Read La estrella escarlata Online
Authors: Leigh Brackett
Uno de ellos observó que Stark había recuperado el conocimiento. Se acercó y le miró con siniestro placer. Era el músico. Stark vio la flauta bajo las heterodoxas vestiduras.
—¿Por qué? —preguntó Stark.
—Nos dijeron cómo eras y que te buscásemos. Prometieron pagarnos. No lo habríamos hecho gratis.
Las contraídas pupilas de sus ojos sólo reflejaban odio.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Stark.
—Las estrellas son sagradas —dijo el flautista—. Son los ojos de la Diosa. Cuando nuestras almas vuelan hacia los ojos brillantes las ven y los brazos de la Diosa se abren para recibirnos. Queréis violar las estrellas y arrebatarnos la alegría.
Con cansancio, Stark concluyó:
—Creo que no lo entendéis.
Normalmente, sería tolerante con las costumbres tribales; pero no sentía ninguna simpatía por Los Que Viven Fuera.
—Las estrellas ya han sido alcanzadas. Son sólo soles, como el que tienes por encima de la cabeza. Hay mundos que giran a su alrededor, como el que tienes bajo los pies. Y hay hombres que viven en esos mundos. Nunca han oído hablar de vosotros, ni de vuestra estúpida Diosa. Los navíos estelares vuelan entre esos mundos. Todo eso está ocurriendo en este mismo instante... no podéis hacer nada para impedirlo.
El músico no llevaba otra cosa que la flauta. Una mano increíblemente rápida rebuscó entre sus vestiduras: garfios acerados se levantaron, dispuestos a descargar un golpe mortal; Stark tuvo el tiempo justo para pensar que era mejor callarse. Luego, un puño peludo agarró el brazo descarnado del músico; un oficial thyrano, con un collarín de hierro alrededor del cuello, dijo con buen humor:
—¿La bajas o te rompo el brazo?
El músico aflojó los dedos y las garras chirriaron en la piedra.
—Es mejor estar vivo —dijo el thyrano soltándole. Se limpió la mano en las calzas—. Vete, basura.
El músico recogió las garras y obedeció. Los Que Viven Fuera salieron en fila por la puerta, lanzando a los cautivos miradas burlonas y llenas de odio. Súbitamente, Stark se incorporó y miró a su alrededor.
—Veo a vuestros muertos —le dijo al thyrano—. No veo a los nuestros.
—No te preocupes. Los Que Viven Fuera les enterrarán... en sus estómagos.
El thyrano le miró con atención.
—Nos costó trabajo evitar que te mataran.
—¿Por qué?
—Era la orden. Muerto si era necesario; vivo, de ser posible, con doble recompensa. Lo mismo para la mujer y para ese hombre. En cuanto a los demás... —Se encogió de hombros—. Podrían haber muerto.
Halk abrió los ojos.
—Breca era mi compañera. Los hombres, mis camaradas. Era justo; os atacamos. Pero entregárselos a esa chusma como si...
No pudo acabar. La rabia le sofocaba. De un modo increíble, se puso en pie, buscando la garganta del thyrano con las manos atadas. La herida le traicionó. Cayó, miró a Stark fijamente con ojos medio ciegos y llenos de un odio mortal.
—¡Profecías! —exclamó Halk. Un terrible estremecimiento recorrió su cuerpo y se desvaneció.
Stark lamentó no haber dejado que Halk y los demás durmieran el sueño de la Diosa en los carros de Amnir.
Hargoth y los sacerdotes le observaban y su mirada resultaba insoportable, aunque reconocía que nunca les pidió que confiasen en él. Le preguntó al thyrano:
—¿Quiénes os dieron las órdenes y qué es lo que nos espera?
—Pronto lo sabrás —sonrió el thyrano—. Esperamos refuerzos de la ciudad para que se queden de guardia en el puesto mientras nosotros nos vamos con vosotros y los heridos. Nos has costado muchos hombres.
En el muro había una segunda puerta, frente a la que usaron para marchar Los Que Viven Fuera. En aquella pared se apostaban dos soldados que vigilaban los alrededores. El thyrano les miró y se echó a reír.
—Querías que esa canalla te enseñase el camino de Thyra. No podrás. Vigilamos cada pista, cada paso. Ni un soplo de viento puede escapar. Si no fuera así, cualquier loco podría llegar y robarnos nuestros tesoros. —Dio una patada a Stark y miró la sangre seca. Dándose la vuelta, se dirigió a Hargoth—. No creo que venga de las estrellas. Es de carne, como nosotros. Y no muy buena si pensamos que se alió con los Gusanos Grises. ¡Qué grupo más adorable para irse a volar por el cielo!
Su ancho rostro brillaba de estupidez satisfecha y sublime. Stark le odió.
—¿No te sientes curioso? Hay un millón de mundos en el espacio con más maravillas de las que podría contarte en un millón de años, ¿no quieres preguntar nada?
El thyrano encogió los hombros cubiertos de hierro.
—¿Qué me importa? ¿Qué podría tener que no tenga en Thyra?
Se alejó.
—Bien —confesó Stark—, no puedo contestarte a eso.
Con infinito cansancio, se apoyó en la pared.
—¿Qué dices ahora, Mujer Sabia?
Hargoth no le dio tiempo a responder.
—Había que ir al sur. ¡Al sur! Donde están los navíos.
—El Hijo de la Primavera señaló al norte.
—Un falso augurio. Un castigo. Por tu deseo de esta mujer has robado la ofrenda del Viejo Sol. Y nos ha enviado una maldición en lugar de una bendición.
Los ocho sacerdotes asintieron con solemnidad. Nueve pares de ojos enfurecidos le atravesaron.
—No eres el Hombre Prometido.
—Nunca pretendí serlo —respondió Stark—. ¿Por la cólera que sentís hacia mí no empleasteis la magia para ayudarnos?
—La Diosa no nos concede el poder como si fuera un rayo. La magia es lenta. Nos faltó tiempo.
—Ahora tenéis mucho.
Impaciente, Hargoth continuó:
—¿Cómo observar el ritual? ¿Cómo ponernos en pie y pensar en lo que tenemos que pensar? Sabes muy pocas cosas de la brujería.
Stark sabía lo suficiente como para no contar con ella. No siguió con la charla.
—Ten fe —le dijo Gerrith en voz baja.
—¿Fe? —repitió Stark—. ¿Nos ofrecerá otro milagro venido de ninguna parte?
Los guardias del muro gritaron. Stark escuchó a lo lejos los tambores que marcaban el paso de una comitiva. Los refuerzos no tardaron en llegar. El puesto cambió de manos. Los soldados que se marchaban, formaron. Levantaron las camillas. Sin miramientos, pusieron en pie a los cautivos.
Halk recobró el conocimiento. Cayó en dos ocasiones, pero una bota thyrana le hizo levantarse. Stark alzó las manos atadas y empujó al soldado forrado de hierro contra el muro.
—Necesita una camilla —gritó Stark—. Y no saques la espada. Valgo dos veces más si estoy vivo; tus oficiales no sabrán recompensarte por lo mucho que les harías perder.
Medio desenvainada, la hoja dudó. El oficial del collarín de hierro se acercó.
—Envaina —le ordenó al soldado.
Golpeó a Stark en la cara con el dorso de la mano.
—Presumes mucho de tu valor.
—Necesita una camilla —repitió Stark.
Jurando que no, Halk intentó levantarse y volvió a caer. El oficial llamó a los camilleros.
—¡Ahora, adelante!
Empujó a Stark a la fila.
Los tambores volvieron a emitir su seguro sonido. La compañía salió del fortín.
Al lado del puesto de guardia, la ruta pasaba bajo el flanco de una cresta que impedía ver lo que hubiera más allá. Luego, tras un recodo, el paisaje era espectacular.
Las Llamas Brujas se alzaban en el cielo, reflejando la insana luz del Viejo Sol. A sus pies, cubriendo una parte de las colinas, extendiéndose por un ancho valle, se veía una ciudad en ruinas.
Debió ser, consideró Stark, una fortaleza en los tiempos en que guerreros y caravanas cruzaban las Llamas Brujas, un enclave entre los picos. Luego se convertiría en ciudad, luego en metrópolis; y al fin, moriría en silencio y sería un cadáver aplastado por el viento, el hielo y el tiempo interminable. Su forma original ya no existía: bajo las montañas, apenas restaba una inmensa masa oscura y llena de barro.
De alguna parte, llegaron los thyranos, tiempo después. Los hombres de Strayer, el Pueblo del Martillo. Entonces, la ciudad reencontró la vida. En la luz rojiza del día, la guardiana del paso parecía observar las puertas del infierno. A su alrededor, en los flancos deformes y las ruinas, se alzaban humaredas de las que brotaban rayos rojos y palpitantes.
—Las forjas nunca se apagan —explicó el oficial thyrano—. Todos somos herreros, todos somos soldados. Trabajamos y vigilamos, como nos enseñó Strayer.
Una existencia muy poco atractiva. Pero Stark evitó decirlo. Su boca, por dentro, todavía sangraba.
Dos horas de marcha les condujeron a la nueva ciudad.
Carecía de belleza. Algunas de las casas eran subterráneas; otras sólo en parte. Ciertas moradas, construidas con piedras y ruinas llevadas de la antigua ciudad, eran bajas, rechonchas, con muy pocas ventanas para poder defenderse mejor del frío.
Una desordenada red de callejas heladas pasaba entre los recintos. Se veían establos para los animales. Junto a los establos, un grupo de hombres hirsutos que conducían un rebaño de bestias se apartó para dejar paso a los soldados. Sus rostros mugrientos contemplaron a los cautivos. Las bestias llevaban pesados fardos de líquenes secos.
Había mucho humo. El pesado sonido de los martillos recordaba el latido de inmensos corazones. Enormes pilas de ferralla se alzaban en ciertos lugares. Por encima de todo se erguía la ciudad vieja, una revuelta montaña que ocultaba parcialmente las Llamas Brujas. Durante siglos, los thyranos habían horadado la montaña, abriendo cavernas profundas entre las ruinas. Stark pensó en una comunidad de ratas viviendo en el mayor almacén de desechos metálicos del mundo. Si los thyranos pudieran recuperar una pequeña parte de las innumerables toneladas de metal enterradas en aquel depósito, podrían dedicarse a sus trabajos de forja durante un milenio.
La tropa penetró en lo que, evidentemente, era la calle mayor; mucho más ancha que las callejas adyacentes, y casi recta.
Los tambores resonaron con mayor viveza; el paso de los hombres pareció más marcial. La gente corría para verles pasar. Eran casi todos pesados y rechonchos; aunque algunos individuos de siluetas y aspecto diferente testimoniaban los aportes de sangre exterior. Las mujeres no resultaban más atractivas que los hombres. Stark no tenía ni idea de la apariencia física de las mujeres de las Torres, pero no podían ser más feas que las thyranas. La población congestionaba a los soldados, apretujándose para ver mejor a los prisioneros. Los niños, vestidos con pieles, les insultaban y les tiraban piedras.
Los soldados rechazaron a los curiosos con simpatía y una fuerza capaz de romperles los huesos. El ritmo de los tambores siguió in crescendo. El grupo armado y los presos siguieron andando por la recta calle hasta la Casa de Hierro.
Las oscuras paredes de la Casa de Hierro relucían tan pulidas como un escudo. El techo metálico brillaba bajo los rojos rayos del Viejo Sol. Doce hombres montaban guardia ante las macizas puertas de hierro marcadas con el signo del Martillo. La casa era rectangular y mediría unos treinta metros de largo por quince de ancho; estaba orienta de norte a sur. En el extremo norte, se veían ampliaciones más bajas, construidas con piedras de las ruinas.
Los tambores redoblaron. Las pesadas puertas se abrieron. Entraron en una gran sala.
Había hogueras ardiendo en unos fosos, liberando calor y humo. En el extremo de la sala se encontraba una plataforma, con un trono y varios lugares de honor. El trono era de hierro, pesado, cuadrado, sin gracia y sin ornamentos. Un hombre con un pectoral de hierro estaba sentado en él; también era fuerte, cuadrado, sin gracia. El pectoral también tenía forma de martillo.
En los asientos de honor había otros hombres. Sin sorpresa alguna, Stark vio que el que se sentaba a la derecha del trono no era otro que Gelmar de Skeg.
Los hombres penetraron en la sala siguiendo a los soldados. Los más importantes se abrieron paso hasta ocupar un puesto en el podio o justo a sus pies, según el rango. Los demás fueron llenando la sala. Las mujeres se quedaron fuera; los muchachos que se colaron fueron, literalmente, echados a patadas. Las puertas de hierro resonaron al cerrarse. Como obedeciendo a una señal, los presentes aullaron:
—¡Strayer! ¡Strayer y los hornos!
Machacando el suelo con el pie, golpeando las armas, gritaron nuevamente:
—¡Strayer!
Tras el grito ritual, se hizo el silencio, entrecortado por respiraciones pesadas, toses y susurros. El aire lleno de humo se cargó de cierto hedor a calor, sudor, lana, paño y cuero.
Un espacio libre quedó abierto alrededor de los soldados. El oficial desenvainó la hoja y saludó a la guardia.
—Los cautivos, Señor del Hierro.
El Señor del Hierro portaba una toga púrpura, finamente tejida, la tela debía provenir del sur, una de las muchas mercancías de los carros de Amnir; los tejidos de la zona eran burdos y sin teñir. Inclinó la cabeza gris y la hoja volvió a la funda.
El Señor del Hierro se volvió hacia Gelmar.
—¿Eran ésos a los que tanto deseabas?
Gelmar se levantó y descendió de la plataforma. Su túnica era rojo oscuro, como en Skeg, y llevaba la vara de su rango. Avanzó sin prisa, mirando a Stark con fría deliberación. Sobre el estrado se encontraban tres Heraldos de rango inferior, vestidos de verde. Uno de ellos, en el asiento al lado de Gelmar, mostraba en el rostro una profunda cicatriz que le cruzaba desde la frente a la mandíbula. La herida le dejó medio ciego. Aunque cerrada, parecía muy reciente. Aquel hombre se inclinaba hacia adelante como una bestia lista para saltar.
Gelmar clavó la vista en la de Stark, que no leyó el triunfo que esperaba encontrar, sino una ferocidad helada y terrible.
—Conozco a este hombre —respondió Gelmar—. En cuanto a los otros...
Hizo un gesto hacia el herido.
—¿Vasth?
Vasth descendió y estudió el rostro de Gerrith.
—Había dos mujeres —dijo el oficial thyrano—. Una luchó como un hombre. Escudera, nos dijeron. Los Meridionales desafían toda moralidad permitiendo que las mujeres manejen la espada. Nos vimos obligados a matarla.
—Poco importa —replicó Vasth—. Esta mujer es Gerrith, hija de Gerrith. Y el hombre... —Se volvió hacia Halk, tendido en las parihuelas—. Es Halk, un rebelde, un asesino de Heraldos. Me acuerdo de él. —Se pasó un dedo por la cicatriz—. A él se la debo.
—Una lástima que mi mano no tuviera más fuerza —le contestó Halk. El viaje le había resultado muy penoso—. ¿Qué ha sido de Irnan?