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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (20 page)

BOOK: La estrella escarlata
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El tumulto de la sala se intensificó; los asistentes se abrían paso hacia la puerta. Alumnos y acólitos salieron de las alcobas por el corredor. Stark se inclinó sobre Gerrith. La mujer le golpeó con violencia.

—¡Vete! Te doy esta oportunidad. ¿Vas a malgastarla?

Stark titubeó. Sólo, quizá lo conseguiría. Con Gerrith, nunca. La besó apresuradamente.

—Si vivo... Yo... —musitó.

La dejó y echó a correr. Descendió por el pasillo; inmenso, peligroso, blandiendo las cadenas. Los cuerpos cubiertos de blanco pelaje se apartaban de su paso o eran arrojados a un lado. Aquellos futuros adivinos eran jóvenes, sus maestros viejos y todos estaban desacostumbrados al combate. Stark les barrió como un viento de tormenta que dobla los campos de trigo.

Tras él escuchó otros gritos, otras órdenes. Kell de Marg y Gelmar salieron del brasero. Mirando a sus espaldas, vio que le perseguían dos guardias. Las manos encadenadas nada podrían contra sus espadas.

Se metió a toda prisa por un corredor lateral. Los peldaños tallados en la roca le condujeron a otro pasillo, más polvoriento, más débilmente iluminado. Siguió recorriendo un laberinto de cámaras, túneles, escaleras; las habitaciones estaban llenas de objetos, los cruces desiertos y cada vez menos iluminados.

Al fin se detuvo y prestó oído. No oyó otra cosa que los latidos de su propio corazón. Por el momento, al menos, no le seguían. Tomó una lámpara de un nicho en la pared y se hundió en la Morada de la Madre.

24

Los Hijos debieron ocupar innumerables generaciones royendo las entrañas de las Llamas Brujas. También debieron ser muchísimos más que en aquel tiempo. Stark recordó las palabras de Hargoth sobre la necesidad de sangre fresca. Los Hijos tenían prohibido cualquier cruce, tanto por decisión propia como por la alteración de sus genes. Como mutantes artificiales, no podrían cruzarse con los seres humanos. Los Hijos de Nuestra Madre el Mar, sin duda, también estaban lejos de aquella fuente; pero no podía estar seguro.

El silencio era apremiante. Un silencio secular, pesado como polvo. Sin embargo, el aire resultaba respirable. Los Hijos velaban para que la ventilación fuese suficiente. Su talento como ingenieros era algo seguro. Sin duda, habían sido inseminados en su propia estirpe. Sabían emplear la piedra. El laberinto de cavernas y pasadizos parecía capaz de perdurar tanto tiempo como las Llamas Brujas.

Salvo por la lámpara que portaba Stark, la oscuridad era total.

Se desplazaba a ciegas, luchando contra un pánico demoledor. La Morada de la Madre era una soberbia tumba. Quizá, ni siquiera encontrasen su cadáver.

Pero ante todo, la curiosidad tanto como la necesidad le obligaron a detenerse para ver los objetos que colmaban las salas.

Se encontraba en un museo.

¿Qué es lo que dijo Kell de Marg? «Estudiamos el pasado. Somos historiadores». Debían haber saqueado las ciudades muertas o agonizantes del norte. Quizá incluso antes de que quedasen abandonadas por las poblaciones que huyeron hacia el sur durante la Gran Migración, los Hijos empezaron su labor de coleccionismo. Objetos artísticos, estatuas, cuadros, joyas, instrumentos musicales, ropas, vasos, jarras, máquinas, juguetes, herramientas, libros, utensilios de madera, metal o plástico... todo lo que podía ser transportado, intacto o en piezas, a través de los corredores fue reunido para llevarlo a través de las cavernas. La historia, la tecnología, las artes y las ideas de una civilización desaparecida sobrevivían en aquellas profundas cavernas para el placer y la manía de una raza agonizante.

Buscaba dos cosas: un arma y algo con lo que quitarse los grilletes. Armas, las había por doquier. Inútiles en su mayoría sin la tecnología que las hizo posibles. La temperatura sin cambios y la humedad habían conservado admirablemente casi todos los objetos, pero un cierto deterioro resultaba inevitable. Acabó por encontrar un sólido cuchillo que se pasó por el cinturón.

Las herramientas fueron más fáciles de encontrar. Martillo y cincel eran resistentes; pero no podía romper los grilletes él solo. Se pasó el cincel por el cinturón, junto al cuchillo, y se llevó el mazo que, como arma, no era nada desdeñable. Pero no había nadie que pudiera usarlo.

Ni tampoco encontraba agua. Ni alimentos. La sed se convirtió en un problema, seguido de cerca por el hambre. Estaba acostumbrado a las dos cosas y conocía los límites de su resistencia. Le llevaría tiempo morir. Dejó de hacerse reproches sobre Gerrith.

Esperaba encontrar otra lámpara, pero las que había llevaban mucho tiempo sin ser atendidas y el aceite que tenían se había evaporado mucho antes. El nivel de la suya disminuía lenta pero inexorablemente.

En el momento en que pasó ante la boca de un estrecho túnel, una fuerte corriente de aire apagó la luz.

El aire era puro y frío. Stark penetró en el túnel, a ciegas totalmente. Tras un tiempo, vio un brillo ante él. La luz del día atravesaba alguna abertura al extremo del túnel. Una loca esperanza hizo correr a Stark.

Antaño, los centinelas se apostarían allí, vigilando el turbulento norte. O quizá los Hijos decidieron tallarlo tras terminar el museo, para volver a ver el sol y las estrellas a las que habían renunciado. Ya sólo quedaba una orgullosa soledad. El minúsculo balcón apenas era un nicho tallado en la cara norte de las Llamas Brujas. Un nicho demasiado alto y abrupto para que pensara en salir por él.

Stark vio un inmenso y terrible panorama blanco. A los pies de las Llamas, se alzaba una llanura desnuda cubierta por las cicatrices de la erosión. El viento la barría ferozmente, dando nacimiento a demonios de la nieve que giraban y bailaban. Algunos eran extraños; no eran demonios de la nieve, sino pilares de vapor que emergían del suelo y quedaban desgarrados por el viento.

Una región termal. Excitado, Stark recordó que Hargoth habló de las brumas mágicas que rodeaban la Ciudadela. Más allá de la llanura, vio una lejana cadena de montañas, más altas y crueles que las Llamas Brujas. Al nordeste, contra el flanco de las montañas, bullían enormes nubes blancas.

Desde el alto y saliente mirador, Stark vio todo aquello y emitió un juramento. También divisó, volviendo la cabeza, una fila de siluetas minúsculas que avanzaba por la blanca inmensidad abandonando las Llamas Brujas. Gelmar se dirigía a la Ciudadela.

Desanimado, Stark salió del observatorio. Dando la espalda al día, se dirigió hacia las tinieblas, rogando para encontrar una escalera que condujera al nivel del suelo. Desde el principio, intentaba llegar hasta allí y le aterraba encontrarse a tanta altitud. En aquellas tinieblas, estaría pasando junto a escaleras de bajada constantemente.

El hambre y la sed se hicieron más apremiantes. Tuvo que detenerse para dormir; lo hizo como un animal, breve pero totalmente relajado. Cuando despertaba, volvía a ponerse en marcha, y cada nervio, cada sentido, atisbaba el menor signo que pudiera guiarle hacia la vida.

Se deslizó y tropezó durante kilómetros, golpeándose con las reliquias amontonadas por las salas, rodando por innumerables escaleras, cuando un sonido infinitamente tenue llegó a sus oídos.

Primero, creyó que era la fatiga, o el murmullo de su propia sangre. Luego, dejó de oírlo. Acababa de descender una escalera. A cada lado percibía las esculturas de un muro. El corredor seguía y el sonido debía provenir de él. Avanzó con pasos de lobo, deteniéndose a menudo para aguantar la respiración y escuchar.

El sonido reapareció. Claro. Música. En aquellas catacumbas milenarias y polvorientas, llenas de sombras, alguien interpretaba música. Una música muy curiosa, átona, vibrante, como un gorjeo. Stark nunca escuchó antes una melodía tan hermosa.

La música se detuvo otras dos veces, como si el intérprete, irritado, hubiera marcado una nota equivocada. Luego, volvía.

Stark vio una luz y se acercó a ella en silencio.

Una puerta esculpida, abierta, daba a una habitación bien iluminada por varias lámparas. Uno de los Hijos, un viejo de piel seca y huesos prominentes, se inclinaba sobre un instrumento de cuerda de raro aspecto. Junto a él se veía una antigua mesa cubierta de viejos libros y pergaminos. También se observaba un plato lleno de comida y una jarra de piedra. Las manos del viejo acariciaban las cuerdas como si se tratase de la cara de un niño.

Stark entró. El viejo alzó los ojos y el miedo se pintó en su cara.

—El demonio entra en la Morada de la Madre —exclamó—. Es el fin del mundo.

Cuidadosamente, apartó el instrumento.

—No tanto —repicó Stark—. Sólo quiero salir de la Morada de la Madre. ¿Hay alguna puerta que dé al norte?

Esperó. El viejo le observaba fijamente; ojos luminosos en un rostro apolillado, el pelo de la cabeza sin arreglar, un ser casi arrancado de algún lugar encantado.

—¿Hay una puerta que dé al norte?

—Sí, pero no puedo conducirte hasta ella.

—¿Por qué?

—Ahora me acuerdo. Me dijeron, nos lo dijeron a todos, que un enemigo, un ser de fuera, se encontraba en la Morada de la Madre. Debíamos estar atentos y dar la alerta si le veíamos.

—Viejo —continuó Stark—, no darás la alerta y me conducirás a la puerta norte.

Colocó las poderosas manos sobre el frágil instrumento.

El anciano se levantó. Con voz dulce, pero llena de angustia, dijo:

—Intento recrear la música de Tlavia, la Ciudad Reina del Alto Norte antes de la Gran Migración. Es el trabajo de mi vida. Es el único instrumento que queda de Tlavia. Los otros se perdieron en alguna parte de las cavernas. Si éste se destruyera...

—Su seguridad está en tus manos —le recordó Stark—. Haz lo que te ordeno.

El viejo reflexionó. Sus pensamientos eran casi visibles.

—Sea —concluyó—. Para conservar el instrumento.

Stark le tendió el martillo y el cincel y apoyó las muñecas en la antigua mesa de mármol. Parecía sólida. Stark lamentó el sacrilegio, pero no tenía elección.

El anciano era torpe; la mesa resultó considerablemente dañada, pero los grilletes terminaron por saltar. Stark se masajeó las muñecas. El hambre y la sed resultaban horribles. Bebió de la jarra de piedra. Un vino de sabor polvoriento. Hubiera preferido agua, pero aquello era mejor que nada. Se metió la comida en los bolsillos; comería en el camino. El anciano esperaba pacientemente. Había consentido en todo demasiado deprisa, demasiado tranquilamente. Stark se preguntó qué traición se ocultaría tras aquella docilidad.

—Vamos —dijo, levantando el instrumento.

El hombre tomó una lámpara y precedió a Stark por el corredor.

—¿Hay muchos investigadores solitarios como tú?

—Muchos. La Madre Skaith anima a los investigadores. Nos da paz y abundancia para que consagremos toda la vida a su obra. No somos tantos como antes, es verdad. En los viejos tiempos, un millar de los nuestros se dedicaba a la música; millares a la historia, a los libros antiguos, a las leyes. Y al catálogo. —Suspiró—. Pero es una vida agradable.

No tardaron en encontrarse de nuevo en zonas habitadas. La soledad del viejo no era tan apartada. Stark se asió firmemente a su gastado ropaje y sujetó el instrumento con la otra mano.

—Si alguien nos ve, viejo, la música de Tlavia morirá.

El anciano le guió hábilmente por el borde de los niveles ocupados, adelantando las cavernas de los tallistas y los orfebres, de los escultores y los picapedreros, las guarderías y las escuelas de los jóvenes, las extrañísimas granjas subterráneas donde fungosas cosechas maduraban en una acre y constante humedad. Aquellos niveles inferiores eran considerablemente más calientes. El viejo le explicó que la región termal se extendía por una parte de la Morada de la Madre. A ella le debían considerables ventajas, entre ellas, el agua caliente para los baños.

Stark aprendió muchas más cosas.

La pista nómada que seguían los Harsenyi se extendía por el paso de las Llamas Brujas a los puertos de las Montañas Crueles, la cadena montañosa que vio desde el mirador. Se encontraba en el lado oeste de la Llanura del Corazón del Mundo. Stark recordó los puntitos negros que delataron a la caravana de Gelmar. Los Harsenyi podían seguir la pista sin peligro, siempre y cuando no se salieran. Tenían una ciudad permanente entre los valles de las Montañas Crueles. Era lo más que se podían acercar a la Ciudadela. La llanura se llamaba del Corazón del Mundo porque la Ciudadela se alzaba en ella, o encima de ella. El viejo nunca pudo verla. Ni vio tampoco un Perro del Norte. Pensaba que los animales nunca se alejaban de la Ciudadela, a menos que fueran atraídos por algún intruso. Se decía que eran telépatas.

—Cazan en manada —le explicó el viejo—. El Perro Rey se llama Colmillos. Al menos, ése era su nombre. Quizá el rey de la jauría se llame siempre así. O quizá los Perros del Norte son inmortales.

«Como los Señores Protectores». Pensó Stark.

Bajo su mano, sintió una diferencia en el cuerpo del viejo. Tensión; la respiración era más viva, más rápida.

Estaban en un largo pasillo no muy bien iluminado y, por las evidencias, muy poco frecuentado. Ante ellos, Stark vio a la derecha la boca de otro corredor.

El viejo, de modo inocente, dijo:

—La puerta norte se encuentra allí, al final del corredor. Se usa muy raramente. Los Heraldos venían antaño más a menudo. Ahora, cuando llegan, lo hacen por la puerta oeste.

Extendió las manos para recoger el instrumento. Stark sonrió.

—Espera, aquí, viejo. Sin hacer ruido, sin decir nada.

Sin soltar el frágil instrumento, Stark se adelantó sin ruido hasta la boca del segundo corredor y echó un vistazo.

El pasillo conducía a una sala de guardia en cuyo extremo había una gran losa de piedra. Había guardias. Seis Hijos, jóvenes, machos, armados; muy aburridos, al parecer. Cuatro de ellos jugaban a algo en una mesa. Los otros dos les miraban.

El anciano huyó, sin preocuparse del precioso instrumento. Stark lo dejó en tierra, intacto.

Sacó el puñal y avanzó rápidamente por el pasadizo, echando los hombros hacia adelante, concentrado en la lápida de roca que le separaba de la libertad.

Los Hijos no necesitaron defenderse desde la Gran Migración. Carecían de la costumbre de combatir pues se encontraban muy bien en el vientre de la Madre. Stark estuvo sobre ellos antes casi de que percibieran su presencia. Saltaron para oponérsele, con los ojos desorbitados por una súbita oleada de miedo, buscando las armas. No creían que llegase hasta allí. Ni siquiera pensaron que intentaría matarlos. Seis contra uno...

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