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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (45 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—¡Tenemos que salir de aquí esta noche! —exclamó Roland.

—Si es que Haplo tiene pensado llevarnos a alguno de nosotros... —apuntó Rega—. No me fío de él.

—Y eso significa que huyo, que dejo perecer a mi pueblo... —musitó Paithan.

«No», respondió Drugar en silencio, con la mano en el puñal. «De aquí no se marchará nadie. Ni esta noche, ni nunca.»

-—Cuando ladre el perro —anunció el viejo hechicero con un jadeo, apareciendo tras ellos con paso vacilante—. Ésa será la señal. Cuando ladre el perro.

CAPÍTULO 31

EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

Haplo dio una última vuelta en torno a la nave y repasó con ojo crítico las reparaciones que había efectuado. Los daños no habían sido importantes, pues la mayoría de las runas protectoras había actuado bien. El patryn había conseguido cerrar las grietas de las cuadernas y restablecer la magia de las runas. Cuando estuvo seguro de que la nave resistiría la larga travesía, Haplo subió de nuevo a la cubierta superior y se detuvo a descansar.

Estaba exhausto. Las reparaciones en la nave y las efectuadas en su propio cuerpo tras la lucha con el titán lo habían dejado sin fuerzas. Sabía que estaba débil porque sentía dolor; un dolor lacerante en el hombro. Si hubiera podido descansar, dormir, dejar que su cuerpo se renovase, la herida ya no sería a aquellas alturas sino un mal recuerdo. Sin embargo, no disponía del tiempo necesario. No podría resistir un asalto de los titanes y estaba obligado a dedicar su magia a la nave, y no a sí mismo.

El perro se instaló a su lado. Haplo acarició el hocico del animal, rascándole las quijadas. El perro se tumbó de costado, pidiéndole más caricias. Haplo le dio unas palmaditas en el flanco.

—¿Preparado para volver ahí arriba?.

El perro rodó sobre el lomo, se incorporó y se sacudió.

—Sí, yo también. —Haplo echó la cabeza hacia atrás, entrecerrando los ojos para no deslumbrarse. El humo de los incendios de la ciudad élfica le impidió ver las estrellas. —
¡...robarnos los ojos! ¡Cegarnos a la luz brillante y resplandeciente!

Bien, ¿por qué no? Tenía sentido. Si los sartán...

El perro lanzó un ronco gruñido. Haplo, cauto y alerta, miró rápidamente hacia la casa. Todos seguían dentro; los había visto entrar al regresar de la jungla. Lo había sorprendido un poco que no hubieran acudido a la nave. Lo primero que había hecho él al llegar al
Ala de Dragón
había sido reforzar la barrera mágica que la protegía. Sin embargo, cuando había mandado al perro como espía, había descubierto que el grupo estaba haciendo lo que él debería haber supuesto: discutir acaloradamente entre ellos.

Y, ahora que el perro había llamado su atención al respecto, el patryn captó unas voces airadas y estridentes que se alzaban llenas de rabia y frustración.

—Mensch. Son todos iguales. Deberían alegrarse de recibir un líder fuerte, como mi Señor. Alguien que imponga la paz, que ponga orden en sus vidas. Siempre, claro está, que quede alguno de ellos en este mundo cuando mi Señor llegue. —Encogiéndose de hombros, Haplo se puso en pie y se encaminó al puente.

El perro lanzó un ladrido de advertencia. Haplo volvió la cabeza. Más allá de la casa, la jungla se estaba moviendo.

Calandra subió a su despacho hecha una furia, dio un portazo y cerró con llave. Sacó el libro de contabilidad de un cajón, se sentó rígidamente en su silla de respaldo recto y empezó a repasar las cifras de ventas del ciclo anterior.

No había modo de razonar con Paithan, absolutamente ninguno. Había invitado a unos extraños a la casa, incluso a los esclavos humanos, diciéndoles que podían refugiarse en ella. Había dicho a la cocinera que se trajera a su familia de la ciudad. Los había puesto a todos en un estado de pánico con sus historias horripilantes. La cocinera era presa de una terrible agitación. ¡Aquella noche no iba a haber cena! A Calandra le apenaba decirlo, pero resultaba evidente que su hermano era presa de la misma locura que afectaba a su pobre padre.

—He soportado a padre todos estos años —le gritó Calandra al tintero—. He soportado que casi nos quemara la casa con nosotros dentro, he soportado la vergüenza y la humillación... Al fin y al cabo, es mi padre y se lo debo. ¡Pero a ti no te debo nada, Paithan! Tendrás tu parte de la herencia, y eso es todo. Tómala, coge a esa fulana humana y al resto de tus zarrapastrosos seguidores e intenta abrirte camino en el mundo. ¡Seguro que vuelves! ¡De rodillas!.

Fuera, ladró un perro. El ladrido sonó claro y alarmante. Calandra derramó una gota de tinta sobre una hoja del libro mayor. Le llegó del piso inferior una explosión de gritos, exclamaciones y ruidos. ¡Cómo esperaban que pudiera trabajar, con aquel estruendo! Agarró con furia el secante y lo aplicó sobre el papel, empapando la tinta. La mancha no había emborronado las cantidades y Calandra aún podía leerlas: unas cifras limpias, precisas, desfilando en ordenadas hileras, calculando, haciendo la suma de su vida.

Dejó la pluma en el escritorio con cuidado y se dirigió a la ventana, dispuesta a cerrarla de un golpe. Cuando miró afuera, contuvo la respiración. Parecía que los propios árboles estaban arrastrándose hacia la casa.

Se frotó los ojos, cerrándolos y masajeándose los párpados con las yemas de los dedos. A veces, cuando trabajaba en exceso durante demasiado tiempo, los números le bailaban ante los ojos. Estaba trastornada, eso era todo. Paithan la había trastornado. Estaba viendo visiones y, cuando abriera de nuevo los ojos, todo volvería a estar como siempre.

Calandra abrió los ojos. Los árboles ya no parecían moverse. Lo que vio fue el avance de un ejército horrible.

Unas pisadas sonaron en la escalera y avanzaron por el pasillo. Un puño empezó a golpear la puerta y se oyó la voz de Paithan, gritando:

—¡Calandra! ¡Ya vienen! ¡Por favor, Cal! ¡Es preciso evacuar la casa enseguida!.

—¿Marcharse? ¿Para ir adonde?.

La voz ansiosa y nostálgica de su padre se coló por el ojo de la cerradura:

—¡Querida! ¡Vamos a volar a las estrellas!.

Los gritos procedentes de abajo ahogaron sus siguientes palabras y, cuando Calandra volvió a oírlo, le pareció entender algo referente a «su madre».

—Vuelve abajo, padre. Yo hablaré con ella. ¡Calandra! —Paithan golpeó de nuevo la puerta—. ¡Calandra!.

Ella siguió mirando por la ventana con una especie de fascinación hipnótica. Los monstruos no parecían muy dispuestos a aventurarse en la amplia extensión de musgo verde y cuidado del jardín y seguían en las lindes del bosque, sin salir a terreno descubierto. De vez en cuando, alguno de los seres gigantescos alzaba su cabeza sin ojos y olfateaba el aire con evidentes muestras de que no le gustaba mucho lo que olía.

Un potente golpe sacudió la puerta. Paithan intentaba echarla abajo, empresa difícil porque Calandra solía contar el dinero en aquella estancia y la puerta era resistente, especialmente diseñada y reforzada.

La elfa oyó a su hermano suplicando que abriera, que fuera con ellos, que escapara. Una oleada de calor inhabitual en ella recorrió a Calandra. Paithan se preocupaba por ella. Se preocupaba de veras.

—Tal vez no he fracasado después de todo, madre —murmuró. Apretó la mejilla contra el frío cristal y contempló la extensión de musgo y el espantoso ejército que aguardaba en sus inmediaciones.

Los golpes a la puerta no cejaron. Paithan se haría daño en el hombro, si seguía. Calandra se dijo que sería mejor poner fin a aquello. Tras dar unos pasos tensos y rígidos, alzó la mano y corrió el pestillo, cerrándolo con decisión. El sonido se escuchó claramente al otro lado de la puerta y fue seguido de un desconcertado silencio.

—Estoy ocupada, Paithan —dijo Calandra con voz firme, hablando a su hermano como lo hacía cuando era un niño y se acercaba a pedirle que jugara con él—. Tengo trabajo. Vete y déjame en paz.

—¡Calandra! ¡Mira por la ventana!.

¿Por quién la tomaba? ¿Por una estúpida?.

—Ya he mirado, Paithan —respondió con voz calmada—. Y me has hecho equivocarme en las sumas. ¡Largaos todos a donde os parezca y dejadme en paz!.

Cal casi pudo ver la expresión del rostro de su hermano, la mueca de dolor y perplejidad. Era la misma expresión que había mostrado el día en que lo habían devuelto a casa tras el viaje con su abuelo. El día del funeral de Elithenia.

Madre se ha ido, Paithan. Y nunca más regresará.

Los gritos procedentes del piso inferior aumentaron de tono. Al otro lado de la puerta se oyó un arrastrar de pies. Otro de los malos hábitos de Paithan, pensó Calandra. Casi podía verlo, con la cabeza hundida, mirando al suelo y dando puntapiés al zócalo, malhumorado.

—Adiós, Cal —dijo el elfo con un hilillo de voz apenas audible bajo el zumbido de las palas del ventilador—. Creo que comprendo...

Probablemente no era cierto, pero no importaba. Adiós, Paithan, le respondió en silencio, apoyando suavemente en la puerta sus manos manchadas de tinta y encallecidas por el trabajo como si acariciara la fina piel de la mejilla de un niño. Cuida de padre... y de Thea.

Oyó unas pisadas que se alejaban rápidamente por el pasillo.

Calandra se secó las lágrimas. Volvió a la ventana, la cerró de un golpe y regresó a la silla del escritorio, donde tomó asiento con la espalda erguida y rígida. Tomó la pluma, la mojó en el tintero con gesto cuidadoso y preciso, e inclinó la cabeza sobre el libro de contabilidad.

—Se han detenido —dijo Haplo al perro mientras observaba los movimientos de los titanes, que no se decidían a salir de la jungla—. Me pregunto por qué lo harán...

El suelo vibró bajo sus pies y el patryn tuvo la respuesta.

—El dragón del hechicero... —se dijo—. Deben de haberlo olfateado. Ven, perro. Salgamos de aquí antes de que esos gigantes se decidan y comprendan que son demasiados para tener miedo.

Haplo casi había alcanzado el puente cuando bajó la vista y descubrió que estaba hablando solo.

—¡Perro! ¡Maldita sea! ¿Dónde...?.

El patryn volvió la cabeza y distinguió al animal en el momento de saltar de la cubierta de la nave al suelo de musgo.

—¡Perro, maldita sea! —Haplo corrió de nuevo a cubierta y se asomó por la borda de la nave. El animal estaba justo debajo de él, vuelto hacia la casa. Con las patas tiesas y el pelaje erizado, ladraba y ladraba sin cesar—. ¡Está bien, ya les has avisado! ¡Ya has advertido a todo el mundo en tres reinos a la redonda! ¡Ahora, vuelve aquí arriba!.

El perro no hizo caso; tal vez ni siquiera lo oía debido a sus propios ladridos. Mascullando una nueva maldición, con la atención dividida entre la casa y los monstruos que aún acechaban en la jungla, Haplo saltó al musgo.

—Vamos, muchacho. No queremos compañía...

Alargó la mano con la intención de agarrar al animal por el pelaje del cuello. El can no volvió la cabeza, ni lo miró en ningún instante. Sin embargo, tan pronto como Haplo se acercó, dio un salto hacia adelante y salió a escape por el jardín, galopando hacia la casa.

—¡Perro! ¡Vuelve aquí! ¡Perro! ¡Te voy a dejar! ¿Me oyes? —Haplo dio un paso hacia la nave—. ¡Perro estúpido y pulgoso...! ¡Oh, diablos!.

El patryn echó a correr por el jardín tras el animal.

—¡El perro está ladrando! —Gritó Zifnab—. ¡Corred! ¡Huid! ¡Fuego! ¡Hambre! ¡Volar!.

Nadie se movió, salvo Aleatha, que volvió la cabeza con una mirada de aburrimiento.

—¿Dónde está Calandra?.

Paithan evitó los ojos de su hermana.

—No viene —anunció.

—Entonces, yo tampoco voy. De todos modos, era una idea estúpida. Esperaré aquí a que vuelva mi prometido.

Dando la espalda a la ventana, Aleatha avanzó hasta el espejo y estudió sus cabellos, la ropa y los complementos. Llevaba su vestido más fino y las joyas que había recibido en herencia de su madre. El peinado, muy artístico, le sentaba estupendamente. La imagen del espejo le permitió constatar que nunca había tenido un aspecto tan atractivo.

—No entiendo cómo no ha llegado todavía. Mi prometido no se retrasa nunca.

—¡No ha llegado porque está muerto, Thea! —Le respondió Paithan, desgarrado, como si el miedo y la pena lo dejaran ardiendo en carne viva—. ¿No lo puedes entender?.

—¡Y nosotros vamos a ser los siguientes, a menos que abordemos la nave! —Roland señaló hacia el exterior—. ¡No sé qué detiene a esos titanes, pero estoy seguro de que no tardarán en avanzar!.

Paithan miró a su alrededor. Diez humanos, esclavos que habían desafiado al dragón por quedarse con los Quindiniar y sus familias, se habían refugiado en la casa. La cocinera sollozaba en un rincón, histérica. Numerosos adultos y varios humanos a medio crecer —tal vez hijos de la cocinera, aunque Paithan no estaba seguro— estaban congregados en torno a ella. Todos miraban a Paithan esperando que les dijera qué hacer. Paithan evitó sus miradas.

—¡Seguid! ¡Corred a la nave! —gritó Roland en humano, acompañando sus palabras con grandes gestos.

Los esclavos no necesitaron que les dieran prisas. Los hombres cogieron a los niños, las mujeres se subieron las faldas y todos salieron por la puerta a la carrera. Los elfos no entendieron las palabras de Roland, pero sí la expresión de su rostro. Sosteniendo a la llorosa cocinera, la condujeron hasta la puerta y echaron a correr tras los humanos, cruzando el extenso jardín y ascendiendo la leve cuesta en cuyo alto estaba varada el
Ala de Dragón.

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