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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (5 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—¿Olvidado? —murmuró Thea con su voz soñolienta—. No, querida Cal, nada de olvidado. Simplemente, hace mucho tiempo que la familia lo ha comprado y pagado.

Con una absoluta falta de recato, Aleatha se levantó de la silla y empezó a desatar los lazos de seda que mantenían casi cerrada la parte frontal de su salto de cama. Calandra contempló el reflejo de su hermana en el espejo y advirtió unas marcas rojizas en la carne blanca de los hombros y el pecho: las marcas de los labios de un amante ardiente. Asqueada, Calandra dio media vuelta y cruzó la estancia con pasos rápidos hasta detenerse junto a la ventana.

Aleatha sonrió con indolencia al espejo y dejó que el camisón se deslizara al suelo. El espejo se deshizo en comentarios extasiados.

—¿Buscabas a Paithan? —Le recordó su hermana—. Entró volando en su habitación como un murciélago de las profundidades, se vistió su traje de estopilla y salió volando otra vez. Creo que iba a casa de Durndrun. Yo también estaba invitada, pero no sé si ir o no. Los amigos de Paithan son unos pelmazos.

—¡Esta familia se está hundiendo! —Calandra se apretó las manos—. ¡Padre manda llamar a un sacerdote humano! ¡Paithan está hecho un vulgar vagabundo que no se preocupa más que de correrse juergas! ¡Y tú...! ¡Tú terminarás soltera y embarazada y hasta puede que colgada como la pobre Lucillia!.

—No lo creo, querida Cal —replicó Aleatha, apartando el camisón con el pie—. Para colgarse se requiere mucha energía. —Admirando su esbelto cuerpo en el espejo, que lo llenó de elogios a su vez, frunció el entrecejo, alargó la mano e hizo sonar una campanilla realizada con la cáscara de huevo de pájaro cantor—. ¿Dónde está esa criada mía? Preocúpate menos de la familia, Cal, y más del servicio. Nunca he visto gente más holgazana.

—¡Es culpa mía! —Suspiró Calandra, y volvió a cerrar con fuerza las manos, llevándoselas a los labios—. Debería haber obligado a Paithan a ir a la escuela. Debería haberte prestado más atención y no dejarte tan suelta. Y debería haber detenido las locuras de padre. Pero entonces, ¿quién hubiera llevado el negocio? ¡Cuando empecé a ocuparme de dirigirlo, la situación no era nada boyante! ¡Nos hubiéramos arruinado! ¡Arruinado! Si lo hubiéramos dejado en manos de padre...

La doncella entró corriendo en la estancia.

—¿Dónde estabas? —preguntó Aleatha, con su habitual lasitud.

—Lo siento, señora. No había oído la campanilla.

—No ha sonado. Pero deberías saber cuándo te necesito. Saca el azul. Esta hora oscura me quedaré en casa. No, espera. El azul, no. El verde con rosas de musgo. Creo que aceptaré la invitación de Durndrun, finalmente. Podría ocurrir algo interesante y, por lo menos, siempre podré atormentar al barón, que se muere de amor por mí. Y ahora, Cal, ¿qué es eso de un sacerdote humano? ¿Es guapo?.

Calandra exhaló un profundo sollozo y hundió los dientes en el pañuelo. Aleatha la miró y, aceptando la bata vaporosa que la criada le ponía sobre los hombros, cruzó la habitación hasta colocarse detrás de su hermana. Aleatha era tan alta como Calandra, pero su silueta era suave y bien torneada donde la de su hermana mayor era huesuda y angulosa. Una mata de cabello ceniciento enmarcaba el rostro de Aleatha y le caía por la espalda y sobre los hombros. La muchacha nunca se adornaba el pelo según la costumbre imperante. Igual que el resto de su figura, el cabello de Aleatha siempre estaba desaliñado, siempre producía la impresión de que acababa de levantarse de la cama. Posó sus suaves manos en los hombros temblorosos de Calandra y murmuró:

—La flor de las horas ha cerrado sus pétalos a estas alturas, Cal. Continúa esperando inútilmente a que vuelva a abrirse y pronto estarás tan loca como padre. Si madre hubiera vivido, tal vez las cosas habrían sido distintas... —A Aleatha se le quebró la voz y se acercó aún más a su hermana—. Pero no sucedió así. Y no hay más que hablar —añadió, encogiendo sus perfumados hombros—. Hiciste lo que debías, Cal. No podías dejarnos morir de hambre.

—Supongo que tienes razón —respondió Calandra secamente, recordando que la doncella seguía en la estancia. No quería discutir sus asuntos personales en presencia del servicio. Enderezó los hombros y estiró unas imaginarias arrugas de su falda rígida, almidonada—. Así pues, ¿no te quedarás a cenar?.

—No. Si quieres, se lo diré a la cocinera. ¿Por qué no me acompañas a casa del barón Durndrun, hermana? —Aleatha dio unos pasos hasta la cama, sobre la cual la doncella estaba colocando un juego de ropa interior de seda—. Vendrá Randolfo. ¿Sabes que nunca se ha casado, Cal? Tú le rompiste el corazón.

—Más bien le rompí el bolsillo —replicó Calandra con voz severa mientras se contemplaba en el espejo, se componía el peinado donde se le había deshecho ligeramente el moño y volvía a clavar en su lugar las tres peinetas atroces—. Randolfo no me quería a mí, sino que codiciaba el negocio.

—Es posible. —Aleatha se detuvo unos instantes a medio vestirse. Sus ojos púrpura se volvieron hacia el espejo y se clavaron en el reflejo de la mirada de su hermana—. Pero al menos te habría hecho compañía, Cal. Estás demasiado tiempo sola.

—¿Y tú crees que voy a permitir que irrumpa un hombre y que se adueñe y eche a perder lo que me ha costado tantos años consolidar, sólo para ver su rostro cada mañana, me guste o no? Muchas gracias, pero no. Hay cosas peores que estar sola, Thea.

Los ojos púrpura de Aleatha se ensombrecieron hasta adquirir un tono casi rojo vivo.

—No sé cuáles —respondió en voz baja. Su hermana no llegó a oírla. Aleatha se apartó el cabello de la cara, sacudiéndose de encima al mismo tiempo las lúgubres sombras que velaban sus ojos—. ¿Quieres que le diga a Paithan que le andas buscando?.

—No te molestes. Debe de estar a punto de quedarse sin dinero y seguro que viene a verme a la hora del trabajo. Ahora, tengo que ir a revisar unas cuentas. —Calandra se encaminó hacia la puerta—. Procura volver a una hora razonable. Antes de mañana, por lo menos.

Aleatha sonrió ante la ironía de su hermana mayor y bajó sus párpados cargados de sueño con aire recatado.

—Si quieres, Cal, no volveré a ver más al barón Kevanish.

Calandra se detuvo y dio media vuelta. Su rostro severo resplandeció de alegría, pero se limitó a decir:

—¡No tengo la menor esperanza de que lo hagas!.

Al salir de la estancia, cerró dando un violento portazo.

—De todos modos, Kevanish ya empieza a resultarme pesado... —añadió Aleatha para sí. Volvió a recostarse ante el tocador y estudió sus facciones perfectas en los efusivos espejos.

CAPÍTULO 3

GRIFFITH,

TERNCIA, THILLIA

Calandra volvió a concentrarse en los libros de contabilidad como antídoto reconfortante contra las extravagancias y caprichos de su familia. La casa estaba en silencio. Su padre y el astrólogo seguían con sus cosas en el sótano pero, sabedor de que la hija mayor estaba aún más cerca de estallar que su pólvora mágica, Lenthan consideró conveniente aplazar cualquier otro experimento con dicha sustancia.

Después de la cena, Calandra llevó a cabo una gestión más, relacionada con el negocio. Mandó a un sirviente con un mensaje para el hombre de los pájaros, que debería enviarlo a maese Roland de Griffith, en la taberna La Flor del Bosque.

«El embarque llegará a principios del barbecho.
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El pago se efectuará a la entrega del género.

Calandra Quindiniar.»

El hombre de los pájaros ató el mensaje a la pata del ave de brillantes colores, que había sido entrenada para volar a aquella parte de Thillia, y la soltó en el aire. Ésta batió las alas con rumbo norint-vars, en una travesía que la llevaría sobre los campos y mansiones de la nobleza élfica y sobre el lago Enthial.

El ave mensajera se deslizó sin esfuerzo por los aires, aprovechando las corrientes que fluían entre los árboles gigantescos. Sólo tenía un objetivo: llegar a su destino, donde la esperaba su pareja, encerrada en una jaula. Durante el vuelo no tenía que vigilar la presencia de depredadores, pues no era un bocado apetitoso para ninguno de ellos, ya que segregaba un aceite que mantenía secas sus plumas durante las frecuentes tormentas y que resultaba un veneno mortal para cualquier otra especie.

Voló a baja altura sobre las tierras de labor que los elfos cultivaban en los lechos de musgo más altos, formando un dibujo de líneas artificialmente rectas. Esclavos humanos araban los campos y recogían las cosechas. El ave no estaba especialmente hambrienta, pues había sido alimentada antes de la partida, pero un ratoncillo sería un buen remate para la cena. Sin embargo, no descubrió ninguno y continuó su viaje, decepcionada.

Pronto, los cuidados campos de cultivo de los elfos dieron paso a la espesura de la jungla. Los arroyos alimentados por las lluvias diarias formaban caudalosos ríos sobre los lechos de musgo. Serpenteando entre la jungla, los ríos encontraban a veces alguna grieta en las capas superiores del musgo y formaban cascadas que se precipitaban hacia las profundidades insondables.

Ante los ojos del ave viajera empezaron a flotar unas nubes vaporosas y ganó altura, ascendiendo sobre las tormentas de la hora de la lluvia. Finalmente, la masa de nubes negras y densas, sacudida por los relámpagos, ocultó totalmente la tierra. Sin embargo, el ave, guiada por el instinto, no perdió la orientación. Debajo de ella se extendían los bosques del barón Marcins; los elfos les habían dado ese nombre, pero ni ellos ni los humanos habían reclamado derechos sobre aquellas junglas impenetrables.

La tormenta descargó y pasó, como venía sucediendo desde tiempo inmemorial, casi desde la creación del mundo. El sol brillaba ahora con fuerza, y la mensajera distinguió tierras cultivadas: Thillia, el reino de los humanos. Desde allá arriba, alcanzó a ver tres de las torres resplandecientes, bañadas por el sol, que señalaban las cinco divisiones del reino de Thillia. Las torres, antiguas para la medida del tiempo de los humanos, estaban construidas de ladrillo de cristal cuyos secretos de fabricación habían sido desvelados por los hechiceros humanos durante el reinado de Georg el Único. Estos secretos, así como muchos de los hechiceros, se habían perdido en la devastadora Guerra por Amor que siguió a la muerte del viejo rey.

El ave utilizó las torres como referencia para orientarse y luego descendió rápidamente, sobrevolando a baja altura las tierras de los humanos. Situado en una amplia llanura de musgo salpicada aquí y allá de árboles que se habían conservado para proporcionar sombra, el país era llano, pero entrecruzado de caminos y salpicado de pequeñas poblaciones. Los caminos eran muy transitados, pues los humanos sentían la curiosa necesidad de andar constantemente de un sitio a otro, necesidad que los sedentarios elfos no habían entendido nunca y que consideraban propia de bárbaros.

En aquella parte del mundo, la caza era mucho más propicia y la mensajera dedicó unos breves instantes a recuperar fuerzas con una rata de buen tamaño. Cuando hubo dado cuenta de ella, se limpió las garras con el pico, arregló las plumas y reemprendió el vuelo. Cuando vio que las tierras llanas empezaban a dar paso a una densa selva, cobró nuevos ánimos pues se acercaba ya al término de su largo viaje. Estaba sobre Terncia, el reino más al norint. Cuando llegó a la ciudad amurallada que circundaba la torre de ladrillos de cristal de la capital de Terncia, captó la áspera llamada de su compañera. Descendió en espiral hasta el centro de la ciudad y se posó, finalmente, en el parche de cuero que protegía el brazo de un pajarero thilliano. El hombre recuperó el mensaje, vio el nombre del destinatario y dejó a la fatigada ave en la jaula de su compañera, que la recibió con unos suaves picotazos.

El pajarero entregó el mensaje a un jinete repartidor que, varios días más tarde, entró en una aldea remota y semiolvidada que se alzaba en las mismas lindes de la selva y dejó el recado en la única posada del lugar.

Sentado en su banco favorito de La Flor del Bosque, maese Roland de Griffith estudió el fino pergamino de quin. Después, con una sonrisa lo empujó sobre la mesa hacia una mujer joven que estaba sentada frente a él.

—¡Aquí tienes! ¿Qué te había dicho, Rega?.

—¡Gracias a Thillia! Es lo único que puedo decir. —El tono de voz de Rega era lúgubre; en su rostro no había la menor sonrisa—. Por lo menos, ahora tienes algo que enseñarle al viejo Barbanegra y tal vez nos deje en paz algún tiempo...

—¿Dónde debe de estar? —Roland echó un vistazo a la flor de horas
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que presidía la barra en una maceta. Casi una veintena de sus pétalos estaban cerrados—. Ya ha pasado su hora habitual.

—Vendrá, no te preocupes. Esto es demasiado importante para él.

—Sí, por eso me inquieta el retraso.

—¿Tienes cargos de conciencia, acaso? —Rega apuró la jarra de kegrot y buscó a la camarera con la mirada.

—No, pero no me gusta tratar estos asuntos aquí, en un lugar público...

—Es lo mejor. Así está todo sobre la mesa, al descubierto. No podemos levantar las sospechas de nadie. ¡Ah!, aquí está. ¿Qué te decía?.

Se abrió la puerta de la taberna y el brillante sol de la hora de los dados bañó la Silueta de un enano. Fue una visión imponente y, por un instante, casi todos los parroquianos dejaron de beber, de jugar o de charlar para observarlo. Un poco más alto de lo habitual entre su pueblo, el enano tenía la piel morena clara y lucía una hirsuta melena negra y una barba a la que debía su apodo entre los humanos. Las cejas negras y espesas que se juntaban sobre su nariz ganchuda y los centelleantes ojos producían una impresión de perpetua ferocidad que le resultaba muy útil en tierras extrañas. Pese al calor, llevaba una camisa de seda a bandas blancas y rojas y, encima de ella, la pesada armadura de cuero de su pueblo, con unos brillantes pantalones rojos metidos en las recias botas de caña.

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