La espada del destino (47 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La espada del destino
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—Pronúncialo entonces.

—Yennefer... Yennefer de Vengerberg.

—Y las flores son para mí.

—Terminemos con esto —dijo él con énfasis—.Tómame... tómame de la mano.

Se levantó, se acercó a él, sintió el frío que exhalaba, un frío penetrante y agudo.

—No hoy —dijo ella—. Algún día. Pero no hoy.

—Me has quitado todo...

—No —le interrumpió—. Yo no quito nada. Yo sólo tomo de la mano. Para que nadie esté solo en ese momento. Solo entre la niebla... Hasta la vista, Geralt de Rivia. Algún día.

No respondió. Se dio la vuelta despacito y se fue. Entre una niebla que de pronto cubrió la cima del monte, entre una niebla en la que desapareció todo, entre una niebla blanca, húmeda, en la que se ahogó el obelisco, las flores a sus pies y los catorce nombres esculpidos en él. No había nada, sólo niebla y humedad, la hierba que brillaba de gotas de rocío a sus pies, una hierba...

...que olía hasta el aturdimiento, pesada, dulce hasta el punto de dolerle las sienes, hasta el olvido, el cansancio...

—¡Don Geralt! ¿Qué os pasa? ¿Dormido os habéis? Ya os dije, débil estáis aún. ¿Para qué salir corriendo hasta la cima?

—Me quedé dormido. —Se limpió el rostro con la mano, pestañeó—. Me quedé dormido, joder... No es nada, Yurga, es este calor...

—Así es, una calorina del diablo... Hemos de irnos, señor. Venid, os ayudaré a bajar la cuesta.

—Estoy bien...

—Bien, bien. Entonces, ¿por qué os tambaleáis? ¿Por qué cojones al monte os subisteis con estos calores? ¿Los nombres queríais leer? Yo todos os podría haber dicho. ¿Qué os pasa?

—Nada... Yurga... ¿En verdad recuerdas todos los nombres?

—Claro.

—Voy a comprobar tu memoria... El último. El decimocuarto. ¿Qué nombre es?

—Pero vaya un incrédulo de vos. En nada creéis. ¿Queréis saber si no miento? Ya os dije, los nombres estos acá hasta los crios los saben. ¿El último, decís? Así es, el último es Yol Grethen de Carreras. ¿Lo conocíais, puede?

Geralt pasó el dorso de la mano por las mejillas. —No —dijo—. No lo conocía.

VIII

—¿Don Geralt?

—¿SÍ, Yurga?

El mercader bajó la cabeza, calló durante algún tiempo, mientras enrollaba en un dedo los restos del fino cordel con el que había reparado la silla de montar del brujo. Por fin se levantó, tocó ligeramente con el puño en la espalda del criado que conducía el carro.

—Móntate en el animal de refresco, Púber. Yo llevaré el carro. Junto a mí sentaos, don Geralt, en el pescante. Y tú, ¿por qué todavía trapaceas junto al carro, Púber? Venga, vete alante. ¡Nosotros aquí charlar queremos, no necesitamos tus orejas!

Sardinilla,
que iba junto al carro, relinchó, tiró de su soga, al parecer celosa de la yegua de Púber que galopaba por el camino real.

Yurga chasqueó la lengua, azotó ligeramente las riendas.

—Así es —dijo con indecisión—. La cosa es así, señor. Os prometí... Entonces, en el puente... Os prometí...

—No hace falta —le interrumpió el brujo con rapidez—. No hace falta, Yurga.

—Hace falta —dijo áspero el mercader—. Mi palabra no es humo. Lo que encuentre en casa y que no me espere, vuestro será.

—Déjalo. Nada de ti quiero. Estamos en paz.

—No, señor. Si acaso algo así en casa me encuentro, quiere decir que es el destino. Y si del destino te mofas, si lo engañas, entonces severo un castigo te manda.

Lo sé, pensó el brujo. Lo sé.

—Pero... Don Geralt...

—¿Qué, Yurga?

—Nada habrá en casa que no me espere. Nada, y de seguro no con lo que vos contabais. Señor brujo, escuchad: Doradita, mi mujer, no puede más tener hijos, después del último, y sea como sea, un crío en casa no va a haber. Mal, me parece, habéis tropezado.

Geralt no respondió.

Yurga también se mantuvo en silencio.
Sardinilla
relinchó de nuevo, tiró de la testa.

—Pero dos hijos tengo —dijo de pronto Yurga, mirando hacia delante, al camino—. Dos, sanos, fuertes e inteligentes. Al fin y al cabo, algún día habría de colocarlos de aprendices. Uno, pensaba, conmigo el oficio del comercio podría aprender. Y el otro...

Geralt callaba.

—¿Qué decís? —Yurga volvió la cabeza, lo miró—. En el puente, una promesa me pedisteis. Queríais un zagal para aprendiz de brujo, y no otra cosa. ¿Por qué el zagal habría de ser un inesperado? ¿Y un esperado no puede ser? Dos tengo, que uno estudie para brujo. Un oficio es un oficio. Ni mejor ni peor.

—¿Estás seguro —dijo en voz baja Geralt— que no peor?

Yurga entrecerró los ojos.

—Proteger gentes, salvar sus vidas, ¿cosa mala o buena es, según vos? ¿Esos catorce, en el monte? ¿Vos, en aquel puente? ¿Cómo obrasteis, bien o mal?

—No sé —dijo Geralt con énfasis—. No sé, Yurga. A veces me parece que lo sé. Y de vez en cuando albergo mis dudas. ¿Querrías acaso que tu hijo tuviera tales dudas?

—Que las tenga —dijo serio el mercader—. Que las tuviera. Porque justo eso es cosa humana y buena.

—¿El qué?

—Las dudas. Sólo el Mal, don Geralt, nunca las tiene. Y a su destino nunca nadie escapa.

El brujo no respondió.

El camino real subía dando curvas por un empinado declive, bajo torcidos abedules que se sujetaban de un modo invisible al talud arenoso. Los abedules tenían hojas amarillas. El otoño, pensó Geralt, de nuevo el otoño. En el fondo relucía un río, brillaban las blancas empalizadas de un cuartelillo de guardias, los tejados de las casuchas, los palos desbastados de un embarcadero. Chirriaba una cabria. Una barcaza alcanzaba la orilla, provocando una ola delante de ella, rompía el agua con su proa roma, dispersaba las hojas y pajas que flotaban en la superficie, una verdadera e inmóvil alfombra de suciedad. Chirriaban los cables de los que los barqueros tiraban. La multitud apiñada en la orilla hacía ruido y en ese ruido estaba todo: gritos de mujeres, blasfemias de hombres, lloros de niños, bramidos de terneras, relinchos de caballos, balidos de ovejas. El monótono tono grave del miedo.

—¡Fuera! ¡Fuera, retroceded, hijos de puta! —aullaba un caballero con toda la cabeza envuelta por un trapo lleno de sangre.

El caballo, metido en el agua hasta la barriga, se echó hacia atrás, levantó bien alto las patas delanteras, salpicó de agua a su alrededor. En el embarcadero, chillidos, gritos, unos escuderos expulsaban violentamente a la turba, golpeando al azar con las astas de sus lanzas.

—¡Fuera de la barcaza! —gritó el caballero, al tiempo que sacaba la espada—. ¡Sólo el ejército! ¡Largo u os romperé la testa!

Geralt tiró de las riendas, sujetó a la yegua, que danzaba junto al borde de la garganta.

Por la garganta, con las armas y las corazas brillando, avanzaba una columna de infantería pesada, la nube de polvo que levantaban escondía a los escuderos que corrían detrás de ellos.

—¡Geraaaalt!

Miró hacia abajo. En un carro roto y abandonado en el camino, que estaba lleno de cajas de madera, saltaba y saludaba con la mano un hombre delgado, vestido con un jubón color cereza y un sombrerillo con pluma de faisán. En las cajas se agitaban y graznaban una partida de pollos y gansos.

—¡Geraaaalt! ¡Soy yo!

—¡Jaskier! ¡Ven aquí!

—¡Largo, largo de la barcaza! —gritaba en el embarcadero el caballero de la cabeza vendada—, ¡La barcaza es sólo para el ejército! ¡Si queréis ir al otro lado, hijos de perra, tomad los hachas y al bosque, a frangollar unas almadías! ¡La barcaza es sólo para el ejército!

—Por los dioses, Geralt —resopló el poeta, arrastrándose por el talud de la garganta. Su jubón estaba salpicado por la nieve de plumas de pájaros—. ¿Ves lo que pasa? Los de Sodden deben de haber perdido la batalla, comienza la retirada. Pero ¿qué digo, qué retirada? ¡Esto es una huida, simplemente una huida en desbandada! Tenemos que largarnos de aquí, Geralt. A la otra orilla del Yaruga...

—¿Qué haces aquí, Jaskier? ¿De dónde has salido?

—¿Que qué hago? —gritó el bardo—. ¿Y aún me preguntas? ¡Huyo como todos; todo el día rondo este carro! ¡Algún cabrón me robó el caballo por la noche! ¡Geralt, te lo ruego, sácame de este infierno! ¡Te digo, los nilfgaardianos pueden estar aquí en cualquier momento! Al que no ponga el Yaruga de por medio le cortarán el pescuezo. El pescuezo, ¿comprendes?

—No te dejes llevar por el pánico, Jaskier.

Abajo, en el embarcadero, relinchos de caballos que eran empujados a la barca con violencia, el ruido de los cascos sobre las tablas. Aullidos. Revoltijo. El chapoteo del agua en el que se había caído un carro roto, el mugido de los bueyes que sacaban los morros por encima de la superficie. Geralt vio cómo los fardos y los cajones del carro caían a la corriente, golpeaban contra la borda de la barcaza, seguían flotando. Aullidos, maldiciones. En la garganta una nube de humo, ruido de cascos.

—¡De uno en uno! —gritó el de los vendajes, echándose con el caballo sobre la gente—. ¡Orden, la perra que os parió! ¡De uno en uno!

—Geralt —jadeó Jaskier, agarrando el estribo—. ¿Ves lo que pasa allí? Jamás conseguiremos entrar en esa barcaza. Los militares transportarán en ella a todos los que puedan y luego la quemarán para que no pueda servir a los nilfgaardianos. Así se hace normalmente, ¿o no?

—Cierto —asintió Geralt—. Así se hace normalmente. No entiendo, sin embargo, ¿por qué ese pánico? ¿Es que es la primera guerra, nunca hubo otra? Como siempre, las tropas de los reyes se van a romper la cabeza mutuamente, y luego los reyes se pondrán de acuerdo, firmarán un tratado y para festejarlo, ambos se cogerán una buena trompa. Para esos que en este instante se están rompiendo las costillas en el embarcadero, nada cambiará, en esencia. Entonces, ¿por qué tanta violencia?

Jaskier lo miró con atención, sin soltar el estribo.

—Me da la sensación de que tienes una información de pena, Geralt —dijo—. O no eres capaz de comprender su significado. Ésta no es una guerra común y corriente por la sucesión a un trono o un pedazo de tierra. Esto no es una peleílla de dos feudales que los campesinos observan sin dejar de segar la mies.

—¿Y qué es entonces? Ilumíname, porque de verdad que no sé de qué va. Entre nosotros, tampoco es que me importe demasiado, pero explícamelo, venga.

—Jamás hubo una guerra como ésta —dijo serio el bardo—. Los ejércitos de Nilfgaard dejan tras de sí tierra quemada y cadáveres. Campos enteros de cadáveres. Es una guerra de exterminación, de completa exterminación. Nilfgaard contra todos. La crueldad...

—No hay y no ha habido guerra sin crueldad —le interrumpió el brujo—. Exageras, Jaskier. Es, como con esa barcaza: así se hace normalmente. Es, por así decirlo, una tradición militar. Desde que el mundo es mundo, los ejércitos que recorren un país matan, roban, queman y violan, no necesariamente en este orden. Desde que el mundo es mundo, los campesinos en tiempos de guerra se esconden en los bosques con las mujeres y los bienes que puedan llevar en las manos, y cuando todo se termina, vuelven...

—No en esta guerra, Geralt. Después de esta guerra no habrá quien vuelva ni adonde volver. Nilfgaard deja tras de sí cenizas, los ejércitos van como un torrente y acaban con todos. Horcas y estacas se suceden durante millas a lo largo de los caminos, el humo sube por el cíelo hasta cubrir el horizonte. ¿Dijiste que desde que el mundo es mundo no ha habido algo como eso? Así es, acertaste. Sí, desde que el mundo es mundo. Nuestro mundo. Porque parece que los nilfgaardianos han cruzado las montañas para destruir nuestro mundo.

—Esto no tiene sentido. ¿A quién le puede interesar destruir el mundo? No se hacen las guerras para destruir. Las guerras se hacen por dos motivos. Uno es el poder, el otro el dinero.

—¡No filosofes, Geralt! ¡Lo que está pasando no lo cambiarás con tus filosofías! ¿Por qué no escuchas? ¿Por qué no ves? ¿Por qué no quieres entender? Créeme, el Yaruga no detendrá a los nilfgaardianos. En el invierno, cuando el río se hiele, seguirán adelante. Te digo, hay que largarse, hasta el Norte, puede que no lleguen hasta allí. Pero incluso si no llegan hasta allí nuestro mundo no será nunca más el que era. ¡Geralt, no me dejes aquí! ¡No seré capaz de apañármelas solo! ¡No me dejes!

—Tienes que haberte vuelto loco, Jaskier. —El brujo se inclinó en la montura—. Tienes que haberte vuelto loco si has llegado a pensar que te iba a abandonar. Dame la mano, salta al caballo. Aquí no tienes nada que hacer, a la barcaza no ibas a poder subir en ningún caso. Te llevaré río arriba, buscaremos un bote o una almadía.

—Los nilfgaardianos nos rodean. Están ya muy cerca. ¿Has visto esos caballeros? Se ve que vienen directamente de la batalla. Vayamos río abajo, en dirección a la salida del Ina.

—No seas agorero. Nos las arreglaremos, ya verás. Río abajo también va toda esa multitud, ante cada barcaza va a pasar lo mismo que aquí, los botes seguramente los hayan arramplado ya todos. Iremos río arriba, a contracorriente, no tengas miedo, te cruzaré aunque sea en un tronco.

—¡Apenas se ve la otra orilla!

—No refunfuñes. Te dije que te cruzaré.

—¿Y tú?

—Salta al caballo. Hablaremos por el camino. Eh, diablos, ¡pero no con ese petate! ¿Quieres que a
Sardinilla
se le estallen los lomos?

—¿Ésta es
Sardinilla? Sardinilla
era un bayo y ésta es castaña.

—Todos mis caballos se llaman
Sardinilla.
Bien lo sabes, así que no intentes distraerme. Te he dicho que eches abajo ese petate. ¿Qué cojones tienes en él? ¿Oro?

—¡Manuscritos! ¡Versos! Y algo de picar...

—Tíralo al río. Escribirás nuevos versos. Y la comida la partiré contigo.

Jaskier hizo un gesto triste, pero no lo pensó mucho rato, sino que lanzó con fuerza el saco al agua. Saltó sobre el caballo, se escurrió de acá para allá, hasta que se colocó en la montura, se sujetó al cinturón del brujo.

—En camino, en camino —le alentó intranquilo—. No perdamos tiempo, Geralt, metámonos en el bosque antes de que...

—Déjalo, Jaskier porque tu pánico comienza a pegársele a
Sardinilla.

—No insultes. Si hubieras visto lo que yo...

—Cierra el pico, joder. Vamos, querría que pasaras el río antes del anochecer.

—¿Yo? ¿Y tú?

—Yo tengo cierto negocio a este lado del río.

—Te has vuelto loco, Geralt. ¿No te gusta vivir? ¿Qué negocio?

—No es asunto tuyo. Voy a Cintra.

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