La fábrica de hombres y otros relatos (3 page)

BOOK: La fábrica de hombres y otros relatos
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No conseguía quitarme a los niños de la cabeza. En fin, uno podría resignarse a que siempre fueran niños. Era una idea descabellada de este mejorador de hombres: igual que dar aguardiente a los perritos y a los jokeys para que se queden pequeños. Pero la falta de cualquier disposición moral, su risa y gracia infantil mecánicas, la carencia de cualquier tendencia educable, en una palabra, la no existencia de un fundamento moral que les permita preguntar «¿por qué?, ¿por qué razón?», y distinguir el mal y el bien era para mí, un protestante, algo insoportable. Pensando que no era posible ofender el alma mezquina del director, le solté sin rodeos:

—¿Entonces puede usted, señor director —comencé—, permitir de buena fe que estos niños, que vimos en la última sala, se degeneren totalmente?

—¡Ellos no degeneran —dijo muy tranquilo— mientras no caigan en las manos de una torpe criada!

—No me refería a esto —repliqué irritado—, quiero decir, si no se le ha ocurrido introducir una pizca de moral en los corazones de estas pobres criaturitas. Y ya que usted construye todo rígida y mecánicamente: ¿dónde les ha colocado el fundamento moral a los pequeños? ¿En la cabeza? ¿En el pecho?

—¡Ay, distinguido señor, esto es difícil; ese fundamento no se notaría! Aparte de que nos conformamos con lograr la fabricación de una raza cuyo aspecto exterior aparente hombres agradables y nobles.

—¡Hombres agradables y nobles! —repetí— ¡Como si esta fuera la meta que nos hemos propuesto! Hombres honrados y sinceros, ¿no sería esto mucho mejor? Pues mire usted, señor director, si hubiera actuado en esta dirección —hablaba muy agitado y gesticulaba continuamente con la mano derecha—, si hubiera creado hombres con impulsos más bien morales; una... ¿cómo expresarlo?, raza moral, que en base a un instinto implantado, artificial pero consolidado con los años, sólo supiera actuar moralmente; sí, en ese caso le respetaría; una raza que supiera exhibir su pureza y su moral en todas partes cuyos hermanos y hermanas de carne débil los tuvieran siempre como ejemplo luminoso ante sus ojos...

—¡Eso no se vendería lo más mínimo!

—No importa; el gobierno debería comprarlos cargo del Estado, como se compran y se exponen públicamente cuadros excelentes para que sean imitados. ¡Imagínese usted qué progreso para la formación ética de nuestro género humano, cuya moral actualmente ya deja de desear!

—¡Es usted un idealista! —observó el viejo secamente—. No consigo seguir su razonamiento. Veo el mundo tal como es; nos hemos conformado con imitar a los hombres tal como andan por el mundo actual. Le puedo asegurar que la tarea no ha sido fácil, nos hemos esmerado mucho y hemos invertido mucho dinero.

Este enfoque mercantil me hizo callar de nuevo. Me di cuenta del enorme abismo que nos separaba. Lo que quería este especulador con sus hombres era sobre todo sacar dinero. Todo lo demás era secundario. Y de nuevo caminamos en silencio durante un rato.

—Sólo hay una cosa que no entiendo —volví a tomar la palabra al cabo de un tiempo—; si quiere hacer hombres, debe tener conocimientos muy exactos de anatomía y psicología. Prometeo hizo hombres a partir de una especie de lodo elemental, pero fue Palas Atenea quien les insufló después el aliento vital. ¿Qué puede hacerle prescindir de la ayuda divina?

—Gracias a la química y a la física podemos pasar hoy en día de muchas cosas.

—De acuerdo, hemos llegado a un nivel sorprendente en el conocimiento de las leyes de la naturaleza, pero ¿cómo aplicarlas al cuerpo humano, regido por leyes muy distintas de las de la naturaleza caótica? Considere, por ejemplo, la profusión de sentimientos complicados que se agitan en un pecho humano, ¿cómo...?

—¡Los imitamos todos! —interrumpió rápidamente el hombrecito, que se había animado de nuevo.

—Pero ¿cómo? —repliqué—. ¿Cómo consigue usted por ejemplo las sensaciones estéticas, según las describen
Herbart o Lotze?

—¿Son hamburgueses? ¿O una empresa berlinesa?

—Ni son hamburgueses ni berlineses —dije furioso—: son filósofos alemanes, que han constatado para siempre las leyes fundamentales de la psicología, ¡fuera de las cuales cualquier sentimiento humano es inconcebible!

—Distinguido amigo, usted imagina la fabricación de hombres como algo demasiado difícil —respondió el viejo un poco avergonzado. .

—¡Demasiado difícil! —exclamé fuera de quicio por estas palabras triviales, y me detuve en medio del pasillo para obligar de este modo a mi acompañante a enfrentarse conmigo—. ¡Claro...! ¡Si usted quita al hombre sus bienes más preciosos: el pensamiento y las sensaciones!

—¿Acaso llevaban cabezas de yeso los niños que ha visto? —preguntó el viejo en un tono igualmente irritado.

—No, debo reconocer que me quedé impresionado por su autenticidad y vitalidad, pero...

—¿Cómo que «pero»? ¡No debe olvidar que una producción innovadora exige también la transformación de las condiciones de producción! Lo que sus señores
Lebert y Kotze
[1]
, o como se llamen, que tomaba al principio por una empresa de la competencia, han escrito en sus libros es posible que valga para el viejo género humano, ¡pero no para la raza de mi fábrica!

Esta objeción era, exceptuando la difamación de mis filósofos preferidos, aceptable. Me puse a reflexionar. Continuamos nuestro camino despacio y pensativos. A nuestra derecha rugían y ronroneaban todo tipo de máquinas y fuelles.

—Pero —comencé a hablar poco después—, y no es mi intención penetrar en el secreto de su fábrica, usted debe tener un determinado método, para que sus hombres puedan expresar los movimientos del alma.

—Los fijamos.

—¿Fijar?

—Sí, fijar.

—¿Qué quiere decir con fijar?

—Nos hemos esmerado para que una determinada sensación, dominante en mi hombre, se manifieste siempre en la misma dirección, tonalidad y matiz, para evitar la incómoda vacilación, la oscilación de deseos y aspiraciones, la indecisión...

—Pero usted, extraño fabricante... en eso reside el encanto de la vida humana, en que el impulso de nuestra voluntad sea el resultado de los más diversos motivos e inclinaciones; hoy así, mañana de la otra forma, y la observación del yo en esta lucha es justo lo que llamamos la vida.

—¡Pero eso causa cantidad de contrariedades! A la disminución de entusiasmo sigue el asco, al cese de placer la indiferencia, luego el asco...

—Bien, pero justo este cambio...

—Este cambio es la causa de nuestro actual desamparo; debemos llegar a la estabilidad.

—¡Pero así engendra usted una estirpe esclavizada, indigna de llamarse humana!

—¡Pero tiene mucho éxito! —dijo el viejo con sequedad, y se metió una toma de rapé.

—¿Éxito? ¿Con quién?

—¡Con nuestros clientes!

—¿Pero tiene usted compradores oficiales para su engendro?

—¿«Engendro»? ¡Señor, le ruego un poco de formalidad!

—Bueno, entonces para su especie.

—Exacto, si no ¿quién financiaría los costes de fabricación? Recientemente hemos enviado a la condesa Tschitschikoff una caja con...

—¿Caja? ¿Es que usted empaqueta a sus hombres como mercancías?

—¡Ah! Nuestra raza es inofensiva y acomodaticia. Sólo exigen cierto espacio. Este tiene que ser del mismo tamaño siempre para que puedan ejecutar su determinado gesto respectivo; todo lo demás les resulta indiferente. Claro, debe ponerse «frágil» en el tren; también hacemos los envíos sólo «bajo previo pago y a riesgo» del cliente.

—¡Oh! —respondí indignado—. ¿Por qué no deja libres a las criaturas de Dios?

—Por favor, señor mío —me interrumpió mi acompañante algo desdeñoso—, ¡son
mis
criaturas!

Empecé a marearme. Este contraste entre dos razas humanas, este proceder diabólico y egoísta de un especulador taimado: la lucha previsible cuando suelte a sus hombres-máquinas como perros contra el viejo y noble género hecho a la imagen de Dios —pero tal vez no tan hábil—; y este hombre, que asistía a todo esto tomando rapé. Esta constelación que esbozaba interiormente me hacía perder la razón; me oprimí la frente con las manos y empecé a tambalearme.

—¿Adónde he venido a parar? —exclamé en un acceso casi de desesperación—. ¡Lejos de esta horrible casa, de este antro de asesinos, de esta aniquilación de todo lo bello y noble! —Y eché a correr a ciegas sin saber hacia dónde.

—¡Alto, querido amigo! —gritó el pequeño director, jadeando detrás de mí—. ¡Tenga cuidado! ¡Ahí está mi chino!

—Me volví. En la pared se encontraba una criatura temblorosa y brillante, vestida de una forma exageradamente pomposa, con ojitos achinados que hacían guiños, y no dejaba de sacar y meter la lengua roja y puntiaguda.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —pregunté, algo más repuesto.

—Acaba de salir.

—¿De China?

—¡Del horno!

—¿No es auténtico?

—Sí, cómo no; es decir, es mi producto. Nos ha salido precioso.

Me había tranquilizado un poco. Se me había pasado ya el acceso, pero decidí no dejarme enredar en más discusiones.

—Nos encontramos en la entrada de la exposición de nuestros hombres terminados —dijo el viejecito, y abrió la puerta con batientes que daba a una gran sala.

Entramos. Aquí había reunida una espléndida compañía. Caballeros y damas procedentes de todos los estamentos y capas sociales. Algunos sentados, otros en pie o descansando en cojines confortables; las caras un poco esmaltadas. Algunos levantaban la mirada somnolientos; todos estaban encerrados en enormes cajas de cristal; muchos estaban sentados y parecían conversar, otros se reían, algunos bromeaban y saltaban; pero el gesto parecía como paralizado en un determinado momento, y el movimiento como congelado; una tristeza, una indecible tristeza se leía en todas las caras, a pesar de la vívida mímica; una estirpe cansada de vivir, que no tenía derecho a moverse como quería, sino a esperar la llave que les pusiera en marcha. Todos los movimientos, la cortesía, emociones, constelaciones espontáneas en los encuentros, posiciones, etc., habían sido imitados a la perfección. Estaban representados todos los trajes, todas las modas, todo tipo de adornos, todos los símbolos.

—La mayoría de ellos está en un estado próximo al sueño —observó mi guía—. Cuando recibimos un encargo, damos antes los últimos retoques y realizamos un control de calidad.

No respondí, decidido a no dejarme enredar más. En silencio, pasé a través de estas filas frías y paralizadas. Incluso yo estaba casi entristecido por la existencia melancólica que llevaba un género humano forzado a vivir una vida aparente, hasta que me detuve en el fondo de una sala ante una hermosa joven. Al principio la tomé por una criada que quitaba el polvo en esta sala reluciente. En la mano llevaba una pequeña cesta con un pañuelo azul, un llavero, labores de ganchillo, que sobresalían en su interior. Su comportamiento, su forma de vestir, revelaban decencia y delicadeza; un traje corto estampado con flores y un pliegue ligeramente desprendido, como por casualidad, que dejaba ver el borde blanco de la combinación; medias de un blanco deslumbrante y negros zapatos de hebillas; un pequeño
delantal
de encaje, una pequeña cofia con cintas rosas. Dos espléndidos ojos azules, que hasta entonces habían mirado a lo lejos, se clavaron súbitamente en mí, cuando me detuve ante ella.

—A ti, maravillosa niña —susurré para mí en voz baja—, podría amarte; por ti sacrificaría todo. Junto a ti podría olvidar la conducta del auténtico género humano y de su imitación, que me son igualmente odiosos. Y tú. —continué—, ¿serías capaz de responder a mi amor...?

En ese momento bajó los párpados de grandes pestañas y ambas mejillas se enrojecieron visible y ardientemente. Me asusté y retrocedí; detrás de mí estaba el director, que se había acercado sigilosamente con cara burlona.

—¡Usted, repugnante fabricante! —grité—. ¡Ha robado hasta el rubor, la más delicada y pura de las sensaciones humanas para parodiar la raza humana de
Dios!

Y eché a correr lleno de asco. Sentí que mi acceso de antes iba a repetirse.

—¡Es sólo cochinilla! —exclamó el frío hombrecito, jadeando detrás de mí—. ¡Es sólo cochinilla!

En la salida estuve a punto de tirar a un segundo chino, semejante al que estaba en la entrada. Recorrí a toda prisa los corredores sin detenerme, pasando junto a todas las salas rugientes y humeantes. El director me seguía con mucha dificultad; todo permanecía iluminado, pero se veía que empezaba a romper el día. Enseguida me vi obligado a ir más despacio.

Entonces, ¿no quiere comprar nada? —oí a lo lejos la voz del viejo—. ¿No se quiere llevar algunos de mis hombres?

—¡No! —respondí furioso—. ¡Quiero salir de esta casa! ¡No quiero tener nada que ver con su criminal producto!

Nos encontramos en la salida de la casa, bajo el gran arco del portón.

—Un marco —cotorreaba para sí el pequeño directorzuelo, como un autómata en marcha—. Un marco, un marco cuesta la visita a la fábrica.

Saqué el monedero y pagué.

—Otra pregunta antes de separarnos —dije—: ¿pertenece usted, señor director, al género humano engendrado de forma natural o a esa raza artificial, blanca como la tiza, rígida y pintada?

—Es cierto —empezó a decir, y parecía prepararse para un largo excurso—; me he sentido bastante identificado con la raza de mi fábrica; sin embargo, a su pregunta...

—¡No! —grité—. ¡No quiero oír nada más! —Y me precipité a través del portón.

Un viento matinal, frío y cortante, me golpeó la cara. Estaba agotado por haber pasado la noche en vela, y mucho más por lo que había vivido. El sol no había salido todavía, pero parecía que iba a ser un magnífico día. Me apresuré a alejarme de este lúgubre paraje. Además estaba hambriento. No tenía ni idea de a qué distancia se encontraba el pueblo más cercano. Después de dejar el camino de gravilla y llegar de nuevo a la carretera, volví una vez más la vista atrás para contemplar la extraña casa. Casi me caí de espaldas del susto: en las ventanas de la parte baja y de todo el primer piso estaban asomados, apretujándose, cientos de aquellos hombres blancos y preciosos, con sus ojos vidriosos y extáticos, que me miraban y parecían burlarse de mí. Volví la vista y me alejé corriendo de esa maldita casa.

Pero, como suele ocurrir, las impresiones vivas y aterradoras se condensan en nosotros hasta cobrar vida, convirtiéndose en palabras, acciones y sonidos. Y así tuve la impresión de oír, como si me persiguiera, mientras seguía caminando a buena marcha, la siguiente conversación de la compañía vidriosa del primer piso:

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