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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (43 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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Lenthan alzó la vista hacia el cielo soleado. Los radiantes puntos luminosos brillaban sin parpadeos, serenamente, lejos de la sangre, el terror y la muerte.

—Ya no tardaré, querida mía —susurró.

Roland tiró de la manga a Paithan y lo llevó aparte junto a la casa, cerca de una ventana abierta.

—Escucha —le dijo al elfo—. Síguele la corriente a ese viejo chiflado. ¡Las estrellas! ¡Bah! Cuando estemos a bordo de esa nave, iremos a donde nosotros queramos.

—Querrás decir que iremos a donde Haplo decida llevarnos —lo corrigió Paithan, moviendo la cabeza—. Es un tipo extraño. No sé qué pensar de él.

Absortos en sus preocupaciones, ninguno de los dos advirtió que una mano blanca y delicada tocaba la cortina de la ventana y la corría ligeramente.

—Sí, yo tampoco sé cómo tomármelo —reconoció Roland—, pero...

—¡Y no quiero meterme en líos con él! ¡Lo vi arrancarle de las manos al titán ese tronco como si no fuera más que una pajita! Además, me preocupa mi padre. No está bien y dudo de que pueda resistir esta loca fuga.

—Está bien, no es preciso que tengamos líos con Haplo. Nos conformaremos con ir a donde él nos lleve. ¡Y apuesto a que no va a mostrar mucho interés por alcanzar las estrellas!.

—No lo sé. Escucha, tal vez no tengamos que ir a ninguna parte. ¡Puede que nuestro ejército consiga detenerlos!.

—¡Sí, y puede que a mí me salgan alas y pueda volar a las estrellas sin ayuda!.

Paithan lanzó una agria mirada al humano y se apartó de él en dirección al fondo del porche. Una vez a solas, cortó una flor de un hibisco y empezó a arrancarle los pétalos y arrojarlos al jardín, con aire pensativo. Roland se dispuso a ir tras él, con ánimo de continuar la discusión. Rega lo asió por el brazo y lo retuvo.

—Déjalo en paz un rato.

—¡Bah! Está diciendo tonterías...

—¡Roland! ¿No lo entiendes? ¡Tiene que dejar atrás todo esto! ¡Es eso lo que lo perturba!.

—¿Dejar qué? ¿Una casa?.

—Su vida.

—Tú y yo no tuvimos muchos problemas para hacerlo.

—Porque nosotros siempre nos hemos tomado la vida como venía —apuntó Rega con expresión sombría—. Pero aún recuerdo cuando dejamos nuestro hogar, la casa en la que nacimos.

—¡Vaya una pocilga! —murmuró Roland.

—Para nosotros, no lo era. No conocíamos otra mejor. Recuerdo esa vez, cuando madre no regresó. —Rega se aproximó a su hermano y apoyó la mejilla en su brazo—. Nos quedamos esperando... ¿cuánto tiempo?.

—Un par de ciclos —dijo Roland, encogiéndose de hombros.

—Y no teníamos comida ni dinero. Tú me hacías reír todo el rato, para que no tuviera miedo. —La muchacha entrelazó sus dedos con los de su hermano y apretó con fuerza—. Entonces me dijiste: «Bueno, hermanita, ahí fuera hay un mundo muy grande y no vamos a ver nada de él si nos quedamos encerrados en este agujero». En un abrir y cerrar de ojos, nos marchamos de allí. Pero aún recuerdo una cosa, Roland. Recuerdo que te detuviste en mitad del camino y volviste la cabeza para echar una última mirada a la casa. Y recuerdo que, cuando reemprendimos la marcha, había lágrimas en tus...

—Yo era un niño, entonces. Paithan es un adulto. O pasa por serlo. Sí, muy bien, lo dejaré en paz. Pero voy a subir a esa nave tanto si él viene como si no. ¿Y tú qué vas a hacer, si decide quedarse?.

Roland se alejó y Rega permaneció junto a la ventana, observando a Paithan con preocupación. Detrás de ella, dentro de la casa, la mano soltó la cortina dejando que la tela adornada con encajes volviera a cerrar suavemente el resquicio.

—¿Cuándo nos vamos? —Preguntó Lenthan con expectación al anciano—. ¿Ahora? Sólo tengo que recoger unas cuantas cosas y...

—¿Ahora? —Zifnab pareció alarmado—. ¡Oh, no, todavía no! Tenemos que reunir a todo el mundo. Nos queda tiempo. No mucho, pero sí un poco.

—Escucha, anciano —dijo Roland, interrumpiendo la conversación—. ¿Estás seguro de que ese Haplo querrá seguir nuestro plan?.

—¡Pues claro! —afirmó Zifnab con confianza.

Roland lo observó fijamente, con los ojos entrecerrados.

—Bueno... —titubeó el hechicero—. Tal vez no al principio...

—¡Aja! —Roland movió la cabeza y apretó los labios.

—De hecho... —Zifnab parecía más incómodo—. El no nos quiere en su nave, en realidad. Tendremos..., tendremos que encontrar el modo de colarnos a bordo...

—¡Colarnos a bordo!.

—Pero eso déjalo de mi cuenta. —El hechicero movió la cabeza pero con gesto de saber lo que decía—. Yo os daré la señal.

Veamos... ¡Cuando ladre el perro! Ésa será la señal, ¿me habéis oído todos? —Alzó la voz en tono quejumbroso—. ¡Cuando ladre el perro, será el momento de abordar la nave!.

Se oyó un ladrido.

—¿Ahora? —dijo Lenthan, dando un respingo.

—¡Todavía no! —Zifnab pareció muy desconcertado—. ¿Qué significa esto? ¡Aún no es el momento!.

El perro apareció a la carrera, doblando la esquina de la casa. Se dirigió a Zifnab, capturó entre sus dientes las ropas de éste y empezó a dar tirones.

—¡Quieto! Me estás rompiendo el dobladillo. ¡Suelta!.

El animal gruñó y tiró más fuerte, con los ojos fijos en el viejo.

—¡Por el gran Nabucodonosor! ¿Por qué no lo decías desde el principio? ¡Tenemos que irnos! Haplo tiene dificultades y necesita nuestra ayuda.

El perro soltó las ropas del anciano y echó a correr en dirección a la jungla. Recogiendo las puntas de la túnica y arremangándolas por encima de sus tobillos desnudos y huesudos, el viejo hechicero salió corriendo tras el animal.

El resto de los reunidos lo siguió con la mirada, incómodo, recordando de pronto lo que significaba enfrentarse a los titanes.

—¡Qué diablos! ¡Haplo es el único que sabe pilotar la nave! —exclamó Roland, y echó a correr tras Zifnab.

Rega siguió a su hermano y Paithan se disponía a seguirlos cuando oyó un portazo a su espalda. Al volverse, descubrió a Aleatha.

—Yo también voy.

El elfo la observó. Su hermana iba vestida con sus viejas ropas: pantalones de cuero, túnica de lino blanco y chaleco de cuero. Las prendas le quedaban demasiado ajustadas. Los pantalones casi no podían contener sus muslos redondeados y las costuras parecían a punto de reventar. La tela de la camisa se tensaba sobre sus pechos firmes y altos. La ropa le quedaba tan ceñida que era como si fuese desnuda. Paithan notó que le subía un cálido rubor a las mejillas.

—¡Aleatha, vuelve a la casa! ¡Esto va en serio...!.

—Iré con vosotros. Quiero verlo con mis propios ojos. —Lanzó una mirada altiva a su hermano y añadió—: ¡Te voy a hacer comer esas mentiras!.

La elfa dejó atrás a su hermano, avanzando decidida tras los otros. Llevaba sus hermosos cabellos sujetos en un tosco moño bajo la nuca, y en la mano portaba un bastón que sujetaba con cierta torpeza, como si se tratara de un garrote. Tal vez con ciertas intenciones de utilizarlo como arma.

Paithan exhaló un suspiro de frustración. No había modo de discutir con ella, de razonar. Aleatha había hecho durante toda su vida lo que había querido, y no iba a cambiar ahora. Corrió hasta llegar a su altura y advirtió con cierta consternación que Aleatha tenía la vista fija en el hombre que corría por delante de ella, en la fornida espalda y los poderosos músculos de Roland.

Lenthan Quindiniar, que se había quedado solo en el porche, se frotó las manos, sacudió la cabeza y murmuró: —¡Oh, Madre! ¡Oh, Madre Peytin!.

Arriba, en su despacho, Calandra se asomó a la ventana para observar la comitiva que cruzaba el jardín a toda prisa, en dirección a los árboles. Los cuernos de caza resonaban como locos a lo lejos. Con un bufido, volvió a concentrarse en las cifras de sus libros y comprobó, sonriendo con los labios apretados, que iban camino de superar los beneficios del ejercicio anterior por un margen considerable.

CAPÍTULO 30

EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

Cuando Haplo recuperó la conciencia se encontró rodeado, no por titanes, sino por todos los mensch que había conocido en aquel mundo, más lo que parecía ser la mitad del ejército elfo. Con un gruñido, lanzó una mirada al perro.

—Todo esto es cosa tuya.

El animal agitó la cola y lo miró con la lengua fuera y una sonrisa, saboreando el elogio sin saber que no lo era. Haplo observó a los que se arremolinaban a su alrededor. Todos lo miraban con aire suspicaz, dubitativo y expectante. El viejo hechicero, algo apartado, lo contemplaba con profunda ansiedad.

—¿Te..., te encuentras bien? —preguntó la mujer humana. Haplo no recordaba su nombre. La mirada de la mujer se centró en el hombro del patryn, vuelto en un escorzo anormal, y alargó tímidamente una mano—. ¿Podemos hacer... algo?.

—¡No toques! —soltó Haplo entre dientes.

La mujer retiró la mano al instante. Naturalmente, aquello fue una invitación clara a que la mujer elfa se arrodillara junto a él. Haplo se incorporó penosamente hasta quedar sentado, y la apartó de un empujón con la mano buena.

—¡Tú! —Exclamó, mirando a Roland—. ¡Tienes que ayudarme a..., a poner eso en su sitio! —Haplo señaló el hombro dislocado, que le colgaba del resto del cuerpo en un ángulo extraño. Roland asintió, poniéndose en cuclillas. Movió los dedos para quitarle la camisa y el chaleco que llevaba sobre ésta. El patryn lo sujetó por la muñeca y murmuró:

—Limítate a encajarme el hombro.

—Pero la camisa molesta y...

—Sólo el hombro.

Roland miró al herido a los ojos, y apartó los suyos al instante. El humano empezó a tantear con cuidado la zona lesionada. Varios elfos se acercaron aún más a mirar. Entre ellos estaba Paithan, que hasta entonces había permanecido en segundo término del grupo que rodeaba a Haplo, conversando con otro elfo que vestía los restos ensangrentados y hechos trizas de lo que debía de haber sido un elegante uniforme. Al oír la voz de Haplo, los dos elfos habían interrumpido su conversación.

—No sé qué llevarás bajo esa camisa, pero debe de ser algo especial, ¿verdad? —dijo Aleatha, la mujer elfa.

Roland dirigió a ésta una mirada sombría.

—¿No tienes nada más que hacer?.

—Lo siento —respondió ella con frialdad—, no he entendido lo que has dicho. No hablo humano.

Roland frunció el entrecejo e intentó no prestarle atención, pero no resultó fácil. Aleatha estaba inclinada sobre Haplo, dejando a la vista las formas generosas de sus redondos pechos.

El patryn se preguntó a quién iría destinada tal exhibición. De no estar tan irritado consigo mismo, la situación le habría resultado graciosa. Observando a Roland, Haplo se dijo que, esta vez, quizás Aleatha habría topado con la horma de su zapato. El humano estaba estrictamente concentrado en lo que iba a hacer; sus manos poderosas sujetaron con fuerza el brazo descoyuntado.

—Esto va a doler.

—Sí. —A Haplo le dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes. No era preciso que le doliera; podía haber empleado la magia, activando las runas, ¡pero estaba más que harto de andar revelando sus poderes a una cuarta parte del universo conocido!—. ¡Hazlo de una vez!.

—Creo que deberíamos darnos prisa —comentó el elfo que se encontraba junto a Paithan—. Los hemos rechazado, pero me temo que sólo provisionalmente.

—Necesito que alguno de vosotros lo sujete —dijo Roland, mirando a su alrededor.

—Yo lo haré —respondió Aleatha. Habló en elfo, pero sus intenciones eran patentes.

—Esto es importante —le soltó Roland con brusquedad—. No necesito a una mujer que se va a desmayar...

—Yo nunca me desmayo... sin una buena razón. —Aleatha le dedicó una dulce sonrisa—. ¿Qué tal la mejilla? ¿Te duele?.

Roland no entendió lo que decía; lanzó un gruñido y, sin alzar la vista del paciente, ordenó:

—Agárralo fuerte. Sujétalo contra este árbol para que no se vuelva cuando le coloque el hueso en su sitio.

Aleatha cogió al patryn sin hacer caso de sus protestas.

—¡No necesito que me sujete nadie! —Exclamó Haplo, apartando las manos de la elfa—. Espera un momento, Roland. Todavía no. Antes, una pregunta... —Volvió la cabeza tratando de observar al elfo del uniforme, interesado en lo que había dicho momentos antes—. ¡Los habéis rechazado! ¿Qué...? ¿Cómo...?.

El dolor le recorrió el brazo, el hombro y la espalda hasta la cabeza. Tomó aire en un jadeo que le arrancó un gemido.

—¿Puedes moverlo, ahora? —Roland volvió a ponerse en cuclillas y se secó el sudor del rostro.

El perro, con un gimoteo, se arrastró al lado de Haplo y le lamió la muñeca. Poco a poco, rechinando los dientes de agonía, Haplo movió la articulación del brazo.

—Habría que vendarlo —protestó Roland al ver que Haplo intentaba incorporarse—. Podría volver a salirse con mucha facilidad. Por dentro, todo está distendido.

—No te preocupes —le contestó Haplo, sujetándose el hombro herido y reprimiendo la tentación de utilizar las runas para completar la curación. Esperaría a estar a solas... y eso sucedería muy pronto, si todo salía bien. ¡A solas y lejos de aquel lugar! Se apoyó contra el tronco y cerró los ojos, esperando que el humano y la elfa captaran la indirecta y lo dejaran en paz.

Paithan y el elfo habían reanudado la conversación:

—... exploradores informaron de que las armas convencionales no los afectaban. La derrota de los humanos de Thillia lo hizo evidente. Con nuestras armas mágicas, la defensa de los humanos resultó más efectiva, pero finalmente fueron derrotados. Era de esperar, ya que podían utilizar la magia que posee el arma, pero no podían potenciarla, como nosotros. Aunque potenciarla tampoco nos sirvió de mucho. Nuestros propios hechiceros estaban totalmente desconcertados. Les arrojamos todo nuestro arsenal y sólo una cosa resultó eficaz.

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