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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (10 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—¡Paithan! —Aleatha le sujetó un brazo.

El elfo tomó la mano de la muchacha entre sus dedos, la estrechó y, a continuación, la depositó en la de Durndrun.

—Aleatha se ha ofrecido a alertar a los Guardianes de las Sombra
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para que acudan a rescatarnos.

—¡Qué valentía! —Murmuró el noble, besando la mano helada de la muchacha—. ¡Qué ánimo! —añadió, y contempló a Aleatha con ferviente admiración.

—El mismo que tenéis todos los que os quedáis aquí, mi señor. Tengo la impresión de estar huyendo. —Aleatha suspiró profundamente y dirigió una fría mirada a su hermano—. Ten cuidado, Pait.

—Lo mismo digo, Thea.

Con el arma dispuesta, Paithan se dirigió a la carrera hacia el lago.

Aleatha lo vio alejarse y notó en el pecho una sensación horrible, sofocante. Una sensación que ya había experimentado una vez en su vida, la noche en que muriera su madre.

—Permíteme que te escolte, querida Aleatha. —El barón Durndrun no le soltaba la mano.

—No, mi señor. ¡No digas tonterías! —replicó Aleatha de inmediato. Tenía un nudo en el estómago y el corazón en un puño. ¿Por qué se había marchado Paithan? ¿Por qué la había abandonado? Lo único que deseaba era escapar de aquel lugar horrible—. Tú eres necesario aquí.

—¡Aleatha! ¡Qué valiente y hermosa eres! —El barón Durndrun la atrajo hacia sí; sus brazos la rodearon y sus labios le rozaron los dedos—. Si, por algún milagro, escapamos de este monstruo, quiero que te cases conmigo.

Aleatha dio un respingo, trastornada por el miedo. El barón Durndrun era uno de los nobles de más alto rango en la corte y uno de los elfos más ricos de Equilan. Siempre la había tratado con cortesía, pero se había mostrado frío y distante. Paithan había tenido la amabilidad de informar a su hermana de que el barón la consideraba «demasiado alocada, con un comportamiento indecoroso». Al parecer, había cambiado de idea.

—¡Mi señor! ¡Por favor, tengo que irme! —Aleatha se debatió, aunque no mucho, para desasirse del brazo que rodeaba su cintura.

—Lo sé y no voy a impedir tu valeroso acto. Pero prométeme que serás mía, si sobrevivimos.

Aleatha cesó en sus esfuerzos y bajó sus ojos púrpura, con aire tímido.

—Estamos en unas circunstancias terribles, mi señor. No somos nosotros mismos. Si salimos de ésta, no te consideraré obligado por esta promesa. Pero —se acercó aún más a él, susurrante— sí prometo a mi señor que le escucharé si me lo vuelve a pedir entonces.

Desasiéndose por fin, Aleatha hizo una elegante reverencia, dio media vuelta y echó a correr, grácil y veloz, por el césped de musgo hacia el cobertizo de los carruajes. La muchacha sabía que el barón la seguía con la mirada.

«Ya lo tengo», pensó. «Seré la esposa de Durndrun y desplazaré a su madre como primera dama de compañía de la reina.»

Mientras corría, con las faldas recogidas para evitar tropiezos, Aleatha sonrió. Si la matrona de la casa se había puesto histérica por causa de un dragón, ¡a saber cómo reaccionaría cuando se enterara de la noticia! Su único hijo, sobrino de Su Majestad, unido en matrimonio con Aleatha Quindiniar, una rica plebeya. Sería el escándalo del año.

Pero, de momento, sólo podía rogar a la bendita Madre Peytin que saliera con vida de aquel trance.

Paithan continuó su descenso por el inclinado jardín, en dirección al lago. El suelo empezó a vibrar otra vez y se detuvo a echar un rápido vistazo a su alrededor, buscando algún indicio del dragón. Sin embargo, el temblor cesó casi al instante y el joven elfo reemprendió la marcha.

Estaba asombrado de sí mismo, de aquella demostración de valentía. Era un experto en el uso del arco, pero aquella pequeña arma no le sería de mucha utilidad frente a un dragón. ¡Por la sangre de Orn! ¿Qué estaba haciendo allí? Después de pensar seriamente en ello, mientras acechaba tras unos matorrales para ver mejor la orilla, llegó a la conclusión de que no era una cuestión de valentía. Sólo lo impulsaba la curiosidad, aquella misma curiosidad que siempre había causado problemas en su familia.

Fuera quien fuese la persona que deambulaba junto al lago, tenía totalmente desconcertado a Paithan. Éste podía comprobar ahora que se trataba de un varón y que no era ningún invitado. En realidad, no era ningún elfo. Era un humano, y bastante viejo, a juzgar por su aspecto. Un anciano de largos cabellos canosos que le caían sobre la espalda y luenga barba blanca que le llegaba al pecho. Iba vestido con una túnica larga, sucia y de color ceniciento. Un gorro cónico, desastrado y con la punta rota, se sostenía inciertamente sobre la cabeza. Y lo más increíble era que parecía haber salido del lago. De pie junto a la orilla, despreciando el peligro, el viejo se retorcía la barba para escurrir el agua y, vuelto hacia el lago, murmuraba algo por lo bajo.

—Un esclavo, sin duda —dijo Paithan—. Debe de haberse aturdido y anda desorientado. Aunque no entiendo por qué iba nadie a conservar un esclavo tan viejo y decrépito. ¡Eh, tú! ¡Viejo!.

Paithan se encomendó a Orn y se lanzó abiertamente pendiente abajo. El anciano no le prestó atención y, recogiendo un largo bastón de madera que había visto tiempos mejores, empezó a batir el agua con él.

Paithan casi pudo ver el cuerpo serpenteante y escamoso ascendiendo desde las profundidades del lago azul. Notó una presión en el pecho, un ardor en los pulmones.

—¡No! ¡Anciano! ¡Padre...! —Gritó, hablando en humano y utilizando el tratamiento habitual con que los humanos se dirigían a sus mayores varones—. ¡Padre! ¡Apártate de ahí! ¡Padre!.

—¿Eh? —El anciano se volvió y miró a Paithan con ojos confusos—. ¿Hijo? ¿Eres tú, muchacho? —Soltó el bastón y abrió los brazos de par en par. El movimiento le hizo tambalearse—. ¡Ven a mis brazos, hijo! ¡Ven con tu padre!.

Paithan intentó detener su propio impulso a tiempo de sujetar al anciano, que se tambaleaba al borde del agua. Sin embargo, el elfo resbaló sobre la húmeda hierba y le fallaron las rodillas. El viejo perdió su precario equilibrio y, agitando los brazos, cayó al lago con un gran chapoteo.

—¡Ésta no es la manera en que un hijo debe tratar a su anciano padre! —El humano miró a Paithan, colérico—. ¡Mira que tirarme al lago!.

—¡Yo no soy tu hijo, viejo! Y ha sido un accidente. —Paithan tiró del anciano, arrastrándolo pendiente arriba—. ¡Vamos! ¡Tenemos que marcharnos de aquí enseguida! Hay un dragón y...

El humano se detuvo de improviso y Paithan, desequilibrado, estuvo a punto de caer al musgo. Tiró del flaco brazo del anciano para que continuara avanzando, pero fue como intentar mover un tronco de vortel.

—No seguiré sin mi sombrero —declaró el anciano.

—¡Por Orn bendito! —Paithan hizo rechinar los dientes. Volvió la mirada al lago con una mueca de temor, esperando ver en cualquier momento que el agua empezara a hervir otra vez—. ¡Olvídate del gorro, viejo idiota! ¡Hay un dragón en...! —Miró de nuevo al humano y exclamó, exasperado—: ¡Pero si lo llevas en la cabeza!.

—No me mientas, hijo —replicó el anciano con terquedad. Se inclinó para recoger el bastón y el gorro se le cayó sobre los ojos—. ¡Dioses! ¡Y ahora me he quedado ciego de repente! —añadió con voz de asombro y pavor, alzando las manos para tantear lo que tenía ante sí.

—¡Es el gorro! —Paithan se acercó de un salto, agarró el adminículo del viejo y se lo arrancó de la cabeza—. ¡El gorro! —repitió agitándolo ante sus narices.

—Ése no es el mío —protestó el anciano, observando la prenda con recelo—. Me has cambiado el sombrero. El mío tenía mucho mejor aspecto...

—¡Vamos! —exclamó de nuevo, reprimiendo las ganas de echarse a reír.

—¡El bastón! —chilló el viejo, negándose a moverse de donde estaba plantado.

Paithan acarició la idea de dejar al viejo para que echara raíces en el musgo, si eso quería, pero el elfo no soportaba la idea de ver a un dragón devorando a alguien... aunque fuera a un humano. Volvió sobre sus pasos a toda prisa, recuperó el bastón, lo puso en la mano del anciano y continuó tirando de él hacia la casa.

El elfo temió que el viejo humano tuviera dificultades para llegar hasta allí, pues el camino era largo y cuesta arriba. Paithan se oyó a sí mismo respirando con esfuerzo y notó las piernas cansadas por la tensión. En cambio, el anciano parecía poseer una resistencia extraordinaria y avanzaba resueltamente, dejando agujeros en el musgo allí donde apoyaba el bastón.

—¡Ah, creo que algo nos viene siguiendo! —exclamó de pronto el anciano.

—¿Sí? —Paithan se volvió en redondo.

—¿Dónde? —El viejo agitó el bastón y estuvo a punto de dejar sin sentido a Paithan—. ¡Por los dioses que le daré con esto...!.

—¡Basta! ¡Ya es suficiente! —El elfo agarró el bastón que el anciano seguía moviendo de un lado al otro—. Ahí no hay nada. Pensaba que habías dicho que..., que algo nos seguía.

—Si no es así, ¿a qué viene que me lleves corriendo por esta condenada cuesta?.

—Hay un dragón en el la...

—¡El lago! —Al humano se le erizó la barba y sus tupidas cejas se pusieron de punta en todas direcciones—. ¡De modo que es ahí donde está! ¡Me ha metido en el agua a propósito! —El viejo levantó el puño y lo agitó en el aire en dirección al lago—.

¡Ya te arreglaré yo, gusano! ¡Ven! ¡Sal donde pueda verte! —dejó caer el bastón y empezó a levantarse las mangas de sus ropas sucias y húmedas—. Ya estoy a punto. Sí, señor. ¡Y esta vez te voy a lanzar un conjuro que te sacará los ojos de las órbitas!.

—¡Espera un momento! —Paithan notó que el sudor empezaba a helársele sobre la piel—. ¿Estás diciendo que..., que ese dragón es... tuyo?.

—¿Mío? ¡Por supuesto que es mío! ¿No es cierto, especie de reptil resbaladizo?.

—¿Quieres decir que..., que el dragón está bajo tu control? —Paithan empezó a respirar un poco mejor—. Entonces, debes de ser un hechicero.

—¿Debo...? —El humano pareció muy sorprendido de la noticia.

—Tienes que ser un mago, y muy poderoso, para controlar a un dragón.

—Bueno, yo..., hum..., verás, hijo. —El anciano empezó a mesarse la barba con evidente incomodidad—. Ésa es una cuestión entre nosotros dos..., el dragón y yo.

—¿A qué te refieres? —Paithan notó que se le empezaba a hacer un nudo en el estómago.

—A quién tiene el control sobre quién. No es que yo tenga ninguna duda al respecto, desde luego; lo que sucede es que... hum... que el dragón suele olvidarse de ello.

El elfo no se había equivocado: aquel viejo humano estaba loco. Paithan se las tenía que ver con un dragón y un humano loco. Pero, en el bendito nombre de la Madre Peytin, ¿qué estaba haciendo en el lago aquel viejo chiflado?.

—¿Dónde estás, sapo hinchado? —Continuó gritando el hechicero—. ¡Sal! ¡No servirá de nada que te escondas! ¡Daré contigo...!.

Un chillido agudo interrumpió la perorata.

—¡Aleatha! —exclamó Paithan, volviendo la vista a lo alto de la colina.

—¡Auxilio! ¡Por favor...! —El grito terminó en un gemido ahogado.

—¡Ya voy, Thea! —El elfo salió de su momentánea parálisis y echó a correr hacia la casa.

—¡Eh, muchacho! —gritó el viejo, con los brazos en jarras, contemplando encolerizado cómo se alejaba—. ¿Dónde crees que vas con mi sombrero?.

CAPÍTULO 6

EQUILAN,

LAGO ENTHIAL

Paithan se unió a un grupo de hombres que, conducido por el barón Durndrun, corría hacia donde había sonado el grito de auxilio. Al doblar la esquina del ala norint de la casa, el pelotón se detuvo en seco. Aleatha se encontraba inmóvil en una pequeña loma de musgo. Delante de ella, interponiendo su cuerpo enorme entre la elfa y el cobertizo de los deslizadores, se hallaba el dragón.

Era un ser enorme, cuya cabeza se alzaba hasta las copas de los árboles. Su cuerpo se perdía en las umbrías profundidades de la jungla y carecía de alas, pues había pasado toda su existencia en las oscuras entrañas de la impenetrable vegetación, deslizándose entre los troncos de los gigantescos árboles de Pryan. Sus fuertes patas, dotadas de grandes zarpas, podían abrirse paso en la selva más cerrada o derribar a un hombre de un golpe. Cuando avanzaba, su larga cola se agitaba como un látigo y cortaba la vegetación como una guadaña, formando unos senderos que eran bien conocidos (e inmensamente temidos) por los aventureros.

Sus ojos enormes, rojos y de mirada inteligente, estaban fijos en Aleatha. El dragón no se mostraba amenazador; sus grandes mandíbulas no estaban abiertas, aunque eran visibles los colmillos superiores e inferiores sobresaliendo de sus fauces. Una lengua roja asomaba y desaparecía velozmente entre los dientes. Los hombres armados observaban aquella aparición inmóviles, sin saber qué hacer. Aleatha permanecía muy quieta.

El dragón ladeó la cabeza, observándola.

Paithan se abrió paso hasta colocarse en la vanguardia del grupo. El barón Durndrun estaba soltando furtivamente el seguro de una ballesta. El arma despertó mientras Durndrun empezaba a llevarse la culata al hombro. La saeta preparada para el disparo preguntó con voz chillona:

—¿Objetivo? ¿Objetivo?.

—Él dragón —ordenó Durndrun.

—¿El dragón? —La flecha pareció alarmada y dispuesta a iniciar una protesta, problema que solían presentar las armas inteligentes—. Por favor, consulte el manual del usuario, sección B, párrafo tres. Cito: «No utilizar contra un adversario cuyo tamaño sea superior a...»

—Apunta al corazón...

—¿A cuál?.

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