra de él. Tú has cumplido con tu parte de la obligación. Si el destino no es una leyenda, entre los niños que me mostraras debería elegir al verdadero. ¿Y pese a todo el niño de Pavetta está entre esos muchachos?
—Está —afirmó Calanthe despacio con la cabeza—. ¿Quieres verlo? ¿Quieres mirar a los ojos del destino?
—No. No quiero. Renuncio, desisto. Renuncio a ese muchacho. No quiero mirar a los ojos del destino porque no creo en él. Porque sé que para unir a dos personas el propio destino no basta. Hace falta algo más que el destino. Me río del destino, no voy a correr tras él como un ciego al que llevan de la mano, ingenuo e ignorante. Ésta es mi decisión irrevocable, Calanthe de Cintra.
La reina se levantó. Sonrió. Él no pudo adivinar lo que se escondía tras aquella sonrisa.
—Entonces que así sea, Geralt de Rivia. ¿Y no puede ser que tu destino fuera el de renunciar y desistir? Pienso que así fue. Has de saber que si hubieras elegido, si hubieras elegido siguiendo las reglas, hubieras visto cómo ese destino del que te ríes se hubiera burlado cruelmente de ti.
Geralt miró a sus ojos de jade verde. Ella sonrió. Él no fue capaz de descifrar aquella sonrisa.
Junto al cenador crecía un rosal. Él quebró un tallo, tomó una flor, se arrodilló, se la ofreció con las dos manos, bajando la cabeza.
—Una pena que no te conociera antes, peloblanco —murmuró, tomando la rosa en su mano—. Levántate.
Se levantó.
—Si cambias de opinión —dijo, acercando la rosa a su rostro—. Si decides... Vuelve a Cintra. Te esperaré. Y tu destino también te esperará. Puede que no interminablemente, pero con seguridad todavía algún tiempo.
—Adiós, Calanthe.
—Adiós, brujo. Cuídate. Tengo...Tuve hace un instante un presentimiento... El extraño presentimiento... de que te veo por última vez.
—Adiós, reina.
Se despertó y advirtió con asombro que el dolor que le exasperaba el muslo había desaparecido; parecía también que había cesado de atormentarle la tumefacción que le hacía palpitar y le tiraba de la piel. Quiso alzar la mano, tocar, pero no pudo moverse. Antes de darse cuenta de que únicamente le inmovilizaba el peso de la piel con la que estaba cubierto, un frío y horrible terror le corrió por el estómago, se le clavó en las entrañas como unas garras de gavilán. Extendió y encogió los dedos, repitiéndose en su mente, no, no, no estoy...
Paralizado.
—Te has despertado.
Una afirmación, no una pregunta. Una voz bajita, pero clara, delicada. Una mujer. Joven, seguramente. Volvió la cabeza, jadeó al intentar incorporarse.
—No te muevas. Al menos no lo hagas con tanta violencia. ¿Duele?
—Nnn... —La pátina que tenía pegados los labios se quebró—. Nno. Las heridas no... La espalda...
—Las llagas. —Una afirmación desapasionada, fría, que no encajaba con aquella delicada voz de soprano—. Lo remediaré. Toma, bebe esto. Despacio, a pequeños tragos.
En el líquido dominaba el olor y el sabor del enebro. Un antiguo remedio, pensó. Enebro o menta, ambos ingredientes sin importancia, que sólo servían para enmascarar el verdadero contenido. Pese a ello reconoció el shitnasies, o puede que sieyigrona. Sí, seguramente sieyigrona, la sieyigrona neutraliza las toxinas, limpia la sangre contaminada por la gangrena o por la infección.
—Bebe. Hasta el final. Más despacio, no te apresures.
El medallón en su cuello comenzó a vibrar ligeramente. Lo que quería decir que había también magia en la bebida. Dilató con esfuerzo la pupila. Ahora, cuando ella le sujetó la cabeza, pudo examinarla mejor. Era de constitución más bien pequeña. Llevaba ropa de hombre. Tenía el rostro pequeño y pálido en la oscuridad.
—¿Dónde estamos?
—En un claro de pegueros.
Cierto, en el aire se percibía el olor de la resina. Escuchó voces que le llegaban desde las hogueras. Alguien echó unas carrascas al fuego en aquel preciso momento, las llamas saltaron hacia arriba con un chasquido. De nuevo miró, aprovechando la luz. Tenía los cabellos sujetos por una banda de piel de serpiente. Los cabellos...
Un dolor asfixiante en la garganta y en el esternón. Los dedos violentamente cerrados formando puños.
Los cabellos eran bermejos, bermejos como el fuego, a la luz de las llamas de la hoguera aparecían tan rojos como el cinabrio.
—¿Te duele? —Ella leyó sus emociones pero se equivocaba—. Ya... Un momento...
Sintió de pronto el golpe de calor que surgía de las manos de ella, desplazándose por su espalda, fluyendo hacia abajo, hacia las nalgas.
—Te daremos la vuelta —dijo—. No lo intentes solo. Estás muy débil. ¡Eh! ¿Puede ayudarme alguien?
Pasos desde la hoguera, sombras, siluetas. Alguien se agachó. Yurga.
—¿Cómo os sentís, señor? ¿Mejor?
—Ayudadme a ponerle boca abajo —dijo la mujer—. Cuidado, despacio. Oh, así... Bien. Gracias.
Ya no tenía que mirarla. Estaba tendido boca abajo, no tenía ya que arriesgarse a mirar a sus ojos. Se tranquilizó y pudo controlar el temblor de sus manos. Podía sentirlo. Escuchó cómo resonaban las hebillas de su bolsa, cómo golpeaban las redomas y los frasquitos de porcelana. Escuchó su respiración, sintió el calor de sus muslos. Estaba arrodillada justo a su lado.
—¿Era peligrosa mi herida? —dijo él, sin poder aguantar el silencio.
—Bueno, un poco. —Frío en la voz—. Suele pasar con las heridas de dientes. El tipo de lesiones más horrorosas. Pero creo que para ti no es una novedad, brujo.
Lo sabe. Me rebusca en los pensamientos. ¿Lee? Creo que no. Y sé por qué. Tiene miedo.
—Sí, creo que no es nuevo —repitió, haciendo tintinear de nuevo unos cacharros de cristal—. He visto que tienes algunas cicatrices... Pero me las he arreglado. Soy, como ves, hechicera. Y sanadora al mismo tiempo. Mi especialidad.
Concuerda, pensó. No dijo ni una palabra.
—Volviendo a la herida —siguió ella serena—, hay que decir que te salvó tu pulso, cuatro veces más lento que el de un ser humano común. De otro modo no hubieras sobrevivido, puedo afirmártelo con toda seguridad. Vi lo que tenías enrollado sobre la pierna. Se supone que tenía que imitar una venda, pero la imitaba con poca fortuna.
Él se mantenía en silencio.
—Luego —continuó, levantándole la camisa hasta la nuca— se produjo una infección, algo normal en heridas de mordiscos. Fue detenida. Por supuesto, ¿un elixir de brujo? Ayudó mucho. Sin embargo, no entiendo por qué al mismo tiempo tomaste un alucinógeno. Me harté de escuchar tus fantasías, Geralt de Rivia.
Lee, pensó, pese a todo, lee. ¿O puede que Yurga le haya dicho cómo me llamo? ¿Puede que yo mismo haya hablado de más durante el sueño por influjo de la «gaviota negra»? El diablo lo sabe... Pero nada saca con saber cómo me llamo. Nada. No sabe quién soy. No tiene ni idea de quién soy.
Percibió cuán delicadamente le ungía la espalda con una crema fría y sedante de penetrante olor a alcanfor. Tenía las manos pequeñas y muy blandas.
—Perdona que haga esto de forma más bien clásica —dijo ella—. Podría quitarte las llagas con ayuda de la magia, pero usé demasiadas fuerzas en la herida de la pierna y no me siento bien. En la pierna he unido y pegado lo que se podía; nada te amenaza ya. Sin embargo, no te levantes en los próximos dos días. Incluso a los puntos cosidos con magia les gusta saltarse; te sobrevendría una hemorragia terrible. La cicatriz, por supuesto, se queda. Una más para tu colección.
—Gracias... —Apretó las mejillas contra la pelliza para deformar su voz, para enmascarar su sonido tan poco natural—. ¿Puedo saber... a quién he de agradecérselo?
No lo dirá, pensó. O mentirá.
—Me llamo Visenna.
Lo sé, pensó.
—Me alegro —dijo Geralt despacio, aún con las mejillas contra la pelliza—. Me alegro de que se cruzaran nuestros caminos, Visenna.
—En fin, sólo el azar —dijo fría, arreglándole la camisa sobre la espalda y cubriéndole con el zamarrón—. La noticia de que se me necesitaba me la dieron los aduaneros de la frontera. Si se me necesita, voy. Tengo esta rara costumbre. Escucha, le dejaré la crema al mercader, pídele que te la unte por la mañana y por la noche. Si, como dice, le salvaste la vida, que te lo agradezca.
—¿Y yo? ¿Cómo podría agradecértelo a ti, Visenna?
—No hablemos de ello. No cobro a los brujos. Puedes llamarlo solidaridad, si quieres. Solidaridad profesional. Y simpatía. En el marco de esta simpatía, un consejo de amigo o, si lo prefieres, la prescripción de una sanadora: deja de tomar alucinógenos, Geralt. Las alucinaciones no curan. Nada.
—Gracias, Visenna. Por la ayuda y por el consejo. Gracias por... todo.
Sacó la mano por debajo de la piel, acarició la rodilla de ella. Ella se sobresaltó, después de lo cual le colocó la mano en su mano, apretó ligeramente. Él liberó con cuidado los dedos, los pasó por su mano, por su antebrazo.
Por supuesto. La suave piel de una joven muchacha. Visenna tembló aún más, pero no retiró la mano. Él volvió a poner los dedos en su mano, los unió con un apretón.
El medallón en el cuello vibraba, se retorcía.
—Gracias, Visenna —repitió, controlando los temblores de la voz—. Estoy contento de que se hayan cruzado nuestros caminos.
—El azar... —dijo ella, pero ya no había frialdad en su voz.
—¿O puede que el destino? —preguntó, asombrado porque la agitación y el nerviosismo habían escapado de él de pronto, sin dejar huella—. ¿Crees en el destino, Visenna?
—Sí —respondió al cabo de un instante—. Creo.
—¿En que —siguió él— las personas unidas por el destino siempre se encuentran?
—En esto también... ¿Qué haces? No te des la vuelta...
—Quiero ver tu rostro... Visenna. Quiero ver tus ojos. Y tú... tú tienes que ver los míos.
Ella hizo un movimiento como de ir a levantarse. Pero se quedó junto a él. Geralt se dio la vuelta con cuidado, apretando los labios del dolor. Había más claridad, alguien había vuelto a echar leña a la hoguera.
Ella no se movió más. Únicamente volvió la cabeza hacia un lado, mostrando su perfil, pero él vio con claridad cómo temblaban sus labios. Visenna apretó con más fuerza los dedos sobre la mano de él.
Él la miró.
No había parecido alguno. Tenía un perfil por completo distinto. Una nariz pequeña. Una barbilla estrecha. Se mantenía en silencio. Luego, de pronto, se inclinó, le miró directamente a los ojos. De cerca. Sin palabras.
—¿Te gustan? —preguntó él, sereno—. ¿Mis ojos mejorados? Tan... poco comunes. ¿Sabes, Visenna, lo que se hace con los ojos de los brujos para mejorarlos? ¿Sabes que no siempre se consigue?
—Déjalo —dijo con voz suave—. Déjalo, Geralt.
—Geralt... —Sintió de pronto como algo dentro de él estallaba—. Este nombre me lo dio Vesemir. ¡Geralt de Rivia! Incluso aprendí a imitar el acento rivio. Supongo que de la necesidad interior de tener una patria. Aunque fuera imaginada. Vesemir... me dio el nombre. Vesemir me confesó también el tuyo. Bastante de mala gana.
—Silencio, Geralt, silencio.